lunes, 27 de junio de 2011

Los productos puros enloquecen (James Clifford)

Los productos puros enloquecen
James Clifford
Introd. de “Dilemas de la Cultura. Antropología, literatura y arte en la perspectiva posmoderna”, Gedisa, Barcelona, 1995, [The Predicament of Culture, 1988].
En otros tiempos éramos los dueños de la tierra, pero desde que llegaron los gringos nos hemos convertido en verdaderos parias…
Esperamos que llegará el día en que comprendan que somos sus raíces y que debemos crecer juntos como un árbol gigante con sus ramas y flores.
Francisco Servin, Pazi-Tavytera, en el Congreso Indígena, Paraguay, 1974.
En algún momento hacia 1920, en un suburbio de Nuerva Jersey de la ciudad de Nueva York, un joven médico escribió un poema sobre una chica a la que llamó Elsie. La veía trabajando en su cocina o en el lavadero, ayudando a su esposa en la limpieza de la casa o con los niños. Algo en ella lo desconcertaba. Parecía resumir todo lo que había alrededor: su familia, su práctica profesional como novato, su arte, el mundo moderno que los envolvía y los apresaba en su movimiento tambaleante.
El poema que William Carlos Williams escribió era un torrente de asociaciones que empezaban con una famosa afirmación:
Los productos puros de América
enloquecen
y continuando casi sin tomar aliento…
gente de las montañas de Kentucky
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en el saliente extremo norte
de Jersey
con sus lagos aislados y
sus valles, sus antiguos nombres
de sordomudos y ladrones
y la promiscuidad entre
hombres “a los que el diablo se lleve” que tomamos
ferrocarriles
por puro afán de aventura
y a los jóvenes desgreñados, bañados
en la mugre
de lunes a sábado
para ser trampeados esa noche
con cacharros
de imaginación que no tienen
tradiciones campesinas para darles
carácter
y sólo confusión y alarde
puros harapos, sucumbiendo sin
emoción
salvo un terror aterido
bajo algún cerco de cerezo
o viburno
que ellos no pueden expresar
A menos que ese matrimonio
tal vez
con una pizca de sangre india
arroje a una niña tan desolada
tan rodeada
de enfermedad y asesinato
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que sea rescatada por
un agente
criada por el Estado y
enviada a los quince años a trabajar
bajo una dura presión
en una casa del suburbio
la familia de algún doctor, alguna Elsie
agua voluptuosa
que expresa con rotos
sesos la verdad sobre nosotros,
sus grandes
desgarbadas caderas, sus pechos sueltos
listos para la barata
pedrería
y los jóvenes ricos con ojos hermosos
cuando de repente la furiosa descripción toma otro rumbo:
como si la tierra bajo nuestros pies
fuera
un excremento de algún cielo
y nosotros degradados prisioneros
destinados
al hambre y a comer porquería
mientras que la imaginación tiende
al ciervo
que va por los campos de la varilla de oro
en el calor agobiante de setiembre
De algún modo
parece destruirnos
Son sólo manchas aisladas que
algo
está despidiendo
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Nadie
para atestiguar
y ajustar, nadie para conducir el automóvil
Estos versos surgieron durante la elaboración del tratado dadaísta de Williams sobre la imaginación, Spring & All (1923). Espero que puedan servir como pretexto para este libro, una forma de arrancar con un dilema. Llamamos al dilema modernidad etnográfica; modernidad puesto que la condición de desarraigo y movilidad que enfrenta es un destino crecientemente común; etnográfica porque Williams se encuentra descentrado entre tradiciones dispersas. “Elsie” representa a la vez una ruptura cultural local y un futuro colectivo. Para Williamos la historia de ella es ineludiblemente la de él, la de todos. Al contemplar las “grandes caderas desgarbadas y los pechos caídos” siente que todo está cayendo, en todas partes. Todos los lugares hermosos, primitivos, están en ruinas. Una especie de incesto cultural, una sensación de historia de fuga impregna e impulsa el torrente de las asociaciones.
Este sentimiento de pérdida de autenticidad, de la “modernidad” que arruina cierta esencia o fuente, no es nuevo. En The Country and the City (1973) Raymond Williams encuentra que e una “estructura de sentimiento” reiterativa, pastoral. Repetidamente a través de los milenios el cambio se configura como desorden, los productos puros enloquecen. Pero la imagen de Elsie sugiere un nuevo giro. Hacia la década de 1920 se ha vuelto imaginable un espacio verdaderamente global de conexiones y disoluciones culturales: las autenticidades locales se encuentran y confunden en escenarios urbanos y suburbanos efímeros; escenarios que incluirán los vecindarios de inmigrantes de Nueva Jersey, expansiones multiculturales como Buenos Aires, los municipios de Johannesburgo. Mientras que William Carlos Williams invoca los productos puros de América, el “nosotros” que viaja a los tumbos en el automóvil sin conductor es claramente algo más. El modernista etnográfico busca lo universal en lo local, el todo en la parte. La famosa elección de Williams de un habla norteamericana (y no inglesa), su poética basada en lo regional y su práctica médica no han de separarlo de los procesos humanos más generales. Su cosmopolitismo requiere un giro perpetuo entre los afectos locales y las posibilidades generales.
Elsie perturba el proyecto, porque su existencia misma sucita incertidumbres históricas que socavan la posición segura del
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médico-poeta modernista.[1] Su respuesta ante el desorden que ella le presenta es compleja y ambivalente. Si las tradiciones auténticas, los productos puros, están cediendo en todas partes ante la promiscuidad y la falta de propósito, la opción de la nostalgia no tiene encanto. No hay retorno, no hay esencia a redimir. Aquí y en todos sus escritos, Williams evita los reclamos pastorales y folkloristas comunes entre otros liberales de la década de 1920, y exhorta, preserva, colecciona, una verdadera cultura rural en lugares amenazados como los Apalaches. Tales autenticidades serían en el mejor de los casos purificaciones estéticas artificiales (Whisnant, 1983). Tampoco se inclina Williams por otras dos formas comunes de enfrentar el ímpetu de la historia. No evoca a Elsie y a la idiocia de la vida rural para celebrar un futuro progresista y tecnológico. Comparte su destino, porque ahí realmente “no hay nadie que conduzca el automóvil”, una situación aterradora. Tampoco se resigna Williams con tristeza a la pérdida de las tradiciones locales en una modernidad entrópica, visión común entre los profetas de la homogeneización cultural, quienes deploran los trópicos arruinados. En cambio afirma que “algo” está siendo “despedido” aunque sólo sean “manchas aisladas”.
Vale la pena detenerse en la discrepancia entre este “algo” emergente y disperso y el automóvil en que todos “nosotros” viajamos. ¿Es posible resistir el impulso del poema, su precipitada inevitabilidad? Hacerlo no significa tanto ofrecer una lectura adecuada (de una secuencia poética abstraída de Spring & All), como reflexionar sobre diversas lecturas, diversas “Elsies” históricas. Que esta figura problemática, con su “pizca de sangre india”, su desgarbada forma femenina, su desarticulación, represente a los grupos marginados o silenciados en el Occidente burgués: los “nativos”, las mujeres, los pobres. Hay violencia, curiosidad, piedad y deseo en la mirada del poeta. Elsie provoca emociones muy mezcladas. De nuevo una mujer, posiblemente con el cuerpo de color, sirve como sitio de atracción, repulsión, apropiación simbólica. Elsie vive sólo para los ojos de los hombres privilegiados. Es una confusión inarticulada de orígenes perdidos, y no va a ninguna parte. Williams lo evoca con enojo, con una débil simpatía, y luego convierte todo esto en historia moderna. Tras dos tercios del poema, el relato personal de Elsie se desvía hacia lo general; su propia senda por la cocina suburbana se desvanece. Ella, Williams, todos nosotros estamos atrapados en el ineludible impulso de la modernidad.
Algo similar ocurre siempre que pueblos marginales entran
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en un espacio histórico o etnográfico que la imaginación occidental ha definido. “Al entrar en el mundo moderno” sus historias distintas se desvanecen con rapidez. Barridos en un destino dominado por el Occidente capitalista y por diversos socialismos tecnológicamente avanzados, estos pueblos repentinamente “atrasados” ya no inventan futuros locales. Lo que es diferente en ellos permanece aferrado a los pasados tradicionales, estructuras heredadas que resisten o ceden ante lo nuevo pero no pueden producirlo.
Este libro propone una visión histórica diferente. No contempla un mundo poblado por autenticidades en peligro, productos puros que siempre enloquecen. Más bien deja espacio para vías específicas a través de la modernidad; un reconocimiento anticipado por la pregunta discrepante de Williams: ¿qué es lo “despedido” por historias individuales como la de Elsie? ¿Son las “manchas aisladas” chispas que se extinguen? ¿Nuevos comienzos? ¿O…? “Componer (No ideas / sino cosas). ¡Inventar!” Este fue el lema de Williams (1967: 7). En Spring & All el futuro humano es algo que debe crearse de modo imaginativo, y no simplemente soportarse: “La nueva forma tratada como realidad en sí misma… Para entrar en un nuevo mundo y tener ahí libertad de movimiento y novedad” (1923: 70, 71). Pero ahora deben formularse preguntas geopolíticas a cada poética inventiva de la realidad, incluso la exigida por este libro: ¿La realidad de quién? ¿El nuevo mundo de quién? ¿Dónde exactamente se sitúa alguien para escribir “como si la tierra debajo de nuestros pies/ fuera excremento de algún cielo/ y nosotros… destinados…?”.
Las personas y las cosas están cada vez más fuera de lugar. Médico-poeta, trabajador de campo, Williams observa y escucha a inmigrantes de Nueva Jersey, trabajadores, mujeres dando a luz, adolescentes de rostros granujientos, casos mentales. En sus vidas y palabras, encontradas a través de una privilegiada observación participante, tanto pética como científica, encuentra material para su escritura. Williams se mueve libremente en las casas de sus pacientes, manteniendo una distancia médico-estética (aunque algunas veces con gran dificultad, como en las secuencias de “cosa hermosa” de Paterson, libro 3). El encuentro con Elsie es algo diferente: una extraña perturbadora aparece dentro del espacio doméstico burgués. No se la puede mantener a distancia.
La invasión de una persona ambigua de origen cuestionable anticipa desarrollos que serían ampliamente evidentes sólo des-
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pués de la Segunda Guerra Mundial. Las relaciones coloniales serían cuestionadas en profundidad. Después de 1950 los pueblos en cuyo nombre habían hablado durante mucho tiempo etnógrafos, administradores y misioneros de Occidente empezaron a hablar y actuar con más fuerza por sí mismos en un escenario global. Fue cada vez más difícil mantenerlos en sus lugares (tradicionales). Distintos modos de vista destinados alguna vez a fundirse en un “mundo moderno” reafirmaron su diferencia, en formas novedosas. Percibimos a Elsie de modo diferente a la luz de estos desarrollos.
Leyendo contra el impulso del poema, desde nuevas posiciones, podemos preguntarnos: ¿Qué se hace de esta niña después de su faena en la cocina de Williams? ¿Debe simbolizar ella un punto muerto? ¿Qué prefigura Elsie? Como mujer: su cuerpo desgarbado es símbolo de fracaso en un mundo dominado por la mirada del varón, o por la imagen de una forma femenina poderosa y “desordenada”, una alternativa para las definiciones sexistas de la belleza. Como producto impuro: esta mezcla de orígenes es un alma perdida y desarraigada o una nueva persona híbrida, menos doméstica que el hogar de la familia suburbana por la que pasa. Como india norteamericana: Elsie es el último remanente no asimilado de los tuscaroras que, de acuerdo con la tradición, se asentaron en las colinas de Ramapough del norte de Nueva Jersey, o representa un pasado norteamericano nativo que se está transformando en un futuro inesperado. (Durante la última década un grupo de la estirpe de Elsie que se llamaba a sí mismo la Tribu Ramapough ha afirmado activamente una identidad india).[2] La asimilación de Williams de su sirvienta simbólica a un destino compartido parece ahora menos definitiva.
“Elsie”, leída a fines del siglo XX, es a la vez menos específica y menos determinada. Sus posibles futuros reflejan un conjunto no resuelto de desafíos a las visiones occidentales de la modernidad, desafíos que resuenan por todo este libro. En gran parte, Elsie permanece aquí todavía en silencio, pero su perturbadora presencia -una pluralidad de temas emergentes- puede sentirse.[3] Ha pasado el tiempo en que autoridades privilegiadas podían rutinariamente “dar voz” (o historia) a otros sin temor a contradecirse. “El gran aforismo de Croce de que toda historia es historia contemporánea…” (Jameson 1981: 18). Cuando las narraciones dominantes de la identidad occidental son cuestionadas, el tema político de la historia como emergencia se torna ineludible.
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Juliet Mitchell escribe en Women: The Longest Revolution (1984): “No creo que podamos vivir como seres humanos sin asumir una historia; para nosotros es principalmente la historia de ser hombre o mujer bajo el capitalismo burgués. Al desconstruir esa historia, sólo podemos construir otras historias. ¿Qué somos nosotros en el proeso del devenir? (pág. 294). No estamos todos juntos en el automóvil de Williams.
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Sólo una de las posibilidades que surgen de Elsie, la que está conectada a “su pizca de sangre india”, se explora en este libro. Durante el otoño de 1977, en el Tribunal Federal de Boston, los descendientes de los indios wampanoag que vivían en Mashpee, “Ayuntamiento Indio del Cabo Cod”, fueron citados para probar su identidad. Para establecer un derecho legal de demandar por las tierras perdidas, se pidió a estos ciudadanos del moderno Massachusetts que demostraran una existencia tribal continua desde el siglo XVII. Sin embargo, la vida en Mashpee había cambiado radicalmente desde los primeros contactos de los Peregrinos ingleses en Plymouth y los hablantes de la lengua massachusetts de la región. ¿Eran los demandantes de 1977 los “mismos” indios? ¿Eran algo más que una colección de individuos con diversos grados de linaje norteamericano nativo? Si eran diferentes de sus vecinos, ¿cómo se manifestaba su diferencia “tribal”? Durante un juicio prolongado que tuvo amplia publicidad, decenas de indios y blancos atestiguaron sobre la vida en Mashpee. Historiadores profesionales, antropólogos y sociólogos subieron al estrado como testigos expertos. La amarga historia de los indios de Nueva Inglaterra fue relatada con el mayor detalle y discutida con vehemencia. En el conflicto de las interpretaciones, los conceptos mismos de “tribu”, “cultura”, “identidad”, “asimilación”, “etnicidad”, “política” y “comunidad” fueron sometidos a juicio. Estuve sentado durante la mayor parte de los cuarenta días de la discusión escuchando y tomando notas.
Me pareció que el proceso -más allá de cuestiones políticas inmediatas que estaban en juego- era un experimento crucial de traducción transcultural. Los indios modernos, que hablaban con acento de Nueva Inglaterra sobre el Gran Espíritu, tenían que convencer a un jurado blanco de Boston de su autenticidad. El proceso de traducción estuvo cargado de ambigüedades, porque todos los límites culturales en cuestión parecían borrosos y cam-
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biantes. El juicio planteó problemas de largo alcance sobre modos de interpretación cultural, modelos implícitos de totalidad, estilos de distanciamiento, relatos de desarrollo histórico.
Comencé a contemplar tales cuestiones como síntomas de una profunda crisis poscolonial de la autoridad etnográfica. Si bien la crisis se había sentido con mayor intensidad en los discursos antes hegemónicos de Occidente, las cuestiones que plantea son de significación global. ¿Quién tiene la autoridad para hablar por la identidad o la autenticidad de un grupo? ¿Cuáles son los elementos esenciales y los límites de una cultura? ¿Cómo chocan y conversan el yo y el otro en los encuentros de la etnografía, en los viajes, en las modernas relaciones interétnicas? ¿Qué narrativas de desarrollo, pérdida e innovación pueden explicar la presente gama de movimientos locales de oposición? Durante el juicio estas cuestiones adquirieron una urgencia más que teórica.
Mi perspectiva en el tribunal fue oblicua. Había concluido recién una tesis de doctorado en historia con un fuerte interés por la historia de las ciencias humanas, en particular la antropología cultural. En la época del juicio estaba reescribiendo mi disertación para publicarla. La tesis era una biografía de Maurice Leenhardt, misionero y etnógrafo en Nueva Caledonia francesa y etnólogo en París (Clifford 1982a). ¿Qué podía estar más lejos de los indios de Nueva Inglaterra? Las conexiones resultaron ser estrechas y sugestivas.
En Melanesia Leenhardt se involucró profundamente con grupos tribales que habían experimentado un ataque colonial tan extremo como el infligido en Massachusetts. Se preocupó por los problemas teóricos y prácticos del cambio cultural, el sincretismo, la conversión y la supervivencia. Como muchos indios norteamericanos, los kanakos de Nueva Caledonia, derrotados militarmente, tenían instituciones “tribales” que les fueron impuestas como un sistema restrictivo de reservación. Ambos grupos harían acomodaciones estratégicas con estas formas extremas de gobierno. Los norteamericanos nativos y los melanesios sobrevivirían a períodos de cambio y reanimación. Durante los últimos cien años los kanakos de Nueva Caledonia se las arreglaron para encontrar formas distintas y poderosas de vivir como melanesios en un mundo invasor. Me pareció que los mashpee estaban luchando por una meta similar, reviviendo e inventando maneras de vivir como indios en el siglo XX.
Sin duda lo que oí en el tribunal de Nueva Inglaterra influyó
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en mi sentido de la identidad melanesia, algo que llegué a entender no como una supervivencia arcaica sino como un proceso en marcha, cuestionado en lo político e inconcluso en lo histórico. En mis estudios de las instituciones etnográficas europeas he cultivado una actitud similar.
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Este libro trata de las concepciones y prácticas de Occidente. Se las muestra, sin embargo, respondiendo a fuerzas que desafían la autoridad e incluso la futura identidad de “Occidente”. La etnografía moderna aparece en diversas formas, tradicionales e innovadoras. Como práctica académica no puede ser separada de la antropología. Vista de modo más general, es un conjunto de diversas maneras de pensar y escribir sobre la cultura desde el punto de vista de la observación participante. En este sentido más amplio un poeta como Williams es un etnógrafo. También lo son muchas de las personas quienes los científicos sociales han llamado “informantes nativos”. En última instancia mi tema es la situación profunda de descentramiento en un mundo de distintos sistemas de significados, un modo de estar en la cultura mientras se mira a la cultura, una forma de autoconformación personal y colectiva. Este dilema, no limitado a investigadores, escritores, artistas o intelectuales, responde a la superposición sin precedentes de tradiciones propia del siglo XX. Una “etnografía” moderna de coyunturas, que se mueve constantemente entre culturas, no aspira, como su alter ego de Occidente, la “antropología”, a examinar toda la gama de la diversidad y el desarrollo humano. Es una forma perpetuamente desplazada, con enfoque regional y amplitud comparativa a la vez, una forma de residir y viajar al mismo tiempo en un mundo donde las dos experiencias son cada vez menos distintas.
Este libro migra entre las perspectivas local y global, y recontextualiza sin cesar su propio tema. La Parte I enfoca las estrategias de la escritura y la representación, estrategias que cambian históricamente como respuesta al cambio general que se ha dado desde el alto colonialismo posteriores a la década de 1950. En estos capítulos trato de demostrar que los textos etnográficos son orquestaciones de intercambios multívocos que ocurren en situaciones políticamente cargadas. Las subjetividades producidas en estos intercambios a menudo desiguales (ya
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sean de “nativos” o de observadores participantes de visita) son dominios de verdad construidos, ficciones serias. Una vez que se ha reconocido esto, surgen diversas posibilidades inventivas de representación etnográfica poscolonial, algunas de las cuales se examinan en este libro. La Parte 2 muestra a la etnografía en alianza con el arte de vanguardia y la crítica cultural, actividades con las que comparte procedimientos modernistas de collage, yuxtaposición y extrañamiento. Lo “exótico” está ahora cerca. En esta sección pongo a prueba también los límites de la etnografía occidental mediante formas autorreflexivas de escritos de viajes, explorando las posibilidades de una “poética del desplazamiento” del siglo XX. La Parte 3 se dirige a la historia de la actividad del coleccionismo, particularmente la clasificación y presentación del arte “primitivo” y las “culturas” exóticas. Mi objetivo general es desplazar cualquier régimen trascendente de autenticidad, al argumentar que todas las colecciones autorizadas, ya sean hechas en nombre del arte o de la ciencia, son históricamente contingentes y sujetas a reapropiación local. En la sección final del libro trato de explorar la forma en que las experiencias históricas no occidentales (las de los norteamericanos nativos “tribales” y “orientales”) están encerradas por los conceptos de tradición continua y sujeto unificado. Sostengo que la identidad, considerada etnográficamente, debe ser siempre mixta, relacional e inventiva.
La identidad del sujeto surge como un complejo problema cultural en mi tratamiento de dos refugiados políglotas, Joseph Conrad y Bronislaw Malinowski, polacos naufragados en Inglaterra y en el inglés. Ambos produjeron meditaciones seminales sobre las ficciones locales de la vida colectiva, y, con diferentes grados de ironía, construyeron identidades basadas en la aceptación de realidades y formas de expresión limitadas. Abrazando la ficción seria de “cultura”, escribieron en un momento en que la idea etnográfica (relativista y plural) empezaba a alcanzar su valor moderno. Aquí y en algún otro lugar del libro trato de historizar y ver más allá de este valor y trascenderlo, tendiendo a una concepción que pueda preservar las funciones diferenciadoras de la cultura, sin dejar de concebir la identidad colectiva como un proceso inventivo discontinuo, a menudo híbrido. La cultura es una idea profundamente comprometida, de la cual no puedo prescindir.
Algunos de los peligros políticos de las reducciones y esencias culturalistas se consideran en mi análisis de la obra poética de Edward Said, Orientalismo (1978a). Lo que allí surge es la posi-
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ción intrínsecamente discrepante de un crítico “oposicional” poscolonial, pues la construcción de esencias simplificadoras y dicotomías distanciadoras evidentemente no es un monopolio de los expertos orientalistas de Occidente. El propio Said escribe de maneras que simultáneamente afirman y subvierten su propia autoridad. Mi análisis sugiere que no puede haber suavización final de las discrepancias de su discurso, puesto que es cada vez más difícil mantener una pisición cultural y política “fuera” de Occidente, desde la cual se lo pueda atacar sin riesgo. Críticas como las de Said quedan atrapadas en el doble movimiento etnográfico que he estado evocando. Basadas en lo local y comprometidas en lo político, deben resonar globalmente; mientras se ocupan de profundos procesos poscoloniales, lo hacen sin visión de conjunto, desde una vocinglera perspectiva parcial.
Al intervenir en un mundo interconectado, uno es siempre en diversos grados “inauténtico”: atrapado entre culturas, implicado en otras. En razón de que el discurso en los sistemas de poder globales se elabora vis-á-vis, nunca se puede ubicar un sentido de diferencia o distinción en la continuidad de una cultura o una tradición. La identidad es coyuntural, no esencial. Said plantea estas cuestiones del modo más conmovedor en After the Last Sky, en una evocación reciente de “Vidas Palestinas” y de su propia posición entre estas (1986a:150): “Una parte de algo está destinada durante el futuro inmediato a ser mejor que su totalidad. Los fragmentos por encima de las totalidades. La incansable actividad nómade por sobre los asentamientos en el territorio ocupado. La crítica por encima de la resignación. El palestino como una conciencia de sí en una planicie desierta de inversiones y apetitos de consumo. El heroísmo de la cólera por encima de la escudilla del mendigo, la independencia limitada por encima del estatus de clientes. La atención, la vigilancia, el enfoque. Hacer lo que hacen losotros pero estar fuera de algún modo. Relatar la historia de usted por partes, tal como es”. Este trabajo apareció cuando yo estaba terminando mi propio libro. Así, la discusión del Orientalismo meramente anticipa la búsqueda actual de Said de formas no esencialistas de política cultural. After the Last Sky habita activamente la discrepancia entre una situación específica de exilio palestino y el rango de opciones más general porpio del siglo XX. Es como un palestino (y no sólo así) que Said acepta conmovedoramente “nuestros vagabundeos”, reclamando “el elemento secular abierto, y no la simetría de la redención” (pág. 150).
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Comparto esta sospecha de la “simetría de la redención”. Actos discutibles de purificación están implícitos en cualquier obtención de la tierra prometida, en el retorno a las fuentes “originales” o en la recolección de una tradición verdadera. Tales reclamos de pureza son subvertidos siempre en todo caso por la necesidad de representar la autenticidad en oposición a alternativas externas, a menudo dominantes. Así como el “Tercer Mundo” hace su papel en contraste con el “Primer Mundo”, y viceversa. En un nivel local, los isleños trobriandeses inventan su cultura, dentro de y contra los contextos de la reciente historia colonial y de la nueva nación de Papua-Nueva Guinea. Si su autenticidad es relacional, no puede haber esencia, excepto como invención política, cultural, como una táctica local.
En este libro cuestiono algunas de las tácticas locales de la etnografía occidental, que se concentra en modos redencionales de textualización y particularmente de recolección. Algunos capítulos analizan en cierto detalle los sistemas de autenticidad que han sido impuestos a las obras creativas del arte y la cultura no occidentales. Consideran las prácticas de coleccionar y autenticar en escenarios contemporáneos: por ejemplo la controversia que rodea una exhibición en el Museo de Arte Moderno en la ciudad de Nueva York por sobre las relaciones entre las artes “tribales” y “modernas”. ¿Cómo se han asignado a objetos exóticos valores como “arte” y “cultura” en los sistemas coleccionistas de Occidente? No sostengo, como lo hacen algunos críticos, que los objetos no occidentales se comprendan correctamente sólo con referencia a su medio original. Las contextualizaciones etnográficas son tan problemáticas como las estéticas, y por igual susceptibles de un tratamiento purificado y ahistórico.
Sigo el rastro de la historia moderna de las clasificaciones tanto estéticas como etnográficas en un escenario anterior, el París de vanguardia de las décadas de 1920 y 1930, un contexto radical que llamo surrealismo etnográfico. Dos museos influyentes, el Musée d´Ethnographie du Trocadéro y su sucesor científico, el Musée de l´Home, simbolizan modos distintos de “colección de arte y cultura”. Su yuxtaposición obliga a preguntarse: ¿de qué manera los mundos etnográficos y sus artefactos significativos se separan, se rescatan y se evalúan? Aquí la cultura aparece no como una tradición que debe resguardarse, sino como códigos y artefactos reunidos, simpre susceptibles de recombinación críti-
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ca y creativa. La etnografía es una forma explícita de crítica cultural que comparte perspectivas radicales con el dadaísmo y el surrealismo. En vez de consentir la separación entre el experimento de vanguardia y la ciencia disciplinaria yo reabro la frontera, sugiriendo que la división moderna del arte y la etnografía en instituciones distintas ha restringido el poder analítico de esta última y la vocación subversiva del primero.
Desde 1900 las colecciones completas de “Mankind” se han vuelto institucionalizadas en disciplinas académicas tales como la antropología y en museos de arte o etnología. Un restrictivo “sistema de arte-cultura” ha llegado a controlar la autenticidad, el valor y la circulación de los artefactos y los datos. Al analizar este sistema propongo que cualquier colección implica una visión temporal que genera rareza y mérito, una metahistoria. La historia define qué grupos o cosas serán redimidos del pasado humano en desintegración, y cuáles serán definidos como agentes dinámicos o trágicos de un destino común. Mi análisis tiende a presentar la contingencia política local de tales historias y las colecciones modernas que ellas justifican. El espacio queda despejado, tal vez, para otras alternativas.
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Este libro es un objeto etnográfico empalmado, una colección incompleta. Consiste en exploraciones escritas y vueltas a escribir durante un período de siete años. Su propio momento histórico ha sido marcado por rápidos cambios en las condiciones (científicas, estéticas y textuales) que gobiernan la representación transcultural. Escrito desde un “Occidente” cuya autoridad para representar una historia humana unificada es ahora desafiada ampliamente y cuya misma identidad espacial es cada vez más problemática, las exploraciones reunidas aquí no pueden -no deberían poder- sumarse a una concepción sin fisuras. Su parcialidad es evidente. Los capítulos varían en la forma y el estilo, reflejando diversas coyunturas y ocasiones específicas de composición. No he intentado reescribir los ensayos ya publicados para producir una cobertura coherente. Además, he incluido textos que irrumpen activamente en el tono dominante del libro, esperando manifestar de esta manera la retórica de mis versiones. Prefiero cuadros agudamente enfocados, compuestos de manera que se muestren el marco y la lente.
La etnografía es una actividad híbrida, y de tal modo aparece
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como escritura, como tarea de coleccionista, como poder imperial, como crítica subversiva. Visto de modo más amplio, quizá, mi tópico es una forma de viaje, un modo de entender y rondar en un mundo diverso que, desde el siglo XVI, se ha vuelto cartográficamente unificado. Una de las principales funciones de la etnografía es la “orientación” (un término que quedó desde el tiempo en que Europa viajaba y se inventaba a sí misma respecto de un “Oriente” fantásticamente unido). Pero en el siglo XX la etnografía refleja nuevas “prácticas espaciales” (De Certeau 1984), nuevas formas de residir y circular.
Este siglo ha visto una drástica expansión de la movilidad, incluyendo el turismo, el trabajo migratorio, la inmigración, el crecimiento urbano. Cada vez son más las personas que “permanecen”, con la ayuda del tránsito masivo, los automóviles, los aviones. Poblaciones extranjeras han venido a permanecer en ciudades de los seis continentes, mezclándose casi siempre en modas parciales, específicas. Lo “exótico” está incómodamente cerca. Recíprocamente, no parecen quedar lugares distintos en el planeta donde no se pueda sentir la presencia de los productos, los medios y el poder “modernos”. La vieja topografía y las experiencias de viaje han estallado. Uno ya no se aleja de casa seguro de encontrar algo radicalmente nuevo, otro tiempo, otro espacio. La diferencia se encuentra en la vecindad contigua, lo familiar aparece en los extremos de la tierra. Esta des-”orientación” se refleja a través de todo el libro. Por ejemplo, la etnografía académica del siglo XX no aparece como la práctica de interpretar formas de vida distintas y totales, sino como una serie de diálogos, imposiciones e invenciones específicos. La diferencia “cultural” ya no es más una estable y exótica alteridad; las relaciones yo-otro son cuestiones de poder y de retórica más que de esencia. Se ha puesto en duda toda una estructura de expectativas acerca de la autenticidad en la cultura y el arte.
Las nuevas relaciones de desplazamiento etnográfico fueron registradas con precoz claridad en los escritos de Victor Segalen y Michel Leiris. Ambos tendrían que desaprender las formas que alguna vez organizaron la experiencia de los viajes en el tiempo, cuando “patria” y “exterior”, “yo” y “otro”, “salvaje” y “civilizado” parecían más claramente opuestos. Sus escritos traicionan cierta incomodidad con las narraciones de escape y retorno, de iniciación y conquista. No pretenden conocer un “exotismo” distante, recuperar sus secretos, describir objetivamente sus paisajes, costumbres, lenguajes. Por todas partes que van registran encuen-
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tros complejos. En palabras de Segalen, el nuevo viajero expresa “no simplemente su visión, sino, a través de una transferencia instantánea y constante, el eco de su presencia”. China se vuelve un espejo alegórico. El trabajo de campo de Leiris en un “Africa fantasma” lo lanza de retorno a una inexorable autoetnografía; no una autobiografía, sino un acto de escribir su existencia en un presente de recuerdos, sueños, política, vida cotidiana.
Las identidades del siglo XX ya no presuponen culturas o tradiciones continuas. Por doquier los individuos y los grupos improvisan realizaciones locales a partir de pasados (re)coleccionados, recurriendo a medios, símbolos y lenguajes extranjeros. Esta existencia entre fragmentos ha sido descrita a menudo como un proceso de ruina y decadencia cultural, quizá con la mayor elocuencia por Claude Lévi-Strauss en Tristes trópicos (1955). En la visión global de Lévi-Strauss (ampliamente compartida hoy día) las diferencias humanas auténticas se están desintegrando, desapareciendo en una cultura expansiva de mercancías, para convertirse, en el mejor de los casos en “arte” o “folklore” coleccionable. La gran narrativa de entropía y pérdida en Tristes trópicos expresa una verdad ineludible y triste. Pero es demasiado pulcra, y asume una cuestionable posición eurocéntrica situándose al “final” de una historia humana unificada, reuniendo, rememorando, las historicidades locales del mundo. A lo largo de esta narrativa de la monocultura progresiva se puede vislumbrar una experiencia “caribeña” más ambigua. En mi versión, Aimé Césaire, un practicante de la política cultural “neologista”, representa tal posibilidad: la cultura orgánica reconcebida como un proceso inventivo o como una “intercultura” criollizada (Wagner 1980; Drummond 1981).[4] Las raíces de la tradición se cortan y se reanudan y los símbolos colectivos se enajenan a partir de influencias externas. Para Césaire la cultura y la identidad son inventivas y móviles. No necesitan echar raíces en tramas ancestrales; viven por polinización, por transplante (histórico).
La “basura” que un Occidente expansivo, de acuerdo con el desilusionado viajero de Tristes trópicos (pág. 38), ha arrojado a la cara de las sociedades del mundo aparece como materia prima, como un abono para nuevos órdenes de diferencia. También es basura. Los contactos culturales modernos no necesitan romantizarse borrando la violencia del imperio y las formas perpetuantes de la dominación neocolonial. La historia caribeña, de la cual Césaire deriva una “negritud” inventiva y táctica, es una historia de degradación, bufonería, violencia y posibilidades
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bloqueadas. Es también rebelde, sincrética y creativa. Esta especie de ambigüedad mantiene inciertos y abiertos los futuros locales del planeta. No hay narrativa maestra que pueda reconciliar las tramas trágicas y cómicas de la historia cultural global.
Es más fácil registrar la pérdida de los órdenes tradicionales de diferencia que percibir la aparición de otros nuevos. Tal vez este libro va demasiado lejos en su preocupación por los presentes etnográficos que se convierten en futuros. Su utópica y persistente esperanza de la reinvención de la diferencia corre el riesgo de subestimar los efectos destructivos y homogeneizadores de la centralización económica y cultural globales. Por otra parte, su supuesto occidental de que las afirmaciones de “tradición” son siempre respuestas a lo nuevo (de que no hay recurrencia real en la historia) pueden excluir las narrativas locales de continuidad y recuperación. No narro todas las historias posibles. Como dice un adagio igbo: “No te quedes en un sitio a ver una mascarada”.
Mi objetivo principal es abrir el espacio para futuros culturales, para el reconocimiento de lo que surge. Esto requiere una crítica de hábitos mentales y sistemas de valor de Occidente profundamente asentados. Soy escéptico en particular respecto de un reflejo casi automático (tal servicio de una visión unificada de la historia) que relega pueblos y objetos exóticos al pasado colectivo (Fabian 1983). Los órdenes inclusivos del modernismo y la antropología (los “nosotros” que viajamos en el automóvil de Williams, la Humanidad de la ciencia social de Occidente) siempre nos desplegamos en el punto final o en la frontera de avance de la Historia. Las tradiciones exóticas aparecen como arcaicas, más puras (y más raras) que las invenciones diluidas del presente sincrético. En esta configuración temporal una gran cantidad de creaciones del siglo XX pueden aparecer sólo como imitaciones de modelos más “desarrollados”. Las Elsies del planeta aún están viajando sin rumbo libradas a sí mismas.
En todo el mundo las poblaciones indígenas han tenido que habérselas con las fuerzas del “progreso” y la “unificación nacional”. Los resultados han sido a la vez destructivos e inventivos. Gran cantidad de lenguas, cosmologías y valores se han perdido, algunos literalmente asesinados; pero es mucho lo que simultáneamente ha sido inventado y revivido en contextos complejos y oposicionales. Si las víctimas del progreso y el imperio son débiles, rara vez son pasivas. Se acostumbraba suponer, por ejemplo, que la conversión al cristianismo en África, Melanesia, América Latina, o incluso en el Massachusetts colonial, conduciría a la
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extinción de las culturas indígenas antes que a su transformación. Ha ocurrido algo más ambiguo e históricamente complejo, que requiere que percibamos a la vez el final de ciertos órdenes de diversidad y la creación o traducción de otros (Fernández, 1978). Algo más que unos pocos pueblos “extintos” han retornado para obsesionar a la imaginación histórica de Occidente.[5] Es difícil, en cualquier caso, igualar el futuro del “Catolicismo” en Nueva Guinea con sus perspectivas actuales en Italia; y el Cristianismo Protestante de Nueva Caledonia es muy diferente de las diversas formas de Nigeria. El futuro no es (sólo) monocultura.[6]
Rechazar una metanarrativa progresiva o entrópica singular es negar la existencia de profundos procesos globales que operan de modo desparejo. El mundo está cada vez más conectado, aunque no unificado, en lo económico y en lo cultural. El particularismo local no ofrece escapes de estas implicaciones. Por cierto, las historias etnográficas modernas están condenadas tal vez a oscilar entre dos metanarrativas: una de homogeneización y otra de surgimiento; una de pérdida, otra de invención. En la mayoría de las coyunturas específicas ambas narrativas son relevantes, y cada una socava la pretensión de la otra de relatar “toda la historia”, cada una niega su visión privilegiada, hegeliana. Por doquier en el mundo las distinciones están siendo destruidas y creadas; pero las nuevas identidades y los órdenes de diferencia recuerdan más a la Elsie de Williams que a los idealizados indios norteamericanos “en extinción” de Edward Curtis. Las historias de las diferencias emergentes requieren otras formas de relatar: la poética impura de Césaire, las dispersas “Vidas Palestinas” de Said, la tradición reinventada de los Mashpee; no hay un modelo único. Este libro examina varias formas híbridas y subversivas de representación cultural, formas que prefiguran un futuro inventivo. En las últimas décadas del siglo XXI la etnografía empieza desde el hecho ineludible de que los occidentales no son los únicos que van a lugares en el mundo moderno.
¿Acaso los viajeros no se han encontrado siempre “nativos” del mundo? Extraña anticipación: los Peregrinos ingleses llegan a Plymouth Rock en el Nuevo Mundo sólo para encontrar que Squanto, un patuxet, acaba de regresar de Europa.
[1] “Elsie” también desplaza una tradición literaria. En los escritos de Occidente los sirvientes siempre han desempeñado la tarea de representar al “pueblo”: las clases inferiores y las razas diferentes. Outsiders domesticados de la imaginación burguesa, proporcionan con regularidad epifanías ficticias, escenas de reconocimiento, finales felices, trascendencias utópicas y distópicas. Bruce Robbins 1986, presenta un brillante análisis de este tema.
[2] El linaje norteamericano nativo de los montañeses aislados y endogámicos de Ramapough (“antiguos nombres”… del “saliente extremo norte de Jersey”) es discutible. Algunos, como el folklorista David Cohen (1974), lo niegan del todo, desentimando la historia de una rama tuscarora. Otros creen que esta población mixta (llamados anteriormente los Blancos de Jackson, basados en raíces negras, holandesas e inglesas) probablemente debe más a la sangre india delaware que la tuscarora. Cualesquiera sean sus raíces históricas, la tribu, tal como está constituida en el presente, es un producto viviente impuro.
[3] Los “nativos”, las mujeres, los pobres: este libro analiza sólo la construcción etnográfica del primer grupo. En los sistemas ideológicos dominantes del Occidente burgués todos están interrelacionados, y un tratamiento más sistemático que el mío lo haría evidente. Para algunos comienzos en este sentido, véase Duvignaud, 1973; Alloula 1981; Trinh 1987; y Spivak 1987.
[4] Para un trabajo reciente sobre la invención histórico-política de las culturas y tradiciones, véase, entre otros, Comaroff 1985; Guss 1986; Handler 1985; Handler y Linnekin 1984; Hobsbawm y Ranger 1983; Taussig 1980, 1987; Whisnant 1983; y Cantwell 1984. Los estudios familiares de “contacto y cultura”, “sincretismo” y “aculturación” reciben nuevo impulso de conceptos como “interferencia” e “interreferencia” (Fischer 1986: 219, 232; Baumgarten 1982: 154), “transculturación” (Rama 1982; Pratt 1987), e “intertextos interculturales” (Tedlock y Tedlock 1985).
[5] La vida tribal continuada de los indios de California es un caso a propósito. Incluso el más notorio de todos, la “extinción” genocida de los tasmanianos parece ahora un “evento” mucho menos definitivo. Después de haber sido diezmados sistemáticamente, con la muerte en 1876 de Truganina, el último especímen “puro” (que desempeñaba un papel mítico similar al de Ishi en California), la raza fue declarada científicamente muerta. Pero los tasmanios sobrevivieron y celebraron matrimonios mixtos con aborígenes, blancos y maoríes. En 1978 un comité de investigación informó que había entre cuatro y cinco mil personas elegibles para presentar reclamos de tierras en Tasmania (Stocking, 1987: 283).
[6] La investigación específica sobre este tema está siendo conducida por Ulf Hannerz y sus colegas de la Universidad de Estocolmo sobre “el sistema mundial de la cultura”. En una declaración previa Hannerz enfrenta el supuesto ampliamente difundido de que “la diversidad cultural está desapareciendo y la misma masa única de cultura estará pronto en todas partes”. Se muestra escéptico: “No creo que sea sólo mi prejuicio como antropólogo con un interés creado en la variación cultural lo que me hace difícil reconocer que la situación en Nigeria, por ejemplo, pueda ser algo como esto. La gente de mi pueblo favorito de Nigeria bebe Coca Cola, pero también bebe kutu; y pueden ver Los Angeles de Charlie como también los tambores hausa en los televisores que se difundieron rápidamente cuando llegó la electricidad. Mi sensación es que el sistema mundial, más que crear una homogeneización cultural masiva en una escala global, está reemplazando una diversidad por otra; y la nueva diversidad se basa más en relaciones mutuas y menos en la autonomía” (Hannerz, n. d.: 6).
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Fuente: http://tanlejostancercafilub.blogspot.com/2007/04/dilemas-culturales-james-clifford.html

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