domingo, 19 de junio de 2011

Prólogo a “Bienvenidos a la Selva. Diálogos a partir de la Sexta Declaración del EZLN” (Colectivo Situaciones)

Prólogo
Colectivo Situaciones

I. Tal vez no sea posible vivir sin ilusiones, y ciertas luchas persisten por voluntad colectiva en base a esta fuerza de la imaginación. Viajar a Chiapas para visitar, aunque sea por unos pocos días, a los zapatistas es confirmar de cierto modo esta vieja sabiduría de la política y permite, como pocas veces, interrogarse sobre la manera en que estas ilusiones afectan el tramado general de las resistencias. Viajar, luego, por otros sitios de México es la oportunidad de indagar sobre lo que estas otras experiencias hacen con dichos efectos, luego de más de una década de difusión de la palabra zapatista.

Si bien estas historias no tienen ni comienzo ni final podemos identificar un punto de inicio en una decisión concreta: la de editar hace un año en Argentina el libro de Gloria Muñoz Ramírez, 20 y 10 el fuego y la palabra, texto de testimonios de hombres y mujeres del EZLN difundidos en el contexto de la campaña del mismo nombre, impulsada por los zapatistas. Entonces no conocíamos a Gloria y sabíamos más bien poco de lo que estaba sucediendo en territorio chiapaneco tras la inauguración de los Caracoles que cortaron un largo silencio. Pero el libro nos conectó nuevamente con los dilemas del zapatismo. A las pocas semanas de empezar a trabajar en la edición conocimos a Gloria personalmente. Y ese encuentro disparó una cantidad de iniciativas. Una de ellas fue la invitación a Gloria a recorrer algunas experiencias de lucha social y política de Argentina, con la excusa de presentar su libro. Finalmente se trató de una gira por Chile, Uruguay y Argentina, y en nuestro país por varias provincias y localidades. En la medida en que acompañamos las decenas de actos y encuentros, fuimos pasando de testigos a cómplices de este impulso de energía en el intercambio cara a cara con la experiencia de Chiapas.

Así fue tomando forma la posibilidad de nuestro propio viaje a México, a Chiapas. Nuestra idea inicial era partir con tres preguntas acerca del zapatismo actual: ¿qué es y cómo funciona el autogobierno en territorio zapatista en Chiapas? ¿Cómo interroga la palabra zapatista a las diferentes prácticas y discusiones en torno a la autonomía social y política? ¿Cómo se elabora la experiencia zapatista en las ciudades? Durante los preparativos del viaje se sumaron dos queridas compañeras. Verónica Mastrosimone, fotógrafa de la delegación y autora de las imágenes-momentos del viaje que se presentan en Bienvenidos a la Selva y Neka Jara, decisiva a la hora de elaborar impresiones tan ricas como contradictorias sobre el terreno.

El viaje se concretó entre julio y agosto del 2005, en el contexto del Alerta Roja declarada en territorio zapatista y la difusión de la Sexta Declaración de la Selva Lacandona, por parte del EZLN. El impacto de la declaración fuera y dentro de México fue tal que en los hechos nuestra presencia allí no pudo sino aceptar el nuevo clima en torno al zapatismo y enfatizar una cuarta pregunta, cada vez más vital: ¿qué perspectiva abre la Sexta Declaración del EZLN para sus interlocutores de dentro y fuera de México?

II. Todo viaje, se dice, comienza cuando uno retorna. Como si el trasladarse corporal por nuevos parajes sólo fuese una primerísima instancia, en la que nuestras percepciones son acosadas de modo constante y fatigoso y donde las novedades se suceden hasta en los más mínimos detalles. De allí que la vuelta pueda dar inicio a una fase productiva, en la que podemos empezar a vincularnos serenamente con ese cúmulo más o menos anárquico de impresiones que aún están en nosotros. Este trabajo es el que nos impide volver sin más a nuestro cotidiano. De hecho, la elaboración de estas sensaciones se convierte en una torsión interna, en una modificación del punto de vista propio. La publicación de este trabajo equivale a la conquista de una nueva perspectiva, dado que para poder escribir hemos vuelto a afrontar –esta vez como editores– las decenas de testimonios recogidos. Si es cierto que se viaja como por fases, entonces la inicial corresponde, en la vieja distinción entre percepción y memoria, al primero de estos términos, mientras que la segunda nos envuelve en los recuerdos. Pero se trata siempre del mismo viaje: hay memoria en la percepción y percepción en la memoria.

De hecho, el esfuerzo por recordar no se resume sin más en una rememoración de imágenes como postales de viaje, sino que busca esos momentos, imposibles por lo evanescente, en que la percepción parecía librarse de todo recuerdo, para acceder de modo puro y limpio a una realidad desprovista de pasado, es decir, en aquellos en los que podíamos sentir a México sin ojos argentinos. Por supuesto, esta sensación dura poco y posee dudosa verdad. Pero viajar es buscar, de todos modos, estos momentos aún si estamos destinados a fracasar cada vez. Porque lo que habla en cada intento no es el fracaso de la percepción pura, sino la conquista de esta nueva perspectiva sobre nosotros mismos, sus preguntas, sus límites.

De allí que visitar México, el México signado por el zapatismo en este caso, es ante todo elegir un interlocutor, un espejo desproporcionado que nos devuelve una imagen irreconocible. Es este atentado contra toda tentativa de autorreconocimiento el que querríamos poder presentar aquí, bajo la sospecha de que no se trata de una experiencia meramente personal o estrechamente grupal, sino de una estrictamente política. Es lo que se nos va imponiendo cuando entramos en relación con las comunidades indígenas; con los estertores congelados de la revolución interrumpida de 1910, cuya legitimidad permite la superposición de nombres de no pocas instituciones estatales y otros tantos movimientos sociales; con la supervivencia amenazante de ese singular partido de estado, que logró perdurar sin el pleno control del aparato nacional de gobierno (cuya fisonomía ha diseñado), pero que aún más profundamente persiste en la compleja trama de pactos (de lealtades y traiciones) que configuran las relaciones de dominio desde la conquista; con su curiosa integración con los Estados Unidos, cuyas fronteras comunes constituyen una auténtica metáfora hecha de penetraciones, exclusiones, narcotráfico, racismo y maquilas; en fin, llegando a México, uno se reencuentra con lo inconmensurable.

III. Una motivación determinante de este libro surge del modo en que hemos vivido los últimos años en Argentina, cuya crisis social, económica y política sin precedentes obtuvo amplias repercusiones que, sin embargo, no lograron ocultar el desarrollo –desde mediados de los años 90– de novedosas experiencias de autoorganización que, a veces en condiciones muy duras, lograron recrear posibilidades de vida en medio de la guerra declarada por el neoliberalismo. Y es que la singularidad de estos diversos movimientos (puebladas, movimientos piqueteros, asambleas populares, tomas de fábricas, clubes del trueque, escraches juveniles a los cómplices de la dictadura militar de los 70, experiencias de economía alternativa y apertura de nuevos espacios de contracultura) estuvo marcada por una determinación común: ya no se trataba de los clásicos sujetos populares estructurados como clases en la producción o en torno al dilema entre dictadura (militar) o democracia (parlamentaria), sino que se correspondían con los avances mismos del neoliberalismo tras su enorme ofensiva de las últimas tres décadas.

Este nuevo protagonismo social que venía gestándose desde hacía varios años desplegó en los hechos nuevas estrategias de poder por fuera de los partidos políticos y los sindicatos, forjando modos de interpretación, de acción y de vínculos que, bajo influencias diversas de la experiencia zapatista, anticiparon hipótesis de construcción de un contrapoder que sin embargo, luego del 2003, ingresó en una fase de “repliegue”.

Durante las jornadas insurreccionales de diciembre del 2001, bajo la consigna “que se vayan todos”, se hizo evidente una altísima capacidad de destitución política, sin precedentes respecto de los poderes constitucionales. Como es sabido, a las oleadas populares suelen seguir largos momentos introspectivos. Esos momentos, sin embargo, no pueden ser comprendidos sin evaluar la composición y las decisiones tomadas por las fuerzas contestatarias, pero tampoco sin considerar las operaciones que los poderes, en su faz reconstructiva, lanzan sobre los propios movimientos.

Y bien, la actual situación política argentina, presentada oficialmente frente al mundo como la reconstrucción de una soberanía fundada en una renovada representación popular y en la búsqueda de un nuevo modelo de desarrollo económico y social post Consenso de Washington, no se comprende sin tener en cuenta este cuadro complejo formado por la crisis de las políticas neoliberales plasmada en el “que se vayan todos”, el “tempo” político de los movimientos –muchos de los cuales decidieron apostar a una participación subordinada en este proceso– y los modos en que continúan los viejos dispositivos de poder tanto políticos como económicos y sociales, jamás desmantelados ni sustituidos.

Un balance precario de esta nueva fisonomía de la Argentina a más de dos años del gobierno de Kirchner muestra, entonces, esta ambivalencia: si de un lado, el consenso neoliberal ha sido destrozado en sus pretensiones simbólicas de legitimidad, subsiste sin embargo en las condiciones de existencia de la vida social; al tiempo que los movimientos que con mayor radicalidad buscaron innovar los lenguajes y prácticas de la lucha política, tomando como inspiración la autonomía como función organizativa y política, se vieron ante la alternativa de participar subordinadamente de una nueva legitimidad simbólica o bien resistir, con una pérdida considerable de influencia social, en una subterránea y frágil reorganización de los modos del contrapoder.

La complejidad de exponer este apresurado cuadro surge del hecho de que los balances sobre las propias estrategias de este nuevo protagonismo social no han alcanzado aún una madurez que permita retomar y revitalizar las líneas de investigación política, pero no es esperable tampoco que estos balances se hagan de modo independiente a las nuevas apuestas y prácticas que ya se despliegan con relativa fuerza en todo el país.

La ambivalencia de la situación de los movimientos en Argentina parece radicar, precisamente, en que al mismo tiempo que los protagonistas de las luchas previas al 2003 están en un proceso de reorganización, surgen hoy una serie de resistencias y explosiones vinculadas con la gestión neoliberal de la existencia de la población, tales como los estallidos recurrentes en torno a los servicios de agua y transporte privatizados hasta las protestas en colegios secundarios por las condiciones edilicias, la recomposición salarial en torno a nuevas representaciones asamblearias o alrededor de las víctimas de catástrofes sucedidas debido a la propia trama irregular de gobierno y empresariado que se evidenció, por ejemplo, en la masacre de Cromañón. Pero también en la influencia positiva que la reactivación de las luchas bolivianas, a partir del 2003, plantea entre nosotros. Así sucede con la problemática de los recursos naturales, la cuestión indígena y la posibilidad de nuevos modos de autogestión y renovación de lo público que entroncan de manera directa con la naturaleza de la nueva conflictividad.

IV. Una motivación adicional para preparar este trabajo radica en el surgimiento de un nuevo escenario latinoamericano, cuyo común denominador ha sido en el último tiempo la tentativa generalizada de abandonar los parámetros impuestos por la retórica neoliberal, buscando configurar modos de gobierno capaces de compatibilizar ciertas formas de desarrollo económico y social con una nueva legitimidad política. Uruguay, Brasil, Argentina y Venezuela, hasta ahora, y posiblemente Bolivia y México e n pocos meses, forman así, a partir de situaciones diversas y con suerte impar, intentos particulares de forjar una nueva configuración política.

Este contexto está caracterizado por una relativa autonomía conquistada en el Cono Sur de América debido a la reorganización de capacidades y prioridades de los Estados Unidos, pero también por los desarrollos durante las últimas décadas de los movimientos sociales como actores organizados de un descontento mucho más amplio de las resistencias contra el neoliberalismo. Son estos movimientos, de hecho, los que dieron forma y duración a una perspectiva constructiva en torno a cuestiones fundamentales: la discusión sobre una nueva relación gobernante-gobernado, los usos de los recursos naturales y el rechazo a la militarización de los conflictos y la criminalización de la protesta.

Esto ha permitido una reapertura del juego político, dando lugar a un escenario extremadamente ambiguo e inestable que, como en el caso argentino, navega a dos aguas entre el agotamiento de la potencia de legitimación del discurso político y económico neoliberal y la consolidación de una existencia social determinada por la subsistencia de condiciones neoliberales (caracterizadas por el desfondamiento de la vieja estructura estatal-desarrollista y la emergencia de nuevos modos subjetivos y de socialización).

En el caso de Brasil y Uruguay, además, se suma el hecho de que los nuevos gobiernos han sido conformados tras décadas de paciente organización política popular y de las izquierdas, abriendo una gran expectativa sobre la posibilidad de adecuar una nueva representación política para todos aquellos que rechazan el modelo neoliberal impuesto en la región. Situación ésta que supone, en el primer caso, que la frustración respecto del PT repercute negativamente sobre los movimientos que de alguna manera se fueron articulando en el proceso y, en el segundo, es más bien la carencia de toda otra construcción social y política lo que marca la gravedad de un eventual fracaso político del Frente Amplio. En ambos casos, lo que parece estar en juego es el modo en que las expectativas en la representación política, tal como surge de su calco sobre el concepto de soberanía del viejo estado nación, restringe la imaginación de los movimientos.

En este contexto la voz de Chávez adquiere una repercusión inusitada. De hecho, la iniciativa bolivariana para la región cuenta con la simpatía de todos aquellos que perciben que esta nueva situación latinoamericana no está dada, sino que requiere de cierta decisión para avanzar en configuraciones estatales distintas, que de algún modo cristalicen otra relación de fuerzas luego de largos años de lucha de los movimientos sociales, pero también de quienes están hartos de ver cómo los gobiernos de la región han aceptado durante décadas humillaciones de diferente índole por parte de los Estados Unidos, de lo cual es símbolo, sin dudas, el bloqueo y las agresiones a Cuba. La propia situación de Venezuela parece dar la clave del proceso ya que si, de un lado, los movimientos venezolanos han decidido dar apoyo a Chávez a cambio de obtener condiciones inéditas para su propio desarrollo, la disputa por los recursos naturales a escala global ha hecho de Chávez una presencia valiosa para todos los cálculos geopolíticos continentales.

En todo caso, el dilema que queda planteado a partir de la creciente influencia bolivariana es si la actividad popular que se despertó en su seno será capaz de reabrir una y otra vez la imaginación política de sus protagonistas o si esta representación exige una subordinación creciente de las autonomías conquistadas por los movimientos a una nueva jefatura.

Todo lo cual cuenta especialmente en un continente que no se sustrae a la gestión del orden bélico del planeta. La militarización que se desarrolla en todo América Latina parece trazarse tanto en torno a la cartografía de los recursos naturales estratégicos como sobre las líneas del narcotráfico y de las resistencias sociales más desarrolladas. Tanto las coyunturas de Colombia como la de la región andina parecen encajar especialmente en esta geografía de guerra, mientras que se anuncian en estos días las invitaciones a Paraguay para reforzar las posiciones militares en la zona sur del continente.

Es a partir de esta nueva apertura de la coyuntura en América Latina que se replantean los modos de concebir las relaciones entre gobiernos y movimientos (pero también entre gobiernos, regiones y potencias), renovándose el interés por forjar nuevas hipótesis políticas y cobrando relevancia el experimento social que se desarrolla actualmente en Bolivia –donde los movimientos sociales protagonizan una auténtica guerra contra la estructura colonial del estado afrontando incluso riesgos de secesión nacional– pero también en Chiapas, donde la producción de una propuesta como la Sexta Declaración abre nuevas discusiones sobre el curso a seguir por los movimientos.

V. No querríamos ensayar aquí repetidos argumentos sobre la importancia del zapatismo para todos nosotros. Se expresa decisivamente en que su surgimiento público, el 1 de enero del 1994, dio origen a una nueva secuencia de luchas contra el neoliberalismo (como fase del capitalismo) que no hacían de la derrota mundial del proyecto socialista un obstáculo para el desarrollo de una perspectiva revolucionaria sino que, antes bien, tomaban la falta de todo modelo político sobre la futura sociedad como una potencia propia, en tanto llamado a la creación y fundamento de una renovada noción de la democracia más allá de todo discurso de legitimación de los poderes; esto posibilitó, más o menos explícitamente, la destitución de los dispositivos signados por la relación entre clase-representación-partido-estado-cambio social desde arriba.

La invención de la lucha zapatista comunicó, desde el sudeste mexicano, la “buena nueva” a todos los rincones del mundo: no sólo existen, empíricamente, luchas “post-socialistas” sino que es posible volver a construir auténticos ciclos de lucha, aquí y allá, aquí y ahora, según situaciones diversas, en plena noche neoliberal y sin tener respuesta para todas las preguntas.

Así el zapatismo logró (quizás, incluso, sin proponérselo particularmente en un inicio) abrir una brecha –que ya nunca se cerró– en la compartimentación nacional, local, grupal, y desplegar un espacio trasnacional de intercambios y contaminación que permeó, desde el lenguaje, los rígidos estratos de unas izquierdas que agonizaban tras el eterno lamento de la revolución fracasada.

Por todos lados surgió una nueva pregunta: ¿qué significa una política que no se funda en la toma del poder?, ¿cómo pensar políticamente más allá de la centralidad del estado?, ¿es posible leer este enunciado político desde las viejas coordenadas de reforma-revolución?, ¿es que acaso no eran ambos, los reformistas y los revolucionarios de comienzos del siglo XX, por igual “estado-céntricos”?

Y luego surgieron otras: ¿cómo comprender que estos encapuchados, indígenas, que declaran una guerra, digan que la política no se resume en el enfrentamiento, sino en la defensa de una cultura, de un modo de vida, y que si hacen la guerra es por falta de reconocimiento y no en función de una estrategia de poder? Y más aún: ¿dónde elabora toda esta gente ese discurso?, ¿cómo y de dónde surge esa potencia de pensamiento?

Una palabra pareció condensar a quienes se entusiasmaron con la perspectiva que estos interrogantes abrían: autonomía. Más allá del modo en que los zapatistas resuelven sus problemas prácticos y cómo definen su propio lenguaje, en diferentes sitios se empezó a elaborar esta noción de autonomía, retomando viejos problemas de la política con un espíritu abierto.

¿Cómo fundar una nueva horizontalidad que evite la distinción dirigente-dirigido?, ¿cómo articular la cuestión de la violencia con una nueva estrategia que no tiene al poder por obsesión excluyente?, ¿cómo forjar una nueva relación con la intelectualidad sin “expropiaciones” ni “representaciones”? Todas estas preguntas configuraron (más allá del zapatismo mismo, como invención para cada quien de un zapatismo propio) un nuevo vocabulario para cientos de movimientos y de agrupamientos, pero también fueron penetrando las universidades y los trabajos teóricos.

Y si bien en algunos casos el entusiasmo inicial, pero también los tiempos de la práctica, dieron lugar a simplificaciones, despertando feroces respuestas que cuestionaron el carácter utópico e ingenuo de la nueva problemática, el punto de polémica crucial parece haberse dado al interior mismo de los movimientos que apostaron a la construcción de una nueva fase signada por la autonomía de los partidos y del estado que tal vez pueda presentarse así: ¿son la horizontalidad y la autonomía (en el fondo la igualdad de unos y otros) nuevos horizontes a conquistar gradualmente, en un proceso contradictorio en el que los valores propuestos encarnan primero en unos pocos y luego en otros como saberes que un grupo conquista para luego ser difundidos progresivamente a través de una larga pedagogía o, antes bien, se trata de pensar esta cuestión de la horizontalidad y la autonomía como problemas actuales de cuya resolución, cada vez, depende la naturaleza concreta de la política desarrollada y a desarrollar?

Como puede comprenderse fácilmente no hubo una síntesis única sino versiones heterogéneas, aportes de índole muy diferente, contextos y dilemas prácticos incomparables, pero también una nueva curiosidad que hizo que, a más de una década de la formulación de la “buena nueva”, sean muchos quienes intentan evaluar hoy en qué punto de este nuevo recorrido hemos quedado y por dónde pasa, en este momento, la conquista de un avance en esta trayectoria.

VI. La noción de “autonomía” tiene en México larga historia –a diferencia de lo que sucede en Argentina–, debido en parte a la actividad del vasto mundo de las comunidades indígenas y campesinas. Las luchas por conservar su modo de vida frente a la conquista, la colonia y la institucionalización de la Revolución de 1910 hizo de la autonomía una noción recurrente, aún si su significando fue adquiriendo nuevos sentidos y determinaciones en el tiempo. No se trata, entonces, de una noción que haya introducido el zapatismo, aún si con el zapatismo toma una nueva vida.

El estado mexicano ha desarrollado durante el siglo veinte una incomparable capacidad de control social mediante la represión, pero también a través de la cooptación. Su legitimidad de origen fundada en la revolución y la instauración ininterrumpida, durante décadas, de un formidable aparato de estabilización, dotó a este monstruo de una notable aptitud para secuestrar en su favor una y otra vez toda la simbología de los movimientos populares en lucha. A la vez, la continuidad del régimen constituyó una excepción en un continente plagado de golpes y dictaduras, lo que no impidió, sin embargo, una auténtica guerra sucia a partir de la década del 60 contra ciertas organizaciones populares y movimientos armados, que llegó a implicar el control de estados como Guerrero y Chiapas por parte de las fuerzas armadas, operaciones contrainsurgentes en todo el territorio y el secuestro y desaparición de más de 500 personas. Mientras, a nivel oficial, se desarrollaba un discurso de apertura hacia Cuba y los exiliados políticos de países como Chile y Argentina.

Así, el estado nacional mexicano puede presentarse como estado de la nación azteca mediante el procedimiento paradojal de reivindicar un origen indio, a la vez que se margina al indio vivo del presente. O reivindicar la revolución, a la vez que aniquila a sus actores y conquistas. O gestionar una estructura nacional federal, que reconoce ciertos niveles de autonomía a las comunidades, a la vez que lo subordina todo a la soberanía férrea del poder presidencial. La historia de la autonomía en México está determinada por este juego de poder y resistencias, adquiriendo a veces el sentido de una forma institucional, vehiculizando en otros momentos la sugerencia neoliberal de devenir empresario de sí mismo y olvidar las conquistas sociales para privatizarlas, operando como la reivindicación de un derecho y, más recientemente, nombrando el proyecto político de las comunidades por retomar sus capacidades de agentes constituyentes.

De este modo, los dilemas actuales de la autonomía se asemejan cada vez más al modo en que estas mismas formulaciones se producen en distintos puntos del continente: ¿cómo compatibilizar la protección de territorios sustraídos –aún si parcialmente– a la soberanía del mercado y del estado sin caer de inmediato en la fragilidad, el encierro y el refugio?

En Oaxaca, Veracruz, Guerrero, Michoacán, Morelos o Chiapas decenas de organizaciones campesinas e indígenas reivindican, a su modo y en sus contextos, prácticas y decisiones según su propia idea de autonomía, dando lugar a tres grandes síntesis, desarrolladas en la segunda parte de este libro: la denominada pluriétnica; la llamada comunalista y la propiamente zapatista.

En Chiapas la ofensiva neoliberal ha sacudido violentamente la estructura de relaciones sociales y económicas, determinando la composición actual de los movimientos sociales. Las intervenciones estatales y privadas –desde los años 70 a hoy–, centradas en la apropiación del petróleo y el agua, forzaron importantes movimientos migratorios y relocalizaciones que desplazaron la población indígena hacia la conquista de la selva, dando lugar a un poblamiento que comenzó con la fundación de las primeras comunidades campesinas, hace ya unos cuarenta años, y que llevó pronto a la saturación de estas tierras. Con la ocupación de la selva comenzó también el desmonte masivo y el tráfico de madera que amenaza con una catástrofe ecológica, a la vez que fue creciendo el turismo internacional en la zona. En este nuevo contexto las comunidades de la selva de Chiapas comienzan un proceso de redefinición política y subjetiva que entroncará con la actual fase zapatista, en la que la noción de autonomía implica un cuestionamiento más amplio y complejo tanto a los mecanismos de cacicazgo, a los modos de subordinación que propone el sistema político y el accionar militar y clientelar del estado mexicano como a la intervención de ONGs y partidos de izquierda que no respetan la maduración de esta nueva soberanía.

El surgimiento del zapatismo operó, entonces, como una radicalización de la autonomía, a la vez que la relanzó como hipótesis política con un alcance mayor. Esta es una secuencia que comienza con la insurrección y se desarrolla luego a partir de los Acuerdos de San Andrés y las sucesivas iniciativas y marchas de los zapatistas, hasta llegar a plasmar su propia experiencia de autogobierno a partir del principio de mandar-obedeciendo y la instauración de las Juntas del Buen Gobierno. Los Caracoles intentan desarrollar un estilo de gobierno radicalmente distinto al del estado (“mal gobierno”) que tiene por norma de mando al capital y no a las comunidades y los ciudadanos. Las Juntas están formadas (como lo explican ellas mismas en la primera parte de este libro) por los miembros de las comunidades, son revocables y rotativas, y responden estrechamente a los mandatos de sus respectivas asambleas comunitarias o municipales, hasta reducir todo lo posible su autonomía de decisión para evitar que se interponga otra norma de acción que no sean las deliberaciones “intra” e “inter” asambleas (en territorio zapatista se leen los carteles que dicen: “Aquí manda el pueblo y el gobierno obedece”).

Las Juntas representan además una democratización en un segundo sentido: el trasvasamiento del poder político del EZLN a las autoridades civiles. El EZLN no participa como tal en las Juntas sino como órgano de vigilancia, aún cuando los miembros de las Juntas sean milicianos zapatistas. Estos últimos, una vez que son elegidos para el gobierno, no obedecen en sus funciones al EZLN sino a las asambleas de las comunidades, que desarrollan por esta vía su soberanía.

La institución de los Caracoles representa, entonces, un paso decisivo en el proceso de reapropiación por parte de las comunidades de la capacidad política de decisión, organización y debate, atribuciones que durante un largo período quedaron en cierta medida en manos del EZLN. Las funciones que durante los primeros tiempos de guerra abierta fueron asumidas por el EZLN como organización militar –y por ende de modo más jerárquico y vertical– son hoy recuperadas por las comunidades, reconfigurándolas en una institucionalidad que busca, en todo momento, la organización horizontal comunitaria.

Esta relación entre el EZLN y las comunidades permite comprender mejor aún el funcionamiento del principio de mandar obedeciendo en su doble operatividad: de un lado, califica al vínculo que se efectiviza tanto más cuanto que las comunidades participan de la experiencia política zapatista (que incluye, claro, la guerra); pero, por otro, propone el vínculo entre comunidades y Juntas con el EZLN, como ejército y organización política nutrida de las comunidades, que obedece el mando de tales comunidades, pero que además se propone, cada vez de modo más decidido, ampliar esta relación con movimientos, personas y comunidades de todo México, trascendiendo toda frontera interna –tanto geográfica como étnica– a partir del procedimiento de abrir territorios de construcción política y obedecer en su interior a quienes participan de este espacio de nueva democracia.

Los desafíos de estas instituciones de nuevo tipo (una nueva “forma de poder”, como también se las nombra) no sólo radican en el desarrollo de tareas tales como administrar justicia, desplegar proyectos autónomos de educación y salud (funciones éstas que en algunos casos atraen incluso a comunidades no zapatistas que las prefieren por mucho a los deficitarios servicios que ofrece el “mal” gobierno) e imaginar formas de desarrollo económico y relaciones de solidaridad que acompañan la experiencia, sino que implican también un complejo equilibrio con las funciones soberanas que quedan por fuera de la capacidad regulativa de las Juntas. Y esto en un doble sentido: tanto por abajo, por el hecho de que las comunidades están en permanente intercambio con el exterior, atravesadas por migraciones internas y flujos de ideas que, a la vez que son alentadas inevitablemente escapan en sus efectos a la previsión comunitaria; como por arriba, en la medida en que el EZLN como organización política militar (en un contexto de cerco del territorio por las fuerzas armadas mexicanas, pero también de constantes provocaciones paramilitares) conserva atribuciones y gestiona iniciativas que aunque son permanentemente consultadas a sus bases de apoyo, trascienden por mucho el horizonte comunitario, desarrollándose no pocas veces a nivel internacional.

Otra dimensión especialmente sugerente de las Juntas de Buen Gobierno es el modo en que trabajan su yuxtaposición respecto de la legalidad del estado mexicano, compitiendo con esa soberanía estatal e inventando –en sus márgenes pero también en su interior– formas de coordinar prácticas colectivas que dan aires de renovación a los modos de practicar y concebir lo público. Al punto que la legitimidad de estos desarrollos no surge de un control legal del territorio, sino del tipo de espacio construido en torno a la asamblea, la autodefensa y la gestión comunitaria de la existencia. Aparece así una nueva imagen del doble poder, pues a diferencia de las guerrillas anteriores, la construcción ya no depende de la definición de la situación revolucionaria, ni de una estrategia de conquista del poder central.

Esta valoración puede resultar conflictiva o confusa si se la literaliza. No se trata de elegir entre la añoranza de la vida de las comunidades indígenas y campesinas o el rechazo a todos estos elementos de teoría política por la diferencia de condiciones y contextos en que se desarrollan las vidas en la ciudad. Esta opción no es necesaria ni fértil para quienes, teniendo como realidad la metrópoli (que se extiende a las periferias y tantos otros segmentos urbanos distribuidos como pequeñas ciudades), buscamos inspiraciones y elementos de valor para nuestros propios procesos de politización. El zapatismo ha expandido su fuerza no a partir de una invitación a lo indígena-campesino, sino al ofrecernos a todos elementos transversalizables que, con fuente en esas culturas, pueden circular entre nosotros –si inventamos los modos– de una manera completamente nueva.

VII. Como venimos argumentando, la Sexta Declaración (que publicamos también aquí) adquiere un valor particular al inscribirse en el nudo formado por la crisis de un modo de legitimación de la dominación regional, la ambivalencia de nuevos gobiernos que aún intentan estabilizar el desafío lanzado por los movimientos, el cambio de terreno que los movimientos experimentan en esta nueva coyuntura (también en la coyuntura propiamente mexicana) y la trayectoria del propio zapatismo.

A nivel nacional, México enfrenta una situación compleja abierta en 1988, cuando grandes movimientos de democratización desafiaron la hegemonía del PRI que, sin embargo, por medio del fraude y la represión, logró controlar el poder hasta fines de los años 90. El surgimiento público del zapatismo en enero del 94 fue un hito en este proceso, pues además de exigir democracia, denunciaba la relación orgánica entre la dictadura priísta, el NAFTA y la consolidación del neoliberalismo en México de la mano del saliente Salinas de Gortari. Esta acumulación de luchas y cuestionamientos eclosionaron finalmente en el 2000, cuando el PRI perdió por vía electoral el control del gobierno nacional, declinando no ante el PRD –que había ganado realmente las elecciones en 1988 con la candidatura de Cárdenas– sino ante el conservador y ultra neoliberal PAN, de Vicente Fox.

Durante el fin del régimen del PRI, el zapatismo desarrolló una intensa actividad que incluyó las negociaciones de los Acuerdos de San Andrés para consagrar el reconocimiento de derechos indígenas. Aunque llegaron a ser firmados por el entonces presidente Zedillo, jamás entraron en vigencia. También a comienzos del gobierno de Fox los zapatistas realizaron una ardua tarea política destinada a que el Parlamento nacional dé su acuerdo a los tratados, lo que primero fue rechazado por parlamentarios de todos los partidos políticos, incluido el PRD, y luego por el poder judicial.

Del fracaso de estas iniciativas y de la total falta de reconocimiento de los derechos reivindicados por el zapatismo surgió la decisión de volver a las comunidades y llamarse a silencio, situación que duró casi cuatro años y durante la cual maduraron, en territorio zapatista, las formas de autogobierno plasmadas en las Juntas. De modo paralelo se fueron desarrollando en México huelgas masivas en la universidad, luchas campesinas y contra las privatizaciones, a la vez que el PAN se desgastó en su propuesta de llenar México de maquilas, el PRI recompuso su poder a partir de la reconstrucción de sus estructuras regionales, gobernando ahora la mayoría de los estados del país, y el PRD logró proyectar la figura de Andrés Manuel López Obrador, a partir de su gobierno del DF.

A comienzos de 2005 hubo un intento de la justicia mexicana de impedir que López Obrador sea candidato a presidente. La respuesta fue una enorme movilización en el DF de millones de personas, en apoyo a la habilitación de su candidatura para las elecciones de mediados del 2006. El propio zapatismo apoyó esta demanda, sin avalar dicha candidatura. Operación delicada si se comprende que, de un lado, López Obrador es parte del sistema político que ha negado la lucha zapatista en horas decisivas, a la vez que no fueron pocos los simpatizantes del zapatismo que se manifestaron por López Obrador. Con la habilitación definitiva del Jefe de Gobierno del DF como candidato presidencial, las cosas tomaron su rumbo previsible: ingreso, primero, en una fase de pre campaña y alineamiento de fuerzas y luego inicio de una campaña polarizada entre López Obrador y Madrazo, candidato del PRI, quien cuenta con suficientes recursos y estructura como representante de la vieja cultura caciquil y mafiosa que gobernó México durante décadas.

En este preciso contexto acontece la intervención zapatista. Primero con la declaración del Alerta Roja y luego con la serie de comunicados que conforman la Sexta Declaración. Varios compañeros cercanos al zapatismo, pero también diversos analistas políticos, han señalado la complejidad de la Sexta: un documento que, al mejor estilo del Plan de Ayala y otros tantos planes y declaraciones de la tradición revolucionaria, emprenden una lectura de la situación mexicana actual denunciando las inconsecuencias de quienes pretende indebidamente la representación popular. En este caso, se trata de López Obrador quien, más allá de su pretensión a la presidencia como representante de la izquierda, se revela como un candidato de Washington y reúne, entre sus más íntimos colaboradores, a no pocos reconocidos enemigos del zapatismo que recientemente han oficializado su paso del PRI al PRD.

La Sexta, además, califica al neoliberalismo como una política de guerra e insiste en que el PRD no viene a alterar esta dinámica sino que, más bien –tal como preanuncian los paramilitares perredistas de Zinacantán–, viene a destrozar, incluso militarmente, a los movimientos autónomos como el zapatismo. Y bien, aunque son muchos quienes evalúan que esta caracterización sobre el PRD y López Obrador es excesiva, no es fácil tampoco desconocer el hecho de que el conjunto del sistema político, incluido el PRD, dio la espalda al zapatismo en momentos en que reclamaba pacíficamente el reconocimiento de derechos indígenas y campesinos. Tal negativa no sólo implicó el desconocimiento de estos derechos, sino que también expresó una voluntad de empujar al zapatismo a un escenario de cerco y aislamiento.

Por otra parte, la Sexta –que, según advierten los zapatistas, se anuncia como una iniciativa aún abierta– implica arriesgar lo construido hasta ahora y es una renuncia explícita a acomodarse tranquilamente en sus conquistas. Los riesgos para el EZLN son serios, desde el momento en que lo coloca ante una incertidumbre fundamental en torno a la respuesta de los movimientos, grupos y personas a las que convoca, al tiempo que mantiene un frente militar abierto en su propio territorio. El desafío mayor, entonces, parece ser la construcción de un espacio que sin su hegemonía pueda, sin embargo, tomar consistencia entre el resto de los movimientos y personas que, reconociendo su autoridad ética, han encarado en sus respectivas situaciones caminos propios y seguramente exigirán una nueva superficie común construida en fatigosos acuerdos, donde no siempre todos pensarán o actuarán del mismo modo.

Y este parece ser, efectivamente, el curso de la Otra Campaña, que no surge ya desde el EZLN hacia la “sociedad civil”, sino de un impulso que se enhebra con una dinámica de asambleas, en principio con decenas de grupos, partidos, movimientos y varios cientos de personas para, luego, salir a escuchar a muchos más, lo que prefigura una apertura significativa a las diversas realidades políticas y sociales del país. Su orientación es, en este sentido, más precisa que otras iniciativas anteriores: la declaración se dirige a los y las de abajo, es decir, a los pobres y a los “jodidos” por el neoliberalismo y a quienes se ubican decididamente a la izquierda, es decir, quienes rechazan el capitalismo tout court. Lo mismo cabe con los pasos previstos para la Otra Campaña: primero amplios recorridos por el país y, luego, un intento de estructurar un programa de lucha nacional –capaz de desarrollar una presencia política en medio de la campaña electoral sin participar de las elecciones– para concluir en la exigencia de una Constituyente.

VIII. A nivel continental la Sexta opera, a nuestros ojos, un doble reconocimiento. De manera explícita admite su propia inscripción en los procesos abiertos de lucha en varios puntos del continente, pero también proporciona una orientación que consiste en “trazar fronteras” respecto del sistema político (en principio mexicano, pero susceptible, creemos, de ser extendido a otros puntos del continente). Esta delimitación intenta preservar –pero también crear las condiciones para desplegar– el carácter autónomo de luchas y movimientos. Tal como ocurre en México hoy, este trazado del zapatismo implica una cierta restricción de parte de su auditorio –que se decide a favor de un gobierno de López Obrador– a la vez que procura preservar y desarrollar la perspectiva de un terreno político propio de y para los movimientos.

La Sexta Declaración se nos revela entonces como un oportuno manifiesto político que, a la vez que intuye la apertura –por indeterminación– de un espacio a partir de la crisis de legitimación del poder político, advierte tanto sobre las estrategias en camino para suturar esa herida, como sobre los efectos de un eventual bloqueo. Y si su intervención divide el campo preexistente por medio de un trazado de fronteras respecto de la formación actual de consensos, es porque percibe que a pesar de las variaciones, estos nuevos contenidos se producen a través de dispositivos que malversan el potencial de una renovación en curso.

En efecto, la Sexta es un texto preciso que pretende interrumpir una cierta deriva de los hechos: una que orienta las energías y conquistas de las luchas de estos últimos años hacia una revitalización de las formas soberanas que continúan atrapadas en modos tradicionales de representación, y procura, con sentido de los tiempos en juego, producir una hipótesis que aproveche el potencial de la situación actual en función de una afirmación de y desde los movimientos en rebelión.

Su sola publicación en la Argentina, sin embargo, nos muestra contrastes antes que equivalencias. De hecho, no hay nada entre nosotros comparable a una “Sexta”. No sólo no existe aquí –por buenas y malas razones– una voz autorizada que concite atención unánime sino que, más allá de cuestiones de autoría, nos hemos quedado sin textos políticos de actualidad. Cuestión que motiva la pregunta por las razones de esta escasez, ya que no faltan entre nosotros voluntad ni tradición de escritura.

Efectivamente, la Argentina actual parece tomada por una divergencia que oscila entre un cierto asombro –sino entusiasmo– por la rápida estabilización institucional luego de la crisis y la conquista de un discurso político que reencuentra viejas añoranzas populares con perspectivas actuales del grupo en el gobierno y, por otro lado, una cruda indiferencia respecto a los cambios anunciados oficialmente, fundada en un escepticismo que enraíza en la persistencia de la jerarquización socioeconómica y en la pérdida de terreno de quienes, en lo más bajo de estas jerarquías, habían llegado a elaborar sus propios puntos de vista con lucidez y determinación. De la imposibilidad de revertir estas dinámicas parece alimentarse la producción actual de discursos que sustituyen y ocupan el sitio, necesario, del texto político. Ya que si, de un lado, se asiste a una fuerte interpelación de las energías sociales desde la fórmula antipolítica que reúne “gestión estatal” más “marketing” antiimperialista; del otro, el debilitamiento en la tentativa de abrir un terreno político propio de y para los movimientos ha llevado, por el momento al menos, a una reducción de horizontes y de capacidades que pospone todo texto propiamente político hacia un futuro indeterminado.

La Sexta nos presenta, en nuestra interpretación, una dimensión enteramente constructiva que consiste en la preservación y desarrollo de un plano propio de los movimientos –que incluye pero a la vez trasciende en mucho a los movimientos empíricos y a los fragmentos organizados a favor de la dinámica de multiplicidad de luchas y espacios de creación social– que se distingue claramente tanto de la dimensión puramente económica social y restringida a las negociaciones de los movimientos con los gobiernos, como de la dimensión estrechamente representativa del sistema político.

Un terreno como éste fue abierto entre nosotros, hacia fines de los años 90, a partir de la lucha de los llamados “movimientos sociales”, cuestión que cobró notoriedad absoluta durante la vertiginosa crisis del año 2001-2002, cuando este desarrollo se combinó con la descomposición de la dimensión institucional y representativa. Entonces, la dispersión de los movimientos, lejos de ser un estorbo, dio lugar a una potencia de movilización y habilitó niveles cada vez más altos y articulados de coordinación. Durante los últimos años, la recomposición del mando político aceleró la fragmentación de este espacio (que no se corresponde literalmente con la fragmentación de los movimientos mismos) y de modo paralelo se fue destejiendo la trama de nociones internas capaces de leer y producir hipótesis activas de recomposición. La novedad de la Sexta entre nosotros, entonces, bien podría ser la de un llamado a plasmar, en nuestras disposiciones (de voluntad y lucidez), un cambio en esta tendencia.

IX. Esta publicación no pretende dar respuesta a estas cuestiones, sino sólo ofrecer testimonios directos para desarrollar estas discusiones, sobre todo en el contexto argentino.

Al inicio de cada uno de los bloques en que hemos divido el libro, presentamos a cada uno de los entrevistados y el modo en que nos hemos encontrado con ellos. Los textos toman formas diferentes a lo largo de las páginas que siguen. Algunas veces son transcripciones literales de conversaciones o entrevistas; otros han sido editados sin la interrupción de preguntas y varios son artículos que hemos pedido especialmente para sintetizar conversaciones que tuvimos en México con sus autores.

En el primer bloque agrupamos, bajo el título Autogobierno, los testimonios obtenidos de un recorrido por las Juntas de Buen Gobierno de La Realidad, Morelia, Oventic y La Garrucha. Allí, además de las Juntas, hemos podido conversar con otros compañeros de comisiones de vigilancia, comisiones políticas y promotores de salud y educación. De este enorme caudal, sólo publicamos aquellas conversaciones que pudimos grabar y conservar en buenas condiciones. En este bloque hemos agregado otras tres entrevistas tomadas fuera de territorio zapatista: un diálogo con Juquila González Nolasco, investigadora en cuestiones de educación, que hizo una intensa experiencia en el proyecto de escuela autónoma en La Realidad. Luego, una conversación con el antropólogo francés Andrés Aubry, quien ha colaborado estrechamente durante décadas con el Obispo Samuel Ruiz y que actualmente continúa trabajando con las comunidades. También hemos incluido aquí una entrevista con Julio Espinosa del Centro de Análisis Político e Investigaciones Sociales y Económicas (CAPISE), quien desarrolla una investigación sobre la militarización del estado de Chiapas.

En el segundo bloque intentamos presentar el debate sobre la noción de autonomía en las luchas mexicanas actuales. Para lograr una síntesis de algunas posiciones hemos reunido aquí las voces de Carlos Montemayor, Luis Hernández Navarro, Armando Bartra, Gustavo Esteva, Dolores González Saravia, el CIPO Flores Magón de Oaxaca y Jesusa Rodríguez.

En un tercer bloque hemos intentado relevar, en esa otra selva infinita que es la trama urbana mexicana, experiencias sensibles a la palabra y la práctica zapatista en un contexto completamente diferente como es la metrópoli y, particularmente, el inconmensurable México DF. Aquí juntamos el testimonio de los Comuneros de Milpa Alta (COMA), de la periferia del DF; a la Tendencia Democrática del Sindicato Único de Trabajadores Electricistas de la República de México (Suterm); al centro (contra)cultural El Alicia; al Colectivo Libertad, formado por mujeres ex presas políticas del DF; a Rosario Ibarra, del Grupo de derechos humanos Eureka y al grupo de jóvenes del centro cultural Espiral 7, de Puebla. Hemos decidido publicar en este bloque, además, la entrevista con el escritor y cronista Hermann Bellinghausen, ya que si bien el grueso de su trabajo se da entre San Cristóbal de las Casas y las comunidades de Chiapas, el diálogo con él ha girado casi enteramente sobre el modo en que el discurso zapatista ha impactado en los discursos urbanos y en el mundo intelectual.

Finalmente, en el bloque sobre la Sexta, reunimos una serie de textos de Raquel Gutiérrez, John Holloway, Jesús Ramírez, Paco Ignacio Taibo II y Sergio Ramírez Lazcano. Incluimos, también, una interesante discusión ocurrida en Puebla entre dos activas asistentes seminario que coordina John Holloway, en que se confrontan, de modo lúcido y explícito, dos interpretaciones encontradas de la iniciativa zapatista.

Ciertamente, los criterios de agrupamiento no son precisos. Será posible encontrar importantes tramos de algunos testimonios en el debate sobre autonomía que refieren a las proyecciones de la Sexta, o sobre la cuestión urbana a propósito de la declaración zapatista. No nos ha preocupado que cada bloque se rebase a sí mismo hacia los demás, porque de hecho este intento por ordenar tanto material testimonial ha luchado constantemente en nosotros mismos a favor de la constitución de un único terreno político en que estas discusiones recobran su fertilidad.

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Fuente: Tinta de Limón ediciones, http://www.nodo50.org/tintalimonediciones/spip.php?article19#prologo

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