Actualmente, las periferias metropolitanas funcionan como ‘campos de concentración’ (1). En la postmodernidad, cuando los poderes políticos del Estado-nación comienzan a declinar, podemos ver claramente la terrible historia de la complementariedad que existe entre el Estado-nación y el campo (2), en la forma de la reivindicación de una identidad renacida y, por tanto, de un odio recién fundado en relación al otro. En las primeras formas de organización imperial de los espacios, tanto en las enormes metrópolis como en los márgenes de las naciones post-modernas dominantes, la antigua relación entre el campo y soberanía se repite nuevamente. Pero, hoy en día, el campo es móvil, ya no es fijo, y se mueve en el espacio y en el tiempo de la sociedad imperial. La sociedad imperial y el campo se interpenetran como los romanos y los bárbaros -primero en las regiones subordinadas, después en las regiones dominantes.
En los motines de los jóvenes franceses encontramos muchos elementos que caracterizan, hace ya tiempo, las periferias metropolitanas brasileñas. La exclusión sistemática de generaciones enteras de adolescentes «estacionados» en zonas de «transito sin salidas» (barrios degradados, escuelas de baja calidad, altísimas tasas de desempleo, exposición a los abusos sistemáticos por parte de las fuerzas de policía) produce un estigma, una identidad completamente negativa que se les pega a la piel y actualiza tristemente la noción de campo.
Las vidas de las naciones que mantienen una forma de apartheid interno se organizan en respuesta a la continua revuelta contra aquella exclusión y aquella división: los estado de excepción desempeñan un papel central en ese orden incapaz de encontrar sus bases de legitimación. Saqueando y quemando el sistema de objetos que designan el campo de la exclusión, los jóvenes en realidad se rebelan contra las vallas del campo, contra esa identidad negativa que el orden del mercado y del Estado ha grabado, como un hediondo tatuaje de triste memoria, en su piel.
En efecto, los jóvenes saben lo que no quieren, pero aún no saben lo que quieren. Pero, en la insurrección de las periferias francesas o brasileñas, la fuga del campo ya diseña horizontes radicalmente abiertos y nuevos: las insurrecciones de las periferias nos muestran que los habitantes de los campo son la materia viva, la carne de la multitud de la que está hecho el mundo globalizado.
La postura de la casi la totalidad de la clase política francesa ante este evento es de una inadecuación proporcional a la profundidad de la crisis de representación que expresa. Tanto la derecha como la «gauche» (izquierda) pusieron la «vuelta al orden» por encima de todo y, no teniendo qué decir ni con quién «dialogar», no supieron proponer otra cosa a no ser el estado de excepción. Usando una ley promulgada en 1955, para legitimar la tortura y la represión contra el pueblo argelino, el Estado francés reconoce ahora no sólo que la «colonia» es interna, sino también que la «excepción» es la regla, pues la guerra es la única forma de legitimación del poder que queda: ya sea en Irak, en Los Angeles (1992), de nuevo en Irak, en Abidjan o en París. En el Imperio, el Tercer Mundo está en el Primer Mundo: en París, así como en Nueva Orleáns. Si el ejército francés es la realidad neo-colonial en África occidental, las contradicciones postcoloniales se traban en un territorio «nacional» dentro del cual el poder «soberano» es apenas una «excepcionalidad».
Contrariamente a lo que muchos periódicos continúan propagando (coadyuvados por las irresponsables declaraciones de un ministro del Interior visiblemente comprometido con el electorado de la extrema derecha xenófoba, la casi totalidad de los jóvenes «banlieues» está compuesta por franceses. Lo que ellos tienen en común no es la identidad extranjera sino el campo en el que viven, dos o hasta tres generaciones, una condición de exclusión peor que la vivieron sus parientes inmigrados de las ex-colonias francesas de África del Norte o del Oeste de África. La crisis de la sociedad salarial y la hegemonía neoliberal dejan los principios republicanos sin efectividad, tanto en Francia como en Inglaterra o en los EEUU de Nueva Orleans.
Sin pacto social, sin políticas adecuadas a la realidad social de la producción flexible, el discurso que continúa invocando la integración «republicana» se convierte en una mera retórica vacía. De la misma manera que los de los negros y «latinos» de Los Angeles, de los «piqueteros» argentinos y de los «favelados» brasileños, los motines franceses muestran la marca nauseabunda grabada a lo largo de las líneas cromáticas de la discriminación racial y étnica. La orden del «campo» es la única respuesta que el Estado sabe articular. El neoliberalismo no sabe proponer ningún modelo de integración social. La «república» está desnuda. Su «orden» meritocrático y racista se constituye -en las periferias francesas así como en las favelas brasileñas- en la mayor amenaza contra la sociedad.
Recordemos las recientes elecciones presidenciales brasileñas. Uno de los candidatos derrotados agitaba como base de su discurso el «miedo»: inclusive el miedo de que Brasil se convirtiese en «una Argentina». Una afirmación doblemente inadecuada. No sólo por el hecho de que esa argumentación siempre ha sido un arma en las manos de los ultraconservadores, sino sobre todo por el hecho de que, por un lado, la «crisis» argentina ha sido la consecuencia de las políticas neoliberales y, por otro, que Argentina se convirtió, después de la crisis al mismo tiempo que Brasil después de la victoria de Lula, en el laboratorio de una nueva experimentación de las relaciones entre gobierno y movimientos. Es en ese horizonte de constitución de una nueva «governanza» como relación abierta entre «gobierno» y «movimientos» que Brasil y Argentina abren caminos de innovación democrática que las democracias representativas de los países dominantes todavía no alcanzan. En ese contexto político, el Brasil de Lula está, al mismo tiempo, más atrasado y más avanzado. Por un lado, la joven democracia representativa brasileña nunca llegó a tener las bases materiales de una sociedad industrial y la legitimación del Estado de Bienestar. Por el otro, el gobierno se abre a una nueva perspectiva: la de políticas públicas de «governanza» basadas en la negociación cotidiana que, para no diluirse en la propia estructura del Estado, depende de la inserción de los movimientos sociales, o sea, de los procesos de radicalización democrática.
Notas.
1 «El campo de concentración, o en verdad el mecanismo combinado de aislamiento y destrucción masiva del enemigo, de cualquier identidad contraria, constituye el paradigma del Estado-nación moderno [….] El genocidio es la cara negativa del Estado-nación; o mejor, el Estado-nación es meramente la cara positiva del genocidio». (Campo, Negri & Hardt, Lugar Común). Véase también Retorno al campo como paradigma biopolítico, Bernard Aspe y Mutile Combes, http://www.sindominio.net/arkitzean/otrascosas/retorno.htm Con el término campo de concentración, nos referimos pues al campo de ‘concentración’, sobre los excluidos en los declinantes estados-nación y en sus metrópolis dentro del Imperio en la actualidad, tras las experiencias de los campos de concentración nazi y soviético, en el siglo XX. [La presente nota aclaratoria se debe a la colaboración de Leonardo Palma].
2 A partir de aquí nos referiremos al término ‘campo de concentración’ como campo.
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Antonio Negri fue profesor de la Universidad de Padua. Es autor, con Giuseppe Cocco,
de Glob(AL), Editora Record.
Giuseppe Cocco, sociólogo y economista, es profesor de la Universidad Federal de Río
de Janeiro.
Traducción: AutSoc (con la supervisión de Leonado Palma)
Texto presentado en el curso “Globalización y desarrollo desigual” de la Universidad Nómada. http://www.universidadnomada.net/spip.php?article194
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