sábado, 26 de noviembre de 2011

La Personalidad Flexible

Nota prévia:
Escribí “La personalidad flexible” durante 2001, basándome en investigaciones realizadas en los años del boom de la llamada ‘New Economy’. El texto enfatiza los aspectos culturales y el poder ‘soft’ del nuevo paradigma social, de acuerdo con el carácter de los años de gobierno de Clinton en los Estados Unidos y el de las formas tolerantes de la socialdemocracia, prominentes por aquel entonces en el occidente europeo. Pero el aparato tecnológico que este texto describe no ha hecho más que desarrollarse desde entonces, mientras que sus justificaciones culturales, aún más retorcidas, reflejan cada vez mejor el más insensible oportunismo. Desde entonces, lo que hemos observado a través del mundo es la implementación total del sistema flexible: un régimen de trabajo en el que la movilidad de la mano de obra y la flexibilidad de la jornada de trabajo se ven acompañadas por la constante vigilancia electrónica y el control directivo de la actividad laboral. Para caer en la cuenta de cómo funciona este sistema no es suficiente con mirar a los directivos paseándose por los aeropuertos con sus teléfonos móviles y ordenadores po rtátiles; es necesario observar también, en profundidad, toda la instrumentación del lugar de trabajo: dispositivos de identificación biométricos, programas contadores del uso del teclado, insignias electrónicas que permiten hacer seguimiento de las personas en la planta fabril, sensores GPS para vigilar el movimiento de vehículos, etcétera. Todos estos sistemas tecnológicos implican a la gente en un nuevo tipo de relaciones entre quienes controlan y quienes son controlados. A pesar del colapso del mercado financiero, el cual puso fin a la New Economy de manera abrupta, nos enfrentamos a un endurecimiento de las formas en que el trabajo se dirige y remunera, así como en las formas de psicología social que lo acompañan. Estas transformaciones se están extendiendo a los intentos de regulación de los flujos de población a través de las fronteras nacionales, los cuales se ven también sometidos a continuas identificaciones y controles. Se pueden hacer también consideraciones semejantes a propósito de las nuevas técnicas de examen del perfil de los consumidores, en interés de unas prácticas publicitarias cada vez más focalizadas y seductoras. Si algo ha cambiado desde que escribí el ensayo, por tanto, ha sido en la dirección de una intensificación de los procesos que en él se describen.
Brian Holmes, extracto de una entrevista con Robby Herbst,
Journal of Aesthetics & Protest, invierno de 2005.
Los acontecimientos ocurridos en el cambio de siglo –desde la cumbre fracasada de la OMC en Seattle hasta el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York– nos han demostrado que una crítica radical de la globalización capitalista no sólo es posible, sino urgentemente necesaria, antes de que el nivel de violencia en el mundo se incremente dramáticamente. Los comienzos de una crítica tal existen ya en la renovación de las teorías económicas “no ortodoxas”[1]. Pero podemos mirar también más allá, hacia una crítica de la cultura capitalista contemporánea.
Para ser eficaz, una crítica cultural debe mostrar las conexiones entre las principales articulaciones del poder y las estéticas más o menos triviales de la vida cotidiana. Es decir, debe revelar que las relaciones sociales son de tal sistematicidad que se imponen de manera general a quienes estamos implicados en ellas; pero debe hacerlo además mediante la crítica de los discursos, imágenes o actitudes emocionales específicas que son las formas concretas que dichas relaciones sociales adoptan, ocultando la desigualdad y la cruda violencia. Debe hacer añicos el equilibrio del consenso, inundando de luz todo aquello que la sociedad consiente, cómo tolera lo intolerable. Tal crítica es difícil de poner en práctica porque debe operar en dos niveles opuestos: por un lado, ha de aproximarse al máximo a la complejidad de los procesos sociales para resultar convincente a la vista de los investigadores e investigadoras de cuyo conocimiento especializado necesita; por otro lado, tiene que dotar a sus conclusiones de expresiones suficientemente llamativas como para convencer a los sujetos a quienes busca describir: aquéllos y aquéllas de cuyo comportamiento depende la transformación del status quo.
Este tipo de crítica existió muy recientemente en nuestras sociedades, dotando de un enfoque intelectual a la intensa y extendida insatisfacción de los años sesenta y setenta, y de esta manera ayudando a cambiar el sistema entero. Hoy parece haberse desvanecido. La dimensión estética ya no se pone en cuestión como puente problemático entre la psique y las estructuras objetivas de la sociedad. Es como si incluso hubiéramos perdido el gusto por lo negativo, la ambición de una crítica antisistémica. En su lugar encontramos interminables variaciones sobre los ‘estudios culturales’ angloamericanos, que consisten en una estrategia positiva, un dispositivo para sumar valor, no para restarlo. Pero si en lugar de contentarnos con esta versión actual de los estudios culturales mirásemos su historia retrospectivamente, podríamos encontrar argumentos a favor de renovar una crítica de la ideología contemporánea.
Cuando a finales de los cincuenta emergieron los estudios culturales británicos, éstos intentaron invertir las jerarquías estéticas redirigiendo el lenguaje sofisticado de la crítica literaria hacia las prácticas y formas de la clase trabajadora. Al elevar las expresiones populares mediante un proceso de contaminación que también transformaba la cultura de elite, buscaban crear alternativas positivas a los nuevos modos de dominación proyectados por los medios de comunicación de masas. Este enfoque diversificó enormemente el espectro de sujetos y estilos académicos que se han ido aceptando como legítimos, contribuyendo realmente, de esta manera, al ideal de la educación popular[2]. Además, los estudios culturales han constituido una verdadera escuela de pensamiento para la cultura de izquierdas desarrollando una intencionalidad estratégica. Sin embargo, su herramienta teórica fundamental era la noción de recepción diferencial o ‘lectura negociada’, el toque personal que el receptor daba al mensaje. La noción se utilizaba originalmente para revelar las interpretaciones que la clase trabajadora hacía de los mensajes dominantes en un marco teórico todavía basado en la conciencia de clase[3]. Pero cuando el énfasis sobre la recepción se escindió de la dinámica de clase en el curso de los años ochenta, los estudios culturales se volvieron una gran celebración del giro particular que cada individuo o grupo podía añadir al producto mediático globalizado. Es de esta manera que dieron carta de legitimidad a una nueva ideología del consumo transnacional[4]. Se trata del discurso de una alienación perfeccionada, apropiada, individualizada, etnicizada, que uno mismo hace suya.
¿Cómo puede la crítica cultural hacerse otra vez eficaz en la actualidad? Voy a argumentar en favor de construir un ‘ideal-tipo’, revelando la intersección del poder social con las disposiciones morales íntimas y las pulsiones eróticas[5]. Llamaré a este ideal-tipo ‘personalidad flexible’. La palabra ‘flexible’ alude directamente al actual sistema económico, con sus contrataciones laborales precarias, su producción ‘justo a tiempo’, sus mercancías informacionales y su dependencia absoluta de las divisas virtuales que circulan en la esfera financiera. Pero también se refiere a todo un abanico de imágenes positivas: espontaneidad, creatividad, cooperación, movilidad, relaciones entre iguales, aprecio por la diferencia, apertura a experimentar el presente. Si uno se siente cercano a la contracultura de los sesenta y setenta, entonces puede afirmar que ésas son nuestras creaciones, capturadas en el espejo deformante de la nueva hegemonía. Nos ha costado un esfuerzo histórico considerable hacer tolerable la locura de la sociedad contemporánea.
Voy a dirigir una mirada retrospectiva a la historia reciente para mostrar cómo una forma de crítica cultural se articuló eficazmente en términos intelectuales, y después sociales, durante la posguerra de la II Guerra Mundial. Pero también mostraré cómo las actuales estructuras de dominación son parcialmente el resultado de los fracasos de esa crítica, que no supo evolucionar para resistir a su absorción por parte del capitalismo contemporáneo.
Cuestiona la autoridad
El ejemplo paradigmático de crítica cultural en el periodo de posguerra es el Institut für Sozialforshung (Instituto para la Investigación Social, organización autónoma conocida como Escuela de Francfort). Su trabajo se puede resumir en una abreviación teórica: freudomarxismo. ¿Qué significa eso? Revisando sus textos uno encuentra que, desde una fecha tan temprana como 1936, el Instituto articulaba su análisis de la dominación alrededor de las estructuras psicosociológicas de la autoridad. El objetivo de los Studien uber Autorität und Familie era remediar “el fracaso del marxismo tradicional a la hora de explicar la renuencia del proletariado a cumplir su papel histórico”[6]. Esta “renuencia” (nada menos que el acercamiento de la clase trabajadora al nazismo) sólo podía comprenderse mediante una exploración de la manera en que las fuerzas sociales se despliegan en la psique. El declive de la autoridad del padre sobre la familia y el papel creciente de las instituciones sociales en la formación de la personalidad infantil eran presentados por la Escuela de Francfort como procesos paralelos a la liquidación del capitalismo liberal y patrimonial del siglo XIX, bajo el cual el burgués propietario controlaba directamente un capital heredado de la familia. El capitalismo monopolista del siglo XX implicaba una transferencia de poder desde los individuos privados a las empresas organizadas e impersonales. El estado psicológico de sumisión masoquista a la autoridad, descrito por Erich Fromm, era inseparable del orden mecanizado de los nuevos cárteles industriales, con su capacidad para integrar a los individuos en las cadenas tecnológicas y organizativas complejas de los sistemas de producción de masas. La noción clave de ‘razón instrumental’ ya estaba aquí en germen. Como Marcuse escribió en 1941, “los hechos que dirigen la mente y la acción de un hombre son… los del proceso maquínico, que en sí mismo parece ser la encarnación de la racionalidad y la conveniencia… La producción masiva mecanizada llena los espacios vacíos en los que la individualidad podía afirmarse”[7].
El trabajo del Instituto combinaba ya, en esta primera fase, el análisis psicosociológico de la disciplina autoritaria con la noción filosófica de razón instrumental. Pero su poderosa crítica antisistémica no podía cristalizar sin los estudios de la economía de planificación centralizada, concebida como una respuesta política y social a la crisis de la década de 1930. Dos miembros del Instituto, Friedrich Pollock y Otto Kirchheimer, fueron de los primeros en caracterizar el nuevo “capitalismo de Estado” de esos años[8]. Superando la representación marxista tradicional del capitalismo monopolista, el cual se había efectivamente topado con su contradicción dialéctica en la crisis de 1929, describieron un desplazamiento definitivo desde el sistema liberal, en el que la producción y la distribución estaban gobernadas por relaciones mercantiles contractuales entre agentes individuales. El nuevo sistema consistía en un capitalismo dirigido en el que la producción y la distribución se calculaban por parte de un Estado que ejercía una planificación centralizada. La amplitud de este desplazamiento se vio confirmada no sólo por los cárteles industriales dominados por el nazismo en Alemania, sino también por los planes quinquenales soviéticos, e incluso por el new-deal estadounidense, que anticipaba el surgimiento del Estado de bienestar keynesiano. La autoridad estaba, una vez más, en el centro del análisis. “Bajo el capitalismo de Estado –escribió Pollock– los hombres se relacionan como mandantes o mandados”[9]. O, en palabras de Kirchheimer, “el fascismo caracteriza una fase en la cual el individuo ha perdido completamente su independencia y los grupos dominantes se han visto reconocidos por el Estado como las únicas figuras legales que pueden tomar parte en acuerdos políticos”[10].
La resolución de la crisis económica mediante la planificación centralizada para la guerra total demostró que era de “vital importancia”, como decía Pollock, investigar “hasta qué punto el capitalismo de Estado puede ser sometido a control democrático”. Esta investigación fue de hecho acometida por el Instituto durante su exilio en Estados Unidos, cuando buscó traducir su análisis del nazismo a los términos estadounidenses de la Guerra Fría. Lo que más recordamos ahora es la teoría y crítica de la industria cultural y el ensayo que lleva ese nombre; pero mucho más importante fue en aquel entonces un volumen de investigación sociológica llamado La personalidad autoritaria, publicado en 1950[11]. Escrito bajo la dirección de Horkheimer por un grupo de cuatro autores entre los que se encontraba Adorno, el libro era un intento de aplicar métodos estadísticos de la sociología a la identificación empírica de la estructura del carácter fascista. Utilizaba métodos de encuesta para demostrar la existencia de “un nuevo tipo antropológico” cuyos rasgos eran el rígido convencionalismo, la sumisión a la autoridad, la oposición a todo lo subjetivo, la estereotipia, el énfasis sobre el poder y la dureza, la destructividad y el cinismo, la proyección fuera de sí de impulsos emocionales inconscientes y una preocupación exagerada por el escándalo sexual. Haciéndose eco de los anteriores estudios sobre la autoridad, estos rasgos se correspondían con una estructura familiar marcada no por la fuerza patriarcal sino por su debilidad, lo que resultaba en una falsa ascendencia de los padres sobre unos hijos cuya formación recaía ya en las instituciones sociales.
La personalidad autoritaria culmina la construcción interdisciplinaria de un ideal-tipo por parte de la Escuela de Francfort: es una imagen polémica del yo social destinada a guiar y estructurar varios tipos de críticas. Su importancia va mucho más allá de la forma en que utiliza metodologías estadísticas para el estudio de encuestas; la función clave del ideal-tipo consiste en su capacidad de unificar distintas corrientes críticas alrededor de un mismo objeto. Las estrategias retóricas y estéticas de Adorno, por ejemplo, cobran plena fuerza si se leen en oposición a la imagen densamente construida de la personalidad autoritaria. Consideremos esta cita de su ensayo sobre el Compromiso de 1961:
“En periódicos y revistas de la derecha radical lo antinatural, sobre intelectual, insano, decadente produce, como antes y siempre, indignación; saben para quién escriben. Esto concuerda con lo que la psicología social dice sobre el carácter autoritario. Entre los existenciales de éste se cuentan el convencionalismo, el respeto por la fachada petrificada de la opinión y de la sociedad, la defensa contra los impulsos que afectan a ésta o, en el inconsciente del autoritario, a algo que le es propio, lo cual no admite a ningún precio. Con esta actitud hostil a todo lo ajeno y enajenante el realismo literario de cualquier procedencia, aunque se llame crítico o socialista, es mucho más compatible que obras que, sin obedecer a ninguna consigna política, por su mero enfoque dejan fuera de combate el rígido sistema de coordenadas [de la personalidad autoritaria]”[12].
Adorno buscaba mostrar cómo el compromiso político brechtiano o sartreano podían degradarse hasta la aceptación completa del orden que caracteriza a un Estado autoritario. Las formas fracturadas y enigmáticas de Beckett o Schönberg podrían entonces entenderse como políticamente más significativas que cualquier llamamiento a manifestarse colectivamente en torno a una causa. La forma estética, tal como la entiende Adorno, se opone tanto a las débiles armonías internas del individualismo satisfecho como a las totalizaciones mucho más poderosas de un sistema explotador; y se convierte en una fuerza disidente mediante su rechazo a resolver falsamente las verdaderas contradicciones. Como escribe en una de sus frases retóricas: “Arte no significa apuntar alternativas, sino, mediante nada más que su forma, resistirse al curso del mundo que continúa poniendo a los hombres una pistola en el pecho”[13].
No se trata de enredarnos en una disputa académica sobre cómo concibió Adorno exactamente esta resistencia de formas contradictorias. Mucho más interesante es observar cómo una crítica coordinada puede ayudar a hacer emerger la resistencia en la sociedad. La figura más visible en este sentido es Herbert Marcuse, cuyo libro de 1964 El hombre unidimensional se convirtió en un best-seller internacional, particularmente en Francia. Los estudiantes y las estudiantes en las manifestaciones de Mayo del 68 portaban carteles en los que se leía “Marx, Mao, Marcuse”. Esa imagen muestra cómo Marcuse, con su postura directamente revolucionaria, pudo convertirse en una especie de emblema en el que convergían críticas diversas del Estado autoritario, la disciplina industrial y los medios de comunicación. En Francia, Sartre había escrito sobre “el hombre serial”, mientras que Castoriadis desarrolló una crítica del productivismo burocrático. En Estados Unidos, el escritor William Whyte previno contra el “hombre organización” en fecha tan temprana como 1956, mientras que en 1961 un presidente saliente, Dwight D. Eisenhower, denunció los peligros tecnológicos del “complejo militar industrial”. La televisión comercial se identificaba como la mayor herramienta de propaganda del capitalismo, inicialmente con el libro de Vance Packard Las formas ocultas de la propaganda publicado en Estados Unidos en 1957, seguido con más radicalidad por las Mitologías de Barthes en Francia y, sobre todo, La sociedad del espectáculo de Debord. Ivan Illich y Paul Goodman atacaron los sistemas escolares como centros de adoctrinamiento social, R.D. Laing y Félix Guattari exigieron una antipsiquiatría, y Henri Léfebvre un antiurbanismo que los situacionistas hicieron efectivo con la práctica de la dérive. En su Ensayo sobre la liberación, escrito inmediatamente después del 68, Marcuse llegó tan lejos como a hablar de algo así como un estallido de surrealismo de masas que, según pensaba, podría combinarse con un ascenso del lumpenproletariado racial en los Estados Unidos y con una más amplia revuelta del Tercer Mundo.
Mi intención no es conectar toda esta actividad subversiva directamente con la Escuela de Francfort. Pero el ‘gran rechazo’ de finales de los sesenta y comienzos de los setenta se dirigía claramente a los complejos militares industriales, al tipo de regimentación y disciplina laboral que producían, al servilismo de la industria cultural que ocultaba estas realidades y, quizá por encima de todo, a la condición existencial y psicológica de la ‘personalidad autoritaria’. El sociólogo de derecha Samuel Huntington llegaba a reconocer, al describir las revueltas de la década de 1960, “un desafío general a los sistemas existentes de autoridad, públicos y privados”[14]. Pero no hacía sino afirmar lo obvio. En los Estados Unidos de los años setenta, el eslogan omnipresente de la contracultura era: “cuestiona la autoridad”.
Lo que he intentado evocar aquí es el telón de fondo intelectual de un movimiento antisistémico eficaz, que se revolvió en contra del productivismo capitalista y sus efectos tanto en la cultura como en la subjetividad. Todo esto se resume en un célebre dicho francés, On ne peut pas tomber amoureux d’une courbe de croissance (No te puedes enamorar de una curva de crecimiento). En su propio erotismo, las pintadas sobre las paredes de Mayo del 68 sugerían algo que aún no he mencionado, el contenido positivo de la crítica antisistémica: un deseo de igualdad y unidad social para la supresión de la división de clases. El autogobierno y la democracia directa fueron las exigencias fundamentales de las estudiantes y los estudiantes radicales en 1968 y, con mucho, el rasgo más peligroso de su ideología izquierdista[15]. Como escribió Jürgen Habermas en 1973, “la participación del ciudadano en los procesos de formación de la voluntad política, es decir, la democracia material, llevaría a la conciencia la contradicción entre una producción administrativamente socializada y un modo de apropiación y de empleo de la plusvalía que sigue siendo privado”[16]. En otras palabras, la implicación democrática creciente mostraría a la gente con rapidez dónde están sus verdaderos intereses. De nuevo, Huntington parecía estar de acuerdo, cuando a su vez describía la “crisis” de las sociedades avanzadas como un “exceso de democracia”[17].
Podríamos recordar que el infame informe de la Comisión Trilateral de 1975, en el que Huntington hacía esa afirmación, se preocupaba específicamente por la creciente “ingobernabilidad” de las sociedades desarrolladas, en la estela de los movimientos de los sesenta. Podríamos también recordar que este espectro de la ingobernabilidad fue precisamente el objetivo contra el que Margaret Thatcher, en Gran Bretaña, pudo armar su “revolución conservadora”[18]. En otras palabras, lo que Huntington consideraba la “enfermedad democrática” de los sesenta ["the democratic distemper", el moquillo democrático (sic)] fue el telón de fondo contra el que surgió la actual hegemonía neoliberal. Así que la pregunta que ahora me gustaría hacer es: ¿cómo absorbieron las sociedades posindustriales el “exceso de democracia” que se había desencadenado por las revueltas antiautoritarias? O, para formularlo de otro modo, ¿cómo fue que la década de 1960 sirvió, finalmente, para hacer tolerable la de 1990?
Divide y recupera
“Nos falta una historia seria de la cooptación, que no reduzca el pensamiento empresarial a un chiste”, escribe el historiador estadounidense y crítico cultural Thomas Frank[19]. En su historia de las industrias publicitaria y de la moda, titulada The Conquest of Cool, intenta delinear las estrategias específicas que convirtieron lo “hip” sesentista en lo “hegemónico” de los noventa, transformando unas industrias culturales tontamente conformistas en industrias mucho más poderosas e inteligentes, basadas en una oferta pletórica de “individualidad, diferencia y rebelión auténticas”. Con multitud de ejemplos, muestra cómo los deseos de los automarginados de la clase media en los sesenta fueron traducidos rápidamente en imágenes y productos mercancía. Evitando la simple teoría de la manipulación, Frank concluye que los publicitarios y diseñadores de moda implicados en este proceso tenían un interés existencial en transformar el sistema. El resultado fue un cambio en “la ideología mediante la cual los negocios explicaban su forma de dominar la vida nacional”, un cambio que Frank relaciona, pero sólo de pasada, con un concepto de David Harvey, “acumulación flexible”[20]. Más allá de la crónica de la cooptación estilística, lo que todavía está por explicar son las interrelaciones entre motivaciones individuales y las justificaciones ideológicas, así como las complejas funciones sociales y tecnológicas de este nuevo sistema económico.
Podemos tomar como un punto de partida las sugerentes afirmaciones de los analistas de negocios Piore y Sabel. En el libro La segunda ruptura industrial, de 1984, sus autores hablan de una crisis de regulación, “que sobreviene cuando se cae en la cuenta de que las instituciones existentes ya no pueden asegurar una relación armónica entre la producción y el consumo de mercancías”[21]. Piore y Sabel identifican dos de estas crisis en la historia de las sociedades industriales, las cuales hemos ya considerado a través de los ojos de la Escuela de Francfort: “el ascenso de las grandes empresas, a finales del siglo XIX, y del Estado de bienestar keynesiano, en la década de 1930”[22]. Nuestra propia época ha sido testigo de la tercera de tales crisis: la recesión prolongada de los años setenta, que culminó con las crisis petroleras de 1973 y 1979, y que se vieron acompañadas de tensiones laborales endémicas a lo largo de toda la década. Esta crisis trajo consigo el colapso institucional del régimen fordista de producción masiva y del Estado de bienestar, y de ese modo estableció el escenario para un a ruptura industrial que los autores sitúan a comienzo de la década de 1980:
“Llamamos ruptura industrial a los breves momentos en los que el camino del desarrollo industrial está en cuestión. En tales momentos, conflictos sociales que aparentemente no guardan entre sí relación determinan la dirección del desarrollo tecnológico para las décadas siguientes. Aunque los industriales, trabajadores, políticos e intelectuales sean apenas conscientes de que se enfrentan a elecciones tecnológicas, las acciones que ejecuten modelarán las instituciones económicas durante largo tiempo en el futuro. Las rupturas industriales son por tanto el telón de fondo o el marco de las crisis de regulación subsiguientes”[23].
Basándose en observaciones del norte de Italia, los autores describen la emergencia de un nuevo régimen de producción llamado “especialización flexible”, que caracterizan como “una estrategia de innovación permanente: acomodo al cambio incesante, más que esfuerzo por controlarlo”[24]. Abandonando la planificación centralizada de los años de posguerra, esta nueva estrategia funciona mediante el agenciamiento de pequeñas unidades de producción independientes empleando equipos de trabajo cualificado con kits de herramientas multiuso, y depende además de formas relativamente espontáneas de cooperación entre tales equipos, con el fin de poder satisfacer a bajo costo y gran velocidad las exigencias rápidamente cambiantes del mercado. Para los autores, este tipo de empresas se remontaban a las formas artesanales de inicios del siglo XIX, antes de la primera ruptura industrial que condujo a la introducción de maquinaria pesada en el sistema de producción masivo. Por supuesto que en 1984 Piore y Sabel no podían predecir la importancia que habría de adquirir un tipo concreto de productos totalmente ajenos a cualquier cosa que podamos asociar al siglo XIX: el ordenador personal y los sistemas de telecomunicación[25]. Sin embargo, la relación que trazaban entre la crisis de la regulación institucional y la ruptura industrial nos puede ayudar a comprender el papel clave que el conflicto social –y la crítica cultural que ayuda a enfocarlo– ha cumplido a la hora de modelar las formas organizativas y la propia tecnología del mundo en que vivimos.
¿Cuáles fueron entonces los conflictos que convirtieron la informatización y las telecomunicaciones en los productos centrales de la nueva ola de crecimiento económico que comenzó tras la recesión de la década de los setenta?, ¿cómo afectaron estos conflictos a los regímenes de trabajo, gestión y consumo?, ¿qué grupos sociales fueron integrados en la nueva hegemonía del capitalismo flexible, y de qué manera?, ¿cuáles fueron rechazados, o violentamente excluidos, y cómo se encubrió esa violencia?
Hasta el momento, el conjunto más completo de respuestas a estas preguntas lo han dado Luc Boltanski y Eve Chiapello en su libro El nuevo espíritu del capitalismo, publicado en 1999[26]. Su tesis es que cada era o “espíritu” del capitalismo debe justificar su compulsión irracional por la acumulación integrando o “recuperando”, al menos parcialmente, la crítica de la era anterior, de manera que el sistema pueda hacerse, cuando menos para sus propios gestores, de nuevo tolerable. Identifican dos principales retos para el capitalismo: la crítica de la explotación o lo que llaman “crítica social”, desarrollada tradicionalmente por el movimiento obrero, y la crítica de la alienación o lo que llaman “crítica artista”. Esta última, afirman, fue tradicionalmente un asunto literario menor, pero devino mucho más importante con la educación cultural masiva llevada a cabo por las universidades del Estado de bienestar. Boltanski y Chiapello examinan los destinos de los principales grupos sociales en Francia después del tumultuoso 68, cuando la crítica social se unió a la crítica artista. Muestran cómo a la fracción más organizada de la fuerza de trabajo le fueron concedidas ganancias económicas sin precedentes, a pesar de que la producción futura estaba siendo progresivamente reorganizada y deslocalizada para tener lugar fuera del control sindical y de la regulación estatal. Pero también demuestran cómo la joven clase de aspirantes a la dirección, tanto quienes estaban aún en la universidad como quienes se encontraban en los escalones más bajos de las empresas, se convirtieron en el principal vector de la crítica artista del autoritarismo y de la impersonalidad burocrática. El elemento fuerte del libro de Boltanski y Chiapello reside en su demostración de cómo la figura organizativa de la red [network] surge para proporcionar una respuesta mágica a la crítica cultural antisistémica de la década de los cincuenta y la de los sesenta; una respuesta mágica al menos para la clase aspirante a puestos directivos.
¿Cuáles son los atractivos sociales y estéticos de la organización y la producción reticular? Primero, se mitiga la presión de una jerarquía rígida y autoritaria, eliminando la compleja estructura de administración intermedia de las empresas fordistas y abriendo conexiones fluidas, entre iguales, para todos los miembros de la red. Segundo, la comunicación espontánea, la creatividad y la fluidez relacional se pueden fomentar en una red como factores de productividad y motivación, superando así la alienación de los procedimientos impersonales y racionalizados. Tercero, una movilidad extensiva puede verse tolerada e incluso solicitada, en la medida en que las herramientas de trabajo se ven cada vez más miniaturizadas o devienen puramente mentales, permitiendo que el trabajo se transmita por canales de telecomunicación. Cuarto, la estandarización de los productos, que fue la marca visible de la alienación del individuo durante el régimen de producción masiva, se puede atenuar mediante la configuración de redes de producción a pequeña escala o incluso de microproducción, destinadas a producir series limitadas de objetos a medida o servicios personalizados[27]. Quinto, el deseo se puede estimular y productos nuevos, rápidamente obsolescentes, se pueden crear trabajando directamente en el ámbito cultural, en particular tal y como éste se ve codificado por la tecnología multimedia, lo cual permite tanto atender a la demanda de significado por parte de empleados, empleadas y clientes, como resolver parte del problema de la caída de la demanda de bienes de consumo duraderos producidos en las fábricas fordistas.
Una manera de resumir todas estas ventajas sería decir que la organización reticular devuelve al empleado o empleada –o, mejor dicho, al ‘prosumidor’ (productor-consumidor)– la propiedad de sí mismo o de sí misma que la empresa tradicional buscaba comprar en forma de fuerza de trabajo mercantilizada. La estricta división entre producción y consumo tiende a desaparecer y la alienación parece superarse, dado que los individuos aspiran a mezclar su trabajo con su ocio[28]. Incluso la empresa comienza a concebir el trabajo de manera cualitativa, como una esfera de actividad creativa de autorrealización. El ‘hombre conexionista’ –lo que yo llamaría the networker– se libera de la vigilancia directa y de la alienación paralizante para convertirse en gestor de su propia actividad autogratificante, en la medida en que esta actividad se traduce en algún punto en intercambio económico valioso, el sine qua non para permanecer en el interior de la red.
Obviamente, los jóvenes publicistas y diseñadores de moda descritos por Thomas Frank pudieron ver el interés de este tipo de relajamiento de las jerarquías. Pero también desde el punto de vista ideológico y sistémico la autoposesión y la autodirección del networker son provechosas: respondiendo a las demandas de Mayo del 68, esta autogratificación se convierte en el perfecto argumento legitimador para la continuada destrucción, por parte de la clase capitalista, de las pesadas, burocráticas, alienantes y sobre todo costosas estructuras del Estado de bienestar, que por otra parte representaban una parte importante de las ganancias históricas que los trabajadores y las trabajadoras habían obtenido mediante la crítica social. Cooptando la crítica estética de la alienación, la empresa reticular es capaz de legitimar la exclusión gradual del movimiento de los trabajadores y trabajadoras y la destrucción de los programas sociales. Así, a través del proceso que Raymond Williams llama la “tradición selectiva”[29], la crítica artista se convierte en uno de los ejes de la nueva hegemonía inventada a comienzos de la década de los ochenta por Reagan y Thatcher, perfeccionada en la década siguiente por Clinton y el inimitable Tony Blair.
Para recuperarse de los contratiempos de los años sesenta y setenta, el capitalismo devino doblemente flexible, imponiendo contratos de trabajo precarios y ‘deslocalizando’ los sitios de producción para escapar de la regulación del Estado de bienestar, utilizando este aparato de producción fragmentada para crear las seducciones al consumo y el estímulo a las carreras profesionales que se necesitaban para recobrar la lealtad, tanto de gestores y gestoras potencialmente revolucionarias, como de trabajadores y trabajadoras intelectuales. Este doble movimiento es el que da origen al sistema concebido por David Harvey como un régimen de “acumulación flexible”, una noción que describe no solamente la estructura y disciplina de los procesos de trabajo en red, sino también las formas y periodos de vida útil de los rápidamente obsoletos productos de diseño personalizado que van a ser creados, además de los nuevos y más volátiles modos de consumo que el sistema promueve[30]. Para las necesidades de la crítica cultural contemporánea debemos reconocer, como piedra angular de esta transformación, el papel que juega el ordenador personal, ensamblado –al igual que sus accesorios de telecomunicación– en maquilas de alta tecnología repartidas por todo el mundo. El ordenador personal, técnicamente una calculadora, se ha visto transformado por su uso social en una máquina de imágenes y lenguaje: el instrumento productivo, el vector comunicativo y el receptor indispensable de los bienes inmateriales y los servicios semióticos que ahora conforman el sector líder de la economía[31].
El ordenador y sus dispositivos complementarios son herramientas simultáneamente industriales y culturales que encarnan el acuerdo que resolvió temporalmente las luchas sociales desatadas por la crítica artista. La libertad de movimiento, idealizada en las figuras del nomadismo y del deseo errante, se encuentra en el centro de este acuerdo provisorio. El ordenador portátil sirve como instrumento móvil de control sobre el trabajo precario y los procesos de producción fragmentada, mientras que al mismo tiempo deja libertad al directivo o directiva nómada para disfrutar de formas de movilidad tanto físicas como fantasmáticas. Miniaturiza exitosamente el acceso personal a lo que resta de las funciones burocráticas, mientras que abre un canal privado hacia los ámbitos del capital virtual o ‘ficticio’, los mercados financieros en los que la plusvalía se produce como por arte de magia, a pesar de los cada vez más numerosos signos físicos de crisis y decadencia. Es así que el paradigma organizativo reticular garantiza una autonomía que se puede canalizar hacia una nueva disciplina productiva, en la que la gestión de las relaciones sociales a distancia es un factor clave, constantemente abierto a una doble interpretación. Reconocer esta profunda ambivalencia del ordenador en red –es decir, la manera en que sus potenciales comunicativos y creativos se han convertido en la base de una ideología que enmascara sus funciones de control remoto– es reconocer la sustancia y la fragilidad del acuerdo sobre el que se ha construido el régimen de acumulación flexible del capital globalizador.
Dispersión geográfica y coordinación global de la manufactura, producción justo a tiempo y distribución por contenedor, aceleración generalizada de los ciclos de consumo y fuga del capital sobreacumulado hacia la esfera financiera que opera a la velocidad de la luz, cuyos movimientos se reflejan y estimulan entre tanto por la evolución igualmente rápida de los medios de comunicación globales: éstas son algunas de las principales características del régimen de acumulación flexible tal y como se ha desarrollado desde finales de la década de los setenta. David Harvey, como muchos teóricos marxistas, ve esta reorganización transnacional del capital como la reacción a las luchas sociales, las cuales tendieron cada vez más a limitar los niveles de recursos y la explotación laboral posibles en el espacio de regulación nacional. Un razonamiento semejante es el que utilizan los analistas Piore y Sabel cuando afirman que “[ algunos] conflictos sociales que aparentemente no guardan entre sí relación determinan el curso del desarrollo tecnológico” en el momento de una ruptura industrial. Pero, a pesar de que sus autores no reconocen la plena ambivalencia del ideal-tipo que describen, es la división analítica que Boltanski y Chiapello ofrecen de los movimientos de resistencia de los sesenta –diferenciando las dos corrientes de la crítica, artista y social– la que nos permite finalmente comprender cómo las formas estéticas y las estructuras organizativas específicas de la personalidad flexible comenzaron a cristalizar, desde mediados de los ochenta, para completar la recuperación capitalista de –y desde– el tumulto democrático de la década de los sesenta.
Bajo un nuevo dominio
Si insisto en la forma social asumida por los ordenadores y las telecomunicaciones durante la reorganización del capital tras la recesión de la década de los setenta, es por el papel central que estas tecnologías, y sus diversos usos, han jugado en el surgimiento de la actual economía global informacional. Describiendo el estado más avanzado de esta economía, Manuel Castells escribe que “los productos de las nuevas industrias tecnológicas de la información son dispositivos de procesamiento de información o el procesamiento de la información en sí mismo”[32]. Indica así la manera en que las expresiones culturales, recodificadas y procesadas como multimedia, pueden entrar en el ciclo de valorización de las comunicaciones digitalizadas. En efecto, Castells cree que deben entrar en dicho ciclo: “Cualquier otro mensaje se ve reducido a la imaginación individual o a las crecientemente marginalizadas subculturas basadas en la relación cara a cara”[33]. Pero Castells tiende a ver las condiciones de entrada como fundamentalmente técnicas, sin desarrollar una noción de cómo la tecnología misma puede ser modelada mediante patrones de relaciones sociales, políticas y culturales. Concibe el agenciamiento subjetivo e individual en términos primarios de elección o rechazo de la red, siguiendo caminos más o menos viables en el interior o fuera del sistema dominante Para él, la red no es una forma, sino un destino. La idea de cualquier cambio sistémico ni siquiera es tomada en cuenta.
Un acercamiento crítico, en cambio, podría ver los ordenadores y las telecomunicaciones como configuraciones específicas y manipulables en el marco más amplio de lo que Foucault llama “tecnologías de gubernamentalidad”. Foucault define tales tecnologías (y de forma más general la “gubernamentalidad”) como “conjunto de estrategias mediante las cuales se pueden constituir, definir, organizar e instrumentalizar la estrategias que los individuos, en su libertad, pueden tener los unos respecto a los otros”[34]. Lo que está en juego aquí es la definición del nivel de coacción, que se sitúa más allá de lo que Foucault concibe como libertad –es decir, el campo abierto de las relaciones de poder entre los individuos, en el que cada uno intenta “conducir la conducta de los demás” mediante estrategias que son siempre reversibles–, pero que aún no alcanza el nivel del dominio, en el que las relaciones de poder están totalmente inmovilizadas, por ejemplo, mediante la constricción física. Las tecnologías de gubernamentalidad existen justo por debajo de este nivel de dominación: son formas más sutiles de canalización del comportamiento colectivo, adecuadas para el gobierno de las sociedades democráticas en las que los individuos disfrutan de libertades sustanciales y tienden a rechazar cualquier imposición de autoridad obvia.
Es claro que la crisis de “ingobernabilidad” decretada por Huntington, Thatcher y otros neoconservadores a mediados de la década de los setenta sólo pudo encontrar su ‘resolución’ introduciendo nuevas técnicas de gubernamentalidad, determinando nuevos patrones de relaciones sociales; y urge ya observar con exactitud cómo es que estas tecnologías relacionales funcionan. Comenzando muy literalmente por el hardware podríamos considerar el incremento extraordinario de las prácticas de vigilancia desde la introducción de la telemática. Se ha convertido en un hecho frecuente que en cualquier umbral –una frontera, un cajero automático, la entrada al metro, la recepción de un hospital, las ventanillas del banco, un sitio web comercial– se sometan a control las señas de identidad personales (o incluso partes del cuerpo: huellas dactilares, la mano, la retina, el ADN), las cuales son comprobadas en los ficheros de bases de datos lejanas con el fin de determinar si se puede franquear el paso. He aquí un tipo de control directo, incluso autoritario. Pero como observa David Lyon, “cada expansión de la vigilancia sucede necesariamente mediante una argumentación aceptada por aquellos cuyos datos o información personal maneja el sistema”[35]. Los argumentos más persuasivos son la necesidad de aumentar la seguridad (frente a robos o ataques) y la gestión del riesgo por parte de varios tipos de aseguradores, que piden datos personales para establecer sus contratos. Estos y otros argumentos llevan a interiorizar los imperativos de la vigilancia, de ahí que las personas pongan activamente sus datos a disposición de observadores lejanos. Pero este ejemplo de sumisión voluntaria a los procedimientos de vigilancia es sólo la punta del iceberg del control. Las formas más potentes y políticamente inmovilizadoras de control de sí emergen en la relación individual con el mercado de trabajo, particularmente cuando el trabajo en cuestión implica el procesamiento de información cultural.
El trabajo asalariado, se lleve a cabo en una localización fija o en lugares distantes entre sí conectados telemáticamente, puede obviamente ser controlado para comprobar su adecuación a las reglas (mediante cámaras de vigilancia, exámenes telefónicos, contadores del uso del teclado, ‘pins’ radiotransmisores, etcétera). Pero la producción del trabajo free-lance, además, puede ser sencillamente rechazada por causa de cualquier irregularidad tanto en el producto como en las condiciones de su entrega. Es así que el control de sí interiorizado se convierte en una necesidad vital para el trabajador autónomo y la trabajadora autónoma. Los productores y productoras culturales no son una excepción en la medida en que ponen a la venta su propia subjetividad: excepto en los niveles más altos de la expresión artística, son norma las formas sutiles de autocensura, al menos en lo que respecta a la relación laboral que mantienen con sus fuentes principales de ingresos[36]. Pero los efectos quizá más profundos e insidiosos provienen de la inscripción de los ideales culturales, artísticos y éticos –que antes eran valiosos por el hecho de ser permanentes– en los ciclos rápidamente cambiantes de la valorización capitalista y de la obsolescencia. Entre los procesadores de datos de la economía cultural –lo que incluye el conjunto de la producción mediática, el diseño y el espectáculo, así como formas variadas de oferta de servicios y consultoría, terapia, educación, etcétera–, está más extendido el cinismo despolitizado que la autocensura. Tal como describe Paolo Virno:
“Precisamente en la exhibición descarada de las normas operativas se encuentra la raíz del cinismo contemporáneo. Cínicos son los hombres y mujeres que hacen experiencia de las reglas, antes que de ‘hechos’ o acontecimientos concretos. Hacer experiencia directa de las reglas significa también reconocer su convencionalidad y falta de fundamento. Así, no se está ya inmerso en un ‘juego’ predefinido, participando con verdadera adhesión, sino que se vislumbra en los juegos singulares, destituidos de toda obviedad y seriedad, sólo el lugar de la inmediata afirmación de sí. Afirmación de sí tanto más arrogante, o a fin de cuentas cínica, cuanto más se sirve, sin ilusiones pero con perfecta adhesión momentánea, de las mismas reglas cuya convencionalidad y mutabilidad se percibe”[37].
Jean-François Lyotard identificaba en 1979 los juegos de lenguaje como el terreno emergente de la producción de valor en las sociedades capitalistas del saber informatizado, en el que lo relevante no es tanto la investigación como las “jugadas” que producen modificaciones dentro de un campo semántico arbitrario[38]. Con el giro lingüístico de la economía, las transformaciones semióticas impredecibles de la “jugada de dados” de Mallarmé se convierten en un juego social competitivo, como sucede en los mercados de valores viciados por el tráfico de información privilegiada, en los que ‘azar’ es el nombre que se da a la ignorancia de quién manipula las reglas. Aquí, el cinismo es tanto la causa como el prerrequisito del desatado oportunismo del jugador. Como señala Virno, “oportunista es aquél que afronta un flujo de posibilidades intercambiables, manteniéndose disponible para el mayor número de ellas, plegándose a la más cercana y desviándose después de una a otra”. Continúa: “La máquina informática, más que medio para un fin unívoco, es premisa para procesos sucesivos y ‘oportunistas’. El oportunismo se hace valer como recurso indispensable cada vez que el proceso concreto de trabajo es invadido por un difuso ‘actuar comunicativo’… la ‘charla’ informática necesita de un ‘hombre de ocasiones’, proclive a todas las oportunidades”[39]. Por supuesto, el verdadero oportunista se permite cualquier ventaja en cualquier nuevo juego de lenguaje, incluso si es político. La política se disuelve en la flexibilidad y la rápida movilidad de las relaciones de mercado. Y éste es el significado de la irónica referencia de Virno a la teoría de la acción comunicativa de Habermas. En su análisis de la crisis de legitimación democrática, Habermas observa que el consentimiento en las sociedades democráticas yace en último término en la creencia por parte de cada uno de los ciudadanos de que, en caso de duda, puede ser convencido por una argumentación detallada: “Sólo si los motivos del actuar dejaran de adecuarse a normas que requieren justificación, y sólo si las estructuras de personalidad ya no tuvieran que encontrar su unidad en sistemas de interpretación garantizadores de la identidad, podría convertirse en una rutina irreprochable la aceptación inmotivada de decisiones; sólo así, por lo tanto, podría generarse en la medida requerida una actitud de conformidad”[40]. Lo que para Habermas era ciencia ficción en 1973 se convirtió en realidad para Virno a comienzos de la década de los noventa: sistemas de formación de la personalidad sin ninguna aspiración a la verdad subjetiva, sin ninguna necesidad de asegurar procesos de interpretación colectiva. Lo peor es que esta realidad se construyó a partir de formas distorsionadas del llamamiento de la izquierda radical italiana en favor de un estatuto autónomo del trabajo.
La cuestión está clara: describir al trabajador o trabajadora inmateriales, al ‘prosumidor’ o networker como personalidad flexible, es describir una nueva forma de alienación, no la alienación de la energía vital y del deseo nómada que fueron exaltados en los años sesenta, sino la alienación de la sociedad política que, en un sentido democrático, ni es cosa de negocios ni puede verse eternamente reciclada en la producción de imágenes y emociones. La configuración de la personalidad flexible es una nueva forma de control social en la que la cultura tiene un importante papel que jugar. Es una forma distorsionada de la revuelta artística contra el autoritarismo y la estandarización, un conjunto de prácticas y técnicas para “constituir, definir, organizar e instrumentalizar” las energías revolucionarias que surgieron en las sociedades occidentales en los sesenta, y que durante un tiempo parece que fueron capaces de transformar las relaciones sociales.
La noción de personalidad flexible, es decir, de la subjetividad modelada y canalizada por el capitalismo contemporáneo, puede ser afinada y profundizada observando, más allá de un marco nacional concreto y de la clase que aspira a ser dirigente, el destino de otro grupo de actores sociales protorrevolucionarios, el lumpenproletariado racializado estadounidense, de donde surgieron los movimientos black, chicanos y nativos en los sesenta, seguidos por una multitud de grupos identitarios. Es aquí, en uno de los lugares en los que se acertó a situar una verdadera amenaza para el sistema capitalista, donde la dialéctica de la integración-exclusión es más clara y cruel. Por una parte, las formaciones identitarias se ven fomentadas como fuente de estilos para la producción cultural comercial, lo cual produce el efecto de desviar sus temáticas lejos del antagonismo social. De ahí que, por ejemplo, los discursos tranquilizantes de los estudios culturales tardíos, con su enfoque sobre los medios de entretenimiento, pudieran facilitar una excelente distracción de los serios conflictos emergentes en las universidades estadounidenses a mediados de la década de los noventa cuando surgió un movimiento dirigido a integrar al “canon literario” narrativas de emancipación de minorías como Yo, Rigoberta Menchú.
La enorme capacidad de los recursos que se concentran en manos de los medios comerciales –televisión, cine, música popular– permite que las culturas y subculturas regionales sean empaquetadas y recodificadas en forma de productos que, a su vez, les son devueltos para su propio consumo, por medio del inconmensurable y cada vez más provechoso mercado mundial[41].
Las diferencias locales en la recepción se presentan como prueba del carácter abierto y universal de los productos globales. Las jerarquías empresariales y gubernamentales también se presentan como abiertas a un número significativo de sujetos no blancos, siempre que quieran seguir el juego directivo. Se trata de hecho de una condición esencial para la legitimidad de la gobernanza transnacional. Pero allá donde una formación identitaria se torna problemática y parece presta a amenazar el balance urbano, regional o geopolítico –pienso particularmente en el mundo árabe, pero también en los Balcanes–, lo que Boris Buden llama el “toque cultural”, como un Midas posmoderno, opera entonces de manera bien diferente, transformando la identidad étnica no en oro comercial, sino en el significante de un autoritarismo regresivo, “tribal”, que legítimamente puede ser reprimido. En este punto, el libro Imperio contiene una lección esencial: que no es la evitación sino el estímulo y la administración de los conflictos locales lo que constituye la piedra angular de la gobernanza transnacional[42]. En efecto, los mismos Estados Unidos están ya gobernados de esa manera en un estado de guerra civil permanente de baja intensidad. Los conflictos étnicos administrables y consumidores de armamento son el engranaje perfecto para la maquinaria del imperio capitalista. Y la realidad del terrorismo ofrece la oportunidad perfecta para acentuar las funciones de vigilancia con pleno consentimiento de la mayoría de la ciudadanía.
Con estas últimas consideraciones hemos cambiado obviamente de escala, desplazándonos de lo psicosocial a lo geopolítico. Pero para que funcione correctamente nuestro ideal-tipo no debemos olvidar nunca los marcos políticos y económicos cada vez más duros dentro de los cuales la personalidad flexible se desarrolla. Piore y Sabel apuntan que lo que ellos llamaban “especialización flexible” era sólo una cara de la respuesta que emergió de la crisis de regulación y de la recesión de la década de los setenta. La otra estrategia es global. “Busca extender el modelo de producción de masas. Lo hace conectando la infraestructura de producción y los mercados de los países avanzados con los países de crecimiento más rápido en el Tercer Mundo. Esta respuesta implica el uso de las corporaciones (que ahora son entidades multinacionales) para estabilizar los mercados en un mundo en el que las formas de cooperación entre Estados ya no pueden cumplir esa función”[43]. En efecto, las corporaciones transnacionales, pilotadas por los mercados financieros y sostenidas por el poder militar y la arquitectura legal de los Estados del G-7, han asumido la gobernanza económica del mundo a partir de las anteriores estructuras del imperialismo colonial. Lo que han instalado no es el “keynesianismo multinacional” que Piore y Sabel consideraban posible –un acuerdo que podría haber supuesto mecanismos reguladores que aseguraran la demanda y el consumo a través del mundo– sino un sistema de inversiones predatorias, calculadas para obtener el máximo beneficio, en el que la regulación macroeconómica funciona sólo para asegurar la inflación mínima, el librecambio y la rebaja del precio de la mano de obra. El “complejo militar industrial” decretado como la fuente del poder en los días de la personalidad autoritaria se ha visto sobrepasado, por lo que ahora se llama el “complejo Wall Street-Tesoro”: “una élite de poder a lo C. Wright Mills, una red colaborativa de luminarias en instituciones como, principalmente, Wall Street, el Departamento del Tesoro, el Departamento de Estado, el FMI y el Banco Mundial”[44].
¿Qué tipo de régimen laboral se produce mediante esta colaboración reticular entre la élite del poder? El 13 de junio de 2001 se podía leer en el diario que una caída en la venta de ordenadores había provocado una reducción laboral del 10% del empleo en Compaq en todo el mundo, y un 5% en Hewlett-Packard; 7000 y 4700 puestos de trabajo, respectivamente. En esta situación, la muy móvil corporación Dell se apresuraba a sacar ventaja competitiva de su versátil mano de obra: “Los robots, sencillamente, no son suficientemente flexibles, mientras que cada ordenador es único”, explicaba el presidente de Dell Europa[45]. Con este proceso de producción justo a tiempo, Dell puede pasar a los consumidores la caída de precios en componentes electrónicos, porque no tiene viejos productos retenidos en almacenes; al mismo tiempo, no está obligada a pagar a mano de obra desocupada por turnos regulares de 8 horas cuando no hay trabajo. Es así que ha arrebatado ya el puesto número uno a Compaq y sigue hambrienta: “Va a ser como en Bosnia”, se enorgullecía un alto directivo. “Copar estas cuotas de mercado es la oportunidad de nuestras vidas”.
Este tipo de placer sin reglas, recortado sobre un fondo de explotación y exclusión, se ha convertido en algo totalmente típico, un ejemplo del oportunismo y el cinismo que la personalidad flexible tolera[46]. ¿Pero era esto lo que esperábamos de la crítica a la autoridad de los años sesenta?
Conclusiones
Un agente provocador del grupo YesMen aceptó recientemente, haciéndose pasar por un representante de la OMC, una invitación para hablar en la conferencia La industria textil del futuro en Tampere (Finlandia). Adoptando un punto de vista simultáneamente histórico y futurista, Hank Hardy Unruh explicó cómo un acontecimiento desagradable como la Guerra Civil estadounidense no tendría por qué haber sucedido: las leyes del mercado garantizan que la libertad de los esclavos de las plantaciones de algodón se habría producido antes o después. Alimentar, vestir, alojar y controlar a un esclavo resultaría absurdamente caro hoy día en un país como Finlandia, argumentó Hardy Unruh, si lo comparamos con los salarios en un país como Gabón, en el que el coste de la comida, la ropa y el alojamiento son mínimos y, lo que es mejor aún, el precio del control es cero, ya que los trabajadores son libres. Pero advirtió que el uso a distancia de la fuerza de trabajo ya se había puesto a prueba en países como la India: la pantalla de su presentación en PowerPoint mostró imágenes de archivo de disturbios y protestas contra la dominación británica. Para evitar que en la actualidad pueda tener éxito una revuelta de los trabajadores de manera gandhiana, o la puesta en práctica de una economía de producción artesanal y autosuficiente del algodón, dijo, la OMC tiene una solución textil.
Ése fue el momento en que un asistente apareció en el escenario, frente al público, y arrancó el atuendo estándar de hombre de negocios del Sr. Unruh para mostrar su cuerpo vestido con una ceñida malla dorada resplandeciente, equipada con un fenomenal falo inflable que surgió de la ingle, balanceándose como si tuviera vida propia. Los gráficos animados de la pantalla del PowerPoint mostraron un hombre con un vestido semejante, retozando en una playa tropical: el Traje de Ocio Directivo, explico Unruh, estaba concebido para transmitir información satisfactoria, mediante chips implantados en el cuerpo, cuando las cosas iban bien en la lejana fábrica. Pero en el extremo de la protuberancia se alojaba un pequeño monitor de televisión con un panel de control telemático que permitía al directivo intervenir siempre que alguna información desagradable perturbase la producción: “Se trata del Apéndice de Visualización del Empleado, un dispositivo de manos libres, diseñado a la moda y de instalación inmediata, que permite al directivo ver a sus empleados directamente, así como recibir cualquier dato relevante sobre ellos”, siguió explicando Unruh mientras el público aplaudía a rabiar[47].
Con esta absurda parodia, los YesMen, figuras arquetípicas de la capacidad de consentimiento de nuestra sociedad, parecen haber captado con todo detalle el régimen moderno de control y consumo. ¿Se puede imaginar una imagen mejor del moderno directivo con estilo y desparpajo con la tecnología, nómada y hedonista, capacitado y obligado a responder a cualquier cambio, pero que al mismo tiempo disfruta su vida, enriqueciéndose con avaricia de sus acciones, siempre viajando entre la vocación y la vacación, con el placer ilimitado y el control tecnológico justo en la punta de sus dedos? Fiel a su ética de la tolerancia, el público empresarial estuvo encantado, incluso con el chiste, al menos hasta que al día siguiente la prensa ridiculizó la conferencia. ¿Habían siquiera parpadeado mientras las imágenes de trabajadores y trabajadoras lejanas –quinceañeras asiáticas limpiando una fábrica, chiquillos trabajando en los tornos– destellaban rápidas en la pantalla del PowerPoint?
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La personalidad flexible representa una forma contemporánea de gubernamentalidad, un patrón interiorizado y culturalizado de coerción blanda que, no obstante, tiene su correlato en los duros datos sobre las condiciones de trabajo, las prácticas burocráticas y policiales, los regímenes fronterizos y las intervenciones militares. Ahora que las características típicas de esta mentalidad –y, en efecto, de esta “cultura-ideología”[48]– están totalmente a la vista, es tiempo de que intervengamos, como intelectuales, ciudadanas y ciudadanos. El estudio de tales patrones coercitivos, el cual contribuye a la figura deliberadamente exagerada de nuestro ideal-tipo, es la manera en que la producción académica de conocimiento puede contribuir a la oleada creciente de disenso democrático; en particular, el tratamiento de la producción ‘inmaterial’ o ‘estética’ tiene mucho que ganar con la renovación de una crítica radicalmente negativa. Quienes admiran a la Escuela de Francfort o, más cercano a nosotros, el trabajo de Michel Foucault, no pueden rechazar el reto de poner sus análisis al día, ahora que un nuevo sistema y estilo de dominación cobra perfiles cada vez más nítidos.
Aún así no es seguro que la mera descripción de un sistema de dominación, por muy precisa y científicamente adecuada que sea, resulte suficiente para disiparlo. Y el modelo de la ‘gubernamentalidad’, con todos sus medios tonos, se deja conducir hacia una introspección infinita que sería mejor evitar. La actualidad de la teoría crítica tiene que ver con el hecho de que algunas proposiciones alternativas anteriores han rechazado comprometerse con una formulación ideológica articulada y efectiva, lo que finalmente condujo a su integración y neutralización. Pero, al mismo tiempo, es importante evitar la trampa en la que la Escuela de Francfort en particular pareció caer: el impasse de una crítica tan totalizadora que no deja otra salida que no sea una estética excesivamente sofisticada, contemplativa y, en último término, elitista. La crítica debe mantener hoy una práctica completamente pública, comprometida con la acción comunicativa y sobre todo con el activismo comunicativo: recreando una cultura de oposición en formas concebidas específicamente para resistir los inevitables intentos de cooptación[49]. La figura de la personalidad flexible debe ser públicamente ridiculizada, satirizada, las instituciones que la sostienen deben ser atacadas sobre bases políticas, sus rasgos expuestos en producciones culturales y artísticas, su descripción y la búsqueda de alternativas a su reinado se deben concebir no como una industria académica –y otro lugar potencial para el productivismo inmaterial– sino como la oportunidad de ayudar a crear nuevas formas de solidaridad intelectual, un nuevo proyecto colectivo para una sociedad mejor. Cuando se lleva a cabo con una perspectiva de transformación social, el ejercicio de la crítica negativa en sí mismo puede tener una fuerza de subjetivación poderosa, puede convertirse en una forma de modelación de sí mediante las exigencias de un esfuerzo colectivo[50].
La personalidad flexible no es un destino. A pesar de las ideologías de resignación y a pesar de las densas realidades de las estructuras gubernamentales de nuestras ‘sociedades de control’, nada evita que las formas sofisticadas de conocimiento crítico, elaborado en la temporalidad peculiar de la universidad, puedan conectarse directamente con las altamente sofisticadas, nuevas y también muy complejas formas de disenso que aparecen en las calles. Este tipo de transvase es exactamente el que hemos visto en el amplio espectro de movimientos que se oponen a la agenda de la globalización neoliberal[51]. Los resultados iniciales están frente a nuestros ojos. La infraestructura comunicacional ampliamente externalizada en ordenadores personales, así como un considerable ‘capital de conocimiento’, se han deslizado desde las universidades del Estado de bienestar hacia los cuerpos y mentes de los trabajadores y trabajadoras inmateriales. Ello no tiene por qué traducirse exclusivamente en una subjetivación sometida a mecanismos funcionales y de control, sino que también resulta posible su reapropiación por todas aquellas personas que quieran sencillamente hacer uso de lo que ya es nuestro, asumiendo el riesgo de la autonomía política y del disenso democrático. Se puede explorar y profundizar en la historia de los movimientos radicalmente democráticos mientras los objetivos y procesos del movimiento actual se explicitan y se llevan abiertamente al debate.
El programa es ambicioso. Pero la alternativa es, si se quiere, sencillamente seguirle el juego a otros, siempre en el aire, entre la vocación y la vacación, los ojos puestos en la información más reciente, los dedos sobre los mandos. Jugando con los dados trucados, una y otra vez.


Traducción de Marcelo Expósito, revisada por Brian Holmes y Joaquín Barriendos
[1] El Foro Social Mundial, que se celebró por primera vez en Porto Alegre en enero de 2001, simboliza el abandono de la economía neoclásica o del supply-side. Otro símbolo potente se puede encontrar en las acusaciones del economista Joseph Stiglitz dirigidas a sus antiguos patronos, el Banco Mundial, y aún más al Fondo Monetario Internacional, el órgano transnacional más importante de la doctrina neoclásica.
[2] Para una breve historia de los estudios culturales como movimiento de educación popular y un tratamiento más teórico de temas similares ver Raymond Williams, “El futuro de los Estudios Culturales” y “Los usos de los Estudios Culturales”, ambos en La política del Modernismo (1989), Manantial, Buenos Aires, 1997.
[3] Ver Stuart Hall, Tony Jefferson [et al.], Resistance through Rituals (1975), Routledge, Londres, 1993; especialmente la introducción teórica general del volumen, págs. 9-74.
[4] Esta revocación es obvia en L. Grossberbg [et al.], (eds.), Cultural Studies, Routledge, Nueva York, 1992; una antología que marca la exportación a gran escala de los estudios culturales al mercado académico estadounidense.
[5] El dispositivo metodológico del ideal-tipo fue desarrollado por Max Weber, particularmente en La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1904-1905); como veremos, esta figura fue retomada de manera polémica por la Escuela de Francfort en los años cincuenta.
[6] Martin Jay, The Dialectical Imagination, University of California Press, Berkeley, 1973, pág. 116 [castellano: La imaginación dialéctica, Taurus, Madrid, 1973].
[7] Herbert Marcuse, “Some Social Implications of Modern Technology”, en A. Arato y E. Gebhardt (eds.), The Essential Frankfurt School Reader, Continuum, Nueva York, 1988, págs. 143-158.
[8] El término “capitalismo de Estado” es más conocido como acusación contra el falso o fracasado comunismo de la Unión Soviética estalinista, por ejemplo en Tony Cliff, State Capitalism in Russia, Pluto Press, Londres, 1974 [existe versión castellana publicada en Gran Bretaña por el Socialist Workers Party]; sin embargo, el concepto tal y como fue desarrollado por la Escuela de Francfort se aplicaba, con variaciones, a todas las economías de planificación centralizada que emergieron después de la Gran Depresión.
[9] Friedrich Pollock, “State Capitalism: Its Possibilities and Limitations” (1941), en The Frankfurt School Reader, op. cit., pág. 78.
[10] Otto Kirchheimer, “Changes in the Structure of Political Compromise” (1941), en ibídem, pág. 70.
[11] T.W. Adorno [et al.], La personalidad autoritaria (1950), Paidós, Buenos Aires, 1965.
[12] T.W. Adorno, “Compromiso” (1962), Notas sobre literatura. Obra completa 11, Traducción de Alfredo Brotons Muñoz, Akal, Madrid, 2003, págs. 395-396.
[13] Ibídem, pág. 397.
[14] M. Crozier, S. Huntington, J. Watanabi, The Crisis of Democracy (Trilateral Commission, 1975), pág. 74.
[15] En palabras de los enragés parisinos: “¿Cuáles son los rasgos esenciales del poder consejista? Disolución de todo poder externo – Democracia directa y total – Unificación práctica de las decisiones y su ejecución – Delegados que pueden ser revocados en cualquier momento por quienes les otorgan mandato – Abolición de las jerarquías y las especializaciones independientes – Dirección y transformación consciente de todas las condiciones de la vida liberada – Participación masiva creativa permanente – Expansión y coordinación internacionalista. Nada por debajo de las presentes exigencias; nada por debajo del autogobierno”, Comunicado del 30 de mayo de 1968, por el Consejo Enragés-Situacionistas por el Mantenimiento de las Ocupaciones. Ver Rene Viénet, Enragés: Y situacionistas por el movimiento de las ocupaciones, Miguel Castellote Editor, Madrid, 1978, <http://www.sindominio.net/ash/enrages.htm>.
[16] Jürgen Habermas, Problemas de legitimación en el capitalismo tardío (1973), traducción de José Luis Etcheverry, Amorrortu, Buenos Aires, 1986, pág. 53.
[17] The Crisis of Democracy, op. cit., pág 113.
[18] Los orígenes de la “revolución conservadora” son descritos por Keith Dixon en un libro excelente, Les evangelistes du marché, Raisons d’agir, París, 1998.
[19] Thomas Frank, The Conquest of Cool, The University of Chicago Press, Chicago, 1997, pág. 8.
[20] Ibídem, pág. 229; las referencias a Harvey se encuentran en págs. 25 y 233.
[21] Michael J. Piore y Charles F. Sabel, The Second Industrial Divide, Basic Books, Nueva York, 1984 [castellano: La segunda ruptura industrial, Alianza Editorial, Madrid, 1990].
[22] Ibídem, pág. 5.
[23] Ibídem, pág. 5.
[24] Las investigaciones inspiradas por las innovaciones industriales del norte de Italia están dominadas por las teorías culturalistas o “institucionalistas”, que sostienen que las formas de organización económica crecen a partir de estructuras sociales omniabarcantes, estructuras que con frecuencia se definen haciendo referencia a una tradición premoderna. Tal enfoque es mistificador. Como escribe Antonio Negri, “No es la memoria de las anteriores formas de trabajo lo que lleva a los trabajadores sobreexplotados primero a duplicar su empleo, después a trabajar en el mercado negro, y finalmente a descentralizar el trabajo y la iniciativa empresarial; sino que fue la lucha contra el ritmo impuesto por el patrón en la fábrica, y la lucha contra el sindicato… Es sólo sobre la base del ‘rechazo al trabajo’ como fuerza motivadora de esta huída de la fábrica que podemos entender ciertas características inicialmente adoptadas por el trabajo des centralizado”. M. Lazzarato, Y. Moulier-Boutang, A. Negri, G. Santilli, Des enterprises pas comme les autres: Benetton en Italie et Le Sentier à Paris, Publisud, París, 1993, pág. 46.
[25] Piore y Sabel, por supuesto, sí que llegaron a comprender la importancia de las herramientas de producción programables para la producción flexible (ver The Second Industrial Divide, op. cit., págs. 261-263). De forma más general, señalan que “la fascinación del ordenador –tal como se documenta en estudios etnográficos– consiste en que el usuario o usuaria puede adaptarlo a sus propios propósitos y hábitos de pensamiento” (ibídem, pág. 261); pero lo que no predecían es su alcance, es decir, hasta qué punto la nueva economía llegaría a estar basada en dicha fascinación.
[26] Luc Boltanski y Eve Chiapello, El nuevo espíritu del capitalismo, traducción de Marisa Pérez, Alberto Riesco y Raúl Sánchez, Akal, Cuestiones de Antagonismo, Madrid, 2002; para mis argumentos siguientes ver especialmente págs. 204-298. Como sugiere el título, los autores se basan en una metodología weberiana para proponer un nuevo ideal-tipo de emprendedor capitalista, el “hombre conexionista”. Lo que no hacen es relacionar con sistematicidad este ideal-tipo al nuevo orden sociopolítico y al nuevo modo de producción/consumo, ni tampoco alcanzan a aprehender completamente la ambivalencia del tipo flexible, que viene determinada por sus orígenes en el periodo alrededor de 1968; no obstante, nos ofrecen una excelente descripción de la ideología surgida para neutralizar esa ambivalencia.
[27] Andrea Branzi, uno de los diseñadores del norte de Italia que condujo y teorizó esta transición, distinguía entre la “metrópolis homogénea” del diseño industrial de masas, y lo que llama “la metrópolis híbrida, nacida de la crisis de la modernidad clásica y del racionalismo, que descubre los nichos de mercado, la robotización de la cadena de producción, las series diversificadas y las minorías étnicas y culturales”. “The Poetics of Balance: Interview with Andrea Branzi”, en F. Burkhardt y C. Morozzi, Andrea Branzi, Editions Dis-Voir, París, s/f, pág. 45.
[28] En L’individu incertain (Hachette, París, 1999), el sociólogo Alain Ehrenberg describe el régimen de consumo de posguerra como “caracterizado por un espectador pasivo fascinado por la pantalla [televisiva], con una crítica dominante [a este régimen] marcada por el modelo de la alienación”; conecta entonces las posibles connotaciones positivas de la terminal de ordenador en nuestro propio periodo con “un modelo de comunicación que promueve los intercambios interindividuales, modelado por temas de actividad y relaciones, siendo la autorrealización el estereotipo de consumo dominante” (pag. 240). Nótese la desaparición de la crítica en la descripción del segundo modelo.
[29] La expresión “tradición selectiva” proviene de “¿Cuándo fue el Modernismo?”, La política del Modernismo, op. cit. Este ensayo y el siguiente constituyen lo que es tal vez la meditación más profunda de Williams sobre la manera en que la alienación capitalista se ha expresado a través del desarrollo histórico de la formas estéticas.
[30] David Harvey, La condición de la posmodernidad, Amorrortu, Buenos Aires, 1998.
[31] En el texto Trabajo inmaterial, Maurizio Lazzarato propone la noción de producción estética: “Es más útil, al intentar comprender los procesos de formación de la comunicación social y su subsunción en lo ‘económico’, utilizar, en lugar del modelo ‘material’ de producción, el modelo ‘estético’ que implica al autor, la reproducción y la recepción… El ‘autor’ debe abandonar su dimensión individual para transformarse en un proceso de producción industrialmente organizado (con su división del trabajo, inversiones, pedidos, y así sucesivamente), la ‘reproducción’ deviene reproducción organizada de masa de acuerdo con los imperativos de la obtención de beneficio, y el público (‘recepción’) tiende a devenir consumidor/comunicador”. En Paolo Virno y Michael Hardt (eds.), Radical Thought in Italy: A Potential Politics, University of Minnesota Press, Minneapolis, 1996, pág. 144 [ver en castellano: “Trabajo inmaterial y subjetividad”, con Antonio Negri, en Brumaria, nº 7, Arte, máquinas, trabajo inmaterial, octubre de 2006; <http://www.nodo50.org/cdc/Trabajoinmaterialysubjetividad.htm>]. El ordenador es hoy el instrumento clave que permite la organización industrial de la producción estética.
[32] Manuel Castells, The Rise of the Network Society, Blackwell, Londres, 1996, pág. 67 [castellano: La era de la información, Vol. 1: La sociedad red, Alianza Editorial, Madrid, 1997].
[33] Ibídem, pág 374.
[34] Michel Foucault, “La ética del cuidado de sí como práctica de la libertad”, Estética, ética y hermenéutica. Obras Esenciales. Volumen III, traducción de Ángel Gabilondo, Paidós, Barcelona, 1999, pág. 414, <http://catedras.fsoc.uba.ar/heler/foucaltetica.htm>; ver también el excelente artículo de Maurizio Lazzarato, “Du biopouvoir a la biopolitique”, en Multitudes, nº 1, marzo de 2000, págs. 45-57 [castellano: "Del biopoder a la biopolítica", Brumaria, nº 7, op. cit.; <http://www.sindominio.net/arkitzean/otrascosas/lazzarato.htm>,].
[35] David Lyon, Surveillance Society, Open University Press, Buckingham, 2001, pág. 44.
[36] Para un análisis de las maneras en que la (auto) censura opera en la producción cultural contemporánea, ver Antonella Corsani, Maurizio Lazzarato y Antonio Negri, Le Bassin du travail inmateriel (BTI) dans le metropole parisien, L’Harmattan, París, 1996, págs. 71-78.
[37] Paolo Virno, “Ambivalencia del desencanto. Oportunismo, cinismo y miedo”, Virtuosismo y revolución. La acción política en la era del desencanto, traducción de Raúl Sánchez, Traficantes de Sueños, Madrid, 2003, págs. 51-52.
[38] Jean-François Lyotard, La condición postmoderna. Iinforme sobre el saber, Cátedra, Madrid, 1986; especialmente los capítulos 1 (“El campo: el saber en las sociedades informatizadas”) y 5 (“La naturaleza del lazo social: la perspectiva postmoderna”).
[39] Paolo Virno, “Ambivalencia del desencanto”, op. cit., pág. 50. Compárese con cómo Richard Sennet discute un informe fechado en 1991 del gobierno estadounidense sobre las cualificaciones que la gente necesita en una economía flexible: “en las formas flexibles de trabajo, los jugadores componen las reglas en marcha… el rendimiento previo no sirve como indicativo para las ganancias actuales; en cada ‘juego’ comienzas siempre de nuevo”, Richard Sennet, The Corrosion of Character: The Personal Consequences of Work in the New Capitalism, Norton, Nueva York, 1998, pág. 110 [castellano: La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo, Anagrama, Barcelona, 2000].
[40] Jürgen Habermas, Problemas de legitimación en el capitalismo tardío, op. cit., pág. 62.
[41] ¿Puede ser el trabajo de investigación de los estudios culturales, como el clásico de Dick Hebdige Subculture: The Meaning of Style [Subculturas: el significado del estilo], directamente instrumentalizado hoy por los especialistas de mercado? Eso es lo que se sugiere en el libro Commodify your Dissent, editado por Thomas Frank y Matt Weiland (Norton, Nueva York, 1997, págs. 73-77), en el que Frank y Dave Mulcahey presentan una ficticia “recomendación de compras” para supuestos inversores: “Desviación Consolidada, S.A. (CesCon) es posiblemente el líder nacional, por no decir la única potencia, en la fabricación, consultoría, licencia y comercialización de las prácticas subculturales desviadas. Con su serie de muy exitosas ‘SubCultsTM’, campañas masivas en el mercado sobre la cultura juvenil caracterizadas por su alta movilidad estilística y amplio alcance multimedia, ConDev ha llevado el atractivo de lo marginal al público consumidor”.
[42] Ver Michael Hardt y Antonio Negri, Imperio, Paidós, Barcelona, 2002, págs. 187-190: “El triple imperativo del Imperio es: incluir, diferenciar, administrar”.
[43] Piore y Sabel, The Second Industrial Divide, op. cit., págs. 16-17; ver la sección “Multinacional Keynesianism”, págs. 252-257.
[44] Jagdish Bhagwati, “The Capital Myth”, en Foreign Affairs, mayo-junio de 1998, <http://www.asiamedia.ucla.edu/Deadline/bhagwati.htm>.
[45] “Une crise sans precedent ebranle l’informatique mondiale”, en Le Monde, 13 de junio de 2001, pág. 18.
[46] La razón última para esta tolerancia parece ser el miedo. En Souffrance en France (Seuil, París, 1998), el psicólogo laboral Christophe Dejours estudia la “banalización del mal” en la administración contemporánea. Más allá de los casos de sadismo perverso o paranoico, que se concentran en la cúpula, Dejours identifica en el imperativo de mostrar valor y virilidad la justificación moral primaria para hacer el “trabajo sucio” (selección de despidos, reforzamiento de las exigencias de productividad, etc.). “La estrategia colectiva de defensa consiste en un rechazo del sufrimiento que ocasionan los ‘trabajos desagradables’… La ideología del racionalismo económico consiste… –más allá de la exhibición de virilidad– en hacer que el cinismo pase por fuerza de carácter, determinación y sentido elevado de la responsabilidad colectiva… en cualquier caso, por sentido de los intereses supraindividuales” (págs. 109-111). Subrayando los mecanismos de defensa, Dejours los encuentra en el miedo a la resp onsabilidad individual y a convertirse uno mismo en víctima; ver págs. 89-118.
[47] La historia de los YesMen es contada por RtMark, Consultoría para Empresas del Siglo XXI, en <http://www.rtmark.com/>; o se puede ir directamente a <http://www.theyesmen.org/> [ver en castellano: The YesMen, La verdadera historia de la OMC, El Viejo Topo, Barcelona, 2005].
[48] La noción de que el capitalismo transnacional contemporáneo se legitima a sí mismo y se hace por sí mismo deseable mediante una “cultura-ideología”, la desarrolla Leslie Sklair en The Transnational Capital Class, Blackwell, Londres, 2001.
[49] De ahí el rechazo paradójico, que es sin embargo esencial, a concebir la práctica política de oposición como constitución de un partido y también como la práctica de una clase social unificada, dirigidos ambos a la toma del poder estatal. Entre las mejores formulaciones de esta paradoja se cuenta la de Miguel Benasayag y Diego Sztulwark, Du contre pouvoir, La Decouverte, París, 2000 [original castellano: Política y situación: de la potencia al contrapoder, Ediciones de Mano en Mano, Buenos Aires, 2000]. No es por azar que el libro trata también de la posibilidad de transformar los modos de producción del saber: “La diferencia reside menos en si se pertenece o no a una estructura estatal como la universidad, que en la articulación con dinámicas alternativas que coproduzcan, reelaboren y distribuyan las formas de conocimiento. Esto se debe hacer en los lugares de contrapoder ‘menores’ (es decir, no hegemónicos), que puedan gradualmente participar de la creación de un bloque de contrapoder poderoso y vibrante” (pág. 113).
[50] La noción de una nueva emulación, sobre una base ética, entre sujetos libres e independientes, parece mucho más prometedora para el lazo social que cualquier restauración de la autoridad tradicional. Richard Sennet no esconde cierta nostalgia por esta última en The Corrosion of Character, op. cit., págs. 115-116; pero subraya, lo que resulta más interesante, que “en el punto de vista procesual sobre la comunidad… que se refleja en actuales estudios políticos sobre la democracia deliberativa… el poder expresar el desacuerdo de forma progresiva aúna más a la gente que la mera declaración de los principios ‘correctos’” (págs. 143-144).
[51] Si se quiere echar un vistazo a la manera en que intelectuales, activistas, trabajadores, trabajadoras y artistas pueden cooperar en acciones que expresen el disenso, ver Susan George, “Fixing or nixing the WTO”, en Le Monde Diplomatique, enero de 2000, <http://www.en.monde-diplomatique.fr/2000/01/07george>.


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