lunes, 27 de junio de 2011

In medias res y Prácticas espaciales (James Clifford)

In medias res y Prácticas espaciales
James Clifford
Prólogo y Capítulo 3 de “Itinerarios transculturales”, Gedisa, Barcelona, 1999 [Routes: Travel and Translation in the Late Twentieth Century, 1997].
In medias res
El relato autobiográfico de Amitav Gosh, “El imán y el hindú”, es una parábola que refleja muchos de los problemas que trato en este libro. Narra el encuentro entre un etnógrafo de campo y algunos vecinos desconcertantes de una aldea egipcia.
Cuando llegué por primera vez a ese tranquilo rincón del delta del Nilo, esperaba encontrar, en ese suelo tan antiguo y asentado, un pueblo establecido y pacífico. Mi error no pudo haber sido más grande. Todos los hombres de una aldea tenían el aspecto inquieto de esos pasajeros que suelen verse en las salas de tránsito de los aeropuertos. Muchos de ellos habían trabajado y viajado por las tierras de los jeques del Golfo Pérsico; otros habían estado en Libia, Jordania y Siria; algunos habían ido al Yemen como soldados, otros a Arabia Saudita como peregrinos, unos pocos habían visitado Europa: varios de ellos tenían pasaportes tan abultados que se abrían como acordeones ennegrecidos con tinta.
La aldea rural y tradicional, vista como sala de tránsito. Es difícil dar con una imagen mejor para describir la posmodernidad, el nuevo orden mundial de movilidad, de historias de desarraigo. Pero no vayamos tan rápido…
Y nada de esto era nuevo: sus abuelos, antepasados y parientes también habían viajado y migrado, de modo muy parecido a como lo hicieron los míos en el subcontinente hindú: a raíz de las guerras, o en busca de trabajo y dinero, o tal vez simplemente porque se habían cansado de vivir siempre en el mismo lugar. Se podría leer la historia de este espíritu inquieto en los apellidos de los aldeanos, provenientes de ciudades del Levante, de Turquía, de pueblos lejanos de Nubia. Era
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como si la gente se hubiera dado cita aquí desde los rincones del Medio Oriente. La pasión de sus fundadores por viajar había prendido en el suelo de la aldea: a veces me parecía que cada uno de sus hombres era un viajero. (Ghosh, 1986:135).
Amitav Ghosh –un nativo de la India educado en una “antigua universidad inglesa”, autor de varios trabajos antropológicos de campo en Egipto –alude aquí a una situación cada vez más familiar. Este etnógrafo no es ya un viajero del mundo que, partiendo de un centro metropolitano, visita a los nativos (locales) para estudiar en una periferia rural. Por el contrario, este suelo “antiguo y asentado” se halla abierto a complejas historias de residencia y viajes, a experiencias cosmopolitas. Desde las generaciones de Malinowski y Mead, la etnografía profesional se había basado en la residencia intensiva, aunque más no fuera temporaria, dentro de “campos” delimitados. Pero, en la versión de Ghosh, el trabajo de campo no aparece tanto como residencia localizada sino como una serie de encuentros en viaje. Todos están en movimiento, y eso ha ocurrido durante siglos: una “residencia en viaje”.
Itineriarios transculturales comienza con esta premisa de movimiento, y sostiene que los viajes y los contactos son situaciones cruciales para una modernidad que aún no ha terminado de configurarse. El tópico general, si así se lo puede llamar, es muy vasto: una imagen de la ubicación humana, constituida tanto por el desplazamiento como por la inmovilidad. Los ensayos aquí reunidos buscan una explicación (o varias) al hecho de que la gente vaya a diversos lugares. ¿Qué aptitudes mundanas de supervivencia e interacción pueden reconocerse en este ir y venir? ¿Qué recursos para un futuro diferente? En estos ensayos apenas se proponen algunos esbozos y tentativas de trazar viejos y nuevos mapas e historias de personas en tránsito, a la vez fortalecidos y limitados por esa circunstancia. Se refiere a la diferencia humana establecida en el desplazamiento, a la abigarrada mezcla de experiencias culturales, a las estructuras y posibilidades de un mundo cada vez más conectado pero no homogéneo.
En este libro se confirma una postura previa con respecto al concepto de cultura. En obras anteriores, especialmente en Dilemas de la cultura (1988), me preocupaba la propensión de este concepto a afirmar el holismo y la forma estética, su tendencia a privilegiar el valor, la jerarquía y la continuidad histórica en
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nociones de la “vida” corriente. Allí sostuve que estas inclinaciones descuidaban, y a veces reprimían activamente, muchos procesos impuros, ingobernables, de invención y supervivencia colectivas. Al mismo tiempo, los conceptos de cultura resultaban necesarios, si es que habían de reconocerse y confirmarse los sistemas humanos de significado y diferencia. Los reclamos de identidad coherente no podían omitirse, en todo caso, en un mundo contemporáneo desgarrado por absolutismos étnicos. La cultura parecía una bendición profundamente ambigua. Me esforcé por hacer menos rígida su constelación de sentidos comunes, concentrándome en los procesos de representación etnográfica. Mis instrumentos para revisar la idea de cultura fueron los conceptos abarcadores de escritura y collage; la primera, vista como interactiva, con final abierto y con carácter de proceso; el segundo, como un modo de abrir espacios a la heterogeneidad, a las yuxtaposiciones históricas y políticas, no simplemente estéticas. Analicé las prácticas etnográficas de construir y descontruir significados culturales en un contexto histórico de expansión colonial euro-americana, teniendo en cuenta los debates aún vigentes que, desde 1945, se conocen con el nombre de “descolonización”.
A medida que escribía este libro, el concepto de viaje comenzó a incluir una gama cada vez más compleja de experiencias: prácticas de cruce e interacción que perturbaron el localismo de muchas premisas tradicionales acerca de la cultura. Según esas premisas, la existencias social auténtica está, o debiera estar, circunscripta a lugares cerrados, como los jardines de los cuales derivó sus significados europeos la palabra “cultura”. Se concebía la residencia como la base local de la vida colectiva, el viaje como un suplemento; las raíces siempre preceden a las rutas. Pero ¿qué pasaría, comencé a preguntarme, si el viaje fuera visto sin trabas, como un espectro complejo y abarcador de las experiencias humanas? Las prácticas de desplazamiento podrían aparecer como constitutivas de significados culturales, en lugar de ser su simple extensión o transferencia. Los efectos culturales del expansionismo europeo, por ejemplo, ya no podrían celebrarse o deplorarse como una simple exportación (de civilización, industria, ciencia o capital). Pues la región llamada “Europa” ha sido constantemente reformulada y atravesada por influencias provenientes de más allá de sus fronteras (Blaut, 1993; Menocal, 1987). ¿Y no es significativo en diversos grados este proceso de interacción para
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cualquier esfera local, nacional o regional? De hecho, hacia donde miremos, los procesos de movimiento y encuentros humanos son complejos y de larga data. Los centros urbanos, las regiones y territorios delimitados, no son anteriores a los contactos, sino que se afianzan por su intermedio y, en ese proceso, se apropian de los movimientos incansables de personas y cosas, y los disciplinan.
En cuanto empecé a considerar las diversas foramas del “viaje”, el término se convirtió en una imagen de los itinerarios que atraviesan una modernidad heterogénea. En Dilemas de la cultura escribí sobre los indios mashpee de Cape Cod, Massachusetts, y sobre el proceso en el que intentaron probar su identidad “tribal” en un tribunal de justicia. Sostuve que su posición se vio debilitada por supuestos de arraigo y continuidad local, nociones de autenticidad que paradójicamente les negaban una participación compleja en una historia colonial interactiva y persistente. El hechicero mashpee había pasado varios años en Hawaii; muchos miembros de la tribu vivían fuera del poblado tradicional; el movimiento de idas y venidas era continuo; William Apess, dirigente de una rebelión mashpee en reclamo de los derechos indios en 1833, había sido un predicador metodista itinerante de ascendencia pequot. Comencé a ver que tales movimientos no eran la excepción en la vida “tribal”. Pensé que los arponeros de Moby Dick, Tashtego el indio de Gay Head, Queequeg el isleño del Mar del Sur, y Daggoo el africano eran figuras lilterarias que encarnaban sin duda algo más que reacciones ante la expansión europea. ¿Acaso Queequeg, el que comparte su cama con Ishmael, no es claramente el más cosmopolita de los dos?
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“Cada hombre [de la aldea] era un viajero”, escribe Ghosh. Y el párrafo continúa: “Es decir, todos, salvo Khamees la Rata, aunque incluso su apodo, según descubrí más tarde, significaba ‘de Sudán’”. Khamees es un personaje poco común, por su falta de interés en los viajes (afirma no haber visitado ni siquiera Alejandría, la gran ciudad más cercana) y por su opinión burlona sobre casi todo: la religión, su familia, sus mayores y, en especial, los antropólogos que lo visitan. Pero al final, tras una serie de arduos y bulliciosos intercambios con respecto a las “bárbaras” costumbres
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hindúes de la cremación y de la veneración por las vacas, Khamees y quien escribe se convirtieron en amigos. A pesar de su obstinada condición hogareña, Khamees imagina incluso, en su estilo burlón y serio a la vez, una posible visita a la India. Probablemente no la hará. Pero nos damos cuenta de que esta visión doméstica del mundo está lejos de sre limitada. El viaje literal no es un prerrequisito para la ironía, la crítica o la distancia con respecto a la propia cultura. Khamees es un “nativo” complicado.
Ghosh considera que cada hombre de la aldea es un viajero y llama la atención sobre experiencias específicas (en su mayoría masculinas) de mundanidad, de raíces y rutas entrelazadas. Pero en su historia de fines del siglo XX, las localizaciones y desplazamientos establecidos hace tiempo se dan dentro de un campo de fuerzas cada vez más poderoso: “el Occidente”. El clímax de la narración coincide con un desagradable intercambio de gritos entre el investigador y un imán tradicional: un sanador a quien deseaba entrevistar. Se encrespan todos los comentarios hirientes sobre la cremación hindú y la veneración por las vacas y, antes de darse cuenta, el estudioso visitante se ha enredado en una discusión con el imán. Rodeados por un gentío creciente, los dos hombres se confrontan, disputando a gritos cuál de los dos pertenece a un país mejor, un país más “avanzado”. Ambos terminaron reivindicando un segundo puesto sólo por debajo de “Occidente”, en lo que se refiere a la posesión de los mejores fusiles, tanques y bombas. De pronto, el narrador comprende que “a pesar de la gran brecha que nos separaba, ambos nos entendíamos perfectamente. Ambos estábamos viajando, él y yo: estábamos viajando por Occidente”.
La narración citada ofrece una aguda crítica de una búsqueda clásica -exotizante, antropológica, orientalista- de tradiciones puras y de claras diferencias culturales. La conexión intercultural es la norma y lo ha sido durante mucho tiempo. Es más, hay fuerzas globales poderosas que canalizan estas conexiones. El etnógrafo y el nativo, el imán y el hindú, están ambos “viajando por Occidente”, revelación sin duda deprimente para el antropólogo anticolonialista. Pues, como nos dice el libro (1992) del cual se extrajo la narración, Ghosh busca trazar el mapa de su propio viaje etnográfico sobre la base de las conexiones más antiguas entre la India y Egipto: relaciones comerciales y de viajes que preceden y evitan en parte la polarización violenta del mundo en Occidente y Oriente, imperio y colonia, países desarrollados y subdesarrollados. Esta
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expectativa se desploma cuando comprende que el único terreno que puede compartir con el imán está “en Occidente”. Pero Khamees la Rata lucha contra resta teleología estéril, con su localismo crítico, su humor y su afable tolerancia hacia un visitante que proviene de una tierra donde, según afirma, “todo está patas arriba”. Incluso esta oferta, a medias seria, de visitar al narrador en la India sugiere la posibilidad de “viajar a Oriente”. Esta trayectoria de un cosmopolitismo diferente está prefigurada en una referencia, hecha al pasar, al africano Ibn Battouta, quien visitó el subcontinente hindú en el siglo XIV. Ahora bien, cuando los viejos esquemas de conexión a través del Océano Índico, África y Asia Occidental se ven realineados según los polos binarios de la modernización occidental, ¿existen aún posibilidades de un movimiento discrepante? Ghosh plantea, pero no clausura, esta cuestión crítica.
Por una parte, cuando el viaje, como ocurre en su relato, se convierte en una suerte de norma, la residencia exige una explicación. ¿Por qué, con qué grados de libertad, la gente se queda en su terruño? Las nociones comunes sobre el arraigo locla no alcanzan para dar cuenta de una figura como Khamees la Rata. En realidad, su decisión consciente de no viajar -en un contexto de desasosiego impulsado por las instituciones occidentales y por los símbolos seductores del poder- bien puede ser una forma de resistencia, no una limitación; una forma particular de abrirse al mundo más que un localismo estrecho. ¿Y qué sucede con aquellos que no están incluidos de modo alguno en la afirmación de que “cada hombre [de la aldea] era un viajero”? Es poco lo que nos dicen las mujeres en este relato: apenas algunas exclamaciones, en general atolondradas. La historia de Ghosh se centra, visiblemente, en las relaciones entre hombres, no en los tipos culturales, aldeanos o nativos. Y la parcialidad misma de su relato plantea algunas preguntas generales importantes acerca de hombres y mujeres, de sus experiencias específicas, culturalmente pautadas, en cuanto a la residencia y el viaje.
Las mujeres tienen sus propias historias de migración laboral, peregrinaje, emigración, exploración, turismo e incluso desplazamientos militares: historias vinculadas con las de los hombres y distintas de ellas. Por ejemplo, la práctica cotidiana de conducir un automóvil (una tecnología de viaje relativamente nueva para montones de mujeres en Estados Unidos y Europa) les está prohibida a las mujeres en Arabia Saudita. Este fue un hecho
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significativo en las experiencias de viaje de las mujeres combatientes estadounidenses durante la Guerra del Golfo Pérsico, en 1991. Una mujer al volante de un jeep en público era un símbolo eficaz, una experiencia controvertida. Otro ejemplo propio de la región: considérese las muy diferentes historias “de viaje” (aquí el término empieza a desmoronarse) de las miles de trabajadoras domésticas que llegaron a Medio Oriente desde el sud asiático, las Filipinas y Malasia para limpiar, cocinar y cuidar de los niños. Su desplazamiento y contratación han incluido la rutina del sexo forzado. Estos breves ejemplos empiezan a sugerir cómo las historias específicas de libertad y peligro que se dan con el movimiento han de ser establecidas tomando en consideración los géneros.
¿Viajan las mujeres en las aldeas-salas de tránsito de Ghosh? Si no lo hacen, ¿por qué no? ¿Cuál es el grado de opción y compulsión en la movilidad diferente de hombres y mujeres? ¿Existen factores significativos de clase, raza, etnia o religión que marquen un corte según el género? ¿Cualquier enfoque del viaje privilegia inevitablemente las experiencias masculinas? ¿Qué se entiende por “viaje” en el caso de los hombres y de las mujeres, teniendo en cuenta los contextos diferentes? ¿El peregrinaje? ¿Las visitas a la familia? ¿Manejar un puesto en un mercado? Y en los casos -comunes pero no universales- en que las mujeres permanecen en el hogar y los hombres van a trabajar afuera, ¿de qué modo se concibe el “hogar” y cómo se vive este en relación con las prácticas de ir y venir? ¿De qué modo, en tales circunstancias, la “residencia” (de las mujeres) se articula, política y culturalmente, con el “viaje” (de los hombres)? ¿En relaciones de índole complementaria? ¿De antagonismo? ¿De ambos? La narración de Ghosh no encara estas cuestiones. Pero las hace ineludibles al descubrir experiencias complejas de residencia y viajes, al mostrar las raíces y las rutas que conviven en una pequeña aldea. Muchas preguntas -empíricas y teóricas, históricas y políticas- surgen de la afirmación “cada hombre… era un viajero”.
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El presente libro explora algunas de estas preguntas. Sigue las huellas de las rutas mundanas e históricas que a la vez limitan y fortalecen los movimientos a través de fronteras y entre culturas.
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Su preocupación son las diversas prácticas de cruces, las tácticas de la traducción, las experiencias del apego doble o múltiple. Estos ejemplos de cruces reflejan complejas historias regionales y transregionales que, desde 1900, se han visto poderosamente acentuadas por tres fuerzas globales interconectadas: los legados continuos del imperio, los efectos de guerras mundiales sin precedentes y las consecuencias globales de la actividad destructiva y reestructuradora del capitalismo industrial. En el siglo XX, las culturas e identidades tienen que habérselas, en un grado sin precedentes, con fuerzas tanto locales como transnacionales. En realidad, la circulación de la cultura y la identidad como actos efectivos pueden rastrearse hasta la estructuración de las patrias, esos espacios seguros que permiten controlar el tráfico a través de las fronteras. Tales actos de control, que garantizan el deslinde entre un interior y un exterior coherentes, son siempre tácticos. La acción cultural, la configuración y reconfiguración de identidades, se realiza en las zonas de contacto, siguiendo las fronteras interculturales (a la vez controladas y transgresoras) de naciones, pueblos, lugares. La permanencia y la pureza se afirman -creativa y violentamente- contra fuerzas históricas de movimiento y contaminación.
Cuando las fronteras adquieren un paradójico protagonismo, los márgenes, bordes y líneas de comunicación surgen como mapas e historias complejos. Para explicar estas formaciones, me baso en concepciones actuales de cutlura translocal (no global ni universal). En antropología, por ejemplo, los nuevos paradigmas teóricos articulan explícitamente los procesos locales y globales utilizando relaciones, no teleologías. Los términos más viejos resultan complicados: por ejemplo, “aculturación” (con su trayectoria demasiado lineal: de la cultura A a la cultura B) o “sincretismo” (con su imagen de dos sistemas constantes sobrepuestos). Los nuevos paradigmas comienzan con los contactos históricos, con las complicaciones en el nivel de las intersecciones regionales, nacionales y transnacionales. Los enfoques basados en el contacto no presuponen totalidades socioculturales que luego se relacionan, sino más bien sistemas ya constituidos de ese modo, que pasan a integrar nuevas relaciones a través de procesos históricos de desplazamiento. Algunos aportes recientes: Lee Drummond (1981) considera a las sociedades caribeñas como “intersistemas” criollizantes; Jean-Loup Amselle (1989), en su informe sobre África Occidental, tradicionalmente cosmopolita, postula un “sincretis-
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mo originario”; Arjun Appadurai (1990) sigue las huellas de los flujos culturales a través de cinco ” visiones” no homólogas: etnovisiones, visiones mediáticas, tecnovisiones, visiones financieras e ideovisiones; Néstor García Canclini (1990) describe las “culturas híbridas” en Tijuana como “estrategias para entrar y salir de la modernidad”; la idea de Anna Lowenhaupt Tsing (1993) de “un lugar fuera del camino” y la etnografía de Kathleen Stewart (1996) referida a un “espacio al costado de la ruta” ponen en entredicho las nociones establecidas de orilla y centro, mapas de desarrollo. Estos son apenas algunos signos de nuestro tiempo, limitados a la antropología académica. En los capítulos que siguen aparecen mucho más.
El libro comienza con una disertación titulada “Culturas viajeras”, y con las discusiones que provocó en una Conferencia de Estudios Culturales realizada en 1990. La disertación presenta y ubica mi práctica académica en la frontera entre una antropología en crisis y unos estudios culturales transnacionales en gestación. No presenta un tópico ya delimitado, sino una transición a partir del trabajo previo: un proceso de interpretación, un nuevo comienzo, una continuación. Los capítulos subsiguientes prologan, y desplazan, mi libro Dilemas de la cultura, continuidad particularmente clara en dos áreas principales: el interés por la práctica etnográfica y la exhibición del arte y la cultura en los museos.
En tanto crítico histórico de la antropología, me he abocado ante todo al trabajo de campo etnográfico, ese conjunto de prácticas disciplinarias a través de las cuales se representan los mundos culturales. En la primera parte del libro, la investigación “de campo” se describe como parte de la larga y hoy cuestionada historia del viaje occidental. Allí donde la antropología profesional ha erigido un confín, yo describo una frontera, una zona de contactos, bloqueados y permitidos, controlados y transgresores.
El hecho de considerar el trabajo de campo como una práctica de viaje pone en relieve actividades realizadas por personas en distintos lugares, histórica y políticamente definidos. Este énfasis en el mundo favorece una apertura de las posibilidades actuales, una extensión y complicación de los senderos etnográficos. Pues así como cambian los viajes y los lugares de investigación de la antropología en respuesta a los cambios geopolíticos, así también debe cambiar la disciplina.
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La segunda parte del libro desarrolla un temprano interés en las estrategias que permiten la exhibición de creaciones no occidentales, minoritarias y tribales. Aquí me concentro de modo paticular en el museo como un lugar donde se intercambian visiones culturales e intereses comunitarios diferentes. Varios ensayos exploran ejemplos de la actual proliferación global de los museos: desde la región montañosa de Nueva Guinea al Canadá nativo o hasta los barrios urbanos de la diáspora. Está en juego algo más que la simple extensión de una institución occideental. De acuerdo con el enfoque general del libro, los museos y otros espacios de realización cultural no aparecen como centros o destinos sino más bien como zonas de contacto donde se cruzan personas y cosas. Esto es, a la vez, una descripción y una esperanza, un alegato en favor de la participación más variada en un “mundo de museos que proliferan”.
Mi acercamiento a los museos -y a todos los espacios de realización y exhibición cultural- cuestiona esas visiones de la cultural global, transnacional y posmoderna que dan por sentado un proceso singular y homogeneizante. “Cuestiona” señala en este caso una auténtica incertidumbre, una sostenida ambigüedad. Resulta imposible evitar el alcance global de las instituciones occidentales aliadas con los mercados capitalistas y con los proyectos de las elites nacionales. ¿Y no es acaso la proliferación de museos el símbolo más claro de esta hegemonía global? ¿Qué institución podría ser más burguesa, conservadora y europea? ¿Quién más implacable coleccionista y consumidor de “cultura”? Sin dejar de reconocer la fuerza persistente de estos legados, mi descripción del mundo actual de los museos propone una determinación global que trabaje tanto en favor como en contra de las diferencias locales. La realización de la cultura incluye procesos de identificación y antagonismo que no pueden ser totalmente controlados, que sobrepasan las estructuras nacionales y transnacionales.
Este interés por las posibilidades de resistencia e innovación que existen dentro y contra de las determinaciones globales se profundiza en la tercera parte del libro, titulada “Futuros”. Allí paso revista a las articulaciones contemporáneas de la “diáspora”, entendidas como subversiones potenciales de la nacionalidad: modos de mantener conexiones con más de un lugar al tiempo que se practican formas no absolutistas de ciudadanía. La historia de
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las diversas diásporas se vuelve a configurar como una “prehistoria del poscolonialismo”, un futuro que se halla lejos de estar garantizado. Reflexionando aun más sobre los itinerarios de intersección, invoco el gesto de Susan Hiller, al reabrir el acopio de una vida y sus posesiones, en su reciente instalación en el hogar londinense de Sigmund Freud: el Museo Freud. Y termino -empiezo de nuevo- con una meditación escrita desde mi actual residencia en el norte de California: un ensayo sobre los contactos transpacíficos y una yuxtaposición de las diferentes visiones históricas Fort Ross, el puesto de avanzada más lejano del imperio ruso en América del Norte. En estos capítulos, los viajes y los contactos transnacionales -de personas, cosas y medios de comunicación- no señalan una dirección histórica única.
El (des)orden del mundo no prefigura, con claridad, por ejemplo, un mundo poscolonial. El capitalismo contemporáneo trabaja en forma flexible, despareja, tanto para reforzar como para borrar las hegemonías nacionales. Como nos lo recuerda Stuart Hall (1991), la economía política global avanza sobre terrenos contradictorios, a veces reforzando, a veces borrando diferencias culturales, regionales y religiosas, divisiones por género y de carácter étnico. Los flujos de inmigración, de medios de comunicación, de tecnología y de mercancías producen efectos igualmente desparejos. Así, anunciar en forma reiterada la obsolescencia de los estados nacionales en un gallardo mundo nuevo de libre intercambio o cultura transnacional resulta claramente prematuro. Pero, al mismo tiempo -desde la India a Nigeria, a México, a Canadá, a la actual Unión Europea-, la estabilidad de las unidades nacionales dista mucho de hallarse asegurada. Esas comunidades imaginadas que llamamos “naciones” requieren un mantenimiento constante, a menudo violento. Es más, en un mundo de migraciones y satélites de televisión, el control de las fronteras y de las esencias colectivas nunca puede ser absoluto ni durar mucho tiempo. Los nacionalismos establecen sus tiempos y espacios aparentemente homogéneos de un modo selectivo, en relación con nuevos flujos transnacionales y formas culturales, tanto dominantes como subalternos. Las identidades diaspóricas e híbridas producidas por estos movimientos pueden ser tanto restrictivas como liberadoras. Unen idiomas, tradiciones y lugares de manera coactiva y creativa, articulando patrias en combate, fuerzas de la memoria, estilos de transgresión, en ambigua relación con las
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estructuras nacionales y transnacionales. Es difícil evaluar, incluso percibir, toda la gama de prácticas que así surgen.
En 1996, estamos familiarizados con la vigencia virulenta de los nacionalismos. Si bien en estos ensayos enfatizo los procesos culturales que complican, cruzan e ignoran las fronteras y las comunidades nacionales, no pretendo sugerir con ello que tales procesos existen fuera de los órdenes dominantes de la nacionalidad y la transnacionalidad (ampliamente capitalista). Y, si bien es posible encontrar un optimismo cauteloso en las experiencias transculturales subalternas y no occidentales (aunque más no sea como posibles alternativas y al sentido único de viajar hacia “Occidente”), no hay razón para suponer que las prácticas de pasar de un lado a otro sean siempre liberadoras ni que organizar una identidad autónoma o una cultura nacional sea siempre una actitud reaccionaria. La política de la hibridez es coyuntural y no puede deducirse de principios teóricos. En la mayoría de los casos, lo que importa políticamente es quién despliega la nacionalidad o la transnacionalidad, la autenticidad o la hibridez, contra quién, con qué poder relativo y con qué habilidad para sostener una hegemonía.
Escribí estos ensayos bajo el signo de la ambivalencia, con una esperanza siempre tenaz. Ellos ponen de manifiesto, una y otra vez, que las buenas y las malas noticias se presuponen recíprocamente. No se puede pensar en las posibilidades transnacionales sin reconocer los violentos desgarramientos que trae aparejada la “modernización” con sus mercados, ejércitos, tecnologías y medios de comunicación cada vez más amplios. Todos los avances y alternativas que pueden surgir se proyectan sobre este oscuro telón de fondo. Es más, a diferencia de Marx, para quien el posible bien del socialismo dependía históricamente del mal necesario del capitalismo, yo no preveo ninguna forma futura de resolver la tensión, ninguna revolución ni negación dialéctica de la negación. El concepto creciente y cambiante de la “guerra de posiciones” de Gramsci, su idea de una política de conexiones y alianzas parciales, resultan más elocuentes. Siguiendo la tradición de la crítica cultural de Walter Benjamin, estos ensayos rastrean el surgimiento de nuevos órdenes de diferencia. ¿De qué modos la gente conforma redes, mundos complejos que a la vez presuponen y excenden a las culturas y a las naciones? ¿Qué formas de transnacionalismo existente en la actualidad favorecen la democracia y la justicia social? ¿Qué aptitudes de supervivencia, comunicación y
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tolerancia se improvisan en las experiencias cosmopolitas de hoy? ¿De qué manera encara la gente las alternativas represoras del universalismo y del separatismo? Al plantearnos tales preguntas, en las postrimerías del que, sin duda, será el último milenio “occidental”, nos vemos acosados por problemas no tanto de atraso como de anticipación. El búho de Minerva de Hegel emprendió su vuelo al atardecer. ¿En qué lugar de la tierra que rota? ¿Qué puede conocerse al amanecer? ¿Quién puede conocerlo?
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Pensar históricamente implica situarse uno mismo en el espacio y en el tiempo. Y una ubicación, en la perspectiva de este libro, es un itinerario antes que un espacio con fronteras: una serie de encuentros y traducciones. Los ensayos que siguen intentan dar cuenta de sus propias rutas, sus espacios y tiempos de producción. Por supuesto, asumir una responsabilidad total es algo esquivo, como ocurre con el sueño del autoconocimiento. El tipo de análisis localizado que propongo es más contingente, y en sí mismo parcial. Da por sentado que todos los conceptos significativos, incluido el término “viaje”, son traducciones construidas a partir de equivalencias imperfectas. Utilizar conceptos comparativos en foram localizada significa tomar conciencia, siempre tardía, de los límites, las significaciones sedimentadas, las tendencias a pulir las diversidades. Los conceptos comparativos -términos de traducción- son aproximaciones que privilegian ciertos “originales” y que están pensados para audiencias específicas. Así, los significados amplios que posibilitan proyectos como el mío fracasan necesariamente, como consecuencia del alcance mismo que logran. Esta mezcla de éxito y fracaso es un dilema común para quienes intentan pensar en forma global -suficientemente global- sin aspirar a la visión panorámica ni a la última palabra. Mi uso dilatado del término “viaje” avanza hasta cierta distancia y luego se desarma en experiencias yuxtapuestas y no equivalentes, a las que aludo utilizando otros términos de traducción: “diáspora”, “frontera”, “inmigración”, “migración”, “turismo”, “peregrinación”, “exilio”. No cubro esta gama de experiencias. Y en realidad, dada la contingencia histórica de las traducciones, no existe una localización única a partir de la cual pudiera producirse una explicación comparativa total.
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Los ensayos aquí recogidos son caminos, no un mapa. Como tales, siguen el contorno de un paisaje intelectual e institucional específico, un terreno que he tratado de evocar con la yuxtaposición de textos referidos a ocasiones diferentes y sin unificar la forma y el estilo de mi escritura. El libro contiene extensos artículos académicos, basados y discutidos según caminos convencionales. También incluye una conferencia, la reseña de un libro y varios ensayos que responden a contextos específicos de exhibición cultural –museos y espacios de patrimonio heredados- escritos en un tono directo, a veces francamente subjetivo. Algunos experimentos en escritura de viajes y collages poéticos se entremezclan con ensayos formales. Al combinar géneros, registro y comienzo a historizar la composición del libro, sus diferentes audiencias y ocasiones. La cuestión no es dejar de lado el rigor académico. Las secciones del libro escritas en un estilo analítico serán juzgadas de acuerdo con los estándares de la crítica actual. Pero el discurso académico, ese conjunto evolutivo de convenciones cuyos apremios respeto, condensa procesos de pensamiento y sentimientos que se pueden experimentar en formas diversas. La mezcla de estilos evoca estas prácticas múltiples y desparejas de investigación, haciendo visibles los límites del trabajo académico.
El propósito de mi collage no es opacar sino más bien yuxtaponer distintas formas de evocación y análisis. El método del collage afirma una relación entre elementos heterogéneos en un conjunto significativo. Une sus partes sin dejar de sostener la tensión entre ellas. El presente conjunto desafía a los lectores a comprometerse con sus distintas partes de modos diferentes, a la vez que permite a las piezas interactuar en estructuras más amplias de interferencia y complementariedad. La estrategia no es sólo formal y estética. A lo largo del libro, he buscado un método para marcar y cruzar fronteras (en este caso, aquellas vinculadas con la expresión académica). Mi intención ha sido mostrar que los dominios discursivos, tanto como las culturas, se constituyen en sus márgenes controlados y transgredidos. El capítulo 3, por ejemplo, describe la configuración y reconfiguración históricas de la investigación antropológica “objetiva”, en una relación de diálogo y conflicto con las prácticas “subjetivas” de los viajes y su escritura. Los géneros académicos son pasibles de relaciones, transacciones y cambios.
In medias res: es obvio que este libro no se encuentra terminado. Las exploraciones personales dispersas a lo largo de sus
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páginas no constituyen revelaciones de una autobiografía sino atisbos de algún sendero específico entre otros. Las incluyo en el convencimiento de que cierto grado de autoubicación es posible y valioso, en particular cuando se apunta, más allá del individuo, hacia redes persistentes de relaciones. Por eso, la lucha por percibir ciertos márgenes de mi propia perspectiva no resulta un fin en sí misma sino una precondición para los esfuerzos de atención, interpretación y alianza. No acepto que cualquier persona deba permanecer inmovilizada en función de su “identidad”; pero tampoco puede uno desprenderse de estructuras específicas de raza y cultura, clase y casta, género y sexualidad, medio ambiente e historia. Entiendo a estos, y a otros determinantes transversalees, no como patrias, elegidas o forzadas, sino como lugares en los viajes por el mundo, encuentros difíciles y ocasiones para el diálogo. Se sigue de esto que no cabe buscar remedio para los problemas de la política cultural en alguna vieja o nueva visión de consenso o de valores universales. Lo único que existe es más traducción.
Los ensayos recogidos aquí trabajan con este dilema. ¿Es posible ubicarse históricamente, para transmitir un relato global coherente, cuando se entiende la realidad histórica como una serie inconclusa de encuentros? ¿Qué actitudes de tacto, receptividad y autoironía pueden conducir a entendimientos no reduccionistas? ¿Qué condiciones se requieren para una traducción seria entre diversas rutas en una modernidad interconectada pero no homogénea? ¿Podemos reconocer alternativas viables para el “viaje a Occidente”, viejos y nuevos caminos? Frente a semejantes preguntas, los escritos recogidos en Itinerarios transculturales luchan por sostener alguna esperanza y una incertidumbre lúcida.
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3. Prácticas espaciales:
el trabajo de campo, el viaje y la disciplina de la antropología
Al día siguiente del terremoto de Los Ángeles en 1994, vi por televisión una entrevista a un especialista en suelos. Manifestó que había estado “en el campo” esa mañana buscando nuevas fallas. Sólo después de uno o dos minutos de conversación, comprendí que el científico había estado todo el tiempo sobrevolando el área en un helicóptero. ¿Podía considerarse esto un trabajo de campo? Me intrigaba su concepto de campo, y me sentí de algún modo insatisfecho.
Mi diccionario comienza su larga lista de definiciones de “campo” con una que describe un espacio abierto y otra que remite a un espacio desbrozado. Una espacio donde la mirada no encuentra impedimentos y se halla libre para vagar. En antropología, Marcel Griaule fue pionero en el uso de la fotografía aérea, un método que otros continuaron utilizando de tanto en tanto. Pero si bien la observación panorámica, real o imaginada, ha sido durante mucho tiempo parte del trabajo de campo, el “campo” que el especialista en suelos transporta por aire no deja de ser un choque contradictorio, un oxímoron. En particular en geología –pero también en todas las ciencias que valoran el trabajo de campo-, la práctica de investigación “en el terreno”, observando detalles minúsculos, ha sido una condición sine qua non. El equivalente francés, terrain, es inequívoco. Se suponía que los caballeros naturalistas debían usar botas embarradas. El trabajo de campo está ligado a la tierra, íntimamente comprometido con el paisaje natural y social.
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No siempre fue así. Henrika Kuklick (1997) nos recuerda que el movimiento hacia la investigación de campo profesional en una amplia gama de disciplinas, incluyendo la antropología, se dio en un momento histórico particular: a fines del siglo XIX. En ese momento, se adoptó rápidamente la presunción de que el trabajo profesional debía ser circunscripto, empírico e interactivo. El trabajo de campo pondrá a prueba la teoría; daría pie a la interpretación.
En este contexto, el hecho de sobrevolar la zona afectada en un helicóptero me parecía un tanto abstracto. Sin embargo, tras reflexionar un poco, debí admitir que el especialista en suelos realizara su práctica de ir “al campo”, aunque nunca lo pisara. De algún modo, su uso del término era pertinente. Lo que importaba no era sólo la adquisición de datos empíricos frescos. Una fotografía satelital podía aportarlos. Lo que daba validez a ese trabajo de campo era el acto de salir físicamente hacia un espacio desbrozado de trabajo. “Salir” presupone una distinción espacial entre una base conocida y un lugar exterior de descubrimiento. Un espacio desbrozado de trabajo significa que es posible mantener a raya las influencias distractoras. Un campo, por definición, no está invadido por la maleza. El especialista no podría haber hecho su “trabajo de campo” en helicóptero en un día brumoso, del mismo modo que un arqueólogo no puede excavar adecuadamente un sitio habitado o sobre el que hay construcciones. Así, un antropólogo puede considerar que es necesario “limpiar” su campo, al menos conceptualmente, de turistas, misioneros o tropas gubernamentales. Salir a un espacio de trabajo presupone prácticas específicas de desplazamiento y una atención concentrada, disciplinada.
En este ensayo, espero aclarar un legado antropológico crucial y ambivalente: el papel del viaje, del desplazamiento físico y de la residencia temporaria lejos del hogar, en la constitución del trabajo de campo. Analizaré el trabajo de campo y el viaje en tres secciones. La primera pasa revista a algunas producciones recientes en la antropología sociocultural, señalando los aspectos en que se hallan cuestionadas las prácticas clásicas de investigación. Mi intención es develar por qué el trabajo de campo sigue siendo un rasgo central de la autodefinición disciplinaria. La segunda sección se concentra en el trabajo de campo como una práctica espacial corporizada, mostrando cómo, desde los comienzos de este siglo, fue estructurándose un cuerpo profesional disciplinado, a lo
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largo de una frontera cambiante con las prácticas de viaje literarias y periodísticas. En oposición a estas formas de conocimiento tendenciosas, superficiales y subjetivas, la investigación antropológica se orientó hacia la producción de un conocimiento cultural profundo. Sostengo que la frontera entre ambas es inestable y que se renegocia constantemente. La tercera sección pasa revista a las críticas actuales relativas a las historias normativas de viaje euroamericanas que durante mucho tiempo han estructurado las prácticas de investigación de la antropología. Las nociones de comunidad interiores y exteriores, patria y extranjero, campo y metrópoli, se ven cuestionadas cada vez más por tendencias posexóticas y descolonizadoras. Es mucho menos claro qué cuenta hoy como trabajo de campo aceptable, cuál es la gama de prácticas espaciales “desbrozadas” por la disciplina.
Tomo prestada la frase “prácticas espaciales” del libro de Michel de Certeau The Practice of Everyday Life (1984). Para De Certeau, el “espacio” nunca es algo ontológicamente dado. Surge de un mapa discursivo y de una práctica corporal. Un barrio urbano, por ejemplo, puede establecerse físicamente de acuerdo con un plano de calles. Pero no es un espacio hasta que se da una práctica de ocupación activa por parte de la gente, hasta que se producen los movimientos a través de él y a su alrededor. Desde esta perspectiva, nada está dado en lo que se refiere a un “campo”. Este debe ser trabajado, transformado en un espacio social distinto, por las prácticas corporeizadas del viaje interactivo. Tendré algo más que decir, a medida que avancemos, sobre el sentido extenso y las limitaciones del término “viaje”, tal como yo lo utilizo. Y me ocuparé, sobre todo, de las normas y tipos ideales. En la introducción a una importante compilación de ensayos sobre el “campo” en la antropología, Grupta y Ferguson (1996) sostienen que la práctica común recurre potencialmente a una amplia gama de actividades etnográficas, algunas de ellas no ortodoxas según los cánones modernos. Pero también confirman que, desde la década de 1920, ha prevalecido una norma reconocible en los centros académicos de Europa y Estados Unidos.[1] El trabajo de campo antropológico ha representado algo específico dentro de los métodos sociológicos y etnográficos que muchas veces se superponen: un encuentro de investigación especialmente profundo, extenso e interactivo. Esto, por supuesto, es el ideal. En la práctica, los criterios de “profundidad” en el trabajo de campo (duración de la estadía, modo de
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interacción, visitas repetidas, aprendizaje de lenguas), han variado, tanto como lo han hecho las experiencias concretas de investigación.
Esta multiplicidad de prácticas desdibuja cualquier significado nítido y referencial del “trabajo de campo”. ¿De qué estamos hablando cuando invocamos el trabajo de campo antropológico? Antes de proseguir, debo detenerme un momento en este problema de la definición. La semántica elemental distingue varias formas en que se sostienen los significados: grosso modo, por referencia, concepto y uso. Voy a partir primeramente de las dos últimas, comúnmente calificadas como “mentalistas” (Akmajian et. al., 1993:198-201). Las definiciones conceptuales usan un prototipo, a menudo una imagen visual, para definir un centro con referencia al cual se evalúan las variantes. Una famosa fotografía de la carpa de Malinowski clavada en medio de una aldea trobriandesa ha servido durante mucho tiempo como una potente imagen mental del trabajo de campo antropológico. (Todo el mundo la “conoce”, pero ¿cuántos podrían describir la escena concreta?) Ha habido otras imágenes: visiones de interacción personal; por ejemplo, fotografías de Margaret Mead, inclinada atentamente hacia una madre balinesa y su bebé. Además, como ya lo he sugerido, la misma palabra “campo” evoca imágenes mentales de espacio desbrozado, cultivo, trabajo, territorio. Cuando hablamos de trabajar en el campo, o ir al campo, nos basamos en imágenes mentales de un lugar específico, con un adentro y un afuera, al que se llega mediante prácticas de movimiento físico.
Estas imágenes mentales enfocan y limitan las definiciones. Por ejemplo, hacen que resulte extraño decir que un antropólogo, cuando habla por teléfono en su oficina, está haciendo trabajo de campo incluso si lo que en realidad hace es recoger datos etnográficos de manera disciplinada e interactiva. Las imágenes materializan conceptos, produciendo un campo semántico que parece claro en el “centro” y desdibujado en los “bordes”. La misma función es servida por más conceptos abstractos. Varios fenómenos se reúnen alrededor de prototipos. Hablaré, por deferencia a Kuhn (1970:187), de ejemplares. Del mismo modo que un petirrojo se considera un pájaro más típico que un pingüino, ayudando así a definir el concepto “pájaro”, ciertos casos ejemplares de trabajo de campo sirven de anclaje a experiencias heterogéneas. El trabajo
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de campo “exótico”, realizado a lo largo de un período continuo de por lo menos un año, ha fijado desde hace algún tiempo, la norma con referencia a la cual se juzgan otras prácticas. A partir de este ejemplar, las diferentes prácticas de investigación de cruce cultural se parecen menos a un trabajo de campo “real” (Weston, 1997).
¿Real para quién? El significado de una expresión es determinado en última instancia por una comunidad de lenguaje. Este criterio de uso abre espacio para una historia y una sociología de los significados. Pero, en el presente caso, se ve complicado, por la circunstancia de que aquellas personas reconocidas como antropólogos (la comunidad relevante) son definidas críticamente por el hecho de haber aceptado y realizado algo cercano (o lo suficientemente cercano) al “trabajo de campo real”. Las fronteras de la comunidad relevante han sido establecidas (y lo son, cada vez más) mediante luchas en torno de los posibles significados aptos del término. Esta complicación se halla presente, hasta cierto punto, en todos los criterios de uso comunitario para definir el significado, especialmente cuando están en juego “conceptos esencialmente cuestionados” (Gallie, 1964). Pero en el caso de los antropólogos y el “trabajo de campo”, el vínculo de constitución mutua es desacostumbradamente estrecho. La comunidad no esa (define) simplemente el término “trabajo de campo”; es materialmente utilizada (definida) por él. Una serie diferente de significados configuraría una comunidad diferente de antropólogos y viceversa. Los riesgos sociopolíticos que suponen estas definiciones –problemas de inclusión y exclusión, de centro y periferia- deben permanecer explícitos.
Fronteras disciplinares
Considérese el proyecto de Karen McCarthy Brown, que estudió a una sacerdotisa vudú en Brooklyn (y la acompañó en una visita a Haití). Brown viajaba por el campo en auto, o en el metro de Nueva York, desde su hogar en Mannhattan. Su etnografía era menos una práctica de residencia intensiva (la carpa en la “aldea”) que una cuestión de visitas repetidas y de trabajo colaborativo. O tal vez, su trabajo incluía lo que Renato Rosaldo llamó alguna vez, analizando qué es lo que distingue a la etnografía antropológica, “frecuentación profunda”.[2] Antes de trabajar con Alourdes, su
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tema de estudio, Brown había realizado viajes de investigación a Haití. Pero cuando visitó a Alourdes por primera vez experimentó un nuevo tipo de desplazamiento:
Nuestras fosas nasales se llenaron con olores a carbón de leña y carne asada y nuestros oídos con trozos sobrepuestos de salsa, reaggae y la cadenciosa monotonía de lo que los haitianos llaman jazz. Se podían oír animadas conversaciones en el francés criollo de Haití, en español y en más de un dialecto lírico del inglés. La calle era un alucinado tapiz de tiendas: Chicka-Licka, el Bazar Ashanti, una iglesia cristiana con una tienda en su frente, de nombre improbablemente largo y específico, un restaurante haitiano, y Botánica Shango: una de las boticarias de las religiones africanas del Nuevo Mundo que ofrecía polvos para la buena suerte y para enriquecerse rápidamente, raíces del Eminente Juan el Conquistador y velas votivas marcadas por los Siete Poderes Africanos. Me hallaba sólo a unos pocos kilómetros de mi casa en el Bajo Manhattan, pero sentí como si hubiera tomado un desvío equivocado, me hubiera resbalado por una grieta entre mundos y reaparecido en la calle principal de una ciudad tropical. (Brown, 1991:1).
Podemos comparar esta “escena de llegada” (Pratt, 1986) con la famosa frase de Malinowski: “Imagínese usted instalado en la playa de una isla trobriandesa” (Malinowski, 1961). Ambas construyen retóricamente un “lugar” tropical, muy diferente, un topos y un tópico para el trabajo que seguirá. Pero la versión contemporánea de Brown es presentada con cierto grado de ironía: su ciudad tropical en Brooklyn es sensorialmente real e imaginaria: una “ilusión”, así sigue llamándola, proyectada por una viajera etnográfica en una ciudad del mundo complejamente híbrida. El suyo no es un estudio de vecindario (aldea urbana). Si tiene un locus microscópico, este es la casa de tres pisos en que vive Alourdes a la sombra de la autopista de Brooklyn – Queens: hogar de la única familia haitiana en un barrio en un barrio negro norteamericano. El “Haití” de la diáspora, en esta etnografía, tiene una localización múltiple. La etnografía de Brown no se sitúa tanto por un lugar concreto, un campo en el cual entra y que habita durante algún tiempo, como por una relación interpersonal –una mezcla de observación, diálogo, aprendizaje y amistad- con Alourdes. Desde esta relación que funciona como centro, se evoca un mundo cultural de individuos, lugares, memorias y prácticas. Brown visita, frecuenta este mundo, tanto en la casa de Alourdes, donde
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tienen lugar las ceremonias y la socialización, como en otros sitios. El “campo” de Brown está allí donde ella se encuentra con Alourdes. Vuelve, por supuesto, a dormir, reflexionar, escribir sus notas y desarrollar su vida hogareña en el Bajo Manhattan.
Siguiendo la práctica establecida del trabajo de campo, la etnografía de Brown contiene muy pocos detalles sobre la vida cotidiana en Manhattan etremezclada con sus visitas a Brooklyn. Su campo permanece separado, “afuera”. Y si bien la relación cultura/objeto de estudio no puede ser espacializada con nitidez, lo cierto es que se visita intensamente un lugar distinto. Hay una interacción física, interpersonal, con un mundo definido, a menudo exótico, que conduce a una experiencia de iniciación. Si bien no se observa la práctica espacial de la residencia, el hecho de vivir en una comunidad, el movimiento de la etnógrafa “adentro” y “afuera” del campo, sus idas y venidas, son sistemáticos. Uno se pregunta qué efectos tienen estas proximidades y distancias en el modo como Brown concibe y presenta su investigación. ¿De qué modo, por ejemplo, retrocede en sus vínculos de investigación a fin de escribir sobre ellos? Esta toma de distancia se ha concebido de modo típico como un “abandono” del campo, ese lugar claramente alejado del hogar (Crapanzano, 1977). ¿Qué diferencia aparece cuando nuestro “informante” nos llama a casa rutinariamente para pedirnos ayuda con una ceremonia, apoyo en una crisis, un favor? Las prácticas espaciales del viaje y las prácticas temporales de la escritura han sido cruciales para la definición y representación de un tópico: la traducción de la experiencia en marcha y de la intrincada relación en algo distanciado y representable (Clifford, 1990). ¿De qué modo manejó Brown esta traducción en un campo cuyas fronteras eran tan lábiles?
David Edwards plantea un desafío similar, aunque más extremo para la definición del trabajo de campo “real”, en su artículo “Afganistán, etnografía y Nuevo Orden Mundial”. Ingresado a la antropología con la esperanza de volver a Afganistán para llevar a cabo “un estudio de aldea de tipo tradicional en alguna comunidad motañosa”, Edwards confrontó un “campo” disperso, desgarrado por la guerra: “Desde 1982, he realizado trabajo de campo en lugares variados, incluyendo la ciudad de Peshawar, Pakistán, y varios campos de refugiados dispersos en la Provincia de la Frontera Noroccidental. Un verano, también viajé por el interior de Afganistán para observar las operaciones de un
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grupo de mujahadin, y he pasado bastante tiempo entre los refugiados afganos en el área de Washington, D. C. Por último, me dediqué a monitorear las actividades de un grupo afgano de prensa en el ordenador” (Edwards, 1994:343).
La etnografía multilocal (Marcus y Fischer, 1986) es cada vez más familiar; el trabajo de campo multilocal es una conjunción de incongruencias. ¿Cuántos sitios pueden estudiarse intensamente sin que queden comprometidos los criterios de “profundidad”?[3] El trabajo de campo de Roger Rouse en dos lugares vinculados entre sí retiene la noción de una comunidad única, aunque móvil (Rouse, 1991). Karen McCarthy Brown permanece dentro del “mundo” de un individuo. Pero la práctica de David Edwards es más desperdigada. En realidad, cuando él comienza a unir sus instancias dispersas de la “cultura afgana”, debe apoyarse en resonancias temáticas bastante débiles y en el sentimiento común de “ambigüedad” que producen, al menos para él. Cualesquiera sean las fronteras del objeto cultural con “múltiples modulaciones” de Edwards (Harding, 1994), la lista de prácticas espaciales que adopta para explorarlas es ejemplar. Escribe que ha “realizado trabajo de campo” en una ciudad y en campos de refugiados; ha “viajado” para observar los mujahadin; ha “pasado bastante tiempo” (¿concurriendo a algún sitio? ¿profundamente?) con afganos en Washington, D. C. y ha estado “monitoreando” el ordenador de un grupo de prensa afgano en el exilio. Esta última actividad etnográfica es la menos cómoda para Edwards (349). A la hora de escribir, sólo ha estado “acechando”, no produciendo sus propios mensajes. Su investigación en Internet no es todavía interactiva. Pero sí es muy informativa. Edwards escucha intensamente allí a un grupo de exiliados afganos –hombres, relativamente ricos- que se preocupan juntos por la política y las prácticas religiosas, por la naturaleza y las fronteras de su comunidad.
Las experiencias de Karen McCarthy Brown y David Edwards sugieren algunas de las presiones corrientes sobre el trabajo de campo antropológico, visto como una práctica espacial de residencia intensiva. El “campo” en la antropología sociocultural ha estado constituido por una “gama históricamente específica de distancias, fronteras y modos de viaje” (Clifford, 1990:64). Estos elementos están cambiando, a medida que la geografía de la distancia y la diferencia cambia en las situaciones poscoloniales/neocoloniales, a medida que las relaciones de poder de la investiga-
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ción se reconfiguran, a medida que se despliegan las nuevas tecnologías de transporte y comunicación, y a medida que los “nativos” son reconocidos por sus experiencias mundanas específicas y sus historias de residencia y viaje (Appadurai, 1988a; Clifford, 1992; Teaiwa, 1993; Narayan, 1993). ¿Qué queda de las prácticas antropológicas clásicas en estas nuevas situaciones? ¿De qué modo la antropología contemporánea está cuestionando y reelaborando las nociones de viaje, frontera, co-residencia, interacción, adentro y afuera que han definido el campo, y el propio trabajo de campo?
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Antes de atender a estas preguntas, es necesario contar con una idea clara acerca de cuáles son las prácticas dominantes del “campo” que están en juego, qué aspectos de la definición disciplinaria limitan las controversias actuales. En general, el trabajo de campo entraña el hecho de dejar físicamente el “hogar” (cualquiera sea la definición que demos a este término) para viajar, entrando y saliendo de algún escenario bien diferente. Hoy, el escenario puede ser las montañas de Nueva Guinea; o un barrio, una casa, una oficina, un hospital, una iglesia o un laboratorio. Puede definírselo como una sociedad móvil, la de los camioneros de larga distancia, por –ejemplo, con tal de que uno pase largas horas en la cabina, conversando (Agar, 1985). Se requiere una interacción intensa, “profunda”, algo canónicamente garantizado por la práctica espacial de una residencia prolongada, aunque temporaria, en una comunidad. El trabajo de campo puede también comprender breves visitas repetidas, como en el caso de la tradición norteamericana de la etnología en las reservas. El trabajo de equipo y la investigación a largo plazo (Foster et. al., 1979) se han practicado de diversas maneras en diferentes tradiciones locales y nacionales. Pero en todos los casos, el trabajo de campo antropológico ha exigido que uno haga algo más que atravesar el lugar. Es preciso algo más que realizar entrevistas, hacer encuestas o componer informes periodísticos. Este requisito persiste hoy, encarnado en una amplia gama de actividades, desde la co-residencia hasta diversas formas de colaboración e intercesión. El legado del trabajo de campo intensivo define los estilos antropológicos de investigación, estilos críticamente importantes para el (auto)reconocimiento disciplinario.[4]
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No existen disciplinas naturales o intrínsecas. Todo conocimiento es interdisciplinario. Por ende, las disciplinas se definen y redefinen interactiva y competitivamente. Lo hacen al inventar tradiciones y cánones, al consagrar normas metodológicas y prácticas de investigación; al apropiarse, traducir, silenciar y descartar perspectivas adyacentes. Los procesos activos de disciplinamiento operan en varios niveles, definiendo dominios “fríos” y “calientes” de la cultura disciplinaria, ciertas áreas que cambian con rapidez y otras que son relativamente estables. Articulan, de modos tácticamente cambiantes, el núcleo sólido y el borde manejable de un dominio de conocimiento y de práctica de investigación que es posible reconocer. La institucionalización canaliza y retarda, pero no puede detener estos procesos de redefinición, excepto bajo amenaza de esclerosis.
Consideremos las opciones que hoy enfrenta alguien que está planificando su programa de un seminario para graduados introductorio a la antropología sociocultural.[5] Teniendo en cuenta que el seminario durará apenas algunas semanas, ¿hasta qué punto es importante que los futuros antropólogos lean a Radcliffe-Brown? ¿A Robert Lowie? ¿No serían mejor incluir a Meyer Fortes o Kenneth Burke? A Lévi-Strauss, seguramente… pero ¿por qué no también a Simone de Beavoir? Franz Boas, por supuesto… ¿y Frantz Fanon? ¿Margaret Mead o Marx o E. P. Thompson, o Zora Neale Hurtson, o Michel Foucault? Melville Herskovitz tal vez… ¿y W. E. B. Du Bois? ‘¿St. Clair Drake? ¿Sería importante trabajar sobre fotografías y medios de información? El parentesco, que alguna vez fue un núcleo disciplinario, es hoy activamente olvidado en algunas facultades. La lingüística antropológica, todavía invocada como uno de los “cuatro campos” canónicos, recibe hoy una atención desigual. En algunos programas, es más probable que se lea teoría literaria, historia colonial o teoría del conocimiento… Ciertas ideas sintéticas del hombre, el “animal portador de cultura”, que alguna vez sirvieron de elemento de cohesión en la disciplina, hoy parecen anticuadas o perversas. ¿Puede mantenerse el centro disciplinado? Al final, en el programa introductorio, se hará una selección híbrida, atenta tanto a las tradiciones locales como a las exigencias comunes, con autores reconocidamente “antropológicos” en el centro. (A veces, el lineamiento disciplinario “puro” será acordonado en un curso de Historia de la Antropología, obligatorio o no). La antropología
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se reproduce a sí misma a la vez que se compromete selectivamente con interlocutores relevantes que provienen de la historia social, de los estudios culturales, de la biología, de la teoría del conocimiento, de las investigaciones sobre minorías y feminismo, de la crítica del discurso colonial, de la semiótica y los estudios sobre los medios, del análisis literario y discursivo, de la sociología, de la psicología, de la lingüística, de la ecología, de la economía política, de…
La antropología sociocultural ha sido siempre una disciplina fluida, relativamente abierta. Se ha enorgullecido de su capacidad para provocar, enriquecer y sintetizar otros campos de estudio. En 1964, Eric Wolff definió con optimismo a la antropología como una “disciplina entre disciplinas” (Wolf, 1964:x). Pero esta apertura plantea problemas recurrentes de autodefinición. Y, en parte, debido a que su extensión teórica ha seguido siendo tan abierta e interdisciplinaria, a pesar de los intentos repetidos de limitarla en tamaño, la disciplina ha encarado las prácticas de investigación como elementos definitorios esenciales. El trabajo de campo ha desempeñado –y continúa haciéndolo- una función disciplinaria central. En la presente coyuntura, la cantidad de tópicos que puede estudiar la antropología y el conjunto de perspectivas teóricas que puede desplegar son inmensos. Es estas áreas, la disciplina es “caliente”: cambia constantemente, se hace híbrida. En el dominio “más frío” del trabajo de campo aceptable, el cambio también se da, pero con mayor lentitud. En la mayoría de los medios antropológicos, se sigue defendiendo activamente el trabajo de campo “real” contra otros estilos etnográficos.
El ejemplar exótico –co-residencia por períodos extensos lejos del hogar, la “carpa en la aldea”- mantiene una autoridad considerable. Pero en realidad ha perdido el centro. Las diversas prácticas espaciales que autorizan, tanto como los criterios relevantes para evaluar “la profundidad” y “la intensidad”, han cambiado y siguen cambiando. Las condiciones políticas, culturales y económicas contemporáneas aportan nuevas presiones y oportunidades a la antropología. La gama de posibles jurisdicciones para el estudio etnográfico se ha incrementado en forma dramática y el caudal potencial de miembros de la disciplina es más diverso. Se cuestiona su ubicación geopolítica (ya no tan firme en el “centro” euroamericano). En este contexto de cambio y cuestionamiento, la antropología académica lucha por reinventar sus tradiciones en
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nuevas circunstancias. Como las sociedades cambiantes que estudia, la disciplina se sostiene en fronteras desdibujadas y controladas, utilizando estrategias de hibridación y reautentificación, asimilación y exclusión.
Algunos problemas interesantes sobre las fronteras surgen del curioso trabajo de David Edwards en la Internet afgana. ¿Qué ocurriría si alguien estudiara la cultura de los “espías” (hackers) de ordenadores (un proyecto de antropología perfectamente aceptable en muchas, si no en todas, las facultades de Antropología) y en el proceso nunca “entrara en contacto físico” con un solo espía? ¿Los meses, incluso los años, pasados en la Red serían considerados trabajo de campo? La investigación bien podría aprobar la exigencia de estadía prolongada y el examen de “profundidad”/interactividad. (Sabemos que en la Red pueden ocurrir algunas conversaciones extrañas e intensas). Y el viaje electrónico es, después de todo, una especie de dépaysement. Podría incrementar la observación participante intensa en una comunidad diferente, y ello sin la exigencia de tener que dejar físicamente el hogar. Cuando pregunté a varios antropólogos si les parecía que esto podía considerarse trabajo de campo, por lo general respondieron “tal vez”; incluso, en un caso, “por supuesto”. Pero cuando insistí, preguntándoles si supervisarían una tesis doctoral en Filosofía que se basara principalmente en este tipo de investigación descorporizada, dudaron o dijeron que no: tales experiencias no podrían aceptarse en la actualidad como trabajo de campo. De modo que según las tradiciones de la disciplina, se desaconsejaría al graduado que pensara tomar semejante curso. Nos enfrentamos con las limitaciones institucionales e históricas que refuerzan la distinción entre el trabajo de campo y otras actividades etnográficas más amplias. El trabajo de campo en la antropología tiene el sedimento de una historia disciplinaria y continúa funcionando como rito de pasaje y como marca de profesionalismo.
Una frontera que actualmente preocupa a la antropología sociocultural es la que la separa de un conjunto heterogéneo de prácticas académicas a menudo llamadas “estudios culturales”.[6] Esta frontera está volviendo a organizar, en un nuevo contexto, algunas de las divisiones y cruces de la sociología y la antropología establecidas hace mucho tiempo. La sociología cualitativa, al menos, cuenta con sus propias tradiciones etnográficas, cada vez más relevantes para una antropología posexoticista.[7] Pero tenien-
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do en cuenta las identidades institucionales bastante firmes, por lo menos en los Estados Unidos, la frontera con la sociología no es tan ingobernable como la que se establece con los “estudios culturales”. Este nuevo lugar de cruce y control de fronteras repite en parte una relación constante, tensa, con el “textualismo” o “la crítica literaria”. El movimiento para “recuperar” la antropología –manifestado en los rechazos de la recopilación Writing Culture (Clifford y Marcus, 1986) y en tiempos más cercanos, a menudo de un modo incoherente, en una contundente falta de aceptación de la “antropología posmoderna”– constituye, al día de hoy, una rutina en algunos sectores. Pero la frontera con los estudios culturales puede ser menos manejable, pues es más fácil mantener una separación clara cuando el otro disciplinario, ya sea la teoría literiario-retórica o la semiótica textualista, carece de algún componente de trabajo de campo y, lo que es más, de una mirada “etnográfica” anecdótica frente a los fenómenos culturales. Los “estudios culturales”, tanto en la tradición de Birmingham como en algunas de sus vetas sociológicas, poseen una tradición etnográfica desarrollada mucha más cercana al trabajo de campo antropológico. La distinción “Nosotros hacemos trabajo de campo, ellos hacen análisis de discurso” es más difícil de sostener. Algunos antropólogos han buscado inspiración en la etnografía de los estudios culturales (Lave et. al., 1992) y, en realidad, hay mucho que aprender de sus articulaciones cada vez más complejas entre clase, género, raza y sexualidad. Es más, lo que hizo Paul Willis con los “muchachos” de clase obrera de Learning to Labour (1977) –acompañándolos en la escuela, hablando con los padres, trabajando a su lado en el piso del taller- es comparable a un buen trabajo de campo. La profundidad de su interacción social fue sin duda mayor que, digamos, la que logró Evans-Pritchard durante los diez meses que pasó con los nuer hostiles y mal dispuestos.
Muchos proyectos antropológicos contemporáneos son difíciles de distinguir del trabajo en los estudios culturales. Por ejemplo, Susan Harding está escribiendo una etnografía del fundamentalismo cristiano en los Estados Unidos. Ha realizado una observación participativa muy extensa en Lynchburg, Virginia, en el interior y en los alrededores de la iglesia de Jerry Falwell. Y, por supuesto, el ministro televisivo de Falwell y de otros como él le resultan de gran interés: constituyen su “campo”. En verdad, no está interesada tanto en una comunidad espacialmente definida
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como en lo que ella denomina el “discurso” de los nuevos fundamentalismos.[8] Le preocupan los programas de TV, los sermones, las novelas, los medios de información de todo tipo, así como también las conversaciones y los comportamientos cotidianos. La mezcla de observación participante, crítica cultural y de los medios, y análisis del discurso que practica Harding es característica del trabajo que hoy se realiza en las zonas etnográficas fronterizas. ¿Hasta qué punto dicho trabajo es “antropológico”? ¿En qué se diferencia la frecuentación de los evangélicos de Lynchburg de los estudios de Willis o de Angela McRobbie sobre la cultura juvenil en Gran Bretaña o de los trabajos anteriores de los sociólogos pertenecientes a la Escuela de Chicago? Hay diferencias, sin duda, pero estas no se unifican como método distinto y existen considerables superposiciones.
Una diferencia importante está en que Harding insiste en que una parte fundamental de su trabajo etnográfico debe incluir la convivencia con una familia cristianoevangélica. En realidad, ella informa que cuando dicha convivencia tuvo lugar, sintió que había realmente “penetrado en el campo”. Antes se había alojado en un motel. Podría pensarse que esto constituye una articulación clásica del trabajo de campo, desplegado en un nuevo escenario. Y, en cierto sentido, lo es. Pero forma parte de un descentramiento potencialmente esencial, puesto que no cabe considerar al período de co-residencia intensiva en Lynchburg como la esencia o núcleo del proyecto, para el cual el mirar televisión y leer fueran subsidiarios. En el proyecto de Harding, “el trabajo de campo” era una manera importante de descubrir cómo se vivía el nuevo fundamentalismo en términos cotidianos. Y si bien le ayudó por cierto a definir como antropológico su proyecto híbrido, no fue un enclave privilegiado de profundidad interactiva o iniciación.
El trabajo de Harding es un ejemplo de la investigación que se nutre de los estudios culturales, el análisis del discurso y los estudios de género y medios, sin abandonar los rasgos antropológicos centrales. Señala una dirección actual para la disciplina, según la cual el trabajo de campo sigue siendo necesario, pero ya no se lo ve como un método privilegiado. ¿Significa esto que se ha abierto la frontera institucional entre la antropología, los estudios culturales y otras tradiciones emparentadas? De ningún modo. Precisamente porque los cruces son tan promiscuos y las superposiciones tan frecuentes, se establecen acciones para reafirmar la
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identidad en lugares y momentos estratégicos. Estos incluyen el proceso iniciativo de los certificados de graduación, y los momentos en que la gente debe enfrentarse con negativas de trabajo, financiación o autorización. En el disciplinamiento cotidiano que forma antropólogos y no especialistas en estudios culturales, se reafirma la frontera, de un modo rutinario. Tal vez en una forma más pública, cuando se aprueban los proyectos de “campo” de los estudiantes graduados, las prácticas espaciales distintivas que han definido a la antropología tienden a reafirmarse a menudo sin posibilidades de negociación.
El concepto del campo y las prácticas disiciplinarias asociadas con él constituyen un legado fundamental y ambiguo para la antropología. El trabajo de campo se ha convertido en un “problema”, debido a sus asociaciones históricas positivistas y colonialistas (el campo como “laboratorio”, el campo como lugar de “descubrimiento” para transeúntes privilegiados). También se ha vuelto más difícil de circunscribir, dada la proliferación de tópicos etnográficos y las condensaciones de tiempo-espacio (Harvey, 1989), características de las situaciones posmodernas, poscoloniales/neocoloniales. ¿Qué va a hacer la antropología con este problema? El tiempo lo dirá. El trabajo de campo, una práctica de investigación fundada en la profundidad interactiva y en la diferencia espacializada, se está “retrabajando” (según el término utilizado por Grupta y Ferguson), pues constituye una de las escasas marcas relativamente claras de la distinción disciplinaria que aún quedan. ¿Pero qué amplitud puede tener la gama de prácticas aprobadas? ¿Y cuán “descentrado” (Grupta y Ferguson) puede volverse el trabajo de campo sin transformarse simplemente en uno de los método etnográficos e históricos utilizados por la disciplina, en concierto con otras disciplinas?
La antropología ha sido siempre más que un trabajo de campo, pero el trabajo de campo era algo que un antropólogo tenía que haber hecho, con mayor o menor eficiencia, por lo menos una vez en su vida profesional.[9] ¿Cambiará esto? Quizás ocurra. Tal vez el trabajo de campo se transforme en una mera herramienta de investigación y deje de ser un requisito esencial o un calificador profesional. El tiempo lo dirá. Al día de hoy, sin embargo, el trabajo de campo sigue siendo críticamente importante: un proceso de disciplinamiento y un legado ambiguo.
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El habitus del trabajo de campo
La institucionalización del trabajo de campo a fines del siglo XIX y comienzos del XX puede entenderse dentro de una historia más amplia del “viaje”. (Uso el término en un sentido amplio; volveré sobre este punto enseguida). El trabajo de campo antropológico fue el último en llegar entre los occidentales que viajaban y residían fuera de su país. Exploradores, misioneros, funcionarios coloniales, comerciantes, colonizadores e investigadores de ciencias naturales eran figuras bien establecidas antes de que surgiera el profesional antropológico en-el-terreno. Antes de Boas, Malinowski, Mead, Firth y otros, el estudioso de antropología permanecía usualmente en su patria, procesando información etnográfica que le enviaban “hombres que estaban en el lugar” y que se reclutaban entre los transeúntes antes mencionados. Si los estudiosos metropolitanos se aventuraban a salir, lo hacían en expediciones de reconocimiento o destinadas a la recolección de piezas para los museos. Sean cuales fueren las excepciones a esta regla que pueden haber existido, la hondura interactiva y la co-residencia no eran todavía requisitos profesionales.
Cuando los seguidores de Boas y Malinowski comenzaron a abogar por el trabajo de campo intensivo, se requirió un esfuerzo para diferenciar el tipo de conocimiento antropológico producido con este método, del adquirido por otros residentes de larga data en las áreas estudiadas. “Otros disciplinarios”, por lo menos tres, fueron mantenidos a distancia prudencial: el misionero, el funcionario colonial y el escritor de viajes (periodista o exótico literario). Podría decirse mucho de las complejas relaciones de la antropología con estos tres alter egos profesionales cuyos informes sustancialmente amateurs, intervencionistas y subjetivos de la vida indígena serían “destruidos por la ciencia”, según la expresión de Malinowski.[10] Voy a concentrarme aquí en la frontera con el viaje literario y periodístico. Como principio metodológico, no presupongo las autodefiniciones de la disciplina, ya sean positivistas (“tenemos una práctica de investigación y una comprensión de la cultura humana especiales”) o negativas (“no somos misioneros, ni funcionarios coloniales ni escritores de viajes”). Antes bien, afirmo que estas definiciones deben ser producidas, negociadas y renegociadas activamente a través de relaciones históricas cambiantes. A menudo es más fácil decir con claridad lo que uno no es, que lo que
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uno es. En los primeros años de vida de la antropología moderna, cuando la disciplina todavía se ocupaba de establecer su tradición distintiva de investigación y sus ejemplos de autoridad, las definiciones negativas eran de suma importancia. Y en tiempos de identidad incierta (tales como el presente), se puede lograr una definición más efectiva con la designación de afueras claros más que con el intento de reducir adentros siempre diversos e híbridos a una unidad estable. Un proceso más o menos permanente de disciplinamiento en las orillas afianza fronteras reconocibles en las enmarañadas zonas fronterizas.
Los viajeros de la investigación antropológica dependieron en general, por supuesto, de los misioneros (para la gramática, el transporte, las presentaciones y, en ciertos casos, para una traducción de la lengua y las costumbres más profunda que la que puede adquirirse en una visita de uno o dos años). La diferencia entre el trabajador de campo profesional y el misionero, basada en discrepancias reales de propósitos y actitud, debió ser afirmada, en contraste con áreas igualmente reales de superposición y dependencia. Lo mismo ocurrió con los regímenes coloniales (y neocoloniales): por lo general, los etnógrafos afirmaron su objetivo de comprender, no de gobernar; de colaborar, no de explotar. Pero esto no les impidió navegar en la sociedad dominante, disfrutando a menudo de los privilegios otorgados por la piel blanca y de una seguridad física en el campo garantizada por una historia de previas expediciones punitivas y de control (Schneider, 1995: 139). El trabajo de campo científico se separó de los regímenes coloniales al proclamarse apolítico. Esta distinción es hoy cuestionada y renegociada ante el surgimiento de movimientos anticoloniales que han tendido a no reconocer la distancia reclamada por los antropólogos con respecto a los contextos de dominación y privilegio.
La perspectiva literaria y transitoria del escritor de viajes, rechazada con fuerza por el disciplinamiento del trabajo de campo, continúa tentando y contaminando las prácticas científicas de descripción cultural. Los antropólogos son, por lo general, gente que se va y escribe. Visto en una larga perspectiva histórica, el trabajo de campo es un conjunto distintivo de prácticas de viaje (amplia, pero no exclusivamente, occidentales). El viaje y el discurso de viaje no debieran reducirse a la tradición relativamente reciente del viaje literario, concepción estrecha que surgió a fines
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del siglo XIX y comienzos del XX. Esta noción de “viaje” se estructuró en contraste con una etnografía naciente (y otras formas de investigación de campo “científica”) por un lado, y con el turismo (una práctica definida como incapaz de producir un conocimiento serio) por el otro. Las prácticas espaciales y textuales de lo que hoy podría llamarse el “viaje sofisticado” –una frase tomada de los suplementos del New York Times para atraer al viajero “independiente”-[11] funcionan dentro de una elite y un sector turístico altamente diferenciado, que se definen por la siguiente declaración: “No somos turistas”. (Jean-Didier Urbain, en L´idiot du voyage (1991), ha analizado a fondo esta formación discursiva. Véase también Buzzard, 1993, y el cap. 8, más adelante). La tradición literaria del “viaje sofisticado”, cuya desaparición han lamentado, entre otros, críticos como Daniel Boorstin y Paul Fussell, es reinventada por una larga lista de escritores contemporáneos: Paul Theroux, Shirley Hazzard, Bruce Chatwin, Jan Morris, Ronald Wright y otros.[12]
El “viaje”, tal como utilizo el término, abarca una variedad de prácticas más o menos voluntaristas de abandonar “el hogar” para ir a “otro” lugar. El desplazamiento ocurre con un propósito de ganancia: material, espiritual, científica. Entraña obtener conocimiento y/o tener una “experiencia” (excitante, edificante, placentera, de extrañamiento o de ampliación de horizontes). La larga historia del viaje que incluye las prácticas espaciales del “trabajo de campo” es sobre todo occidental, fuertemente masculina y propia de la clase media alta. Actualmente están apareciendo muchos buenos trabajos críticos e históricos en este terreno comparativo, que prestan atención a los contextos políticos, económicos y regionales, así como a las determinaciones y subversiones de género, clase, cultura, raza y psicología individual (Hulme, 1986; Porter, 1991; Mills, 1991; Pratt, 1992).
Antes de la separación de los géneros, vinculada con el surgimiento del trabajo de campo moderno, el viaje y la escritura de viajes cubrían un amplio espectro. En la Europa del siglo XVIII, un récit de voyage o “libro de viaje” podía incluir la exploración, la aventura, la ciencia natural, el espionaje, la situación comercial, el evangelismo, la cosmología, la filosofía y la etnología. Hacia 1920, sin embargo, las prácticas de investigación y los informes escritos de los antropólogos estaban mucho más diferenciados. Ya no se los definía como viajeros científicos o exploradores, sino como traba-
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jadores de campo: un cambio compartido con otras ciencias (Kuklick, 1996). El campo era un conjunto distintivo de prácticas de investigación académica, tradiciones y reglas de presentación. Pero si bien las prácticas y retóricas pertinentes se mantenían activamente a raya en el proceso, el espacio disciplinar así clarificado nunca logró verse enteramente libre de contaminación. Había que reconstruir, cambiar y redefinir sus fronteras. En realidad, un modo de comprender el “experimentalismo” actual de la escritura etnográfica es verla como una renegociación de la frontera, agónicametne definida a fines del siglo XIX, con “la escritura de viaje”.
El carácter “literario”, mantenido a distancia en la figura del escritor de viaje, ha vuelto a la etnografía bajo la forma de fuertes pretensiones en torno del prototipo y la comunicación retórica de los “datos”. Los hechos no hablan por sí solos; son envueltos en una trama antes que recogidos, producidos en relaciones mundanas más que observados en contextos controlados.[13] Esta conciencia creciente de la contingencia poética y política del trabajo de campo –una conciencia impuesta a los antropólogos por los desafíos anticoloniales de la posguerra a la centralidad euronorteamericana- se refleja en un sentido textual más concreto de la ubicación del etnógrafo. Elementos de la narrativa “literaria” del viaje que estaban excluidos de las etnografías (o marginados en los prefacios) ocupan ahora un lugar más prominente. Estos incluyen las rutas del investigador dentro y a través del “campo”; el tiempo pasado en la ciudad capital, el registro del contexto nacional/transnacional; las tecnologías de transporte (llegar allí tanto como estar allí); las interacciones con individuos dotados de un nombre y una idiosincrasia, más que con informantes anónimos y representativos.
En el capítulo 1, traté de descentrar el campo como práctica naturalizada de residencia, proponiendo una metáfora transversal: el trabajo de campo como encuentros de viaje. Descentrar o interrumpir el trabajo de campo como residencia no significa rechazarlo ni refutarlo. El trabajo de campo ha sido siempre una mezcla de prácticas institucionalizadas de residencia y viaje. Pero en la idealización disciplinaria del “campo” se ha tendido a subsumir las prácticas espaciales de moverse desde y hacia, dentro y fuera –de atravesar-, en las de residir (vínculo, iniciación, familiaridad). Esto está cambiando. Irónicamente, ahora que mucho del trabajo antropológico de campo se realiza (como en el
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caso de Karen McCarthy Brown) cerca del hogar, la materialidad del viaje, para entrar y salir del campo, se vuelve más clara y realmente constitutiva del objeto/lugar de estudio. El trabajo de campo en las ciudades debe distinguirse de otras formas de apreciación y viaje entre clases y entre razas, marcando una diferencia con respecto a otras tradiciones establecidas del trabajo social urbano y de la actividad liberal en los barrios marginales. El hogar del viajero investigador existe en una relación previa politizada con el de la gente que se estudia (o, para usar una expresión contemporánea, la gente con “la que se trabaja”). Esta última puede, a su vez, viajar regularmente, hacia la casa base del investigador, o desde ella, aunque más no sea en busca de empleo. (El conocimiento “etnográfico”, intercultural, de una mucama o trabajadora doméstica es considerable). Estas relaciones paralelas, espacio-políticas a veces intersectadas, también han estado presentes en la investigación antropológica “exótica”, particularmente cuando las afluencias coloniales o neocoloniales de ejércitos, mercaderías, trabajo o educación vinculan materialmente los polos del viaje para el trabajo de campo. Pero las imágenes de distancia, más que las de interconexión y contacto, tienden a naturalizar el campo como otro lugar. Las rutas socialmente establecidas, constitutivas de las relaciones en el campo, son más difíciles de ignorar cuando la investigación se realiza cerca, o cuando los aviones y teléfonos achican la distancia.
Por ende, el trabajo de campo “tiene lugar” en relaciones mundanas y contingentes de viaje, no en sitios controlados de investigación. Decir esto no disuelve simplemente la frontera entre el trabajo de campo contemporáneo y el trabajo de viaje (o periodístico). Existen importantes distinciones genéricas e institucionales. El mandato de residir intensivamente, de aprender las lenguas locales, de producir una interpretación “profunda”, es una diferencia que crea una diferencia. Pero la frontera entre las dos tradiciones relativamente recientes del viaje literario y el trabajo de campo académico está replanteándose. En verdad, el ejemplo ofrecido más arriba de los múltiples lugares de encuentro de David Edwards acerca (peligrosamente, dirían algunos) el trabajo de campo al viaje. Este acercamiento toma otra forma en la etnografía innovadora de Anna Tsing In the Realm of the Diamond Queen (1993). Tsing realiza el trabajo de campo en un sitio “exótico” clásico, las montañas Meratus de Kilimantan del Sur, Indonesia.
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Si bien preserva las prácticas disciplinarias de interacción local intensiva, su escritura cruza sistemáticamente las fronteras entre el análisis etnográfico y la narración de viaje. Su informe historiza tanto sus prácticas de residencia y viaje como las de sus sujetos, derivando su conocimiento de encuentros específicos entre individuos con diferentes grados de cosmopolitismo y género, no tipos culturales. (Véase, en particular, la Parte Dos: “Una ciencia del viaje”). Su lugar del campo, en lo que ella llama un “lugar fuera del camino”, nunca se da por sentado como un ambiente natural o tradicional. Es un espacio de contacto producido por fuerzas locales, nacionales y transnacionales, de las cuales su viaje de investigación forma parte.
Edwards y Tsing son un ejemplo de trabajo de campo exótico en los límites de una práctica académica cambiante. En ambos, diferentemente espacializados, observamos la prominencia creciente de y tropos asociados por lo general con el viaje y la escritura de viaje.[14] Estos son hallables actualmente en mucha etnografía antropológica, configurando versiones diferentes del investigador “en ruta/enraizado”, del “sujeto posicional” (Rosaldo, 1989:7). Los signos de nuestro tiempo incluyen una tendencia hacia el uso del pronombre de la primera persona del singular en los informes de trabajo de campo, presentados como relatos, más que como observaciones e interpretaciones. A menudo, el diario de campo (privado, y más cerca de los informes “subjetivos” de la escritura de viaje) se cuela en los datos de campo “objetivos”. No estoy describiendo un movimiento lineal desde la recolección a la narración, desde lo objetivo a lo subjetivo, desde lo impersonal a lo personal, desde la co-residencia al encuentro de viaje. No es un asunto de progresión, desde la etnografía hasta la escritura de viaje, sino más bien de un equilibrio movedizo y de un replanteo de relaciones clave que han constituido las dos prácticas y discursos.
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Al seguir las huellas entre las relaciones cambiantes de la antropología y el viaje, puede ser útil pensar en el “campo” como un habitus más que como un lugar, un conjunto de disposiciones y prácticas corporizadas. El trabajo de las estudiosas feministas ha desempeñado un papel crucial en la especificación del cuerpo social del etnógrafo, al criticar las limitaciones de un trabajo
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androcéntrico de “género neutro” y al abrir nuevas áreas mayores de comprensión.[15] De modo similar, las presiones anticolonialistas, el análisis del discurso colonial y la teoría racial crítica han desplazado del centro al trabajador de campo tradicional, predominantemente occidental y blanco. Visto a la luz de estas intervenciones, el habitus del trabajo de campo correspondiente a la generación de Malinowski aparece como la articulación de prácticas específicas, disciplinadas.
Este “cuerpo” normativo no era el de un viajero. Al nutrirse de tradiciones más viejas del viaje científico, lo hacía en aguda oposición a las orientaciones románticas, “literarias” o subjetivas. El cuerpo legitimado por el trabajo de campo moderno no era un aparato sensorial que se movía a través de espacios extensos, cruzando fronteras. No estaba en una expedición o en un reconocimiento. Más bien, era un cuerpo que circulaba y trabajaba (casi podría decirse “conmutaba”) dentro de un espacio delimitado. El mapa local predominaba sobre la excursión o el itinerario como tecnología de ubicación física. Estar allí era más importante que llegar allí (o irse de allí). El trabajador de campo era un hombre de su casa en el extranjero, no un visitante cosmopolita. Estoy, por supuesto, hablando en términos generales de normas disciplinarias y figuras textuales, no de experiencias históricas concretas de los antropólogos de campo. En diversos grados, estas divergían de las normas y, a la vez, se hallaban limitadas por ellas.
No se concedió una expresión primaria a las emociones, parte necesaria de la empatía controlada de la observación participante. No podían ser la fuente principal de juicios públicos sobre las comunidades en observación. Esto se daba particularmente en el caso de las afirmaciones negativas. Los juicios morales y las maldiciones del escritor de viaje, basadas en frustraciones sociales, incomodidades físicas y prejuicios, así como en la crítica fundada en principios, fueron excluidos o mitigados. Se favoreció, en cambio, un vínculo comprensivo y un afecto mesurado. Se circunscribieron las expresiones de entusiasmo y amor público. El enojo, la frustración, los juicios sobre individuos, el deseo y la ambivalencia fueron a parar a los diarios privados. El escándalo que provocó, en algunos sectores, la publicación del diario íntimo de Malinowski (1967) estuvo relacionado con lo que dejó entrever de un sujeto/cuerpo menos mesurado, racial y sexualmente consciente, en el campo. Las primeras transgresiones públicas del
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habitus profesional incluyen los trabajos de Leiris (1934, escrito como diario de campo), Bowen (1954, en forma de novela) y Jean Briggs (1970, en el cual las emociones personales ocuparon, quizá por primera vez, el centro de una monografía etnográfica).
Si bien se tendía a marginar las emociones, lo mismo ocurrió, en la mayoría de los casos, con las experiencias del investigador en materia de género, raza y sexo. El género, al que ocasionalmente se asignaba importancia (en especial, en el caso de las mujeres “destacadas”), no era públicamente reconocido como elemento sistemático constitutivo del proceso de investigación. Margaret Mead, por ejemplo, realizó varias veces su investigación y escribió “como una mujer”, cruzando las esferas definidas de mujeres y hombres, pero su persona disciplinaria era la de una observadora cultural científicamente autorizada, de un género sin marcar y, por omisión, “masculino”. Sus experimentos estilísticos más “subjetivos”, “blandos”, y sus escritos populares no le aportaron reconocimiento dentro de la fraternidad disciplinaria, donde ella adoptó una voz más “objetiva” y “dura”. Lutkehaus (1995) brinda un informe contextual de estas ubicaciones históricamente marcadas por el género y del personaje cambiante de Mead. Los investigadores hombres de la generación de Mead no investigaban “como hombres” entre mujeres y hombres definidos localmente. Muchos informes “culturales” supuestamente holísticos estaban, de hecho, basados en el trabajo intensivo con hombres solamente. En suma, las limitaciones y posibilidades vinculadas con el género del investigador no eran rasgos salientes del habitus del campo.
Lo mismo ocurría con la raza. En este caso la importante crítica empírica y teórica de las esencias raciales, por parte de la antropología sociocultural, sin duda influyó sobre el habitus profesional. La “raza” no era la formación social/histórica de los críticos teóricos contemporáneos de ese concepto (por ejemplo, Omi y Winant, 1986; Gilroy, 1987) sino una esencia biológica, cuyas determinaciones “naturales” se veían cuestionadas por las determinaciones contextuales de la “cultura”. Los antropólogos, los estudiosos portadores de cultura, necesitaban descentrar y saltar por encima de líneas raciales presuntamente esenciales. Su comprensión interactiva e intensiva de las formaciones culturales les proporcionó una poderosa herramienta contra las reducciones raciales. Pero al atacar un fenómeno natural no confrontaban la raza como una formación histórica que ubicaba políticamente a sus
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sujetos y que simultáneamente limitaba y fortalecía su propia investigación (Harrison, 1991: 3).[16] Ocasionalmente, pudo vislumbrarse esta posición: por ejemplo, en la introducción de Evans Pritchard a Los nuer (1940); pero no formaba parte del cuerpo explícito, del habitus profesional del trabajador de campo.
Como contraste, los escritores de viaje repararon con frecuencia en el color y hablaron desde una posición racializada. Por supuesto, no eran necesariamente críticos de las relaciones que ello suponía, ¡a menudo, todo lo contrario! El asunto no es celebrar una conciencia relativamente mayor de la raza –y el género- en la escritura de viaje, sino mostrar cómo, por contraste, el habitus del etnógrafo mitigaba estas determinaciones históricas. Por muy marcada que estuviera por el género, la raza, la casta o el privilegio de clase, la etnografía necesitaba trascender tales ubicaciones a fin de articular un entendimiento más profundo, cultural. Esta articulación se basaba en técnicas potentes, incluyendo por lo menos los siguientes: co-residencia extensa; observación sistemática y registro de datos; interlocución efectiva en, por lo menos, una lengua local; una mezcla específica de alianza, complicidad, amistad, respeto, coerción y tolerancia irónica que conduce al “rapport”; una atención hermenéutica a estructuras y significados profundos o implícitos. Estas técnicas estaban destinadas a producir (y a menudo, produjeron, dentro de los horizontes que estoy tratando de delimitar), entendimientos más contextuados, menos reductores de los modos de vida locales, que los logrados por las observaciones de paso del viajero.
Algunos escritores que podrían clasificarse como viajeros permanecieron durante largos períodos en el extranjero, hablaron lenguas locales y tuvieron complejas perspectivas de la vida indígena (así como también de la criolla/colonial). Algunos clasificados como etnógrafos permanecieron por tiempos relativamente breves, hablaron mal las lenguas y no interactuaron de modo intensivo. La variedad de las relaciones sociales concretas, las técnicas comunicativas y las prácticas espaciales desplegadas entre los polos del trabajo de campo y el viaje es un continuo, no una frontera estricta. Ha existido una considerable superposición.[17] Pero a pesar de, o más bien debida a, esta complejidad de fronteras, las líneas discursivas/institucionales debieron trazarse con claridad. Esto exigió presiones sostenidas que, a lo largo del tiempo, reunieron experiencias empíricas más cercanas a los dos polos.
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En este proceso, la “superficialidad” del viajero y del escritor de viaje se opuso a la “profundidad” del trabajador de campo. Pero también se podría decir, provocativamente, que la “promiscuidad” del primero fue disciplinada a favor de los “valores de familia”, invocados a menudo en los prefacios etnográficos: el trabajo de campo como un proceso de convivencia con otros, de adopción, iniciación y aprendizaje de normas locales (muy parecido al aprendizaje de un niño).
El habitus del trabajo de campo moderno, definido en oposición al del viaje, ha proscripto modos interactivos asociados durante mucho tiempo con la experiencia de viaje. Tal vez el tabú más absolutamente vigente sea el que rige las relaciones sexuales. Los trabajadores de campo podían amar pero no desear a los “objetos” de su atención. En el continuo de las relaciones posibles, los enredos sexuales se definían como peligrosos, demasiado cercanos. La observación participante, un manejo delicado de la distancia y la proximidad, no debía incluir complicaciones que hicieran tambalear la capacidad de mantener la perspectiva. Las relaciones sexuales no podían considerarse fuentes del conocimiento de investigación. Como tampoco podía ocurrir con el caer en trance o consumir alucinógenos, aunque en este caso el tabú ha sido un poco menos estricto: a veces, en nombre de la observación participante, se ha justificado cierta dosis de “experimentación”. La experimentación sexual era, en cambio, totalmente inaceptable. Un cuerpo disciplinado, de observación participante, “acompañó” selectivamente la vida indígena.
En su comienzo, sin embargo, el tabú impuesto al sexo puede haberse dado menos contra el hecho de “volverse nativo” o perder distancia crítica que contra el de “irse de viaje”, violando un habitus profesional. En las prácticas y textos de viaje, era común tener relaciones de sexo con la gente del lugar, fueran ellas heterosexuales u homosexuales. De hecho, en ciertos circuitos de viaje, tales como el voyage en Orient del siglo XIX, era cuasiobligatorio.[18] Un escritor popular como Pierre Loti consagró su pluma y logró el acceso al misterioso y feminizado Otro, a través de historias de encuentros sexuales. En los informes de trabajo de campo, sin embargo, estas historias han sido virtualmente inexistentes. Sólo en tiempos recientes, y aun así en contados casos, se ha roto el tabú (Rabinow, 1977; Cesara, 1982). ¿Por qué ha de ser menos apropiado compartir la cama que compartir la comida, como
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fuente de conocimiento para el trabajo de campo? Pueden existir, por supuesto, muchas razones prácticas para la restricción sexuales en el campo, así como ciertos lugares y actividades pueden estar fuera de los límites para el viajero con tacto (y localmente dependiente). Pero esto no sea da en todo tiempo y lugar. Los limitaciones prácticas, que varían ampliamente, no pueden dar cuenta del tabú disciplinado que pesa sobre el sexo en el trabajo de campo.[19]
Se ha dicho bastante, tal vez, para dejar en claro el punto central: la formación de un habitus disciplinado en torno de la actividad corporizada del trabajo de campo; es decir, un sujeto sin género, sin raza, sexualmente inactivo, interactúa intensamente (en niveles científico/hermenéuticos, por lo menos) con sus interlocutores. Si bien las experiencias concretas en el campo han divergido de la norma, si a veces se rompieron los tabúes, y si el habitus disciplinado se cuestiona hoy públicamente, su poder normativo se mantiene.
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Otra práctica de viaje común antes de 1900, el cruzamiento en la forma de vestirse, se suprimió o canalizó al disciplinarse del “cuerpo” profesional del trabajo de campo moderno. Este es un tema de vasto alcance, y debo limitarme sólo a observaciones preliminares. Daniel Defert (1984) escribió sugestivamente sobre la historia del “vestir” según códigos de observación del viaje europeo anteriores al siglo XIX. Alguna vez se estableció un vínculo sustancial, integral, entre la persona y su apariencia exterior, habitus, según el uso premoderno que le da Defert.[20] En un sentido profundo, se sobreentendía que “la ropa hace al hombre” (“El hábito hace al monje”). Las interpretaciones del habitus, que no debe confundirse con el habits (ropa) o con el concepto más tardío de cultura, era una parte necesaria de las interacciones del viaje. Esto incluía la manipulación comunicativa de las apariencias: lo que podría llamarse, de un modo un poco anacrónico, cruce vestimentario cultural. En el siglo XIX, según la visión de Defert, el habitus ya había sido reducido a los habits, a los adornos y coberturas de la superficie; el vestido (costume) había aparecido como una deformación del término más amplio coustume (un término que combinaba las ideas de costume y custom [costumbre].
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La vestimenta habría de convertirse en sólo uno entre muchos elementos en una taxonomía de observaciones que realizaron los viajeros científicos, componentes de una nueva explicación cultural. Defert percibe una transición en el consejo científico de Gérando a los viajeros y exploradores, publicada en 1800. A menudo –escribió- los exploradores se han limitado a describir las ropas de los pueblos indígenas. Deberían avanzar más lejos y preguntar por qué (o por qué no) estarían dispuestos a cambiar su tradicional forma deveestir por la nuestra y cómo conciben su origen (Defert, 1984: 39). Aquí la red interpretativa del habitus es reemplazada (y convertida en superficial) por una concepción más profunda de la identidad y la diferencia. Las relaciones de viaje fueron organizadas durante mucho tiempo por protocolos complejos y altamente codificados, la semiótica “de superficie” y las transacciones. La interpretación y manipulación de la vestimenta, los gestos y la apariencia formaban parte integral de estas prácticas. Visto como el resultado de esta tradición, el cruce vestimentario cultural del siglo XIX era algo más que una forma de vestirse. Se trataba de un juego serio, comunicativo, con las apariencias, y de un sitio de cruce, por lo cual articulaba una noción de la diferencia menos absoluta o esencial que la instituida por las nociones relativistas de cultura con sus conceptos de lo nativo inscriptos en el lenguaje, la tradición, el lugar, la ecología y –más o menos implícitamente- la raza. Las experiencias de un Richard Burton o una Isabelle Eberhardt haciéndose pasar por “orientales”, e incluso la forma de vestir más escandalosamente teatral Flaubert en Egipto o de Loti como marinero en tierra, forman parte de una compleja tradición de prácticas de viaje que una etnografía modernizada ha mantenido a distancia prudente.[21]
Vista desde la perspectiva del trabajo de campo (intensivo, interactivo, basado en el aprendizaje de la lengua), el cruce vestimentario podría aparecer sólo como una manera superficial de vestirse, una especie de visita turística a los barrios bajos. Desde esta óptica, las prácticas de un etnógrafo como Frank Hamilton Cushing, quien adoptó la vestimenta zuni (e incluso, como se ha sugerido, produjo artefactos indígenas “auténticos”), podrían resultar un tanto embarazosas. Su investigación intensiva, interactiva no participaba bastante del “trabajo de campo moderno”. Un sentido similar de incomodidad experimentan hoy muchos espectadores de la película de Timothy Asche A man
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Called Bee [Un hombre llamado Abeja], dedicada a la investigación de Napoleón Chagnon entre los yanomami. Pienso sobre todo en la escena inicial de la película, que acerca lentamente la cámara a una figura pintada, apenas vestida, en una pose de lucha y que a la larga resulta ser el antropólogo. Sea cual fuere la intención de este comienzo, satírico o no (no es del todo claro), queda la impresión de que este no es un modo “profesional” de presentarse. Se percibe cierto exceso, tal vez demasiado fácilmente descartado como egolatría. El libro de Liza Dalby Geisha (1983), que incluye fotografías de la antropóloga transformada por el maquillaje y vestida con atavío completo de geisha, es más aceptable, por cuanto la adopción de un “habitus” de geisha (en el viejo sentido de Defert: un modo de ser, manifestado en la vestimenta, los gestos y la apariencia) es un tema central en su observación participante y en su etnografía escrita. Sin embargo, la fotografías de Dalby en las que aparece casi exactamente como una geisha “real” rompen con las convenciones etnográficas establecidas.
En otro extremo, están las fotografías publicadas por Malinowski (en Coral Gardens and Their Magic, 1935) [Los jardines de coral y su magia] donde se lo ve en el campo. Está vestido completamente de blanco, rodeado de cuerpos negros, de los cuales se diferencia nítidamente por su postura y actitud. Este no es, en modo alguno, un hombre que esté a punto de “transformarse en nativo”. Tal presentación tiene afinidad con los gestos de los europeos coloniales que se vestían formalmente para cenar en climas abrasadores, a fin de no tener la sensación de “traspasar el límite”. (Los cuellos milagrosamente almidonados del tenedor de libros que describe Conrad en El corazón de las tinieblas son un caso paradigmático en la literatura colonial). Pero los etnógrafos no han sido, por lo general, tan formales y yo sugeriría que el habitus para su trabajo de campo estaba más cerca de una formación intermedia, manifestada en la actitud de no sobresalir teatralmente en la vida local (al no afirmar su diferencia o autoridad con el uso de uniformes militares, cascos de ceremonia o cosas por el estilo), al tiempo que permanecían claramente marcados por la piel blanca, la proximidad de las cámaras fotográficas, los anotadores y otros utensilios no nativos.[22] La mayoría de los trabajadores de campo profesionales no trataron de desaparecer en el campo mediante el uso de prácticas “superficiales” de viaje, como el disfraz. Su distinción corporizada sugería cone-
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xiones en niveles más profundos y hermenéuticos, entendimientos forjados a través del lenguaje, la co-residencia y el conocimiento cultural.
En su libro Tristes trópicos (1973), Lévi-Strauss proporciona algunas percepciones reveladoras sobre el habitus del antropólogo, superpuesto y distinto del habitus del viajero. “En septiembre de 1950” –escribe- “llegué a una aldea mogh en las colinas de Chittagong”. Después de varios días, asciende al templo local, cuyo gong ha marcado sus días, junto con el sonido de las “voces infantiles que entonan el alfabeto birmano”. Todo es inocencia y orden. “Nos habíamos quitado los zapatos para subir la loma y sentíamos la blandura de la arcilla fina, húmeda, bajo nuestros pies descalzos”. A la entrada del bello y simple templo, construido sobre pilotes como las casas de la aldea, los visitantes realizan las “abluciones prescriptas”, que luego de la subida por el fango parecen “bastante naturales y desprovistas de cualquier significado religioso”.
Una atmósfera pacífica, como de granero, penetraba el lugar y en el aire flotaba el olor a heno. El ambiente simple y espacioso, que era como un pajar vacío; el comportamiento cordial de los dos sacerdotes de pie junto a sus camas con colchones de paja, el cuidado conmovedor con el que habían reunido o fabricado los instrumentos del culto: todas estas cosas me ayudaron a acercarme mucho más de lo que nunca había hecho a la idea de cómo debía ser un santuario. “Usted no necesita hacer lo que hago yo”, me dijo mi compañero al postrarse cuatro veces en el suelo, ante el altar, y yo seguí su consejo. Sin embargo, actué así menos por autoconciencia que por discreción: él sabía que yo no compartía sus creencias, y temía que, si imitaba sus gestos rituales, pensara que los estaba desvalorizando como meras convenciones; pero, por una vez, realizar esos gestos no me hubiera causado ningún embarazo. Entre esta forma de religión y yo, no habría posibilidades de malentendidos. No era cuestión de hacer reverencias frente a ídolos o de adorar un orden supuestamente sobrenatural, sino sólo de rendir homenaje a la sabiduría decisiva que un pensador, o la sociedad creadora de su leyenda, había desarrollado veinticinco siglos antes, y a la cual mi civilización sólo podía contribuir confirmándola. (410-411).
El hecho de ir descalzo casual para Lévi-Strauss; pero aquí, junto con la limpieza ritual previa al ingreso en el santuario, parece sencillamente natural. Todo lo
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lleva a la simpatía y a la participación. Pero marca una línea frente al acto físico de la postración. La línea expresa una discreción específica, la de un visitante que mira más allá de las “meras convenciones” o acepta las apariencias con un respeto más profundo basado en el conocimiento histórico y la comprensión cultural. La auténtica reverencia del antropólogo ante el budismo es de índole mental.
Lévi-Strauss se ve tentado, retrospectivamente al menos, a postrarse en el templo de la colina. Otro antropólogo bien podría haberlo hecho. Mi intención, al subrayar esta línea entre los actos físicos y hermenéuticos de conexión, no es afirmar que Lévi-Strauss la traza en un lugar típico de los antropólogos. No pretendo sugerir, sin embargo, que una línea similar será trazada en algún lado, alguna vez, para el mantenimiento del habitus de un trabajador de campo profesional. Lévi-Strauss no es, claramente, uno de esos viajeros espirituales de Occidente que residen en templos budistas, afeitando sus cabezas y usando túnicas de color azafrán. Y en esto representa la norma etnográfica tradicional. Uno podría, por supuesto, imaginar a un antropólogo budista volviéndose casi indistinguible de otros adeptos, tanto en la práctica como en la apariencia, durante un período de trabajo de campo en un templo. Y este sería un caso límite para la disciplina. Se lo trataría con desconfianza, en ausencia de otros signos claramente visibles de discreción profesional (etimológicamente: separación).[23]
Hoy, en muchos lugares, los indígenas, los etnógrafos y los turistas usan por igual remeras y shorts. En otros, las diferencias de vestimenta son visibles. En las montañas de Guatemala puede ser una necesidad de decoro, un signo de respeto o solidaridad, usar una falda larga o una camisa bordada en público. Pero esto no llega a representar un cruce vestimentario. ¿Puede, debiera, un antropólogo usar turbante, yarmulke, jallabeyya, huipil o velo? Las convenciones locales varían. Pero cualesquiera sean las tácticas que se adopten, se las emplea desde una posición supuesta de discreción cultural. Además, a medida que los etnógrafos trabajan cada vez más en sus propias sociedades, las cuestiones que he estado analizando en un marco exotizante se vuelven confusas y las líneas de separación, menos autoevidentes. Marcadas por género, raza, localizaciones sexualizadas y cruces, formas de autopresentación, y estructuras reguladas de acceso, partida y retorno, las prácticas profesionales del “campo” se replantean.
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Reorientando el campo
He tratado de identificar algunas de las prácticas ya sedimentadas a través de las cuales (y contra las cuales) los nuevos y diversos proyectos etnográficos luchan para conseguir un reconocimiento dentro de la antropología. Las prácticas establecidas se ven sometidas a tensiones, a medida que se multiplican los sitios que pueden tratarse etnográficamente (la frontera académica con los “estudios culturales”) y a medida que estudiosos de diferentes posiciones, comprometidos políticamente, ingresan en el campo (el desafío de una “antropología poscolonial”). Este último desarrollo tiene implicancias de largo alcance para la reinvención de la disciplina. El trabajo de campo, definido por las prácticas espaciales de viaje y residencia, por las interacciones disciplinadas, corporizadas, de la observación participante, está reorientándose gracias a los estudiosos “indígenas”, “poscoloniales”, “diaspóricos”, “de frontera”, “de minoría”, “activistas” y “comunitarios”. Los términos se superponen, designando ámbitos complejos de identificación, no identidades diferenciadas.
Kirin Narayan (1993) cuestiona la oposición entre antropólogo nativo y no nativo, de adentro y de afuera. Ella sostiene que esta interpretación binaria surge de una estructura colonial jerárquica desacreditada. Inspirándose en su propia etnografía realizada en diferentes partes de la India, donde experimenta diversos grados de afiliación y distancia, Narayan muestra de qué modo los investigadores “nativos” se ubican en forma compleja y múltiple frente a sus lugares de trabajo y a sus interlocutores. Las identificaciones se cruzan, complementan y perturban entre sí. Los antropólogos “nativos” –como todos los antropólogos, según Narayan- “pertenecen simultáneamente a varias comunidades (entre las que ocupan un lugar importante la comunidad en que nacimos y la comunidad profesional académica).” (Narayan, 1993: 24). Una vez que la oposición estructurante entre antropólogo “nativo” y “de afuera” se desplaza, las relaciones entre el interior y el exterior cultural, entre el hogar y el extranjero, lo igual y lo diferente, que han organizado las prácticas espaciales del trabajo de campo, deben repensarse. ¿De qué modo el mandato disciplinario de que el trabajo de campo supone algún tipo de “viaje” –una práctica de desplazamiento físico que define un sitio u objeto de
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investigación intensiva- limita la gama de prácticas abierta por Narayan y otros?
En el análisis de Narayan, el trabajo de campo empieza termina con el desplazamiento, llevado a la práctica mediante el cruce de fronteras constitutivas: orillas henchidas, apasionadas. No hay una posición “nativa” simple, indivisa. Una vez que se reconoce esto, sin embargo, la hibridez que adopta requiere especificaciones: ¿cuáles son sus límites y condiciones de movimiento? Uno puede ser más o menos híbrido, nativo o “diaspórico” (un término que, tal vez, capte mejor las propias ubicaciones complejas de Narayan) por determinadas razones históricas. En realidad, el designar a una persona cuyo viaje de investigación la conduce fuera del hogar y la regresa a él, entendiéndose por “viaje” un desvío a través de una universidad u otro sitio que provea perspectivas analíticas o comparativas sobre el lugar de residencia/investigación. Aquí se invertiría la espacialización usual del hogar y el extranjero. Además, para muchos trabajadores de campo, ni la universidad ni el campo proveen una base estable; más bien, ambos sirven como sitios yuxtapuestos en un proyecto comparativo móvil. Un continuo, no una oposición, separa las exploraciones, desvíos y regresos del estudioso nativo o indígena, con respecto a los de su colega diaspórico o poscolonial.[24] Así, el requisito de que el trabajo de campo antropológico incluya algún tipo de viaje no necesita marginar a aquellos antes llamados “nativos”. Las raíces y las rutas, las variedades del “viaje”, deben entenderse de modo más amplio.
El trabajo reciente de Mary Helms (1988), David Scott (1989), Amitav Ghosh (1992), Epeli Hau´ofa et. al. (1993), Teresia Teaiwa (1993), Ben Finney (1994) y Aihwa Ong (1995), entre otros, ha reforzado una conciencia cada vez mayor de las rutas de viaje discrepantes: tradiciones de movimiento e interconexión no definitivamente orientadas por el “Occidente”, y un sistema mundial económico y cultural en expansión. Estas rutas siguen senderos “tradicionales” y “modernos”, dentro y a través de circuitos transnacionales e interregionales contemporáneos. Un reconocimiento de estos senderos deja lugar para el viaje (y el trabajo de campo) que no se origina en las metrópolis de Europa y Estados Unidos o sus avanzadas. Si, como es probable, cierta forma de viaje o del desplazamiento sigue siendo un elemento constitutivo del trabajo
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de campo profesional, reelaborar el “campo” tiene que siginficar la multiplicación del espectro de rutas y prácticas aceptables.
Prestar atención a las variedades del “viaje” ayuda también a aclarar de qué modo, en el pasado, los espacios despejados del trabajo científico se constituyeron sobre la base de una supresión de las experiencias cosmopolitas, especialmente las de las personas estudiadas. En términos generales, la localización de los “nativos” significó que la investigación intensiva e interactiva se realizara en campos espacialmente delimitados y no, por ejemplo, en hoteles o ciudades capitales, barcos, escuelas de misioneros o universidades, cocinas y fábricas, campos de refugiados, barrios diaspóricos, autobuses de peregrinos u otros lugares de encuentro muticultural.[25] En tanto práctica de viaje occidental, el trabajo de campo estaba basado en una visión histórica (lo que Gayatri Spivak llama una “mundialización”) en la cual una parte de la humanidad era inquieta y expansiva, y la otra arraigada e inmóvil. Los expertos indígenas estaban reducidos a informantes nativos. La marginación de las prácticas de viaje, las de los investigadores y anfitriones, contribuyó a una domesticación del trabajo de campo, un ideal de residencia interactiva que, por temporaria que fuese, no podía verse como un mero atravesar. El hecho de que los interlocutores de la antropología a menudo vieran las cosas en forma diferente no perturbó, hasta tiempos recientes, la autoimagen de la disciplina.[26]
Las formas alternativas de viaje/trabajo de campo, ya sean indígenas o diaspóricas, tienen que vérselas con muchos problemas similares a los de la investigación convencional: problemas de extrañamiento, privilegio, malentendidos, uso de estereotipos y negociación política del encuentro. Ghosh es muy tajante en lo que atañe a los malentendidos y estereotipos potencialmente violentos inherentes a su investigación como un doktor al Hindi entre musulmanes. Epeli Hau´ofa habla a favor de una “Oceanía” interconectada, pero lo hace como un tonga que vive en Fiji, una ubicación que no olvidan sus diversas audiencias de isleños. Al mismo tiempo, las rutas y encuentros de etnógrafos como Ghosh o Hau´ofa son diferentes de las rutas y encuentros de los transeúntes tradicionales del trabajo de campo. Sus comparaciones culturales no necesitan presuponer un hogar universitario/occidental, un lugar “central” de acumulación teórica. Y si bien sus encuentros de investigación pueden incluir relaciones jerárquicas, no presuponen
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privilegios “blancos”. Su trabajo puede o no depender fundamentalmente de los circuitos de información, acceso y poder coloniales y neocoloniales. Por ejemplo, Hau´ofa publica en Tonga y Fiji y quiere articular una “Oceanía” vieja/nueva. En esto se diferencia de Ghosh, que publica, sobre todo pero no en forma exclusiva, en Occidente. La(s) lengua(s) que usa la etnografía, las audiencias a las que se dirige, los circuitos de prestigio académico/medios a los que apela, pueden discrepar, aunque es muy raro que estén desconectados, de las estructuras comunicativas de la economía política global. Un caso: A New Oceania [Una nueva Oceanía], de Hau´ofa et. al., me fue entregado en mano.[27] Publicado en Suva, el libro no me habría llegado a través de mis redes de material de lectura regulares. ¿Puede un trabajo centrado y enviado en esta forma intervenir en los contextos antropológicos euronorteamericanos? ¿Cuáles son las barreras institucionales? El poder para determinar audiencias, publicaciones y traducciones está distribuido en forma muy despareja, como Talal Asad nos lo ha recordado a menudo (Asad, 1986).
El término incongruente “antropólogo indígena”, acuñado en los comienzos del recentramiento actual poscolonial/neocolonial de la disciplina, ya no es adecuado para caracterizar a una amplia lista de investigadores que están estudiando en sus sociedades de origen. Surgen cuestiones difíciles. ¿De qué modo se definirá con exactitud en concepto de “origen”? Si, como yo creo, no puede otorgarse ninguna autoridad inherente a las etnografías e historias “nativas”, ¿qué es lo que constituye su autoridad diferencial? ¿En qué forma suplementan y critican perspectivas hace tiempo establecidas? ¿Y bajo qué condiciones el conocimiento local enunciado enunciados por los individuos locales se reconocerá como “conocimiento antropológico”? ¿Qué tipo de desplazamiento, comparación o toma de “distancia” se requieren para que el centro disciplinario reconozca el conocimiento familiar y la historia popular como etnografía seria o teoría cultural?
La antropología incluye potencialmente una serie de diversos viajeros y residentes, cuyo desplazamiento o viaje en el “trabajo de campo” difiere de la práctica espacial tradicional del campo. El propio Occidente se convierte en un objeto de estudio desde lugares variadamente distantes y enmarañados. “Ir” al campo hoy significa, a veces, “volver”, en tanto la etnografía se transforma en un “cuaderno de notas del regreso a la tierra natal”. En el caso del
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estudioso de la Diáspora, el “regreso” puede ser a un lugar nunca conocido personalmente pero al cual ella o él, de un modo ambivalente, “pertenece”. Volver a un campo no será lo mismo que ir a un campo. Están en juego diferentes distancias y afiliaciones subjetivas.
Durante las décadas recientes, una conciencia creciente de estas diferencias ha surgido dentro de la antropología euronorteamericana. En un importante análisis, David Scott enunció algunas de las ubicaciones históricas que limitan una “poscolonialidad” emergente en la antropología.
Al plantear de diversos modos el problema del “lugar” y del antropólogo no occidental, tanto Talal Asad (1982) como Arjun Appadurai (1988b) han señalado que, para socavar la asimetría en la práctica antropológica, debería ser mucho mayor el número de antropólogos que estudiaran las sociedades occidentales. Este sería sin duda un paso en la dirección correcta, en la medida en que subvierte la noción predominante de que el sujeto no occidental puede hablar sólo dentro de los términos de su propia cultura. Además, privilegia en algún grado la posibilidad de poner en relación diversos espacios culturales. Al mismo tiempo, parecería fijar y repetir las fronteras territoriales establecidas en la época colonial, dentro de las cuales seda impulso al movimiento de lo poscolonial: centro/periferia (de un modo especial, el centro del gobierno neocolonial y la periferia del origen). Los antropólogos europeos y norteamericanos siguen yendo adonde les place, mientras que el proscolonial se queda en casa o bien va al Occidente. Uno se pregunta si no podría existir una problemática más interesante en el caso de que el intelectual poscolonial de Papúa Nueva Guinea, en lugar de ir a Filadelfia, se dirigiera a Bombay o a Kingston o a Accra. (Scott, 1989: 80).
Salir del campo de fuerzas históricamente polarizado de “Occidente” no es tarea fácil, tal como lo pone en evidencia el análisis que posteriormente hace Scott de Ghosh. Pero Scott tambi{en plantea que el “cruce” intercultural de los antropólogos no debiera reducirse a movimientos entre centros y periferias en un sistema mundial. La etnografía contemporánea, incluyendo la del propio Scott desde Jamaica (vía Nueva York) hasta Sri Lanka, representa el “viaje a Occidente” (Ghosh, citado por Scott, 82). También está viajando en y contra, a través del Occidente.
La etnografía ya no es una práctica normativa de personas de afuera que visitan/estudian a las de adentro sino, con palabras
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de Narayan, una práctica para prestar atención a “las identidades cambiantes en relación con la gente y las temáticas que un antropólogo busca representar” (Narayan, 1993: 30). El modo como se negocian las identidades a través de relaciones, en determinados contextos históricos, es pues un proceso que constituye tanto a los sujetos como a los objetos de la etnografía. Una buena parte de los trabajos que se están produciendo han vuelto explícitos estos complejos procesos relacionales. Paula Ebron (1994, 1996), por ejemplo, realiza una investigación sobre los cantantes de alabanzas mandinka tanto en África Occidental como en Estados Unidos, donde encuentran audiencias que los aprecian. Su etnografía tiene una localización múltiple y –como ella lo demuestra claramente- está enredada con los circuitos de cultura viajera vinculados con la música y el turismo mundiales. También trabaja en una historia de las invenciones occidentales sobre África –cita a Mudimbe (1988)- y de las proyecciones afronorteamericanas más o menos romatizadas, formadas como reacción a las historias de racismo. Ebron se mueve entre estos contextos intersectados. “África” no puede ser mantenida “afuera”. Es una parte problemática y fortalecedora de su propia tradición afronorteamericana, así como también una parada –no un origen- en una continua historia diaspórica de tránsitos y regresos (véase el cap. 10). Esta historia embrolla su etnografía académica, cuyo lugar es la negociación de relaciones de “sujetos en diferencia”, un espacio donde los cantantes de alabanzas, los turistas y los antropólogos reclaman y replantean significados culturales. Su campo incluye los aeropuertos donde se cruzan estos viajeros.
Los rótulos “indígena”, “poscolonial”, “diaspórico” o “minoritario” están con frecuencia en disputa cuando se negocian los “campos” antropológicos. Investigadores como Rosaldo (1989), Kondo (1990), Behar (1993) y Limón (1994), para citar sólo a unos pocos, definen las prácticas espaciales de su trabajo de campo en términos de una política de ubicaciones, de adentrosy ee afueras, de afiliaciones y distancias tácticamente cambiantes. Su “distancia” antropológica es de continuo desafiada, borrada, reconstruida en términos de relaciones. A menudo, ellos expresan sus conocimientos complejamente situados por medio de estrategias textuales en las que tiene preminencia el papel del investigador/teórico narrador, encarnado, viajero. Pero esta opción debería verse como una intervención crítica contra la autoridad neutral,
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incorpórea, y no como una norma emergente. No hay formas narrativas ni modos de escribir apropiados en sí mismos para una política de localización. Otros que trabajan dentro y en contra de una antropología aún predominantemente occidental pueden optar por una retórica más impersonal, desmitificadora, incluso objetiva. David Scott y Talal Asad son ejemplos importantes. Sus discursos, sin embargo, aparecen con claridad como los de investigadores políticamente comprometidos, ubicados, no como los de observadores neutrales. Una muy amplia gama de retóricas y narrativas –personales e impersonales, objetivas y subjetivas, corporizadas y no corporizadas- están a disposición del viajero-investigador localizado. La única táctica excluida, como ha dicho Donna Haraway, es la “Trampa de Dios” (Haraway, 1988).
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Muchos de los antropólogos citados en la sección precedente han hecho algo semejante al trabajo de campo tradicional: estudiar lo que está “afuera” o “abajo”. Esto ha contribuido a su supervivencia, y por cierto a su éxito, dentro del ámbito académico, incluso cuando trabajan para criticarlo o hacerlo accesible. La función de licenciatura que cumple el haber hecho trabajo de campo “real” –intensivo y alejado de la universidad- sigue siendo firme. En realidad, la etnografía que se ubica dentro de afiliaciones diaspóricas puede aceptarse con mayor facilidad que la investigación cuyos componentes son indígenas o nativos, por más ambivalentes que sean. (Recordar que estas localizaciones se dan en un continuo superpuesto, no a cada lado de una oposición binaria). Las (des)localizaciones diaspóricas comprenden en sí mismas el viaje y la distancia, incluyendo por lo general espacios metropolitanos. Las (re)localizaciones nativas, si bien incluyen el viaje, se hallan centradas de un modo que convierte a la metrópoli y la universidad en elementos periféricos. He sugerido que el desplazamiento, la puesta en relación de Scott entre diversos espacios culturales, sigue siendo un rasgo constitutivo del trabajo de campo antropológico. ¿Puede extenderse este desplazamiento para incluir el viaje hacia y a través de la universidad? ¿Puede la universidad misma verse como una suerte de espacio de campo: un lugar de yuxtaposición cultural, extrañamiento, rito de pasaje, un lugar de tránsito y aprendizaje? Mary John (1989) abre tal posibilidad en su
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análisis premonitorio de una “antropología al revés” emergente, comprometida, para las feministas poscoloniales: un viaje forzado y deseado hacia “Occidente” y una coexistencia inestable de roles: el de la antropóloga y el del (la) informante nativos. ¿De qué modo el viaje a través de la universidad reubica el lugar “nativo”, donde la antropóloga mantiene conexiones de residencia, parentesco o afiliación política que exceden las visitas, por más intensivas que estas sean? Angie Chabram explora esta reubicación en su provocativo esbozo de una “etnografía de oposición” chicana (Chabran, 1990). Aquí, las trayectorias “minoritarias” y “nativas” pueden superponerse: enraizadas en la “comunidad” (no importa cómo se la defina) y encauzadas a través de la academia.
Cuando la etnografía ha servido primariamente a los intereses de la memoria comunitaria y la movilización, y sólo en forma secundaria a las necesidades de un conocimiento o ciencia comparativos, se ha tendido a relegarla a las categorías menos prestigiosas de “antropología aplicada”, “historia oral”, “folklore”, “periodismo político” o “historia local”. Pero a medida que el campo de trabajo se arraiga de un modo diferente y se encauza en alguna de las direcciones que he rastreado, puede que muchos investigadores muestren un interés renovado en la investigación aplicada, la historia oral y el folklore, despojados ahora de sus tradiciones a veces paternalistas. El trabajo de movilización oral de la historia de la comunidad en el Proyecto “El Barrio” realizado por el Centro de Estudios Portorriqueños de Nueva York es un ejemplo citado con frecuencia (véase Benmayor, 1991; Gordon, 1993). El libro de Dara Culhane Speck, An Error in Judgement [Un error de juicio] (1987), fusiona cuidadosamente la memoria comunitaria, la investigación histórica y la reivindicación política actual. La sutil articulación de los márgenes que realiza Esther Newton, en tanto leal participante-observadora lesbiana, personaje de afuera/de adentro en una comunidad predominantemente masculina gay, produce una fusión ejemplar de historia oral y crítica cultural (Newton, 1993a). La investigación de Epeli Hau´ofa en Tonga es otro ejmplo (en tanto se diferencia de su trabajo exotista en Trinidad o de sus estudios en Papúa Nueva Guinea, donde él era un tipo diferente de extranjero del “Pacífico”). De regreso a su Tonga nativa para hacer investigación, Hau´ofa escribe en más de una lengua y estilo tanto para analizar como para ejercer influencia en las respuestas locales a la occiden-
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talización. Mantiene una distinción estilísitca entre escribir para la disciplina y escribir como intervención política y como ficción satírica (Hau´ofa, 1982). Pero los recursos están claramente conectados en su punto de vista, y otros podrían verse más inclinados que él a desdibujarlos.
Para hacer antropología “profesional”, uno debe mantener conexiones con los centros universitarios y con sus circuitos de publicación y socialidad. ¿Hasta qué punto han de ser estrechas estas conexiones? ¿Hasta qué punto centrales? ¿Cuándo comienza uno a perder identidad disciplinaria en los márgenes? Estas preguntas han sido siempre acuciantes para los académicos que trabajaron para gobiernos, corporaciones, organizaciones sociales activistas y comunidades locales. Y hoy continúan perturbando y disciplinando el trabajo de los antropólogos diversamente localizados que he analizado. Además la universidad misma no es un sitio único. A pesar de que puede tener raíces occidentales, está hibridada y transculturada en lugares no occidentales. Sus vínculos con la nación, el “desarrollo”, la región, las políticas post-, neo y anticoloniales pueden hacer de ella una base significativamente diferente de operaciones antropológicas, tal como lo pone en evidencia la colección pionera de Hussein Fahim, Indigenous Anthropology in Non-Western Countries [Antropología indígena en países no occidentales] (1982). En principio, por lo menos, las universidades son lugares de teoría comparativa, de comunicación y discusiones críticas entre investigadores. Las interpretaciones etnográficas o etnohistóricas de autoridades no universitarias rara vez se reconocen como discurso plenamente académico; más bien existe la tendencia a considerarlas conocimiento local, amateur. En la antropología, la investigación que produce tal conocimiento, por más intensivo e interactivo que sea, no se considera trabajo de campo.
El “Otro” disciplinario que tal vez resume mejor la frontera aquí analizada es la figura del historiador local. Este cronista supuestamente parcial y conservador de los archivos comunitarios es incluso más difícil de integrar al trabajo de campo convencional que la nueva figura del investigador diaspórico poscolonial, la minoría que se opone o incluso el nativo viajero. Teñido por una supuesta inmovilidad y por presunciones de amateurismo y promoción, el historiador local, tanto como el activista o el trabajador cultural, carece de la “distancia” profesional requerida. Como hemos visto, esta distancia se ha aclimatado en las prácticas
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espaciales del “campo”, un lugar circunscripto en el que uno entra y del cual se va. El movimiento hacia adentro y hacia fuera se ha considerado esencial para el proceso interpretativo, la administración de la profundidad y la discreción, la absorción y la “visión desde lejos” (Lévi-Strauss, 1985).
La frontera disciplinaria que matiene a las autoridades con base local en la posición de informantes se está reestructurando, sin embargo. Queda por verse dónde y cómo se vuelve a trazar esta frontera, qué prácticas espaciales serán acomodadas por la tradición evolutiva del trabajo de campo antropológico y cuáles se excluirán. Pero en este contexto puede ser útil preguntarse de qué modo el legado del trabajo de campo-como-viaje ayuda a dar cuenta de una cuestión planteada durante las recientes sesiones presidenciales sobre la diversidad, en la Asociación Antropológica Norteamericana: el hecho de que las minorías norteamericanas estén ingresando en el campo en número relativamente pequeño. La antropología tiene dificultades para reconciliar los objetivos de distancia analítica con las aspiraciones de los “intelectuales orgánicos” gramscianos. ¿La disciplina ha enfrentado en forma adecuada el problema de efectuar trabajo de campo “real”, sancionado, en una comunidad que uno no quiere abandonar? Partir, tomar distancia han sido fundamentales durante mucho tiempo para la práctica espacial del trabajo de campo. ¿De qué modo puede la disciplina abrir un espacio para una investigación que tiene que ver fundamentalmente con el regreso, la reterritorialización, la pertenencia: lazos que van más allá de lograr el rapport como estrategia de investigación? Robert Alvarez (1994) ofrece un análisis revelador de estas cuestiones, mostrando de qué modo la disciplina valoriza y desvaloriza diversos tipos de compromiso comunitario en el transcurso de la investigación, por caminos que tienden a reproducir una hegemonía blanca.
La definición de “hogar” está en la base de este análisis. En situaciones locales/globales donde el desplazamiento aparece cada vez más como la norma, ¿de qué modo se mantiene y se reinventa la residencia colectiva? (Véase Bammer, 1992). Las oposiciones binarios entre el hogar y el exterior, entre quedarse y mudarse, exigen un cuestionamiento profundo (Kaplan, 1994). Estas oposiciones han sido a menudo encaminadas según líneas de género (espacio femenino, doméstico, versus viaje masculino), clase (la burguesía activa, alienada, versus los pobres estancados, conmo-
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vedores) y raza/cultura (los occidentales modernos, sin raíces, versus los “nativos” tradicionales, arraigados). El mandato del trabajo de campo, de ir a otro lado, construye el “hogar” como un sitio de origen, de semejanza. La teoría feminista y los estudios gay/lesbianos han mostrado, de modo quizá más incisivo, al hogar como un sitio de diferencias no pacificas. Además, frente a las fuerzas globales que restringen el desplazamiento y el viaje, quedarse en el hogar o construirlo puede constituir un acto político, una forma de resistencia. El hogar no es, en cualquier caso, un sitio de inmovilidad. Estas pocas indicaciones, de las cuales podría decirse mucho más, debieran ser suficientes para cuestionar las presunciones antropológicas del trabajo de campo como viaje, la idea de irse en busca de la diferencia. En cierto grado, estas presunciones continúan aplicándose en las prácticas del trabajo de campo “repatriado” (Marcus y Fisher, 1986) y de “estudio” (Nadar, 1972). El campo sigue estando en otro lugar, aunque esté dentro del propio contexto nacional o lingüístico.
Un análisis perturbador del “hogar” con referencia a la práctica antropológica es el que ofrece Kamela Visweswaran (1994). Según ella, la etnografía feminista, parte de una lucha continuada para descolonizar la antropología, necesita reconocer el “fracaso” inevitablemente ligado al proyecto de traducción del cruce cultural en situaciones preñadas de poder. Precisamente en “esos momento en que un proyecto se enfrenta con su propia imposibilidad” (98), la etnografía puede luchar por su responsabilidad, por el sentido de su propia posición. Apoyándose en la formulación de Gayatri Spivak de “las ignorancias sancionadas” propias de todo sujeto politico/cultural, Visweswaran plantea que, al confrontar abiertamente el fracaso, la etnografía feminista descubre tanto límites como posibilidades. Entre estas últimas, se encuentran los movimientos críticos “hacia casa”. En una sección titulada “Trabajo del hogar, no trabajo de campo”, desarrolla un concepto de trabajo etnográfico que no está basado en la dicotomía hogar/campo. El “trabajo del hogar” no se define como lo opuesto al trabajo de campo exotista; no se trata de quedarse literalmente en el hogar o de estudiar la propia comunidad. “El hogar”, para Visweswaran, es la localización de una persona en discursos e instituciones determinantes y atraviesa localizaciones de raza, género, clase, sexualidad, cultura. El “trabajo del hogar” es una confrontación crítica con los procesos a menudo invisibles de
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aprendizaje (la palabra francesa formación resulta apropiada aquí) que nos plasman como sujetos. Jugando con los sentidos pedagógicos del término, Wisweswaran propone el “trabajo del hogar” como una disciplina a la vez de des-aprendizaje y de aprendizaje. El “hogar” es un locus de lucha crítica que fortalece y limita a un tiempo, al sujeto que lleva a cabo una investigación formal. Al desconstruir la oposición hogar/campo, Visweswaran abre el espacio para las rutas no ortodoxas y los enraizamientos del trabajo etnográfico.
Siguiendo una veta relacionada, aunque no idéntica, Gupta y Ferguson (1997) reclaman una antropología centrada en “localizaciones cambiantes más que en campos delimitados”. El suyo es un proyecto reformista, antes que desconstructivo. Si bien rechazan la tradición de una investigación restringida espacialmente, preservan ciertas prácticas asociadas durante mucho tiempo al trabajo de campo. La antropología todavía estudia a los “Otros” intensiva e interactivamente. Provee, nos recuerdan los autores, uno de los ámbitos académicos occidentales donde se considera seriamente a los pueblos desconocidos y marginados. La absorción de largo plazo, el interés en el conocimiento informal y las prácticas corporizadas, así como el mandato de escuchar, son todos elementos de la tradición del trabajo de campo que ellos valoran y desearían preservar. Es más, la noción de localizaciones cambiantes de Gupta y Ferguson sugiere que (aun cuando el etnógrafo está ubicado como alguien de adentro, como “nativo” de su comunidad) la investigación, el análisis y la escritura exigirán alguna toma de distancia y traducción de diferencias. Nadie puede ser parte de todos los sectores de una comunidad. De qué modo se manejan las localizaciones cambiantes, cómo se sostienen la afiliación, la diferencia y las perspectivas críticas: estos han sido y seguirán siendo temas de improvisación táctica tanto como de metodología formal. Por lo tanto, al margen de lo que en el futuro llegue a reconocerse como trabajo de campo reformado, este deberá tomar en cuenta la “relación entre espacios culturales” de David Scott, aunque no necesaria o únicamente siguiendo ejes coloniales o neocoloniales de centro y periferia.
Además, no es preciso que los desplazamientos constitutivos se produzcan entre espacios “culturales”, al menos no del modo como se define convencionalmente dicho concepto, es decir en términos espaciales. Una etnografía concentrada en localizacio-
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nes cambiantes sólo presupondría que las fronteras que se negocian y se cruzan son primordiales para un proyecto co-construido en una “zona de contacto” específica (Pratt, 1992). Est no significaría que las fronteras en cuestión hayan sido inventadas o irreales, sino sólo que no serían absolutas y que podrían ser atravesadas por otras fronteras o afiliaciones también potencialmente relevantes para el proyecto. Esas otras localizaciones constitutivas podrían resultar primordiales en coyunturas históricas y políticas diferentes o en un proyecto con distinto enfoque. No es posible representar “en profundidad” todas las notorias diferencias y afinidades. Por ejemplo, un investigador de clase media que realiza un estudio entre obreros puede considerar que la clase es una localización crítica, incluso si su tópico de investigación gira específicamente en torno de otro aspecto, por ejemplo, las relaciones de género en las escuelas secundarias. En este caso, la raza podría ser o no un sitio de diferencia o afinidad crucial.
Un proyecto siempre “tendrá éxito” según ciertos ejes y “fracasará” (en el sentido constitutivo de Visweswaran) según otros. Por ende, no deberíamos confundir una estrategia de investigación más o menos consciente de localizaciones cambiantes con el estar localizado (a menudo antagonísticamente) en el encuentro etnográfico. Para un hindú que trabaja en Egipto, la religión puede imponerse como un factor principal de diferenciación, afirmando su importancia para un proyecto de investigación sobre técnicas agrícolas, a pesar de los deseos del autor (Ghosh, 1992). Además, el proyecto no tiene por qué ser antagónico. Alguien que estudia su propia comunidad puede ubicarse, firme y amorosamente, como “familia”, imponiendo así restricciones reales con respecto a lo que puede explorarse y revelarse. Un etnógrafo gay o una etnógrafa lesbiana pueden verse limitados/as en lo que hace a subrayar o pasar por alto la ubicación sexual, según el contexto político de la investigación. O bien, un antropólogo del Perú puede sorprenderse negociando una frontera nacional cuando trabaja en México y, en cambio, una frontera racial si lo hace en los Estados Unidos. Los ejemplos podrían multiplicarse.
Ninguna de estas localizaciones es optativa. Ellas son impuestas por circunstancias históricas y políticas. Y dado que las localizaciones son múltiples, coyunturales y cruzadas, no hay garantía posible de una perspectiva, experiencia o solidaridad compartidas. Me apoyo aquí sobre una crítica que no descarta la
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política de identidad y que ha sido expuesta convincentemente por June Jordan (1985) y desarrollada por muchos otros (por ejemplo, Reagon, 1983; Mohanty, 1987). En etnografía, lo que antes se entendía en términos de rapport –una suerte de amistad, parentesco y empatía logrados- aparece ahora como algo más cercano a la construcción de una alianza. La pregunta relevante no es tanto “¿qué es lo que fundamentalmente nos une o nos separa?” sino “¿qué podemos hacer el uno por el otro en la presente coyuntura?” ¿Qué podemos anudar, conectar, articular, a partir de nuestras similitudes y diferencias? (Véase Hall, 1986; 52-55; Haraway, 1992: 306-315). Y cuando la identificación se vuelve demasiado intensa, ¿de qué modo puede gestionarse una desarticulación de propósitos, en el contexto de la alianza, sin apelar a los reclamos de distancia objetiva y tácticas de una partida definitiva? (Para un informe sensible de estas cuestiones en el contexto de la etnografía lesbiana, véase Lewin, 1995).
Al enfatizar las localizaciones cambiantes y las afiliaciones tácticas, se reconocen en forma explícita las dimensiones políticas de la etnografía, dimensiones que pueden estar ocultas por las presunciones de neutralidad científica y de vínculo humano. Pero ¿”políticas” en qué sentido? No existen posiciones garantizadas o moralmente inexpugnables. En el presente contexto –un cambio que va del vínculo a la alianza, de la representación a la articulación- tienden a aparecer algunas prescripciones rígidas de reivindicación. Puede simplemente invertirse una política más antigua de neutralidad, con su objetivo de liberación final: una binaridad muy evidente en la yuxtaposición de los elocuentes y opuestos ensayos de Roy d´Andrade y Nancy Schepper-Hughes, presentados en un foro de Current Anthropology en 1995. El espacio para una política de escepticismo y crítica –que no debe confundirse con falta de pasión o con neutralidad- con respecto a una deslealtad comprometida o a lo que Richard Handler (1985, siguiendo a Sapir) llama “análisis destructivo parece hallarse en peligro. Un modelo de alianza deja poco espacio para trabajar en una situación politizada que no sea del gusto de ninguno de los participantes. No estoy sugiriendo que tal investigación sea superior o más objetiva. También ella es parcial y localizada. Y no debiera ser excluida de la variedad de prácticas de investigación localizadas que hoy se disputan el nombre de “antropología”.
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Estos son sólo algunos de los dilemas que enfrenta la etnografía antropológica a medida que sus raíces y rutas, sus estructuras diferentes de afiliación y desplazamiento, vuelven a elaborarse en los contextos de fines del siglo XX. ¿ Qué queda, si queda algo, de imperativo de viajar, salir de casa, “ingresar en el campo, residir, interactuar con intensidad en un contexto (relativamente) no familiar? Una práctica de investigación definida por “localizaciones cambiantes”, sin una prescripción de desplazamiento físico, de un amplio encuentro cara a cara, podría, después de todo, describir la tarea, hoy frecuente, de un crítico literario atento como muchos lo están hoy en día a los contextos políticos y culturales de diferentes lecturas textuales. O bien, una vez liberado de la noción de un “campo” como un ámbito espacializado de investigación, ¿podría un antropólogo investigar las localizaciones cambiantes de su propia vida? ¿Podría el “trabajo en el hogar” constituir una autobiografía?
Aquí cruzamos una frontera confusa que la disciplina está tratando de definir. La autobiografía puede, por supuesto, ser bastante “sociológica”; puede moverse sistemáticamente entre la experiencia personal y las preocupaciones generales. Hoy se acepta ampliamente cierto grado de autobiografía, considerándola relevante para los proyectos autocríticos de análisis cultural. Pero ¿en qué medida? ¿Dónde se traza la línea? ¿Cuándo se descarta el autoanálisis como “mera” autobiografía? (A veces, uno oye decir que ciertas dosis más bien modestas de revelación personal en las etnografías son solipsismo o “contemplación del propio ombligo”). Escribir una etnografía del propio espacio subjetivo como una suerte de comunidad compleja, un sitio de localizaciones cambiantes, podría defenderse como una contribución válida al trabajo antropológico. Sin embargo, no creo que en general pudiera reconocerse esa actividad como total o típicamente antropológica, tal como todavía lo es el trabajo en un campo exteriorizado. Sería imposible recibir un doctorado, o encontrar un trabajo en una facultad de Antropología, por una investigación autobiográfica. La herencia del campo en la antropología requiere, por lo menos, que la investigación de “primera mano” incluya interacciones extensas cara a cara con miembros de una comunidad. Las prácticas de desplazamiento y encuentro todavía desempeñan una función definitoria. Sin ellas, lo que se somete a análisis no son nuevas versiones del trabajo de campo sino una serie de prácticas bastante diferentes.
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En este ensayo, he tratado de mostrar cómo las prácticas espaciales definidas, las estructuras de residencia y viaje, han constituido el trabajo de campo en la antropología. He sostenido que el disciplinamiento del trabajo de campo, de sus emplazamientos, rutas, temporalidades y prácticas corporizadas, han sido fundamental para mantener la identidad de la antropología sociocultural. Generalmente cuestionado y sometido a renegociación, el trabajo de campo sigue siendo una marca de distinción disciplinaria. Los elementos más discutidos del trabajo de campo tradicional son, tal vez, su imperativo de dejar el hogar y su inscripción dentro de relaciones de viaje dependientes de definiciones coloniales (basadas en la raza, la clase y el género) del centro y la periferia, lo cosmopolita y lo local. El requisito de que el trabajo de campo antropológico debe ser intenso e interactivo es menos controvertido, a pesar de que los criterios para medir la “profundidad” son hoy más discutibles que nunca. ¿Por qué no purgar simplemente a la disciplina del legado del vuaje exotista, sin dejar de apoyar el estilo intensivo/interactivo de investigación? De un modo utópico, podría defenderse tal solución, y en realidad, las cosas parecen encaminarse en esta dirección general. Deborah D´Amico-Samuels impulsa un ritmo extremo en un ensayo que anticipa muchas de las críticas que acabo de mencionar. Ella cuestiona las definiciones tradicionales espaciales y metodológicas del “campo”, concluyendo en forma rigurosa que “el campo está en todas partes” (1991: 83). Pero si el campo está en todas partes, no está en ninguna. No debería sorprendernos que las tradiciones e intereses institucionales resistan disoluciones tan radicales del trabajo de campo. Por ende, es probable que algunas formas de viaje, de desplazamiento disciplinado dentro y fuera de la propia “comunidad” (rara vez un espacio único, de todos modos) sigan siendo la norma. Y este “viaje” disciplinario requerirá, por lo menos, una estadía seria en la universidad. Concluyo, provocativamente, en este azaroso tiempo futuro.
El viaje, redefinido y ampliado, seguirá siendo parte constitutiva del trabajo de campo, al menos en el futuro cercano. Ello será necesario por razones institucionales y materiales. La antropología debe preservar no sólo su identidad disciplinaria sino también su credibilidad frente a las instituciones científicas y las fuentes de financiación. Teniendo en cuenta su genealogía compartida con otras prácticas de investigación de las ciencias naturales (y socia-
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les), no es un accidente que el campo haya sido llamado muchas veces el “laboratorio” de la antropología. Los medios académicos y gubernamentales que controlan los recursos suelen sostener criterios de objetividad asociados con una perspectiva distanciada y construida desde afuera. Por ello, sin duda, la antropología sociocultural seguirá viéndose apremiada para certificar las credenciales científicas de una metodología interactiva, intersubjetiva. Los investigadores ser verán obligados a mantener cierta “distancia” con respecto a las comunidades que estudien. Por supuesto, la distancia crítica puede defenderse sin apelar a los fundamentos últimos de la autoridad en objetividad científica. Lo que se discute es de qué modo se manifiesta la distancia en las prácticas de investigación. En el pasado, dejar físicamente el “campo” para “escribir” los resultados de la investigación en el ámbito presumiblemente más crítico, objetivo o por lo menos comparativo de la universidad se consideraba una garantía importante de independencia académica. Como hemos visto, esta espacialización de las localizaciones de “adentro” y “afuera” ya no goza de la credibilidad que tenía entonces. ¿Encontrará la antropología modos de adoptar seriamente nuevas formas de investigación de “campo” que difieran de los anteriores modelos del viaje centrado en la universidad, la discontinuidad espacial y la desvinculación final?
A medida que la antropología se mueve, con vacilaciones, en direcciones posexotistas, poscoloniales, comienza a producirse una diversificación de las normas profesionales. El proceso, acelerado por críticas políticas e intelectuales, se ve reforzado por limitaciones materiales. En muchos contextos, habida cuenta de los niveles cada vez más bajos de financiación, el trabajo de campo sociocultural tendrá que ser realizado cada vez más “a lo barato”. Para los estudiantes graduados, las estadías de alrgo plazo en el extranjero, relativamente costosas, resultan sencillamente imposibles, e incluso un año de investigación de tiempo completo en una comunidad norteamericana puede ser muy costoso. Si bien el trabajo de campo tradicional mantendrá sin duda su prestigio, la disciplina podrá alcanzar paulatinamente un gran parecido con las antropologías “nacionales” de muchos países europeos y no occidentales, cuya norma son las visitas breves y repetidas y es rara la investigación totalmente financiada de muchos años. Es importante recordar que el trabajo de campo profesional en el modelo malinowskiano dependía materialmente de la moviliza-
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ción de fondos para una nueva práctica “cientifica” (Stocking, 1984a). “La etnografía del metro”, como la de Karen McCarthy Brown (analizada más arriba), será cada vez más común. Pero aun cuando a medida que las visitas y la “frecuentación profunda” reemplacen la co-residencia extensa y el modelo de carpa en la aldea, los legados del trabajo de campo exotista influyen en el habitus profesional del “campo”, concebido ahora menos como un lugar diferente y separado que como un conjunto de prácticas de investigación corporizadas, de pautas de separación, de distancia profesional, de ir y venir. He ubicado el trabajo de campo en una larga tradición, cada vez más cuestionada, de prácticas de viaje occidentales. También he indicado que otras tradiciones de viaje y otras rutas diaspóricas pueden ayudar a renovar las metodologías del desplazamiento, produciendo metamorfosis del “campo”. El “viaje” denota prácticas más o menos voluntarias de abandono del terreno familiar en busca de la diferencia, la sabiduría, el poder, la aventura o una perspectiva modificada. Estas experiencias y deseos no pueden limitarse a hombres occidentales privilegiados, aunque esa elite haya definido en gran parte los términos del viaje que orientan a la antropología moderna. Es necesario repensar el viaje en diferentes tradiciones y circunstancias históricas. Además, al criticar los legados específicos del viaje, sería bueno no descansar en un localismo no crítico, reverso de lo exótico. Es válido el lugar común de “el viaje ensancha”.[28] Por supuesto, la experiencia no ofrece resultados garantizados. Pero, a menudo, salir del lugar habitual permite que se produzcan cosas inesperadas, incontrolables (Tsing, 1994). Una amiga antropóloga, Joan Larcom, me dijo una vez, con pesar y agradecimiento: “El trabajo de campo me brindó algunas experiencias que yo no creía merecer”. Recuerdo haber pensado que una disciplina capaz de dar esto a quienes la practican ha de tener sentido. ¿Es posible validar tales experiencias de desplazamiento sin hacer referencia a un “rito de pasaje” profesional, desconcertante?
Vivir en otro lado, aprender una lengua, ponerse en situaciones extrañas y tratar de resolverlas puede ser un buen modo de aprender algo nuevo, sobre uno mismo y, simultáneamente, sobre la gente y los lugares que uno visita. Esta verdad común estimuló por mucho tiempo a la gente a entrar en contacto con culturas diferentes de la propia. Enfatiza lo que aún parece ser lo más
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valioso en las tradiciones vinculadas/distintivas del viaje y la etnografía. El trabajo de campo intensivo no garantiza comprensiones privilegiadas o completas. Tampoco lo hace el conocimiento cultural de los expertos indígenas, de los que viven “adentro”. Estamos situados de diversos modos, como residentes y como viajeros en nuestros “campos” despejados de conocimiento. ¿Es esta multiplicidad de localizaciones un mero síntoma más de la fragmentación posmoderna? ¿Puede ser transformada colectivamente en algo más sustancial? ¿Puede la antropología ser reinventada como un foro que dé cabida a trabajos de campo diversamente orientados: un sitio donde diferentes conocimientos contextuales sostengan un diálogo crítico y una polémica respetuosa? ¿Puede la antropología alentar una crítica de la dominación cultural que abarque sus propios protocolos de investigación? La respuesta no es clara: siguen existiendo fuerzas poderosas, dotadas de una nueva flexibilidad, centralizadoras. Los legados del “campo” tienen vigor en la disciplina y son profunda, tal vez productivamente, ambiguos. Me he centrado en algunas prácticas espaciales definitorias que deben desviarse hacia nuevos objetivos, si es que ha de surgir una antropología con centros múltiples.
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[1] Para el surgimiento de esta norma del trabajo de campo y su “magia”, véase la versión clásica en Stocking (1992, cap. 1). Mi presente análisis se limita en gran medida a las tendencias euroamericanas. Me uno a Grupta y Ferguson (1997) al admitir mi “ignorancia consentida” (Spivak, 1988; John, 1989) con respecto a muchos contextos y prácticas antropológicas no occidentales. Y aun dentro del “centro” disciplinario discutido pero poderoso, mi análisis está dirigido ante todo a América del Norte y, en cierta medida, a Inglaterra. Si las cuestiones planteadas se extienden más allá de estos contextos, lo hacen con reservas que aún no estoy en condiciones de analizar en forma sistemática.
[2] Renato Rosaldo, comentario en la conferencia “Anthropology and ‘the Field’ (La antropología y el campo), Universidad de Stanford, 18 de abril de 1994. El contexto fue una comparación de la etnografía realizada por antropólogos posexóticos y especialistas en estudios culturales. ¿Qué es lo que, a falta de una residencia extensa, garantiza la “profundidad” interactiva?
[3] George Marcus (1995: 100), en su reciente informe sobre el surgimiento de una “etnografía multilocal”, confronta esta cuestión y sostiene que tales etnógrafos son “inevitablemente el producto de bases de conocimiento con intensidades y cualidades variables”. Agrega: “La apreciación de los antropólogos con respecto a la dificultad de realizar una etnografía intensiva en cualquier sitio y la satisfacción derivada de ese trabajo en el pasado, cuando había sido bien hecho, es quizá lo que los hará vacilar si el etnógrafo se vuelve móvil y aun proclama que ha realizado un buen trabajo de campo”. Por sobre todo, el importante intento que realiza Marcus para comprender un fenómeno emergente excede la cuestión del trabajo de campo. Simplemente llama etnografía a todas las nuevas prácticas móviles: una orientación manifiestamente interdisciplinaria, aun cuando retenga ciertos rasgos antropológicos reconocibles (perspectivas cercanas, traducciones transculturales, aprendizaje de la lengua, atención a las prácticas cotidianas, etcétera).
[4] Los criterios con relación al trabajo de campo adecuado han tendido a imponerse a través de un consenso tácito, antes que de reglas explícitas. Una cultura profesional reconoce la “buena” etnografía y los buenos etnógrafos en formas que un extraño puede considerar oscuras y hasta arbitrarias. No me interesa, sin embargo, distinguir la investigación de diferente calidad o mostrar cómo funcionan profesionalmente las distinciones específicas. Esto exigiría una historia y sociología de la disciplina para cuya provisión no estoy calificado.
[5] Resulta difícil de concebir una oferta única que intentara integrar el trabajo actual en la antropología física y la arqueología. La mayoría de los departamentos apoyan caminos diferentes, con esperanzas –más o menos serias- de una fertilización recíproca.
[6] Se trata de una tensa frontera que, al menos en Estados Unidos, es un sitio de guerras por el territorio. En el lado antropológico, ha habido un descontento recurrente con respecto al mal uso del concepto de cultura y a la etnografía superficial. Además, algunos antropólogos combativos han caído en la tentación de desechar los estudios culturales por considerarlos sólo como más “posmodernismo” a la moda. Este reflejo es visible actualmente en las reacciones negativas a las nuevas políticas editoriales de Barbara y Dennis Tedlock en la revista emblemática de la disciplina: American Anthropologist. En la reunión anual de la Asociación Antropológica Norteamericana se presentó (y fue derrotada) una moción para censurar el “giro posmoderno” de la revista. Dale Eickelman (citado por la Chronicle of Higher Education, expresa un sentido más ambivalente de la tensa frontera, en tanto considera que un reciente “artículo, con profusión de fotografías, sobre la comercialización del kitsch religioso en el Cairo es algo radicalmente nuevo para la revista, un trabajo que ‘recaptura una parte del territorio del cual se apropiaron los estudios culturales’” (Zalewski, 1995: 16). Handler (1993) brinda una acertada visión de la frontera de los estudios culturales, desde el lado antropológico.
[7] Cabe pensar en la Escuela de Chicago. En tiempos más recientes, la obra de Becker (vb. 1986), Van Maanen (1988), Burawoy y otros (1991) y Wellman (1995) se refiere explícitamente a los debates antropológicos acerca de la autoridad etnográfica. La antropología se ha distinguido de la sociología, hasta tiempos relativamente recientes, por un objeto de investigación (lo primitivo, lo tribal, lo rural, lo subalterno, en especial no occidental y premoderno). Michèle Duchet (1984) ha rastreado la emergencia de un objeto especial de la antropología hasta la antropología-sociología del siglo XVIII, que dividía al globo según una serie de dicotomías familiares: con/sin historia, arcaico/moderno, alfabeto/analfabeto, distante/cercano. En la actualidad, cada oposición se ha vuelto empíricamente borrosa, políticamente cuestionada y teóricamente desconstruida.
[8] Mis presentes comentarios se basan en conversaciones con Susan Harding. Por cierto, su práctica de investigación híbrida fue mi punto de partida para reconsiderar el “campo” en antropología. Las publicaciones de su obra en preparación incluyen Harding (1987, 1990, 1993).
[9] Mi extinto colega David Schneider nunca se cansaba de recordarme que el trabajo de campo no constituía el sine qua non de la antropología. Su posición general, una crítica de mi obra entre otras, aparece en Schneider on Schneider (1995, esp. cap. 10), un libro de entrevistas mordaces, divertidas y desforadas. Schneider sostiene que los antropólogos famosos se distinguen por las ideas y por las innovaciones teóricas antes que por un buen trabajo de campo. La etnografía, en su opinión, es un proceso de generación de hechos confiables que tienden a confirmar ideas preconcebidas o son irrelevantes para las conclusiones finales del trabajo. El trabajo de campo constituye la coartada empírica para un positivismo cuestionable. Rechaza los reclamos en el sentido de que la investigación de campo entraña una forma de aprendizaje interactivo distintiva o particularmente vaiosa. Pero, sometido a la presión de Richard Handler, su interlocutor, Schneider se aparta de sus puntos más extremos. Por ejemplo, acepta que la buena etnografía y la buena teoría no son estrictamente separables para forjar reputaciones, y reconoce que los antropólogos (erróneamente) ponen un énfasis especial y definitivo en el trabajo de campo. También concede que el trabajo en el campo puede producir nuevas ideas y cuestionar presuposiciones. No hace comentarios, sin embargo, acerca de cómo la etnografía aprobada funciona en formas normativas dentro de la disciplina. Las estructuras de Schneider, con su vehemencia característica, son un correctivo para el enfoque de este capítulo. Y su posición final parece ser que si bien el trabajo de campo constituye sin duda una marca distintiva de la antropología sociocultural, no se lo debe fetichizar. Estoy de acuerdo. No estoy de acuerdo en que la antropología es (o debiera ser) el “estudio de la cultura”. Este es, también, un problemático salvavidas disciplinario. Echo de menos las leales provocaciones de David y, por cierto, no pretendo tener la última palabra en esta discusión.
[10] Malinowski (1961: 11). History of Ethnological Theory (1937) comienza con una distinción nítida entre la etnografía antropológica y el viaje exotizante, “literario”. Para una crítica de este cambio discursivo, véase Pratt (1986).
[11] Los suplementos “El viajero sofisticado”, que publican ensayos sobre viajes producidos por escritores bien conocidos, son –junto con la sección semanal de viajes que sale los domingos- fuentes fundamentales de ingresos por avisos. Una introducción de los editores del Times, A. M. Rosenthal y Arthur Gelb, a la primera de una serie de antologías basadas en los suplementos, reivindica una equivalencia entre el periodismo sensible y la escritura literaria de viajes (Rosenthal y Gelb, 1984).
[12] Muchas “buenas” librerías consagran ahora la distinción turista/viajero al mantener secciones separadas y bien surtidas, para las guías y los libros de viajes.
[13] Van Maanen (1988) ofrece un equilibrio informe sobre los nuevos enfoques de la escritura etnográfica y sus consecuencias para el trabajo de campo (antropológico y sociológico). El título de su libro, Tales of the Field [Relatos del campo], es un índice de mi presente tema: viajeros, no científicos, relatan cuentos.
[14] Marcus (1995: 105-110) reemplaza la imagen de la residencia etnográfica con la del “seguimiento”. La etnografía multilocal cubre una amplia extensión, y ello por rutas que a menudo no pueden ser prefiguradas.
[15] La literatura es ahora muy extensa. Golde (1986); Moore (1988); Bell, Caplan y Karim (1993), y Behar y Gordon (1995) señalan la variedad actual de las agendas feministas.
[16] La olvidada obra de Ruth Landes constituye una excepción. El informe iluminador de Sally Cole (1995), que llegó demasiado tarde para integrarlo en este ensayo, confirma, según creo, mi enfoque general. Landes brindó una sostenida atención a la “raza” y se resistió a que fuera subsumida bajo la “cultura”. Otorgó preeminencia a las cuestiones de corporización y sexualidad en un trabajo de campo que se presentaba en términos relacionales, personales. Quebró el tabú disciplinario sobre las relaciones sexuals en el campo. Su obra sobre el candomblé en Bahía, The City of Women [La ciudad de las mujeres] (1947), fue rechazada, según Cole, por guardianes poderosos que la consideraron un “documental de viaje” (teñido también por la asociación con los desvalorizados géneros del periodismo y el folklore). La obra de otra víctima de la profesionalización, Zora Neale Hurston, se vio marginalizada en forma similar, ya que se la consideró demasiado subjetiva, literario o folklórica. La acogida de Hurston fue exacerbada (y lo es todavía) por nociones esencialistas de identidad reacial que la interpretaron en forma negativa como a una etnografía nativa limitada, y en forma positiva como un conducto para la autenticidad cultural negra. Tales acogidas, académica y no académica, omiten los diferentes mundos y afiliaciones de raza, género y clase que sorteó su trabajo realizado en el Sur rural, durante el Renacimiento de Harlem, y en la Universidad de Columbia. La literatura y los debates sobre Hurtson son ahora bastante extensos. Hernández (1995) ofrece un análisis valioso.
[17] Boon (1977) representa una exploración histórica clarividente. Los antropólogos están comenzando a escribir tímidamente acerca/dentro de esta frontera (Crick, 1985; Boon, 1992; Dubois, 1995).
[18] Sobre los viajes orientalistas sexualizados de Flaubert, véase Behdad (1994). También podr{ia mencionarse a Bali como un lugar para el turismo sexual gay antes de 1940.
[19] Quizás una de las consecuencias de este tabú del sexo físico ha sido la restricción del análisis de lo “erótico” en el trabajo de campo. Newton (1993) proporciona un antídoto.
[20] He estado utilizando el término “habitus” en el sentido social-científico, generalmente reconocido, que familiarizó Bourdieu (1977). Esta noción consdiera que lo social se inscribe en el cuerpo: un repertorio de prácticas antes que de reglas, una disposición para intervenir en el juego social. Hace que las concepciones de la estructura social y cultural tengan un carácter mayor de procesos: corporizadas y practicadas. A diferencia de su uso por parte de Defert, presupone las nociones modernas de sociedad y cutura. El antiguo sentido de “habitus” considera la subjetividad como una cuestión de gestos, apariencias, disposiciones físicas y vestimenta concretos y significativos, sin referencia a aquellas estructuras determinantes, que se hicieron hegemónicas sólo a fines del siglo XIX.
[21] El caso de Isable Eberhardt se complica por la coincidencia de género y curce vestimentario cultural. Véase el agudo análisis de Behdad (1994).
[22] Kirin Narayan, en su cuidadosa etnografía reflexiva, Storytellers, Saints, and Scoundrels (1989) [Narradores, santos y bribones], proporciona una fotografía de ella en el campo. El foco de su investigación fue el departamento de Swamiji, un narrador gurú de la India occidental, y la fotografía muestra a varias mujeres sentadas en el suelo. Ninguna de ellas es Narayan, aunque si hubiese estado entre aquellas, con su sari y sus rasgos “hindúes” no habría sido fácil distinguirla de las otras mujeres sudasiáticas. La leyenda reza: “Escuchando con atención desde el lado del cuarto destinado a las mujeres. El bolso y el estuche de la cámara indican mi presencia”. Los accesorios de su profesión ocupan el discreto lugar de la etnógrafa. Por cierto, a lo largo del libro, el grabador de Narayan es un tópico explícito de análisis para Swamiji y sus seguidores.
[23] Las apariencias “externas” son poderosas. Dorrine Kondo (1986: 74), en su importante exploración de los procesos de disolución y reconstrucción del yo en los encuentros del trabajo de campo, comienza su informe con una inquietante mirada a su propia imagen, reflejada en la vidriera de un carnicero de Tokio, cuando hace las compras para su “familia” japonesa. Por un instante no se la puede distinguir en todos los detalles –vestimenta, cuerpo, gestos- de una típica ama de casa joven, “una mujer que camino con una inclinación característicamente japonesa en las rodillas y en el deslizamiento de los pies. De pronto apreté con fuerza la manija del carrito, para estabilizarme, mientras me envolvía un mareo… El miedo de que quizá nunca podría salir de este mundo en el que estaba inmersa se instaló en mi mente y se negó con obstinación a abandonarme, hasta que resolví mudarme a una nueva vivienda, distanciarme de mi hogar japonés y de mi existencia japonesa”. En los cruces de fronteras del trabajo de campo se moviliza una “experiencia” holística, con su riesgo. Kondo sostiene que esta experiencia corporizada debe convertirse en una representación etnográfica explícita.
[24] Acerca de la relación no idéntica e imbricada entre las localizaciones indígenas, diaspóricas y poscoloniales, véase el capítulo 10.
[25] Desde luego, me refiero a las pautas y presiones normativas. En realidad, se ha hecho mucho trabajo de campo fuera de la “aldea” (metonímicamente) o del “emplazamiento de campo”. Esto se permite en la antropología, mientras el trabajo se considere periférico con respecto a un sitio central de encuentro intensivo. En otras tradiciones del trabajo de campo –por ejemplo, las de obtención y transcripción en lingüística- los hoteles y hasta las universidades pueden ser sitios primarios del “campo”. Tales prácticas han sido desaconsejadas activamente en la antropología.
[26] Así, muchos antropólogos fueron heridos –y hasta desconcertados- por ataques como el de Deloria en Custer Died of Your Sins (1969) [Custer murió por tus pecados]. El visitante predatorio que describió, apenas mejor que un turista, parecía una caricatura. Los antropólogos fueron “localizados” con hostilidad, sacudidos bruscamente para quitarles el carácter de una persona autoconfirmatoria.
[27] Agradezco a Teresia Teaiwa. En cuanto a su propia y muy compleja localización “nativa”, véase Joanne Marie Barker y Teaiwa (1994).
[28] Lo sostengo aun frente al comentario de mi colega Chris Connery sobre Paul Theroux: “¡El viaje limita!”.
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Fuente: http://tanlejostancercafilub.blogspot.com/2007/04/itinerarios-transculturales-james.html

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