lunes, 20 de junio de 2011

¿Qué es la filosofía (Gilles Deleuze y Félix Guattari)

¿Qué es la filosofía?
Gilles Deleuze y Félix Guattari
Traducción de Thomas Kauf
Fuente: http://www.scribd.com/doc/63115/Deleuze-Y-Guattari-Que-Es-La-Filosofia
Título de la edición original:
Qu’est-ce que la philosophic? (c) Les Editions de Minuit París, 1991
Publicado con la ayuda del Ministerio francés de la Cultura y la Comunicación
Diseño de la colección: Julio Vivas Ilustración de Julio Acerete
Primera edición: marzo 1993 Segunda edición: marzo 1994 Tercera edición: octubre 1995 Cuarta edición: octubre 1997 Quinta edición: septiembre 1999 Sexta edición: septiembre 2001
(c) EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 1993 Pedró de la Creu, 58 08034 Barcelona
ISBN: 84-339-1364-6 Depósito Legal: B. 39474-2001
Printed in Spain
Liberduplex, S.L., Constitució, 19, 08014 Barcelona
INTRODUCCIÓN
ASÍ PUES LA PREGUNTA…
Tal vez no se pueda plantear la pregunta ¿Qué es la filosofía?
hasta tarde, cuando llegan la vejez y la hora de hablar concretamente. De hecho, la bibliografía es muy escasa. Se trata de una pregunta que nos planteamos con moderada inquietud, a medianoche, cuando ya no queda nada por preguntar. Antes la planteábamos, no dejábamos de plantearla, pero de un modo demasiado indirecto u oblicuo, demasiado artificial, demasiado abstracto, y, más que absorbidos por ella, la exponíamos, la dominábamos sobrevolándola. No estábamos suficientemente sobrios. Teníamos demasiadas ganas de ponernos a filosofar y, salvo como ejercicio de estilo, no nos planteábamos qué era la filosofía; no habíamos alcanzado ese grado de no estilo en el que por fin se puede decir: ¿pero qué era eso, lo que he estado haciendo durante toda mi vida? A veces ocurre que la vejez otorga, no una juventud eterna, sino una libertad soberana, una necesidad pura en la que se goza de un momento de gracia entre la vida y la muerte, y en el que todas las piezas de la máquina encajan para enviar un mensaje hacia el futuro que atraviesa las épocas: Tiziano, Turner, Monet.1 Turner en la vejez adquirió o conquistó el derecho de llevar la pintura por unos derroteros desiertos y sin retorno que ya no se diferencian de una última pregunta. Tal vez La Vie de Rancé señale a la vez la senectud de Chateaubriand y el inicio de la literatura moder-
1. Cf. L’OEuvre ultime, de Cézanne a Dubuffet, Fundación Maeght, prefacio de Jean-Louis Prat.
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na. También el cine nos concede a veces estos dones de la tercera edad, en los que Ivens por ejemplo mezcla su risa con la de la bruja en el viento desatado. Del mismo modo en filosofía, la Critica del juicio de Kant es una obra de senectud, una obra desenfrenada detrás de la cual sus descendientes no dejarán de correr: todas las facultades de la mente superan sus límites, esos mismos límites que el propio Kant había fijado con tanta meticulosidad en sus obras de madurez.
No podemos aspirar a semejante estatuto. Sencillamente, nos ha llegado la hora de plantearnos qué es la filosofía, cosa que jamás habíamos dejado de hacer anteriormente, y cuya respuesta, que no ha variado, ya teníamos: la filosofía es el arte de formar, de inventar, de fabricar conceptos. Pero no bastaba con que la respuesta contuviera el planteamiento, sino que también tenía que determinar un momento, una ocasión, unas circunstancias, unos paisajes y unas personalidades, unas condiciones y unas incógnitas del planteamiento. Se trataba de poder plantear la cuestión «entre amigos», como una confidencia o en confianza, o bien frente al enemigo como un desafío, y al mismo tiempo llegar a ese momento, cuando todos los gatos son pardos, en el que se desconfía hasta del amigo. Es cuando decimos: «Era eso, pero no sé si lo he dicho bien, ni si he sido bastante convincente.» Y constatamos que poco importa si lo hemos dicho bien o hemos sido convincentes, puesto que de todos modos de eso se trata ahora.
Los conceptos, ya lo veremos, necesitan personajes conceptuales que contribuyan a definirlos. Amigo es un personaje de esta índole, del que se dice incluso que aboga por unos orígenes griegos de la filo-sofía: las demás civilizaciones tenían Sabios, pero los griegos presentan a esos «amigos», que no son meramente sabios más modestos. Son los griegos, al parecer, quienes ratificaron la muerte del Sabio y lo sustituyeron por los filósofos, los amigos de la Sabiduría, los que buscan la sabiduría, pero no la
1. Barbéris, Chateaubriand, Ed. Larousse: «Rancé, libro sobre la vejez como valor imposible, es un libro escrito en contra de la vejez en el poder: se trata de un libro de ruinas universales en el que se afirma únicamente el poder de la escritura.»
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poseen formalmente. Pero no se trataría sencillamente de una diferencia de nivel, como en una gradación, entre el filósofo y el sabio: el antiguo sabio procedente de Oriente piensa tal vez por Figura, mientras que el filósofo inventa y piensa el Concepto. La sabiduría ha cambiado mucho. Por ello resulta tanto más difícil averiguar qué significa «amigo», en especial y sobre todo entre los propios griegos. ¿Significaría acaso amigo una cierta intimidad competente, una especie de inclinación material y una potencialidad, como la del carpintero hacia la madera: es acaso el buen carpintero potencialmente madera, amigo de la madera? Se trata de un problema importante, puesto que el amigo tal como aparece en la filosofía ya no designa a un personaje extrínseco, un ejemplo o una circunstancia empírica, sino una presencia intrínseca al pensamiento, una condición de posibilidad del pensamiento mismo, una categoría viva, una vivencia trascendente. Con la filosofía, los griegos someten a un cambio radical al amigo, que ya no está vinculado con otro, sino relacionado con una Entidad, una Objetividad, una Esencia. Amigo de Platón, pero más aún amigo de la sabiduría, de lo verdadero o del concepto, Filaleto y Teófilo… El filósofo es un especialista en conceptos, y, a falta de conceptos, sabe cuáles son inviables, arbitrarios o inconsistentes, cuáles no resisten ni un momento, y cuáles por el contrario están bien concebidos y ponen de manifiesto una creación incluso perturbadora o peligrosa.
¿Qué quiere decir amigo, cuando se convierte en personaje conceptual, o en condición para el ejercicio del pensamiento? ¿O bien amante, no será acaso más bien amante? ¿Y acaso el amigo no va a introducir de nuevo hasta en el pensamiento una relación vital con el Otro al que se pensaba haber excluido del pensamiento puro? ¿O no se trata acaso, también, de alguien diferente del amigo o del amante? ¿Pues si el filósofo es el amigo o el amante de la sabiduría, no es acaso porque la pretende, empeñándose potencialmente en ello más que poseyéndola de hecho? ¿Así pues el amigo será también el pretendiente, y aquel de quien dice ser amigo será el Objeto sobre el cual se ejercerá la
1. Kojève, «Tyrannie et sagesse», pág. 235 (en Léo Strauss, De la tyrannie,
Gallimard).
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pretensión, pero no el tercero, que se convertirá, por el contrario, en un rival? La amistad comportará tanta desconfianza emuladora hacia el rival como tensión amorosa hacia el objeto del deseo. Cuando la amistad se vuelva hacia la esencia, ambos amigos serán como el pretendiente y el rival (apero quién los diferenciará?). En este primer aspecto la filosofía parece algo griego y coincide con la aportación de las ciudades: haber formado sociedades de amigos o de iguales, pero también haber instaurado entre ellas y en cada una de ellas unas relaciones de rivalidad, oponiendo a unos pretendientes en todos los ámbitos, en el amor, los juegos, los tribunales, las magistraturas, la política, y hasta en el pensamiento, que no sólo encontrará su condición en el amigo, sino en el pretendiente y en el rival (la dialéctica que Platón define como amfisbetesis). La rivalidad de los hombres libres, un atletismo generalizado: el agon.1 Corresponde a la amistad conciliar la integridad de la esencia y la rivalidad de los pretendientes. ¿No se trata acaso de una tarea excesiva?
El amigo, el amante, el pretendiente, el rival son determinaciones trascendentales que no por ello pierden su existencia intensa y animada en un mismo personaje o en varios. Y cuando hoy en día Maurice Blanchot, que forma parte de los escasos pensadores que consideran el sentido de la palabra «amigo» en filosofía, retoma esta cuestión interna de las condiciones del pensamiento como tal, ¿no introduce acaso nuevos personajes conceptuales en el seno del Pensamiento más puro, unos personajes poco griegos esta vez, procedentes de otro lugar, como si hubieran pasado por una catástrofe que les arrastra hacia nuevas relaciones vivas elevadas al estado de caracteres a priori: una desviación, un cierto cansancio, un cierto desamparo entre amigos que convierte a la propia amistad en el pensamiento del concepto como desconfianza y paciencia infinitas?2 La lista de los personajes conceptuales no se cierra jamás, y con ello desempeña un pa-
1. Por ejemplo, Jenofonte, La república de los lacedemonios, IV, 5. Detienne y Vernant han estudiado muy particularmente estos aspectos de la ciudad.
2. Respecto a la relación de la amistad con la posibilidad de pensar en el mundo moderno, cf. Blanchot, L’amitié, y L’entretien infini (el diálogo de los dos cansados), Gallimard. Y Mascolo, Autour d’un effort de mémoire, Ed. Nadeau.
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pel importante en la evolución o en las mutaciones de la filosofía; hay que comprender su diversidad sin reducirla a la unidad ya compleja del filósofo griego.
El filósofo es el amigo del concepto, está en poder del concepto. Lo que equivale a decir que la filosofía no es un mero arte de formar, inventar o fabricar conceptos, pues los conceptos no son necesariamente formas, inventos o productos. La filosofía, con mayor rigor, es la disciplina que consiste en crear conceptos. ¿Acaso será el amigo, amigo de sus propias creaciones? ¿O bien es el acto del concepto lo que remite al poder del amigo, en la unidad del creador y de su doble? Crear conceptos siempre nuevos, tal es el objeto de la filosofía. El concepto remite al filósofo como aquel que lo tiene en potencia, o que tiene su poder o su competencia, porque tiene que ser creado. No cabe objetar que la creación suele adscribirse más bien al ámbito de lo sensible y de las artes, debido a lo mucho que el arte contribuye a que existan entidades espirituales, y a lo mucho que los conceptos filosóficos son también sensibilia. A decir verdad, las ciencias, las artes, las filosofías son igualmente creadoras, aunque corresponda únicamente a la filosofía la creación de conceptos en sentido estricto. Los conceptos no nos están esperando hechos y acabados, como cuerpos celestes. No hay firmamento para los conceptos. Hay que inventarlos, fabricarlos o más bien crearlos, y nada serían sin la firma de quienes los crean. Nietzsche determinó la tarea de la filosofía cuando escribió: «Los filósofos ya no deben darse por satisfechos con aceptar los conceptos que se les dan para limitarse a limpiarlos y a darles lustre, sino que tienen que empezar por fabricarlos, crearlos, plantearlos y convencer a los hombres de que recurran a ellos. Hasta ahora, en resumidas cuentas, cada cual confiaba en sus conceptos como en una dote milagrosa procedente de algún mundo igual de milagroso», pero hay que sustituir la confianza por la desconfianza, y de lo que más tiene que desconfiar el filósofo es de los conceptos mientras no los haya creado él mismo (Platón lo sabía perfectamente, aunque enseñara lo contrario…).1 Platón decía que había que con-
1. Nietzsche, Póstumos 1884-1885, OEuvres philosophiques, XI, Gallimard, págs. 215216 (sobre «el arte de la desconfianza»).
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templar las Ideas, pero tuvo antes que crear el concepto de Idea. ¿Qué valor tendría un filósofo del que se pudiera decir: no ha creado conceptos, no ha creado sus conceptos?
Vemos por lo menos lo que la filosofía no es: no es contemplación, ni reflexión, ni comunicación, incluso a pesar de que haya podido creer tanto una cosa como otra, en razón de la capacidad que tiene cualquier disciplina de engendrar sus propias ilusiones y de ocultarse detrás de una bruma que desprende con este fin. No es contemplación, pues las contemplaciones son las propias cosas en tanto que consideradas en la creación de sus propios conceptos. No es reflexión porque nadie necesita filosofía alguna para reflexionar sobre cualquier cosa: generalmente se cree que se hace un gran regalo a la filosofía considerándola el arte de la reflexión, pero se la despoja de todo, pues los matemáticos como tales nunca han esperado a los filósofos para reflexionar sobre las matemáticas, ni los artistas sobre la pintura o la música; decir que se vuelven entonces filósofos constituye una broma de mal gusto, debido a lo mucho que su reflexión pertenece al ámbito de su creación respectiva. Y la filosofía no encuentra amparo último de ningún tipo en la comunicación, que en potencia sólo versa sobre opiniones, para crear «consenso» y no concepto. La idea de una conversación democrática occidental entre amigos jamás ha producido concepto alguno; tal vez proceda de los griegos, pero éstos desconfiaban tanto de ella, y la sometían a un trato tan duro y severo, que el concepto se convertía más bien en el pájaro soliloquio irónico que sobrevolaba el campo de batalla de las opiniones rivales aniquiladas (los convidados ebrios del banquete). La filosofía no contempla, no reflexiona, no comunica, aunque tenga que crear conceptos para estas acciones o pasiones. La contemplación, la reflexión, la comunicación no son disciplinas, sino máquinas para constituir Universales en todas las disciplinas. Los Universales de contemplación, y después de reflexión, son como las dos ilusiones que la filosofía ya ha recorrido en su sueño de dominación de las demás disciplinas (idealismo objetivo e idealismo subjetivo), del mismo modo como la filosofía tampoco sale mejor parada presentándose como una nueva Atenas y volcándose sobre los Universales de la comunicación que proporcionarían las reglas de una dominación
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imaginaria de los mercados y de los media (idealismo intersubjetivo). Toda creación es singular, y el concepto como creación propiamente filosófica siempre constituye una singularidad. El primer principio de la filosofía consiste en que los Universales no explican nada, tienen que ser explicados a su vez.
Conocerse a sí mismo - aprender a pensar - hacer como si nada se diese por descontado asombrarse, «asombrarse de que el ente sea»…, estas determinaciones de la filosofía y muchas más componen actitudes interesantes, aunque resulten fatigosas a la larga, pero no constituyen una ocupación bien definida, una actividad precisa, ni siquiera desde una perspectiva pedagógica. Cabe considerar decisiva, por el contrario, esta definición de la filosofía: conocimiento mediante conceptos puros. Pero oponer el conocimiento mediante conceptos, y mediante construcción de conceptos en la experiencia posible o en la intuición, está fuera de lugar. Pues, de acuerdo con el veredicto nietzscheano, no se puede conocer nada mediante conceptos a menos que se los haya creado anteriormente, es decir construido en una intuición que les es propia: un ámbito, un plano, un suelo, que no se confunde con ellos, pero que alberga sus gérmenes y los personajes que los cultivan. El constructivismo exige que cualquier creación sea una construcción sobre un plano que le dé una existencia autónoma. Crear conceptos, al menos, es hacer algo. La cuestión del empleo o de la utilidad de la filosofía, e incluso la de su nocividad (para quién es nociva?), resulta modificada.
Multitud de problemas se agolpan ante la mirada alucinada de un anciano que verá cómo se enfrentan conceptos filosóficos y personajes conceptuales de todo tipo. Y para empezar, los conceptos tienen y seguirán teniendo su propia firma, sustancia de Aristóteles, cogito de Descartes, mónada de Leibniz, condición de Kant, potencia de Schelling, tiempo de Bergson… Pero, además, algunos reclaman con insistencia una palabra extraordinaria, a veces bárbara o chocante, que tiene que designarlos, mientras a otros les basta con una palabra corriente absolutamente común que se infla con unas resonancias tan remotas que corren el riesgo de pasar desapercibidas para los oídos no filosóficos. Algunos requieren arcaísmos, otros neologismos, tributarios de ejercicios etimológicos casi disparatados: la etimología como gimna-
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sia propiamente filosófica. Tiene que producirse en cada caso una singular necesidad de estas palabras y de su elección, como elemento de estilo. El bautismo del concepto reclama un gusto propiamente filosófico que procede violenta o taimadamente, y que constituye, en la lengua, una lengua de la filosofía, no sólo un vocabulario, sino una sintaxis que puede alcanzar cotas sublimes o de gran belleza. Ahora bien, aunque estén fechados, firmados y bautizados, los conceptos tienen su propio modo de no morir, a pesar de encontrarse sometidos a las exigencias de renovación, de sustitución, de mutación que confieren a la filosofía una historia y también una geografía agitadas, de las cuales cada momento y cada lugar se conservan, aunque en el tiempo, y pasan, pero fuera del tiempo. Puesto que los conceptos cambian continuamente, cabe preguntarse qué unidad permanece para las filosofías. ¿Sucede lo mismo con las ciencias, con las artes que no proceden por conceptos? ¿Y qué ocurre con sus historias respectivas? Si la filosofía consiste en esta creación continuada de conceptos, cabe evidentemente preguntar qué es un concepto en tanto que Idea filosófica, pero también en qué consisten las demás Ideas creadoras que no son conceptos, que pertenecen a las ciencias y a las artes, que tienen su propia historia y su propio devenir, y sus propias relaciones variables entre ellas y con la filosofía. La exclusividad de la creación de los conceptos garantiza una función para la filosofía, pero no le concede ninguna preeminencia, ningún privilegio, pues existen muchas más formas de pensar y de crear, otros modos de ideación que no tienen por qué pasar por los conceptos, como por ejemplo el pensamiento científico. Y siempre volveremos sobre la cuestión de saber para qué sirve esta actividad de crear conceptos, tal como se diferencia de la actividad científica o artística: ¿por qué hay siempre que crear conceptos, y siempre conceptos nuevos, en función de qué necesidad y para qué? ¿Con qué fin? La respuesta según la cual la grandeza de la filosofía estribaría precisamente en que no sirve para nada, constituye una coquetería que ya no divierte ni a los jóvenes. En cualquier caso, nunca hemos tenido problemas respecto a la muerte de la metafísica o a la superación de la filosofía: no se trata más que de futilidades inútiles y fastidiosas. Se habla del fracaso de los sistemas en la actualidad, cuando sólo es el
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concepto de sistema lo que ha cambiado. Si hay tiempo y lugar para crear conceptos, la operación correspondiente siempre se llamará filosofía, o no se diferenciaría de ella si se le diera otro nombre.
Sabemos sin embargo que el amigo o el amante como pretendiente implican rivales. Si la filosofía tiene unos orígenes griegos, en la medida en que se está dispuesto a decirlo así, es porque la ciudad, a diferencia de los imperios o de los Estados, inventa el agon como norma de una sociedad de «amigos», la comunidad de los hombres libres en tanto que rivales (ciudadanos). Tal es la situación constante que describe Platón: si cada ciudadano pretende algo, se topará obligatoriamente con otros rivales, de modo que hay que poder valorar la legitimidad de sus pretensiones. El ebanista pretende hacerse con la madera, pero se enfrenta al guardabosque, al leñador, al carpintero, que dicen: el amigo de la madera soy yo. Cuando de lo que se trata es de hacerse cargo del bienestar de los hombres, muchos son los que se presentan como el amigo del hombre, el campesino que le alimenta, el tejedor que le viste, el médico que le cura, el guerrero que le protege.’ Y si en todos los casos resulta que pese a todo la selección se lleva a cabo en un círculo algo restringido, no ocurre Ip mismo en política, donde cualquiera puede pretender cualquier cosa en la democracia ateniense tal como la concibe Platón. De ahí surge para Platón la necesidad de reinstaurar el orden, creando unas instancias gracias a las cuales poder valorar la legitimidad de todas las pretensiones: son las Ideas como conceptos filosóficos. Pero ¿no se encontrarán acaso, incluso ahí, los pretendientes de todo tipo que dirán: el filósofo verdadero soy yo, soy yo el amigo de la Sabiduría o de la Legitimidad? La rivalidad culmina con la del filósofo y el sofista que se arrancan los despojos del antiguo sabio, ¿pero cómo distinguir al amigo falso del verdadero, y el concepto del simulacro? El simulador y el amigo: todo un teatro platónico que hace proliferar los personajes conceptuales dotándolos de los poderes de lo cómico y lo trágico.
Más cerca de nosotros, la filosofía se ha cruzado con muchos
1. Platón, Política, 268a, 279a.
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nuevos rivales. Primero fueron las ciencias del hombre, particularmente la sociología, las que pretendieron reemplazarla. Pero como la filosofía había ido descuidando cada vez más su vocación de crear conceptos para refugiarse en los Universales, ya no se sabía muy bien cuál era el problema. ¿Tratábase acaso de renunciar a cualquier creación de conceptos para dedicarse a unas ciencias del hombre estrictas, o bien, por el contrario, de transformar la naturaleza de los conceptos convirtiéndolos ora en representaciones colectivas, ora en concepciones del mundo creadas por los pueblos, por sus fuerzas vitales, históricas o espirituales? Después les llegó el turno a la epistemología, a la lingüística, e incluso al psicoanálisis… y al análisis lógico. Así, de prueba en prueba, la filosofía iba a tener que enfrentarse con unos rivales cada vez más insolentes, cada vez más desastrosos, que ni el mismo Platón habría podido imaginar en sus momentos de mayor comicidad. Por último se llegó al colmo de la vergüenza cuando la informática, la mercadotecnia, el diseño, la publicidad, todas las disciplinas de la comunicación se apoderaron de la propia palabra concepto, y dijeron: ¡es asunto nuestro, somos nosotros los creativos, nosotros somos los conceptores! Somos nosotros los amigos del concepto, lo metemos dentro de nuestros ordenadores. Información y creatividad, concepto y empresa: existe ya una bibliografía abundante… La mercadotecnia ha conservado la idea de una cierta relación entre el concepto y el acontecimiento; pero ahora resulta que el concepto se ha convertido en el conjunto de las presentaciones de un producto (histórico, científico, sexual, pragmático…) y el acontecimiento en la exposición que escenifica las presentaciones diversas y el «intercambio de ideas» al que supuestamente da lugar. Los acontecimientos por sí solos son exposiciones, y los conceptos por sí solos, productos que se pueden vender. El movimiento general que ha sustituido a la Crítica por la promoción comercial no ha dejado de afectar a la filosofía. El simulacro, la simulación de un paquete de tallarines, se ha convertido en el concepto verdadero, y el presentador-expositor del producto, mercancía u obra de arte, se ha convertido en el filósofo, en el personaje conceptual o en el artista. ¿Cómo la filosofía, una persona de edad venerable, iba a alinearse con unos jóvenes ejecutivos para competir en una carrera
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de universales de la comunicación con el fin de determinar una forma comercial del concepto, MERZ? Ciertamente, resulta doloroso enterarse de que «Concepto» designa una sociedad de servicios y de ingeniería informática. Pero cuanto más se enfrenta la filosofía a unos rivales insolentes y bobos, cuanto más se encuentra con ellos en su propio seno, más animosa se siente para cumplir la tarea, crear conceptos, que son aerolitos más que mercancías. Es presa de ataques de risa incontrolables que enjugan sus lágrimas. Así pues, el asunto de la filosofía es el punto singular en el que el concepto y la creación se relacionan el uno con la otra.
Los filósofos no se han ocupado lo suficiente de la naturaleza del concepto como realidad filosófica. Han preferido considerarlo como un conocimiento o una representación dados, que se explicaban por unas facultades capaces de formarlo (abstracción, o generalización) o de utilizarlo (juicio). Pero el concepto no viene dado, es creado, hay que crearlo; no está formado, se plantea a sí mismo en sí mismo, autoposición. Ambas cosas están implicadas, puesto que lo que es verdaderamente creado, de la materia viva a la obra de arte, goza por este hecho mismo de una autoposición de sí mismo, o de un carácter autopoiético a través del cual se lo reconoce. Cuanto más creado es el concepto, más se plantea a sí mismo. Lo que depende de una actividad creadora libre también es lo que se plantea en sí mismo, independiente y necesariamente: lo más subjetivo será lo más objetivo. En este sentido fueron los poskantianos los que más se fijaron en el concepto como realidad filosófica, especialmente Schelling y Hegel. Hegel definió con firmeza el concepto por las Figuras de su creación y los Momentos de su autoposición: las figuras se han convertido en pertenencias del concepto porque constituyen la faceta bajo la cual el concepto es creado por y en la conciencia, a través de la sucesión de las mentes, mientras que los momentos representan la otra faceta según la cual el concepto se plantea a sí mismo y reúne las mentes en lo absoluto del Sí mismo. Hegel demostraba de este modo que el concepto nada tiene que ver con una idea general o abstracta, como tampoco con una Sabiduría no creada que no dependiese de la filosofía misma. Pero era a costa de una extensión indeterminada de la filosofía que apenas dejaba subsistir el movimiento independiente de las ciencias y de
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las artes, porque reconstituía universales con sus propios momentos, y ya sólo tachaba de comparsas fantasmas a los personajes de su propia creación. Los poskantianos giraban en torno a una enciclopedia universal del concepto, que remitía la creación de éste a una pura subjetividad, en vez de otorgarse una tarea más modesta, una pedagogía del concepto, que tuviera que analizar las condiciones de creación como factores de momentos que permanecen singulares.1 Si los tres períodos del concepto son la enciclopedia, la pedagogía y la formación profesional comercial, sólo el segundo puede evitarnos caer de las cumbres del primero en el desastre absoluto del tercero, desastre absoluto para el pensamiento, independientemente por supuesto de sus posibles ‘beneficios sociales desde el punto de vista del capitalismo universal.
1. Bajo una forma deliberadamente escolar, Frédéric Cossutta propuso una
pedagogía del concepto muy interesante: Eléments pour la lecture des textes
philosophiques, Ed. Bordas.
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I. Filosofía
1. ¿QUÉ ES UN CONCEPTO?
No hay concepto simple. Todo concepto tiene componentes, y se define por ellos. Tiene por lo tanto una cifra. Se trata de una multiplicidad, aunque no todas las multiplicidades sean conceptuales. No existen conceptos de un componente único: incluso el primer concepto, aquel con el que una filosofía «se inicia», tiene varios componentes, ya que no resulta evidente que la filosofía haya de tener un inicio, y que, en el caso de que lo determine, haya de añadirle un punto de vista o una razón. Descartes, Hegel y Feuerbach no sólo no empiezan por el mismo concepto, sino que ni tan sólo tienen el mismo concepto de inicio. Todo concepto es por lo menos doble, triple, etc. Tampoco existe concepto alguno que tenga todos los componentes, puesto que sería entonces pura y sencillamente un caos: hasta los pretendidos universales como conceptos últimos tienen que salir del caos circunscribiendo un universo que los explique (contemplación, reflexión, comunicación…). Todo concepto tiene un perímetro irregular, definido por la cifra de sus componentes. Por este motivo, desde Platón a Bergson, se repite la idea de que el concepto es una cuestión de articulación, de repartición, de intersección. Forma un todo, porque totaliza sus componentes, pero un todo fragmentario. Sólo cumpliendo esta condición puede salir del caos mental, que le acecha incesantemente, y se pega a él para reabsorberlo.
¿En qué condiciones un concepto es primero, no de modo absoluto sino con relación a otro? Por ejemplo, ¿es acaso Otro necesariamente segundo respecto a un yo? Si lo es, es en la
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medida en que su concepto es el de otro -sujeto que se presenta como objeto- especial con relación al yo: éstos son sus dos componentes. Efectivamente, si lo identificamos con un objeto especial, el Otro ya no es más que el otro sujeto tal como se me presenta a mí; y si lo identificamos con otro sujeto, yo soy el Otro tal como me presento a él. Todo concepto remite a un problema, a unos problemas sin los cuales carecería de sentido, y que a su vez sólo pueden ser despejados o comprendidos a medida que se vayan solucionando: nos encontramos aquí metidos en un problema que se refiere a la pluralidad de sujetos, a su relación, a su presentación recíproca. Pero todo cambia, evidentemente, cuando creemos descubrir otro problema: ¿en qué consiste la posición del Otro, que el otro sujeto sólo «ocupa» cuando se me presenta como objeto especial, y que ocupo yo a mi vez como objeto especial cuando me presento a él? En esta perspectiva, el Otro no es nadie, ni sujeto ni objeto. Hay varios sujetos porque existe el Otro, y no a la inversa. Por lo tanto el Otro reclama un concepto a priori del cual deben resultar el objeto especial, el otro sujeto y el yo, y no a la inversa. El orden ha cambiado, tanto como la naturaleza de los conceptos, tanto como los problemas a los que supuestamente tenían que dar respuesta. Dejamos a un lado la cuestión de saber qué diferencia hay entre un problema en ciencia y en filosofía. Pero incluso en filosofía sólo se crean conceptos en función de los problemas que se consideran mal vistos o mal planteados (pedagogía del concepto).
Procedamos sucintamente: consideremos un ámbito de experimentación tomado como mundo real ya no con respecto a un yo, sino a un sencillo «hay»… Hay, en un momento dado, un mundo tranquilo y sosegado. Aparece de repente un rostro asustado que contempla algo fuera del ámbito delimitado. El Otro no se presenta aquí como sujeto ni como objeto, sino, cosa sensiblemente distinta, como un mundo posible, como la posibilidad de un mundo aterrador. Ese mundo posible no es real, o no lo es aún, pero no por ello deja de existir: es algo expresado que sólo existe en su expresión, el rostro o un equivalente del rostro. El Otro es para empezar esta existencia de un mundo posible. Y este mundo posible también tiene una realidad propia en sí mismo, en tanto que posible: basta con que el que se expresa ha-
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ble y diga «tengo miedo» para otorgar una realidad a lo posible como tal (aun cuando sus palabras fueran mentira). El «yo» como indicación lingüística no tiene otro sentido. Ni siquiera resulta imprescindible: China es un mundo posible, pero adquiere realidad a partir del momento en que se habla chino o que se habla de China en un campo de experiencia dado. Cosa muy diferente del caso en el que China se realiza convirtiéndose en propio campo de experiencia. Así pues, tenemos un concepto del Otro que tan sólo presupone como condición la determinación de un mundo sensible. El Otro surge bajo esta condición como la expresión de un posible. El Otro es un mundo posible, tal como existe en un rostro que lo expresa, y se efectúa en un lenguaje que le confiere una realidad. En este sentido, constituye un concepto de tres componentes inseparables: mundo posible, rostro existente, lenguaje real o palabra.
Evidentemente, todo concepto tiene su historia. Este concepto del Otro remite a Leibniz, a los mundos posibles de Leibniz y a la mónada como expresión del mundo; pero no se trata del mismo problema, porque los posibles de Leibniz no existen en el mundo real. Remite también a la lógica modal de las proposiciones, pero éstas no confieren a los mundos posibles la realidad que corresponde a sus condiciones de verdad (incluso cuando Wittgenstein contempla proposiciones de terror o de dolor no ve en ellas modalidades expresables en una posición del Otro, porque deja que el Otro oscile entre otro sujeto y un objeto especial). Los mundos posibles poseen una historia muy larga.1 Resumiendo, decimos de todo concepto que siempre tiene una historia, aunque esta historia zigzaguee, o incluso llegue a discurrir por otros problemas o por planos diversos. En un concepto hay, las más de las veces, trozos o componentes procedentes de otros conceptos, que respondían a otros problemas y suponían otros planos. No puede ser de otro modo ya
1. Esta historia, que no se inicia con Leibniz, discurre por episodios tan diversos como la proposición del otro como tema constante en Wittgenstein (atiene dolor de muelas…»), y la posición del otro como teoría del mundo posible en Michel Tournier (Vendredi ou 1e5 limbes du Pacfique, Gallimard). (Hay versión española: Viernes o los limbos del Pacifico, Madrid: Alfaguara, 1985.)
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que cada concepto lleva a cabo una nueva repartición, adquiere un perímetro nuevo, tiene que ser reactivado o recortado.
Pero por otra parte un concepto tiene un devenir que atañe en este caso a unos conceptos que se sitúan en el mismo plano. Aquí, los conceptos se concatenan unos a otros, se solapan mutuamente, coordinan sus perímetros, componen sus problemas respectivos, pertenecen a la misma filosofía, incluso cuando tienen historias diferentes. En efecto, todo concepto, puesto que tiene un número finito de componentes, se bifurcará sobre otros conceptos, compuestos de modo diferente, pero que constituyen otras regiones del mismo plano, que responden a problemas que se pueden relacionar, que son partícipes de una co-creación. Un concepto no sólo exige un problema bajo el cual modifica o sustituye conceptos anteriores, sino una encrucijada de problemas donde se junta con otros conceptos coexistentes. En el caso del concepto del Otro como expresión de un mundo posible en un ámbito de percepción, nos vemos impulsados a considerar de un modo nuevo los componentes de este ámbito en sí mismo: el Otro, no siendo ya un sujeto del ámbito ni un objeto en el ámbito, va a constituir la condición bajo la cual se redistribuyen no sólo el objeto y el sujeto, sino la figura y el telón de fondo, los márgenes y el centro, el móvil y la referencia, lo transitivo y lo sustancial, la longitud y la profundidad… El Otro siempre es percibido como otro, pero en su concepto representa la condición de toda percepción, tanto para los demás como para nosotros. Es la condición bajo la cual se pasa de un mundo a otro. El Otro hace que pase el mundo, y el «yo» ya tan sólo designa un mundo pretérito («estaba tranquilo…»). Por ejemplo, el Otro es suficiente para transformar toda longitud en una profundidad posible en el espacio, e inversamente, hasta tal punto que, si este concepto no funcionara dentro del campo perceptivo, las transiciones y las inversiones se volverían incomprensibles y chocaríamos continuamente contra las cosas, puesto que lo posible habría desaparecido. O por lo menos, filosóficamente, habría que encontrar otra razón para que no anduviéramos dándonos golpes… De este modo, en un plano determinable, vamos pasando de un concepto a otro a través de una especie de puente: la creación de un concepto del Otro con unos componentes semejantes acarreará la
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creación de un concepto nuevo de espacio perceptivo, con otros componentes por determinar (no darse golpes, o no darse demasiados golpes, formará parte de estos componentes).
Hemos partido de un ejemplo bastante complejo. ¿Cómo proceder de otro modo, puesto que no existen conceptos simples? El lector puede partir de cualquier ejemplo que sea de su agrado. Estamos convencidos de que extraerá la mismas consecuencias respecto a la naturaleza del concepto o al concepto de concepto. Para empezar, cada concepto remite a otros conceptos, no sólo en su historia, sino en su devenir o en sus conexiones actuales. Cada concepto tiene unos componentes que pueden a su vez ser tomados como conceptos (así el Otro incluye el rostro entre sus componentes, pero el Rostro en sí mismo será considerado un concepto que posee en sí mismo unos componentes). Así pues, los conceptos se extienden hasta el infinito y, como están creados, nunca se crean a partir de la nada. En segundo lugar, lo propio del concepto consiste en volver los componentes inseparables dentro de él: distintos, heterogéneos y no obstante no separables, tal es el estatuto de los componentes, o lo que define la consistencia del concepto, su endoconsistencia. Y es que resulta que cada componente distinto presenta un solapamiento parcial, una zona de proximidad o un umbral de indiscernibilidad con otro componente: por ejemplo, en el concepto del Otro, el mundo posible no existe al margen del rostro que lo expresa, aun cuando se diferencia de él como lo expresado y la expresión; y el rostro a su vez es la proximidad de las palabras de las que ya constituye el portavoz. Los componentes siguen siendo distintos, pero algo pasa de uno a otro, algo indecidible entre ambos: hay un ámbito ab que pertenece tanto a a como a b, en el que a y b se vuelven indiscernibles. Estas zonas, umbrales o devenires, esta indisolubilidad, son las que definen la consistencia interna del concepto. Pero éste posee también una exoconsistencia, con otros conceptos, cuando su creación respectiva implica la construcción de un puente sobre el mismo plano. Las zonas y los puentes son las junturas del concepto.
En tercer lugar, cada concepto será por lo tanto considerado el punto de coincidencia, de condensación o de acumulación de sus propios componentes. El punto conceptual recorre incesante-
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mente sus componentes, subiendo y bajando dentro de ellos. Cada componente en este sentido es un rasgo intensivo, una ordenada intensiva que no debe ser percibida como general ni como particular, sino como una mera singularidad -«un» mundo posible, «un» rostro, «unas» palabras- que se particulariza o se generaliza según se le otorguen unos valores variables o se le asigne una función constante. Pero, a la inversa de lo que sucede con la ciencia, no hay constante ni variable en el concepto, y no se diferenciarán especies variables para un género constante como tampoco una especie constante para unos individuos variables. Las relaciones en el concepto no son de comprensión ni de extensión, sino sólo de ordenación, y los componentes del concepto no son constantes ni variables, sino meras variaciones ordenadas en función de su proximidad. Son procesuales, modulares. El concepto de un pájaro no reside en su género o en su especie, sino en la composición de sus poses, de su colorido y de sus trinos: algo indiscernible, más sineidesia que sinestesia. Un concepto es una heterogénesis, es decir una ordenación de sus componentes por zonas de proximidad. Es un ordinal, una intensión común a todos los rasgos que lo componen. Como los recorre incesantemente siguiendo un orden sin distancia, el concepto está en estado de sobrevuelo respecto de sus componentes. Está inmediatamente copresente sin distancia alguna en todos sus componentes o variaciones, pasa y vuelve a pasar por ellos: es una cantinela, un opus que tiene su cifra.
El concepto es incorpóreo, aunque se encarne o se efectúe en los cuerpos. Pero precisamente no se confunde con el estado de cosas en que se efectúa. Carece de coordenadas espaciotemporales, sólo tiene ordenadas intensivas. Carece de energía, sólo tiene intensidades, es anergético (la energía no es la intensidad, sino el modo en el que ésta se despliega y se anula en un estado de cosas extensivo). El concepto expresa el acontecimiento, no la esencia o la cosa. Es un Acontecimiento puro, una hecceidad, una entidad: el acontecimiento de Otro, o el acontecimiento del rostro (cuando a su vez se toma el rostro como concepto). O el pájaro como acontecimiento. El concepto se define por la inseparabilidad de un número finito de componentes heterogéneos recorridos por un punto en sobrevuelo absoluto, a velocidad infinita. Los
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conceptos son «superficies o volúmenes absolutos», unas formas que no tienen más objeto que la inseparabilidad de variaciones distintas.’ El «sobrevuelo» es el estado del concepto o su infinidad propia, aunque los infinitos sean más o menos grandes según la cifra de sus componentes, de los umbrales y de los puentes. El concepto es efectivamente, en este sentido, un acto de pensamiento, puesto que el pensamiento opera a velocidad infinita (no obstante más o menos grande).
Así pues, el concepto es absoluto y relativo a la vez: relativo respecto de sus propios componentes, de los demás conceptos, del plano sobre el que se delimita, de los problemas que supuestamente debe resolver, pero absoluto por la condensación que lleva a cabo, por el lugar que ocupa sobre el plano, por las condiciones que asigna al problema. Es absoluto como totalidad, pero relativo en tanto que fragmentario. Es infinito por su sobrevuelo o su velocidad, pero finito por su movimiento que delimita el perímetro de los componentes. Un filósofo reajusta sus conceptos, incluso cambia de conceptos incesantemente; basta a veces con un punto de detalle que crece, y que produce una nueva condensación, que añade o resta componentes. El filósofo presenta a veces una amnesia que casi le convierte en un enfermo: Nietzsche, dice Jaspers, «corregía él mismo sus ideas para constituir otras nuevas sin reconocerlo explícitamente; en sus estados de alteración, olvidaba las conclusiones a las que había llegado anteriormente». O Leibniz: «Creía estar entrando a puerto, pero… fui rechazado a alta mar.»2 Lo que no obstante permanece absoluto es el modo en el que el concepto creado se plantea en sí mismo y con los demás. La relatividad y la absolutidad del concepto son como su pedagogía y su ontología, su creación y su autoposición, su idealidad y su realidad. Real sin ser actual, ideal sin ser abstracto… El concepto se define por su consistencia, endoconsistencia y exoconsistencia, pero carece de referencia: es autorreferencial, se plantea a sí mismo y plantea su objeto al
1. Respecto al sobrevuelo, y a las superficies o volúmenes absolutos como entes reales, cf. Raymond Ruyer, Néo-finalisme, RUT., caps. IX-XI.
2. Leibniz, Système nouveau de la Nature, §12.
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mismo tiempo que es creado. El constructivismo une lo relativo y lo absoluto.
Por último, el concepto no es discursivo, y la filosofía no es una formación discursiva, porque no enlaza proposiciones. A la confusión del concepto y de la proposición se debe la tendencia a creer en la existencia de conceptos científicos y a considerar la proposición como una auténtica «intensión» (lo que la frase expresa): entonces, las más de las veces el concepto filosófico sólo se muestra como una proposición carente de sentido. Esta confusión reina en la lógica, y explica la idea pueril que se forma de la filosofía. Se valoran los conceptos según una gramática «filosófica» que ocupa su lugar con proposiciones extraídas de las frases en las que éstos aparecen: constantemente nos encierran en unas alternativas entre proposiciones, sin percatarse de que el concepto ya se ha escurrido en la parte excluida. El concepto no constituye en modo alguno una proposición, no es proposicional, y la proposición nunca es una intensión. Las proposiciones se definen por su referencia, y la referencia nada tiene que ver con el Acontecimiento, sino con una relación con el estado de cosas o de cuerpos, así como con las condiciones de esta relación. Lejos de constituir una intensión, estas condiciones son todas ellas exterisionales: implican unas operaciones de colocación en abscisa o de linearización sucesivas que introducen las ordenadas intensivas en unas coordenadas espaciotemporales y energéticas, de establecimiento de correspondencias de conjuntos delimitados de este modo. Estas sucesiones y estas correspondencias definen la discursividad en sistemas extensivos; y la independencia de las variables en las proposiciones se opone a la indisolubilidad de las variaciones en el concepto. Los conceptos, que tan sólo poseen consistencia o unas ordenadas intensivas fuera de las coordenadas, entran libremente en unas relaciones de resonancia no discursiva, o bien porque los componentes de uno se convierten en conceptos que tienen otros componentes siempre heterogéneos, o bien porque no presentan entre ellos ninguna diferencia de escala a ningún nivel. Los conceptos son centros de vibraciones, cada uno en sí mismo y los unos en relación con los otros. Por esta razón todo resuena, en vez de sucederse o corresponderse. No hay razón alguna para que los conceptos se sucedan. Los con-
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ceptos en tanto que totalidades fragmentarias no constituyen ni siquiera las piezas de un rompecabezas, puesto que sus perímetros irregulares no se corresponden. Forman efectivamente una pared, pero una pared de piedra en seco, y si se toma el conjunto, se hace mediante caminos divergentes. Incluso los puentes de un concepto a otro son también encrucijadas, o rodeos que no circunscriben ningún conjunto discursivo. Son puentes móviles. No resulta equivocado al respecto considerar que la filosofía está en estado de perpetua digresión o digresividad.
Resultan de ello importantes diferencias entre la enunciación filosófica de conceptos fragmentarios y la enunciación científica de proposiciones parciales. Bajo un primer aspecto, toda enunciación es de posición; pero permanece externo a la proposición porque tiene por objeto un estado de cosas como referente, y por condiciones las referencias que constituyen unos valores de verdad (incluso cuando estas condiciones por su cuenta son internas al objeto). Por el contrario, la enunciación de posición es estrictamente inmanente al concepto, puesto que éste tiene por único objeto la indisolubilidad de los componentes por los que él mismo pasa una y otra vez, y que constituye su consistencia. En cuanto al otro aspecto, enunciación de creación o de rúbrica, resulta indudable que las proposiciones científicas y sus correlatos están rubricados o creados de igual forma que los conceptos filosóficos; así se habla del teorema de Pitágoras, de coordenadas cartesianas, de número hamiltoniano, de función de Lagrange, exactamente igual que de Idea platónica, o de cogito de Descartes, etc. Pero por mucho que los nombres propios que acompañan de este modo a la enunciación sean históricos, y figuren como tales, constituyen máscaras para otros devenires, tan sólo sirven de seudónimos para entidades singulares más secretas. En el caso de las proposiciones, se trata de observadores parciales extrínsecos, científicamente definibles con relación a tales o cuales ejes de referencia, mientras que, en cuanto a los conceptos, se trata de personajes conceptuales intrínsecos que ocupan tal o cual plano de consistencia. No sólo diremos que los nombres propios sirven para usos muy diferentes en las filosofías, en las ciencias o las artes: ocurre lo mismo con los elementos sintácticos, y particularmente con las preposiciones, las conjunciones, «ahora bien»,
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«luego»… La filosofía procede por frases, pero no siempre son proposiciones lo que se extrae de las frases en general. Sólo disponemos por el momento de una hipótesis muy amplia: de frases o de un equivalente, la filosofía saca conceptos (que no se confunden con ideas generales o abstractas), mientras que la ciencia saca prospectos (proposiciones que no se confunden con juicios), y el arte saca perceptos y afectos (que tampoco se confunden con percepciones o sentimientos). En cada caso, el lenguaje se ve sometido a penalidades y usos incomparables, que no definen la diferencia de las disciplinas sin constituir al mismo tiempo sus cruzamientos perpetuos.
EJEMPLO I
Hay que empezar por confirmar los análisis anteriores tomando el ejemplo de un concepto filosófico rubricado, entre los más famosos, el cogito cartesiano, el Yo de Descartes: un concepto de yo. Este concepto posee tres componentes, dudar, pensar, ser (no hay que llegar a la conclusión de que todos los conceptos son triples). El enunciado total del concepto como multiplicidad es: yo pienso «luego» yo existo, o más completo: yo que dudo, yo pienso, yo soy, yo soy una cosa que piensa. Es el acontecimiento siempre renovado del pensamiento tal como lo concibe Descartes. El concepto se condensa en el punto Y, que pasa por todos los componentes, y en el que coinciden Y’ - dudar, Y'’ - pensar, Y”’ - ser. Los componentes como ordenadas intensivas se colocan en las zonas de proximidad o de indiscernibilidad que hacen que se pase de una a otra, y que constituyen su indisolubilidad: una primera zona está entre dudar y pensar (yo que dudo, no puedo dudar de que pienso), y la segunda está entre pensar y ser (para pensar hay que ser). Los componentes se presentan en este caso como verbos, pero no tiene por qué ser una norma, basta con que sean variaciones.
En efecto, la duda comporta unos momentos que no son las especies de un género, sino las fases de una variación: duda sensible, científica, obsesiva. (Así pues, todo concepto posee un espacio de fases, aunque sea de un modo distinto que en la ciencia.) Lo mismo sucede con los modos de pensamiento: sentir, imaginar, tener ideas. Y lo mismo también con los tipos de ser, objeto o sustancia: el ser infinito, el ser pensante finito, el ser extenso. Llama la atención que, en este último caso, el concepto del yo tan sólo retenga la
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segunda fase del ser, y deje al margen el resto de la variación. Pero ésta es precisamente la señal de que el concepto se cierra como totalidad fragmentaria con «yo soy una cosa pensante»: sólo se podrá pasar a las demás fases del ser a través de unos puentes encrucijada que nos conduzcan a otros conceptos. De este modo, «entre mis ideas, tengo la idea de infinito» es el puente que conduce del concepto de yo al concepto de Dios, nuevo concepto que a su vez posee tres componentes que forman las «pruebas» de la existencia de Dios como acontecimiento infinito, encargándose la tercera (prueba ontológica) del cierre del concepto, pero también tendiendo a su vez un puente o una bifurcación hacia un concepto de amplitud, en tanto que garantiza el valor objetivo de verdad de las demás ideas claras y distintas que tenemos.
Cuando se pregunta: ¿existen precursores del cogito?, se pretende decir: ¿existen conceptos rubricados por filósofos anteriores que tengan componentes similares o casi idénticos, pero que carezcan de alguno de ellos, o bien que añadan otros, de tal modo que un cogito no llegará a cristalizar, ya que los componentes no coincidirán todavía en un yo? Todo parecía estar a punto, y sin embargo faltaba algo. El concepto anterior tal vez remitiera a otro problema que no fuera el cogito (es necesaria una mutación de pro-
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blema para que el cogito cartesiano pueda aparecer), o incluso que se desarrollara en otro plano. El plano cartesiano consiste en rechazar cualquier presupuesto objetivo explícito, en el que cada concepto remitirá a otros conceptos (por ejemplo, el hombre animal-racional). Invoca exclusivamente una comprensión prefilosófica, es decir unos presupuestos implícitos y subjetivos: todo el mundo sabe qué significa pensar, ser, yo (se sabe haciéndolo, siéndolo, diciéndolo). Es una distinción muy nueva. Un plano semejante exige un concepto primero que no tiene que presuponer nada objetivo. Hasta el punto de que el problema es: ¿cuál es el primer concepto de este plano, o por dónde empezar para que se pueda determinar la verdad como certidumbre subjetiva absolutamente pura? El cogito. Los demás conceptos podrán conquistar la objetividad, pero siempre y cuando estén vinculados por puentes al concepto primero, respondan a problemas sometidos a las mismas condiciones, y permanezcan en el mismo plano: así la objetividad adquiere un conocimiento verdadero, y no supone una verdad reconocida como preexistente o que ya estaba ahí.
Resulta vano preguntarse si Descartes tenía razón o no. ¿Acaso tienen más valor unos presupuestos subjetivos e implícitos que los presupuestos objetivos explícitos? ¿Hay que «empezar» acaso y, en caso afirmativo, hay que empezar desde la perspectiva de una certidumbre subjetiva? ¿Puede el pensamiento en este sentido ser el verbo de un Yo? No hay respuesta directa. Los conceptos cartesianos sólo pueden ser valorados en función de los problemas a los que dan respuesta y del plano por el que pasan. En general, si unos conceptos anteriores han podido preparar un concepto, sin llegar a constituirlo por ello, es que su problema todavía estaba sumido en otros conceptos, y el plano no tenía aún la curvatura o los movimientos necesarios. Y si cabe sustituir unos conceptos por otros, es bajo la condición de problemas nuevos y de un plano distinto con respecto a los cuales (por ejemplo) «Yo» pierda todo sentido, el inicio pierde toda necesidad, los presupuestos toda diferencia -o adquieran otras-. Un concepto siempre tiene la verdad que le corresponde en función de las condiciones de su creación. ¿Existe acaso un plano mejor que todos los demás, y unos problemas que se impongan en contra de los demás? Precisamente, nada se puede decir al respecto.
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Los planos hay que hacerlos, y los problemas, plantearlos, del mismo modo que hay que crear los conceptos. El filósofo hace cuanto está en su mano, pero tiene demasiado que hacer para saber si lo que hace es lo mejor, o incluso para preocuparse por esta cuestión. Por supuesto, los conceptos nuevos tienen que estar relacionados con problemas que sean los nuestros, con nuestra historia y sobre todo con nuestros devenires. Pero ¿qué significan conceptos de nuestra época o de una época cualquiera? Los conceptos no son eternos, pero ¿se vuelven acaso temporales por ello? ¿Cuál es la forma filosófica de los problemas de la época actual? Si un concepto es (
Por este motivo sienten los filósofos escasa afición por las discusiones. Todos los filósofos huyen cuando escuchan la frase: vamos a discutir un poco. Las discusiones están muy bien para las mesas redondas, pero el filósofo echa sus dados cifrados sobre otro tipo de mesa. De las discusiones, lo mínimo que se puede decir es que no sirven para adelantar en la tarea puesto que los interlocutores nunca hablan de lo mismo. Que uno sostenga una opinión, y piense más bien esto que aquello, ¿de qué le sirve a la filosofía, mientras no se expongan los problemas que están en juego? Y cuando se expongan, ya no se trata de discutir, sino de crear conceptos indiscutibles para el problema que uno se ha planteado. La comunicación siempre llega demasiado pronto o demasiado tarde, y la conversación siempre está de más cuando se trata de crear. A veces se imagina uno la filosofía como una discusión perpetua, como una «racionalidad comunicativa», o como una «conversación democrática universal». Nada más lejos de la realidad y, cuando un filósofo critica a otro, es a partir de
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unos problemas y sobre un plano que no eran los del otro, y que hacen que se fundan los conceptos antiguos del mismo modo que se puede fundir un cañón para fabricar armas nuevas. Nunca se está en el mismo plano. Criticar no significa más que constatar que un concepto se desvanece, pierde sus componentes o adquiere otros nuevos que lo transforman cuando se lo sumerge en un ambiente nuevo. Pero quienes critican sin crear, quienes se limitan a defender lo que se ha desvanecido sin saber devolverle las fuerzas para que resucite, constituyen la auténtica plaga de la filosofía. Es el resentimiento lo que anima a todos esos discutidores, a esos comunicadores. Sólo hablan de sí mismos haciendo que se enfrenten unas realidades huecas. La filosofía aborrece las discusiones. Siempre tiene otra cosa que hacer. Los debates le resultan insoportables, y no porque se sienta excesivamente segura de sí misma: al contrario, sus incertidumbres son las que la conducen a otros derroteros más solitarios. No obstante, ¿no convertía Sócrates la filosofía en una discusión libre entre amigos? ¿No representa acaso la cumbre de la sociabilidad griega en tanto que conversación de los hombres libres? De hecho, Sócrates nunca dejó de hacer que cualquier discusión se volviera imposible, tanto bajo la forma breve de un agon de las preguntas y de las respuestas como bajo la forma extensa de una rivalidad de los discursos. Hizo del amigo el amigo exclusivo del concepto, y del concepto el implacable monólogo que elimina sucesivamente a todos sus rivales.
EJEMPLO II
Hasta qué punto domina Platón el concepto queda manifiesto en el Parménides. El Uno tiene dos componentes (el ser y el no-ser), fases de componentes (el Uno superior al ser, igual al ser, inferior al ser; el Uno superior al no-ser, igual al no-ser), zonas de indiscernibilidad (con respecto a sí, con respecto a los demás). Es un modelo de concepto.
¿Pero no es acaso el Uno anterior a todo concepto? En este punto Platón enseña lo contrario de lo que hace: crea conceptos, pero necesita plantearlos de forma que representen lo increado que les precede. Introduce el tiempo en el concepto, pero este tiempo tiene que ser el Anterior. Construye el concepto, pero de forma
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que atestigüe la preexistencia de una objetividad, bajo la forma de una diferencia de tiempo capaz de medir el distanciamiento o la proximidad del constructor eventual. Y es que, en el plano platónico, la verdad se plantea como algo presupuesto, ya presente. Así es la Idea. En el concepto platónico de Idea, primero adquiere un sentido muy preciso, muy diferente del que tendrá en Descartes: es lo que posee objetivamente una cualidad pura, o lo que no es otra cosa más que lo que es. Únicamente la justicia es justa, el Valor valiente, así son las Ideas, y hay Idea de madre si hay una madre que sólo es madre (que no hubiera sido hija a su vez), o pelo, que sólo es pelo (y no silicio también). Se da por supuesto que las cosas, por el contrario, siempre son otra cosa que lo que son: en el mejor de los casos, no poseen por lo tanto más que en segundas, sólo pueden pretender la cualidad, y tan sólo en la medida en que participan de la Idea. Entonces el concepto de Idea tiene los componentes siguientes: la cualidad poseída o que hay que poseer; la Idea que posee en primeras, en tanto que imparticipable; aquello que pretende a la cualidad, y tan sólo puede poseerla en segundas, terceras, cuartas...; la Idea participada, que valora las pretensiones. Diríase el Padre, un padre doble, la hija y los pretendientes. Esas constituyen las ordenadas intensivas de la Idea: una pretensión sólo estará fundada por una vecindad, una proximidad mayor o menor que se «tuvo» respecto a la Idea, en el sobrevuelo de un tiempo siempre anterior, necesariamente anterior. El tiempo bajo esta forma de anterioridad pertenece al concepto, es como su zona. Ciertamente, no es en este plano griego, en este suelo platónico, donde el cogito puede surgir. Mientras subsista la preexistencia de la Idea (incluso bajo la forma cristiana de arquetipos en el entendimiento de Dios), el cogito podrá ser preparado, pero no llevado a cabo. Para que Descartes cree este concepto será necesario que «primero>) cambie singularmente de sentido, que adquiera un sentido subjetivo, y que entre la idea y el alma que la forma como sujeto se anule toda diferencia de tiempo (de ahí la importancia de la observación de Descartes contra la reminiscencia, cuando dice que las ideas innatas no son «antes», sino «al mismo tiempo» que el alma). Habrá que conseguir una instantaneidad del concepto, y que Dios cree incluso las verdades. Será necesario que la pretensión cambie de naturaleza: el pretendiente deja de recibir a la hija de las manos de un padre para no debérsela más que a sus propias hazañas caballerescas…, a su propio método. La cuestión de saber si Malebranche puede reactivar unos componentes platónicos en un plano auténticamente cartesiano, y a
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qué precio, debería ser analizada desde esta perspectiva. Pero sólo pretendíamos mostrar que un concepto siempre tiene unos componentes que pueden impedir la aparición de otro concepto, o por el contrario que esos mismos componentes sólo pueden aparecer a costa del desvanecimiento de otros conceptos. No obstante, un concepto nunca tiene valor por lo que impide: sólo vale por su posición incomparable y su creación propia.
Supongamos que se añade un componente a un concepto: es probable que estalle, o que presente una mutación completa que implique tal vez otro plano, en cualquier caso otros problemas. Es lo que sucede con el cogito kantiano. Kant construye sin duda un plano «trascendental» que hace inútil la duda y cambia una vez más la naturaleza de los presupuestos. Pero es en virtud de este plano mismo por lo que puede declarar que, si «yo pienso» es una determinación que implica en este sentido una existencia indeterminada («yo soy»), no por ello se sabe cómo este indeterminado se vuelve determinable, ni a partir de entonces bajo qué forma aparece como determinado. Kant «critica» por lo tanto a Descartes por haber dicho: soy una sustancia pensante, puesto que nada fundamenta semejante pretensión del Yo. Kant reclama la introducción de un componente nuevo en el cogito, el que Descartes había rechazado: el tiempo precisamente, pues sólo en el tiempo se encuentra determinable mi existencia indeterminada. Pero sólo estoy determinado en el tiempo como yo pasivo y fenoménico, siempre afectable, modificable, variable. He aquí que el cogito presenta ahora cuatro componentes: yo pienso, y soy activo en ese sentido; tengo una existencia; esta existencia sólo es determinable en el tiempo como la de un yo pasivo; así pues estoy determinado como un yo pasivo que se representa necesariamente su propia actividad pensante como un Otro que le afecta. No se trata de otro sujeto, sino más bien del sujeto que se vuelve otro… ¿Es acaso la senda de una conversión del yo a otro? ¿Una preparación del «Yo es otro»? Se trata de una sintaxis nueva, con otras ordenadas, otras zonas de indiscernibilidad garantizadas por el esquema primero, después por la afección de uno mismo a través de uno mismo, que hacen inseparables Yo y el Yo Mismo.*
Que Kant «critique» a Descartes tan sólo significa que ha levantado un plano y construido un problema que no pueden ser ocupados o efectuados por el cogito cartesiano. Descartes
* Le fe et Le Moi: el yo, la función subjetiva y la autoconciencia. (N. del T.)
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había creado el cogito como concepto, pero expulsando el tiempo como forma de anterioridad para hacer de éste un mero modo de sucesión que remitía a la creación continuada. Kant reintroduce el tiempo en el cogito, pero un tiempo totalmente distinto del de la anterioridad platónica. Creación de concepto. Hace del tiempo un componente del cogito nuevo, pero a condición de proporcionar a su vez un concepto nuevo del tiempo: el tiempo se vuelve forma de interioridad, con tres componentes: sucesión pero también simultaneidad y permanencia. Cosa que implica a su vez un concepto nuevo de espacio, que ya no puede ser definido por la mera simultaneidad, y se vuelve forma de exterioridad. Es una revolución considerable. Espacio, tiempo, Yo pienso, tres conceptos originales unidos por unos puentes que constituyen otras tantas encrucijadas. Una ráfaga de conceptos nuevos. La historia de la filosofía no sólo implica que se evalúe la novedad histórica de los conceptos creados por un filósofo, sino la fuerza de su devenir cuando pasan de unos a otros.
Encontramos por doquier el mismo estatuto pedagógico del concepto: una multiplicidad, una superficie o un volumen absolutos, autorreferentes, compuestos por un número determinado de variaciones intensivas inseparables que siguen un orden de proximidad, y recorridos por un punto en estado de sobrevuelo. El concepto es el perímetro, la configuración, la constelación de un acontecimiento futuro. Los conceptos en este sentido pertenecen a la filosofía de pleno de derecho, porque es ella la que los crea, y no deja de crearlos. El concepto es evidentemente conocimiento, pero conocimiento de uno mismo, y lo que conoce, es el acontecimiento puro, que no se confunde con el estado de cosas en el que se encarna. Deslindar siempre un acontecimiento de las cosas y de los seres es la tarea de la filosofía cuando crea conceptos, entidades. Establecer el acontecimiento nuevo de las cosas y de los seres, darles siempre un acontecimiento nuevo: el espacio, el tiempo, la materia, el pensamiento, lo posible como acontecimientos…
Resulta vano prestar conceptos a la ciencia: ni siquiera cuando se ocupa de los mismos «objetos», lo hace bajo el aspecto del concepto, no lo hace creando conceptos. Se objetará que se trata de una cuestión de palabras, pero no es frecuente que las
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palabras no impliquen intenciones o argucias. Si se decidiera reservar el concepto a la ciencia, se trataría de una mera cuestión de palabras aun a costa de encontrar otra palabra para designar el quehacer de la filosofía. Pero las más de las veces se procede de otro modo. Se empieza por atribuir el poder del concepto a la ciencia, se define el concepto a través de los procedimientos creativos de la ciencia, se lo mide con la ciencia, y después se plantea si no queda una posibilidad para que la filosofía forme a su vez conceptos de segunda zona, que suplan su propia insuficiencia a través de un vago llamamiento a lo vivido. De este modo Gilles-Gaston Granger empieza por definir el concepto como una proposición o una función científicas, y después admite que puede pese a todo haber unos conceptos filosóficos que sustituyan la referencia al objeto por el correlato de una «totalidad de lo vivido».’ Pero, de hecho, o bien la filosofía lo ignora todo del concepto, o bien lo conoce con pleno derecho y de primera mano, hasta el punto de no dejar nada para la ciencia, que por lo demás no lo necesita para nada y que sólo se ocupa de los estados de las cosas y de sus condiciones. La ciencia se basta con las proposiciones o funciones, mientras que la filosofía por su parte no necesita invocar una vivencia que sólo otorgaría una vida fantasmagórica y extrínseca a unos conceptos secundarios exangües en sí mismos. El concepto filosófico no se refiere a lo vivido, por compensación, sino que consiste, por su propia creación, en establecer un acontecimiento que sobrevuela toda vivencia tanto como cualquier estado de las cosas. Cada concepto talla el acontecimiento, lo perfila a su manera. La grandeza de una filosofía se valora por la naturaleza de los acontecimientos a los que sus conceptos nos incitan, o que nos hace capaces de extraer dentro de unos conceptos. Por lo tanto hay que desmenuzar hasta sus más recónditos detalles el vínculo único, exclusivo, de los conceptos con la filosofía en tanto que disciplina creadora. El concepto pertenece a la filosofía y sólo pertenece a ella.
1. Gilles-Gaston Granger, Pour la connaissance philosophique, Ed. Odile Jacob, cap. VI.
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2. EL PLANO DE INMANENCIA
Los conceptos filosóficos son todos fragmentarios que no ajustan unos con otros, puesto que sus bordes no coinciden. Son más producto de dados lanzados al azar que piezas de un rompecabezas. Y sin embargo resuenan, y la filosofía que los crea presenta siempre un Todo poderoso, no fragmentado, incluso cuando permanece abierta: Uno-Todo ilimitado, Omnitudo, que los incluye a todos en un único y mismo plano. Es una mesa, una planicie, una sección. Es un plano de consistencia o, más exactamente, el plano de inmanencia de los conceptos, el planómeno. Los conceptos y el plano son estrictamente correlativos, pero no por ello deben ser confundidos. El plano de inmanencia no es un concepto, ni el concepto de todos los conceptos. Si se los confundiera, nada impediría a los conceptos formar uno único, o convertirse en universales y perder su singularidad, pero también el plano perdería su apertura. La filosofía es un constructivismo, y el constructivismo tiene dos aspectos complementarios que difieren en sus características: crear conceptos y establecer un plano. Los conceptos son como las olas múltiples que suben y bajan, pero el plano de inmanencia es la ola única que los enrolla y desenrolla. El plano recubre los movimientos infinitos que los recorren y regresan, pero los conceptos son las velocidades infinitas de movimientos finitos que recorren cada vez únicamente sus propios componentes. Desde Epicuro a Spinoza (el prodigioso libro V…), de Spinoza a Michaux, el problema del pensamiento es la velocidad infinita, pero ésta necesita un medio que se mueva en sí mismo infinitamente, el plano, el vacío, el
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horizonte. Es necesaria la elasticidad del concepto, pero también la fluidez del medio.1 Ambas cosas son necesarias para componer «los seres lentos» que somos.
Los conceptos son el archipiélago o el esqueleto, más columna vertebral que cráneo, mientras que el plano es la respiración que envuelve estos isolats.2 Los conceptos son superficies o volúmenes absolutos, deformes y fragmentarios, mientras que el plano es lo absoluto ilimitado, informe, ni superficie ni volumen, pero siempre fractal. Los conceptos son disposiciones concretas como configuraciones de una máquina, pero el plano es la máquina abstracta cuyas disposiciones son las piezas. Los conceptos son acontecimientos, pero el plano es el horizonte de los acontecimientos, el depósito o la reserva de los acontecimientos puramente conceptuales: no el horizonte relativo que funciona como un límite, que cambia con un observador y que engloba estados de cosas observables, sino el horizonte absoluto, independiente de cualquier observador, y que traduce el acontecimiento como concepto independiente de un estado de cosas visible donde se llevaría a cabo.3 Los conceptos van pavimentando, ocupando o poblando el plano, palmo a palmo, mientras que el plano en sí mismo es el medio indivisible en el que los conceptos se reparten sin romper su integridad, su continuidad: ocupan sin contar (la cifra del concepto no es un número) o se distribuyen sin dividir. El plano es como un desierto que los conceptos pueblan sin compartimentarlo. Son los conceptos mismos las únicas regiones del plano, pero es el plano el único continente de los conceptos.
1. Sobre la elasticidad del concepto, Hubert Damisch, Prefacio a Prospectus
de Dubuffet, Gallimard, I, págs. 18 y 19.
2. «Isolat» de ¡soler (aislar), tal vez formado -en 1962- como habitat, significa, según el diccionario Robert: Grupo étnico aislado, grupo de seres vivos aislados. (N. del T.)
3. Jean-Pierre Luminet distingue entre los horizontes relativos, como el horizonte terrestre centrado sobre un observador y que se desplaza con él, y el horizonte absoluto, «horizonte de los acontecimientos», independiente de cualquier observador y que divide los acontecimientos en dos categorías: los vistos y los no vistos, los comunicables y los no comunicables («Le trou noir et l’infmi», en Les dimensions de l’infini, Instituto italiano de cultura de París). También puede uno remitirse al texto zen del monje japonés Dôgen, que invoca el horizonte o la «reserva» de los acontecimientos: Shobogenzo, Ed. de la Différence, traducción y comentarios de René de Ceccaty y Nakamura.
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El plano no tiene más regiones que las tribus que lo pueblan y que se desplazan en él. El plano es lo que garantiza el contacto de los conceptos, con unas conexiones siempre crecientes, y son los conceptos los que garantizan el asentamiento de población del plano sobre una curvatura siempre renovada, siempre variable.
El plano de inmanencia no es un concepto pensado ni pensable, sino la imagen del pensamiento, la imagen que se da a sí mismo de lo que significa pensar, hacer uso del pensamiento, orientarse en el pensamiento… No es un método, pues todo método tiene que ver eventualmente con los conceptos y supone una imagen semejante. Tampoco es un estado de conocimiento sobre el cerebro y su funcionamiento, puesto que en este caso el pensamiento no se refiere a la lente cerebro como al estado de cosas científicamente determinable en el que el pensamiento simplemente se efectúa, cualquiera que sea y su orientación. Tampoco es la opinión que uno suele formarse del pensamiento, de sus formas, de sus objetivos y sus medios en tal o cual momento. La imagen del pensamiento implica un reparto severo del hecho y del derecho: lo que pertenece al pensamiento como tal debe ser separado de los accidentes que remiten al cerebro, o a las opiniones históricas. «Quid juris?» Por ejemplo, perder la memoria, o estar loco, ¿puede acaso pertenecer al pensamiento como tal, o se trata sólo de accidentes del cerebro que deben ser considerados meros hechos? ¿Y contemplar, reflexionar, comunicar, acaso no son opiniones que uno se forma sobre el pensamiento, en tal época y en tal civilización? La imagen del pensamiento sólo conserva lo que el pensamiento puede reivindicar por derecho. El pensamiento reivindica «sólo» el movimiento que puede ser llevado al infinito. Lo que el pensamiento reivindica en derecho, lo que selecciona, es el movimiento infinito o el movimiento del infinito. El es quien constituye la imagen del pensamiento.
El movimiento del infinito no remite a unas coordenadas espaciotemporales que definirían las posiciones sucesivas de un móvil y las referencias fijas respecto a las cuales éstas varían. «Orientarse en el pensamiento» no implica referencia objetiva, ni móvil que se sienta como sujeto y que, en calidad de tal, desee
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el infinito o lo necesite. El movimiento lo ha acaparado todo, y ya no queda sitio alguno para un sujeto y un objeto que sólo pueden ser conceptos. Lo que está en movimiento es el propio horizonte: el horizonte relativo se aleja cuando el sujeto avanza, pero en el horizonte absoluto, en el plano de inmanencia, estamos ahora ya y siempre. Lo que define el movimiento infinito es un vaivén, porque no va hacia un destino sin volver ya sobre sí, puesto que la aguja es también el polo. Si «volverse hacia…» es el movimiento del pensamiento hacia lo verdadero, ¿cómo no iba lo verdadero a volverse también hacia el pensamiento? ¿Y cómo no iba él mismo a alejarse del pensamiento cuando éste se aleja de él? No se trata no obstante de una fusión, sino de una reversibilidad, de un intercambio inmediato, perpetuo, instantáneo, de un relámpago. El movimiento infinito es doble, y tan sólo hay una leve inclinación de uno a otro. En este sentido se dice que pensar y ser son una única y misma cosa. O, mejor dicho, el movimiento no es imagen del pensamiento sin ser también materia del ser. Cuando surge el pensamiento de Tales es como agua que retorna. Cuando el pensamiento de Heráclito se hace polemos, es el fuego que retorna sobre él. Hay la misma velocidad en ambas partes: «El átomo va tan deprisa como el pensamiento.»’ El plano de inmanencia tiene dos facetas, como Pensamiento y como Naturaleza, como Physis y como Nous. Es por lo que siempre hay muchos movimientos infinitos entrelazados unos dentro de los otros, plegados unos dentro de los otros, en la medida en que el retorno de uno dispara otro instantáneamente, de tal modo que el plano de inmanencia no para de tejerse, gigantesca lanzadera. Volverse hacia no implica sólo volverse sino afrontar, dar media vuelta, volverse, extraviarse, desvanecerse.’ Incluso lo negativo produce movimientos infinitos: caer en el error tanto como evitar lo falso, dejarse dominar por las pasiones tanto como superarlas. Varios movimientos del infinito están tan entremezclados que, lejos de romper el Uno-Todo del plano de inmanencia, constituyen su curvatura variable, sus concavidades
1. Epicuro, Carta a Herodoto, 61-62.
2. Sobre estos dinamismos, cf. Michel Courthial, Le visage, de próxima publicación.
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y sus convexidades, su naturaleza fractal en cierto modo. Esta naturaleza fractal es lo que hace que el planómeno sea un infinito siempre distinto de cualquier superficie o volumen asignable como concepto. Cada movimiento recorre la totalidad del plano efectuando un retorno inmediato sobre sí mismo, plegándose, pero también plegando a otros o dejándose plegar, engendrando retroacciones, conexiones, proliferaciones, en la fractalización de esta infinidad infinitamente plegada una y otra vez (curvatura variable del plano). Pero, pese a ser cierto que el plano de inmanencia es siempre único, puesto que es en sí mismo variación pura, tanto más tendremos que explicar por qué hay planos de inmanencia variados, diferenciados, que se suceden o rivalizan en la historia, precisamente según los movimientos infinitos conservados, seleccionados. El plano no es ciertamente el mismo en la época de los griegos, en el siglo xvii, en la actualidad (y aun estos términos son vagos y generales): no se trata de la misma imagen del pensamiento, ni de la misma materia del ser. El plano es por lo tanto objeto de una especificación infinita, que hace que tan sólo parezca ser el Uno-Todo en cada caso especificado por la selección del movimiento. Esta dificultad referida a la naturaleza última del plano de inmanencia sólo puede resolverse progresivamente.
Resulta esencial no confundir el plano de inmanencia y los conceptos que lo ocupan. Y sin embargo los mismos elementos pueden presentarse dos veces, en el plano y en el concepto, pero no será con las mismas características, aun cuando se expresen con los mismos verbos y con las mismas palabras: ya lo hemos visto para el ser, el pensamiento, el uno; entran en unos componentes de concepto y son ellos mismos conceptos, pero de un modo completamente distinto del que pertenece al plano como imagen o materia. Inversamente, lo verdadero sobre el plano sólo puede ser definido por un «volverse hacia…», o «hacia lo que se vuelve el pensamiento»; pero no disponemos así de ningún concepto de verdad. Si el error es en sí mismo un elemento de derecho que forma parte del plano, sólo consiste en tomar lo falso por verdadero (caer), pero únicamente recibe un concepto si se le determinan unos componentes (por ejemplo, según Descartes, los dos componentes de un entendimiento finito y de una
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voluntad infinita). Así pues, los movimientos o elementos del plano sólo parecerán definiciones nominales respecto a los conceptos mientras se ignore la diferencia de naturaleza. Pero, en realidad, los elementos del plano son características diagramáticas, en tanto que los conceptos son características intensivas. Los primeros son movimientos del infinito, mientras que los segundos son las ordenadas intensivas de estos movimientos, como secciones originales o posiciones diferenciales: movimientos finitos, cuyo infinito tan sólo es ya de velocidad, y que constituyen cada vez una superficie o un volumen, un perímetro irregular que marca una detención en el grado de proliferación. Los primeros son direcciones absolutas de naturaleza fractal, mientras que los segundos son dimensiones absolutas, superficies o volúmenes siempre fragmentarios, definidas intensivamente. Los primeros son intuiciones, los segundos intensiones. Que cualquier filosofía dependa de una intuición que sus conceptos no cesan de desarrollar con la salvedad de las diferencias de intensidad, esta grandiosa perspectiva leibniziana o bergsoniana está fundamentada si se considera la intuición como el envolvimiento de los movimientos infinitos del pensamiento que recorren sin cesar un plano de inmanencia. No hay que concluir ciertamente que los conceptos resultan del plano: es necesaria una construcción especial distinta de la del plano, y por este motivo los conceptos tienen que ser creados igual que hay que establecer el plano. Las características intensivas jamás son la consecuencia de las características diagramáticas, ni las ordenadas intensivas se deducen de los movimientos o de las direcciones. La correspondencia entre ambos excede incluso las meras resonancias y hace intervenir unas instancias adjuntas a la creación de los conceptos, es decir a los personajes conceptuales.
Así, si la filosofía empieza con la creación de los conceptos, el plano de inmanencia tiene que ser considerado prefilosófico. Se lo presupone, no del modo como un concepto puede remitir a otros, sino del modo en que los conceptos remiten en sí mismos a una comprensión no conceptual. Aun así, esta comprensión intuitiva varía en función del modo en que el plano es establecido. En Descartes, se trataba de una comprensión subjetiva e implícita supuesta por el Yo pienso como concepto primero; en Pla-
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tón, era la imagen virtual de un ya pensado que duplicaba cualquier concepto actual. Heidegger invoca una «comprensión preontológica del Ser», una comprensión «preconceptual» que parece efectivamente implicar la incautación de una materia del ser relacionada con una disposición del pensamiento. De todos modos, la filosofía sienta como prefilosófico, o incluso como no filosófico, la potencia de Uno-Todo como un desierto de arenas movedizas que los conceptos vienen a poblar. Prefilosófico no significa nada que preexista, sino algo que no existe allende la filosofía aunque ésta lo suponga. Son sus condiciones internas. Tal vez lo no filosófico esté más en el meollo de la filosofía que la propia filosofía, y significa que la filosofía no puede contentarse con ser comprendida únicamente de un modo filosófico o conceptual, sino que se dirige también a los no filósofos, en su esencia.’ Veremos que esta relación constante con la no filosofía reviste aspectos variados; según este primer aspecto, la filosofía definida como creación de conceptos implica una presuposición que se diferencia de ella, y que no obstante le es inseparable. La filosofía es a la vez creación de concepto e instauración del plano. El concepto es el inicio de la filosofía, pero el plano es su instauración.2 Evidentemente el plano no consiste en un programa, un propósito, un objetivo o un medio; se trata de un plano de inmanencia que constituye el suelo absoluto de la filosofía, su Tierra o su desterritorialización, su fundación, sobre los que crea sus conceptos. Hacen falta ambas cosas, crear los conceptos e instaurar el plano, como son necesarias dos alas o dos aletas.
Pensar suscita la indiferencia general. Y no obstante no es erróneo decir que se trata de un ejercicio peligroso. Incluso resulta que sólo cuando los peligros se vuelven evidentes cesa la
1. François Laruelle trata de llevar a cabo una de las tentativas más interesantes de la filosofía contemporánea: invoca un Uno-Todo al que califica de <(no filosófico» y, curiosamente, de «científico», sobre el que se enraiza la «decisión filosófica». Este UnoTodo parece próximo a Spinoza. Cf. Philosophze et non-philosophie, Ed. Mardaga.
2. Etienne Souriau publicó en 1939 L'instauration philosophique, Ed. Alcan: atento a la actividad creadora de la filosofía, invocaba una especie de plano de instauración en tanto que suelo de esta creación, o «filosofema», pletórico de dinamismos.
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indiferencia, pero éstos permanecen a menudo ocultos, escasamente perceptibles, inherentes a la propia empresa. Precisamente porque el plano de inmanencia es prefilosófico, y no funciona ya con conceptos, implica una suerte de experimentación titubeante, y su trazado recurre a medios escasamente confesables, escasamente racionales y razonables. Se trata de medios del orden del sueño, de procesos patológicos, de experiencias esotéricas, de embriaguez o de excesos. Uno se precipita al horizonte, en el plano de inmanencia; y regresa con los ojos enrojecidos, aun cuando se trate de los ojos del espíritu. Incluso Descartes tiene su sueño. Pensar es siempre seguir una línea de brujería. Por ejemplo, el plano de inmanencia de Michaux, con sus movimientos y sus velocidades infinitos, furiosos. Las más de las veces, estos medios no aparecen en el resultado, que tan sólo debe ser aprendido en sí mismo y con tranquilidad. Pero entonces «peligro» adquiere otro sentido: se trata de las consecuencias evidentes, cuando la inmanencia pura suscita en la opinión una firme reprobación instintiva, y cuando la naturaleza de los conceptos creados incrementa además esta reprobación. Y es que uno no piensa sin convertirse en otra cosa, en algo que no piensa, un animal, un vegetal, una molécula, una partícula, que vuelven al pensamiento y lo relanzan.
El plano de inmanencia es como una sección del caos, y actúa como un tamiz. El caos, en efecto, se caracteriza menos por la ausencia de determinaciones que por la velocidad infinita a la que éstas se esbozan y se desvanecen: no se trata de un movimiento de una hacia otra, sino, por el contrario, de la imposibilidad de una relación entre dos determinaciones, puesto que una no aparece sin que la otra haya desaparecido antes, y una aparece como evanescente cuando la otra desaparece como esbozo. El caos no es un estado inerte o estacionario, no es una mezcla azarosa. El caos caotiza, y deshace en lo infinito toda consistencia. El problema de la filosofía consiste en adquirir una consistencia sin perder lo infinito en el que el pensamiento se sumerge (el caos en este sentido posee una existencia tanto mental como física). Dar consistencia sin perder nada de lo infinito es muy diferente del problema de la ciencia, que trata de dar unas referencias al caos a condición de renunciar a los movimientos y a las
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velocidades infinitas y de efectuar primero una limitación de velocidad: lo que es primero en la ciencia, es la luz o el horizonte relativo. La filosofía por el contrario procede suponiendo o instaurando el plano de inmanencia: en él las curvaturas variables conservan los movimientos infinitos que vuelven sobre sí mismos en el intercambio incesante, y que a su vez no cesan de liberar otros que se conservan. Entonces los conceptos tienen que trazar las ordenadas intensivas de estos movimientos infinitos, como movimientos en sí mismos finitos que forman a velocidad infinita perímetros variables inscritos en el plano. Efectuando una sección del caos, el plano de inmanencia apela a una creación de conceptos.
A la pregunta: ¿la filosofía puede o debe ser considerada griega?, una primera respuesta pareció ser que la ciudad griega en efecto se presenta como la nueva sociedad de los ((amigos», con todas las ambigüedades de esta palabra. Jean-Pierre Vernant añade una segunda respuesta: los griegos podrían ser los primeros en haber concebido una inmanencia estricta del Orden en un medio cósmico que corta el caos a la manera de un plano. Si se llama Logos a un plano-tamiz, hay mucho trecho del logos a la mera «razón» (como cuando se dice que el mundo es racional). La razón no es más que un concepto, y un concepto muy pobre para definir el plano y los movimientos infinitos que lo recorren. Resumiendo, los primeros filósofos son los que instauran un plano de inmanencia como un tamiz tendido sobre el caos. Se oponen en este sentido a los Sabios, que son personajes de la religión, sacerdotes, porque conciben la instauración de un orden siempre trascendente, impuesto desde fuera por un gran déspota o por un dios superior a los demás, a imagen de Eris, tras guerras que superan cualquier agon y odios que recusan de antemano los desafíos de la rivalidad.1 Hay religión cada vez que hay trascendencia, Ser vertical, Estado imperial en el cielo o en la tierra, y hay Filosofía cada vez que hay inmanencia, aun cuando sirva de ruedo al agon y a la rivalidad (los tiranos griegos no serían una objeción, porque están plenamente
1. Cf. Jean-Pierre Vernant, Les origines de la pensée grec que, PUF., págs.
105-125. (Hay versión española: Los orígenes del pensamiento griego, Buenos
Aires: EUDEBA, 1984.)
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del lado de la sociedad de los amigos tal como ésta se presenta a través de sus rivalidades más insensatas, más violentas). Y tal vez estas dos determinaciones eventuales de la filosofía como griega estén profundamente vinculadas. únicamente los amigos pueden tender un plano de inmanencia como un suelo que se hurta a los ídolos. En Empédocles, lo establece Filia, aun cuando no regrese a mí sin doblegar el Odio como el movimiento que se ha vuelto negativo y que atestigua una subtrascendencia del caos (el volcán) y una supertrascendencia de un dios. Tal vez los primeros filósofos, y sobre todo Empédocles, tuvieran todavía el aspecto de sacerdotes, o incluso de reyes. Toman prestada la máscara del sabio, y, como dice Nietzsche, ¿cómo iba la filosofía a no disfrazarse en sus inicios? ¿Llegará incluso alguna vez a tener que dejar de disfrazarse? Si la instauración de la filosofía se confunde con la suposición de un plano prefilosófico, ¿cómo iba la filosofía a no aprovechar para enmascararse? Tenemos de todos modos que los primeros filósofos establecen un plano que recorre incesantemente unos movimientos ilimitados, en dos facetas, de las cuales una es determinable como Physis, en tanto que confiere una materia al Ser, y la otra como Nous, en tanto que da una imagen al pensamiento. Anaximandro lleva hasta el máximo rigor la distinción de ambas facetas, combinando el movimiento de las cualidades con el poder de un horizonte absoluto, el Apeiron o lo Ilimitado, pero siempre en el mismo plano. El filósofo efectúa una amplia desviación de la sabiduría, la pone al servicio de la inmanencia pura. Sustituye la genealogía por una geología.
EJEMPLO III
¿Cabe presentar toda la historia de la filosofía desde la perspectiva de la instauración de un plano de inmanencia? Se distinguiría entonces entre los fisicalistas, que insisten sobre la materia del Ser, y los noologistas, que lo hacen sobre la imagen del pensamiento. Pero hay un riesgo de confusión que surge de inmediato: en vez de ser el plano de inmanencia el que constituye en sí mismo esta materia del Ser o esta imagen del pensamiento, es la inmanencia la que se referiría a algo que sería como un ((dativo», Materia o Espíritu. Es lo que se hace evidente con Platón y sus sucesores. En vez de que un plano de inmanencia constituya el Uno-Todo, la inma-
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nencia es «del» Uno, de tal modo que otro Uno, esta vez trascendente, se superpone a aquel en el que la inmanencia se extiende o al que se atribuye: siempre un Uno más allá del Uno, tal será la fórmula de los neoplatónicos. Cada vez que se interpreta la inmanencia como «de» algo, se produce una confusión del plano y el concepto, de tal modo que el concepto se convierte en un universal trascendente y el plano en un atributo dentro del concepto. No reconocido de este modo, el plano de inmanencia relanza lo trascendente: es un mero campo de fenómenos que ya sólo posee de segunda mano lo que se atribuye primero a la unidad trascendente.
Con la filosofía cristiana, la situación empeora. La posición de inmanencia sigue siendo la instauración filosófica pura, pero al mismo tiempo sólo es soportada en muy pequeñas dosis, está severamente controlada y delimitada por las exigencias de una trascendencia emanativa y sobre todo creativa. Cada filósofo tiene que demostrar, arriesgando su obra y a veces su vida, que la dosis de inmanencia que inyecta en el mundo y en el espíritu no compromete la trascendencia de un Dios al que la inmanencia sólo debe ser atribuida secundariamente (Nicolás de Cusa, Eckhart, Bruno). La autoridad religiosa desea que la inmanencia sólo sea soportada localmente o a un nivel intermedio, un poco como en una fuente compuesta de tazas a distinto nivel en la que el agua puede brotar brevemente en cada nivel, pero a condición de que proceda de una taza superior y de que descienda más abajo (trasascendencia y trasdescendencia, como decía Wahl). De la inmanencia, cabe considerar que es la piedra de toque incandescente de cualquier filosofía, porque asume todos los riesgos que ésta tiene que afrontar, todas las condenas y persecuciones que padece. Cosa que por lo menos convence de que el problema de la inmanencia no es abstracto o meramente teórico. No se percibe a primera vista por qué motivo la inmanencia resulta tan peligrosa, pero es así. Engulle a sabios y dioses. Por lo que respecta a la inmanencia o al fuego se reconoce al filósofo. La inmanencia sólo lo es con respecto a sí misma, y a partir de ahí lo abarca todo, absorbe el Todo-Uno, y no permite que subsista nada con respecto a lo cual podría ser inmanente. En cualquier caso, cada vez que se interpreta la inmanencia como inmanente a Algo, se puede tener la seguridad de que este Algo reintroduce lo trascendente.
A partir de Descartes, y con Kant y Husserl, el cogito hace que sea posible tratar el plano de inmanencia como un campo de
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conciencia. Y es que la inmanencia es considerada inmanente a una conciencia pura, a un sujeto pensante. Kant llamará a este sujeto trascendental y no trascendente, precisamente porque es el sujeto del campo de inmanencia de cualquier experiencia posible al que nada se le escapa, ni lo externo ni lo interno. Kant rechaza cualquier utilización trascendente de la síntesis, pero remite la inmanencia al sujeto de la síntesis como nueva unidad, como unidad subjetiva. Hasta puede permitirse el lujo de denunciar las Ideas trascendentes, para convertirlas en el «horizonte» del campo inmanente del sujeto.1 Pero, por el camino, Kant encuentra la forma moderna de salvar la trascendencia: ya no se trata de la trascendencia de un Algo, o de un Uno superior a todo (contemplación), sino de la de un Sujeto al que no se atribuye el campo de inmanencia sin pertenecer a un yo que necesariamente se representa a un sujeto así (reflexión). El mundo griego, que no pertenecía a nadie, se convierte cada vez más en propiedad de una conciencia cristiana.
Todavía un paso más: cuando la inmanencia se vuelve inmanente a una subjetividad trascendental, tiene que aparecer en el seno de su propio campo la señal o la cifra de una trascendencia en tanto que acto que remite ahora a otro yo, a otra conciencia (comunicación). Eso es lo que sucede con Husserl y con muchos de sus sucesores, que descubren en el Otro, o en la Carne, la labor de topo de lo trascendente en la propia inmanencia. Husserl concibe la inmanencia como el flujo de la vivencia hacia la subjetividad, pero como toda esa vivencia, pura e incluso salvaje, no pertenece enteramente al yo que se la representa, algo trascendente vuelve a establecerse en el horizonte de las comarcas de la no-pertenencia: unas veces bajo la forma de una «trascendencia inmanente o primordial», de un mundo habitado por objetos intencionales, otras como trascendencia privilegiada de un mundo intersubjetivo habitado por otros yo, y otras como trascendencia objetiva de un mundo ideal habitado por formaciones culturales y por la comunidad de los seres humanos. En esta época moderna, ya no nos basta con vincular la inmanencia a un trascendente, queremos concebir la trascendencia dentro de lo inmanente, y es de la inmanencia de donde esperamos una ruptura. Así, en Jaspers, el plano de inmanencia recibirá la determinación más profunda en tanto que «Continente», pero este
1. Kant, Crítica de la razón pura: el espacio como forma de exterioridad no está menos «en nosotros» que el tiempo como forma de interioridad («Crítica del cuarto paralogismo»). Y respecto a la «Idea» como «horizonte» Cf. «Apéndice a la dialéctica trascendental».
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continente tan sólo será un recipiente para las erupciones de trascendencia. La palabra judeocristiana sustituye al logos griego: ya no nos limitamos a atribuir la inmanencia, hacemos que escupa lo trascendente por doquier. No nos contentamos con remitir la inmanencia a lo trascendente, queremos que nos lo devuelva, que lo reproduzca, que lo fabrique ella misma. En realidad, no resulta difícil, basta con detener el movimiento.1 En cuanto el movimiento del infinito se detiene, la trascendencia baja, aprovecha para resurgir, reaparecer, resaltar. Los tres tipos de Universales, contemplación, reflexión, comunicación, son como tres épocas de la filosofía, la Eidética, la Crítica y la Fenomenología, que no se separan de la historia de una prolongada ilusión. Había que llegar hasta ahí en la inversión de los valores: hacernos creer que la inmanencia es una cárcel (solipsismo...) de la que nos salva lo Trascendente.
El supuesto de Sartre, el de un campo trascendental impersonal, devuelve a la inmanencia sus derechos.2 Cuando la inmanencia ya sólo es inmanente a algo distinto de sí es cuando se puede hablar de un plano de inmanencia. Tal vez un plano semejante constituya un empirismo radical: no presentaría un flujo de la vivencia inmanente a un sujeto, y que se individualizaría en lo que pertenece a un yo. Sólo presenta acontecimientos, es decir mundos posibles en tanto que conceptos, y unos Otros, como expresiones de mundos posibles o de personajes conceptuales. El acontecimiento no remite la vivencia a un sujeto trascendente = Yo, sino que se refiere al sobrevuelo inmanente de un campo sin sujeto; el Otro no devuelve trascendencia a otro yo, sino que devuelve a cualquier otro yo a la inmanencia del campo sobrevolado. El empirismo sólo conoce acontecimientos y a Otros, con lo que resulta un gran creador de conceptos. Su fuerza empieza a partir del momento que define el sujeto: un habitus, una costumbre, no más que una costumbre en un campo de inmanencia, la costumbre de decir Yo...
Quien sabía plenamente que la inmanencia sólo pertenecía a sí misma, y que por lo tanto era un plano recorrido por los movimientos del infinito, rebosante de ordenadas intensivas, era Spinoza. Por eso es el príncipe de los filósofos. Tal vez el único que no pactó con la trascendencia, que le dio caza por doquier. Hizo el
1. Raymond Bellour, L'Entre-images, Ed. de la Différence, pág. 132: sobre el vínculo de la trascendencia con la interrupción del movimiento o la «detención sobre la imagen».
2. Sartre, La transcendance de l'Ego, Ed. Vrin (invocación de Spinoza, pág. 23).
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movimiento del infinito, y confirió al pensamiento velocidades infinitas en el tercer tipo de conocimiento, en el último libro de la Ética.
Alcanzó en él velocidades inauditas, atajos tan fulminantes que ya sólo cabe hablar de música, de tornado, de vientos y de cuerdas. Encontró la única libertad en la inmanencia. Llevó a buen fin la filosofía, porque cumplió su supuesto prefilosófico. No se trata de que la inmanencia se refiera a la sustancia y a los modos spinozistas, sino que, al contrario, son los conceptos spinozistas de sustancia y de modos los que se refieren tanto al plano de inmanencia como a su presupuesto. Este plano tiende hacia nosotros sus dos facetas, la amplitud y el pensamiento, o más exactamente sus dos potencias, potencia de ser y potencia de pensar. Spinoza es el vértigo de la inmanencia, del que tantos filósofos tratan de escapar en vano. ¿Estaremos alguna vez maduros para una inspiración spinozista? Le sucedió a Bergson, en una ocasión: el inicio de Matière et mémoire (Materia y memoria) traza un plano que corta el caos, a la vez movimiento infinito de una materia que no cesa de propagarse e imagen de un pensamiento que no deja de propagar por doquier una conciencia pura en derecho (no es la inmanencia la que pertenece a la conciencia, sino a la inversa).
El plano es circunscrito por ilusiones. No se trata de contrasentidos abstractos, ni siquiera de presiones del exterior, sino de espejismos del pensamiento. ¿Cabe explicarlos por la pesadez de nuestro cerebro, por el roce trillado con las opiniones dominantes, y porque no podemos soportar estos movimientos infinitos ni dominar estas velocidades infinitas que nos destrozarían (entonces tenemos que detener el movimiento, volver a constituirnos presos de un horizonte relativo)? Y no obstante, corremos sobre el plano de inmanencia, estamos en el horizonte absoluto. Es necesario sin embargo, por lo menos en parte, que las ilusiones se desprendan del propio plano, como los vapores de un estanque, como las miasmas presocráticas que se exhalan de la transformación de los elementos siempre activos sobre el plano. Artaud decía: «el plano de conciencia» o plano de inmanencia ilimitado -lo que los indios llamaban Ciguri- engendra también alucinaciones, percepciones erróneas, malos sentimientos…1. Ha-
1. Artaud, Les Tarahumaras (OEeuvres completes, Gallimard, IX). (Hay
versión española: Lo Tarahumara, Barcelona: Tusquets, 1985.)
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bría que establecer la lista de estas ilusiones, delimitarlas, como hizo Nietzsche después de Spinoza estableciendo la lista de los «cuatro grandes errores». Pero la lista es infinita. Hay en primer lugar la ilusión de trascendencia, que tal vez anteceda a todas las demás (bajo una faceta doble, hacer que la inmanencia se torne inmanente a algo, y volver a encontrar una trascendencia en la propia inmanencia). Después la ilusión de los universales, cuando se confunden los conceptos con el plano; pero esta confusión se hace a partir del momento en que se plantea una inmanencia a algo, puesto que este algo es necesariamente concepto: se cree que el universal explica, cuando es él el que ha de ser explicado, y se cae en una triple ilusión, la de la contemplación, o la de la reflexión, o la de la comunicación. Después está la ilusión de lo eterno, cuando se olvida que los conceptos tienen que ser creados. Y finalmente la ilusión de la discursividad, cuando se confunden las proposiciones con los conceptos... Precisamente, no conviene creer que todas estas ilusiones se concatenan lógicamente como proposiciones, pues resuenan o reverberan, y forman una niebla densa alrededor del plano.
El plano de inmanencia toma prestadas del caos determinaciones que convierte en sus movimientos infinitos o en sus rasgos diagramáticos. A partir de ahí, cabe, se debe suponer una multiplicidad de planos, puesto que ninguno abarcaría todo el caos sin recaer en él, y que cada uno retiene sólo unos movimientos que se dejan plegar juntos. Si la historia de la filosofía presenta tantos planos muy diferenciados no es sólo debido a unas ilusiones, a la variedad de las ilusiones, no es sólo porque cada uno tiene su modo -siempre renovado- de volver a conferir trascendencia; también lo es, más profundamente, a su modo de hacer inmanencia. Cada plano lleva a cabo una selección de lo que pertenece de pleno derecho al pensamiento, pero esta selección varía de uno a otro. Cada plano de inmanencia es un Uno-Todo: no es parcial, como un conjunto científico, ni fragmentario como los conceptos, sino distributivo, es un «cada uno». El plano de inmanencia es hojaldrado. Y resulta sin duda difícil valorar en cada caso comparado si hay un único y mismo plano, o varios diferentes; ¿tienen los presocráticos una imagen común del pensamiento, a pesar de las diferencias entre Herá-
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clito y Parménides? ¿Cabe hablar de un plano de inmanencia o de una imagen del pensamiento llamado clásico, y que tuviera una continuidad desde Platón a Descartes? Lo que varía no son sólo los planos sino la forma de distribuirlos. ¿Hay acaso puntos de vista más o menos alejados o próximos que permitan agrupar estratos diferentes a lo largo de un período suficientemente largo o separar estratos sobre un plano que parecía común, y del que provendrían estos puntos de vista, a pesar del horizonte absoluto? ¿Cabe contentarse aquí con un historicismo, con un relativismo generalizado? En todos estos aspectos, la cuestión de la unidad o del múltiplo vuelve a adquirir la máxima importancia introduciéndose en el plano.
Llevando las cosas al límite, ¿no resulta que cada gran filósofo establece un plano de inmanencia nuevo, aporta una materia del ser nueva y erige una imagen del pensamiento nueva, hasta el punto de que no habría dos grandes filósofos sobre el mismo plano? Bien es verdad que no concebimos a ningún gran filósofo del que no sea obligado decir: ha modificado el significado de pensar, ha «pensado de otro modo» (según la sentencia de Foucault). Y cuando se distinguen varias filosofías en un mismo autor, ¿no es acaso porque el propio filósofo había cambiado de plano, había encontrado una imagen nueva una vez más? No se puede permanecer insensible al lamento de Biran, cercana ya la hora de la muerte: «Me siento algo viejo para empezar de nuevo la construcción.»1 A cambio, no son filósofos los funcionarios que no renuevan la imagen del pensamiento, que ni siquiera son conscientes de este problema, en la beatitud de un pensamiento tópico que ignora incluso el quehacer de aquellos que pretende tomar como modelos. Pero entonces, ¿cómo hacer para entenderse en filosofía, si existen todos estos estratos que ora se pegan y ora se separan? ¿No estamos acaso condenados a tratar de establecer nuestro propio plano sin saber con cuáles va a coincidir? ¿No significa acaso reconstituir una especie de caos? Ésta es la razón por la que cada plano no sólo está hojaldrado, sino agujereado, permitiendo el paso de estas nieblas que lo envuelven en las que el filósofo que lo ha establecido resulta ser a
1. Biran, Sa vie et ses pensées, Ed. Naville (año 1823), pág. 357.
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menudo el primero en perderse. Que las nieblas que se desprenden sean tantas, lo explicamos por lo tanto de dos maneras: primero porque el pensamiento no puede evitar interpretar la inmanencia como inmanente a algo, gran Objeto de la contemplación, Sujeto de la reflexión, Otro sujeto de la comunicación: resulta fatal entonces que la trascendencia se introduzca de nuevo. Y si no podemos evitarlo, es porque cada plano de inmanencia, al parecer, tan sólo puede pretender ser único, ser EL plano reconstituyendo el caos que tenía que conjurar: podéis escoger entre la trascendencia y el caos...
EJEMPLO IV
Cuando el plano selecciona lo que corresponde de derecho al pensamiento para hacer con ello sus rasgos, intuiciones, direcciones o movimientos diagramáticos, devuelve otras determinaciones al estado de meros hechos, caracteres de estados de cosas, contenidos vividos. Y por supuesto la filosofía podrá extraer de estos estados de cosas conceptos en tanto en cuanto extraiga de ellos el acontecimiento. Pero no es ésta la cuestión. Lo que pertenece por derecho al pensamiento, lo que se percibe como rasgo diagramático en sí, repele otras determinaciones rivales (aun cuando éstas estén llamadas a recibir un concepto). De este modo Descartes convierte el error en el rasgo o en la dirección que expresa por derecho lo negativo del pensamiento. No es el primero que lo hace, y cabe considerar el «error» como uno de los rasgos principales de la imagen clásica del pensamiento. No se nos pasa por alto en una imagen de estas características que hay muchas más cosas que ponen en peligro pensar: la estulticia, la amnesia, la afasia, el desvarío, la locura...; pero todas estas determinaciones serán consideradas hechos que sólo tienen un efecto de derecho inmanente en el pensamiento, el error, el error una vez más. El error es el movimiento infinito que recoge todo lo negativo. ¿Cabe hacer retrotraer este rasgo hasta Sócrates, para quien el malo (de hecho) es por derecho alguien que «yerra»? Pero, aun siendo cierto que el Teeteto es una fundación del error, ¿no se reserva acaso Platón los derechos de otras determinaciones rivales, como el desvarío del Fedro, hasta el punto de que la imagen del pensamiento en Platón nos da también la impresión de trazar tantas otras vías?
Se produce un gran cambio no sólo en los conceptos, sino en la
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imagen del pensamiento, cuando la ignorancia y la superstición van a sustituir el error y el prejuicio para expresar por derecho lo negativo del pensamiento: Fontenelle asume aquí un papel importante y lo que cambia son los movimientos infinitos en los que el pensamiento se pierde y se conquista a la vez. Más aún, cuando Kant señale que el pensamiento está amenazado no tanto por el error sino por ilusiones inevitables que provienen del interior de la razón, como de una zona ártica interna en la que enloquece la aguja de cualquier brújula, una reorientación de todo el pensamiento se volverá necesaria al mismo tiempo que cierto desvarío por derecho lo penetra. El pensamiento ya no está amenazado en el plano de inmanencia por los agujeros o por las roderas de la senda que sigue, sino por las nieblas nórdicas que lo recubren todo. Hasta la cuestión misma de «orientarse en el pensamiento» cambia de sentido.
Un rasgo no es aislable. En efecto, el movimiento sometido a un signo negativo se encuentra él mismo plegado en otros movimientos de signos positivos o ambiguos. En la imagen clásica, el error no expresa por derecho lo peor que le puede suceder al pensamiento sin que el pensamiento se presente él mismo como «deseando» lo verdadero, orientado hacia lo verdadero, vuelto hacia lo verdadero: lo que se supone es que todo el mundo sabe lo que quiere decir pensar, por lo tanto está capacitado por derecho para pensar. Es esta confianza no desprovista de humor lo que anima la imagen clásica: una relación con la verdad que constituye el movimiento infinito del conocimiento como rasgo diagramático. Lo que por el contrario pone de manifiesto la mutación de la luz en el siglo XVIII, de «la luz natural» a las «Luces», es la sustitución del conocimiento por la creencia, es decir un nuevo movimiento infinito que implica otra imagen del pensamiento: ya no se trata de volverse hacia, sino de seguir el rastro, de deducir antes que de aprehender y de ser aprehendido. ¿En qué condiciones puede ser legítima una creencia que se ha vuelto profana? Esta cuestión sólo tendrá respuesta con la creación de los grandes conceptos empiristas (asociación, relación, costumbre, probabilidad, convención...), pero, inversamente, estos conceptos, incluido el que la propia creencia recibe, presuponen los rasgos diagramáticos que convierten primero la creencia en un movimiento infinito independiente de la religión, que recorre el nuevo plano de inmanencia (y por el contrario será la creencia religiosa la que se convertirá en un caso conceptualizable, cuya legitimidad o ilegitimidad se podrá valorar en
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función del orden de infinito). Por supuesto, encontraremos de nuevo en Kant muchos de estos rasgos heredados de Hume, pero a costa, una vez más, de una mutación profunda, sobre un plano nuevo o de acuerdo con otra imagen. Son, cada vez, atrevimientos importantes. Lo que cambia de un plano de inmanencia a otro, cuando cambia el reparto de lo que corresponde por derecho al pensamiento, no son sólo los rasgos positivos o negativos, sino los rasgos ambiguos, que eventualmente pueden ir multiplicándose, y que ya no se contentan con plegarse siguiendo una oposición vectorial de movimientos.
Si intentamos también de forma somera esbozar los rasgos de una imagen moderna del pensamiento no lo haremos de forma triunfante, ni siquiera en el horror. Ninguna imagen del pensamiento puede limitarse a seleccionar unas determinaciones pausadas, y todas se topan con algo abominable por derecho: el error en el que el pensamiento no cesa de caer, la ilusión en la que da vueltas sin parar, la estulticia en la que no deja de recrearse, o el desvarío en el que no cesa de apartarse de sí mismo o de un dios. La imagen griega del pensamiento invocaba ya la locura del desvarío doble, que sumía el pensamiento en la divagación infinita antes que en el error. La relación del pensamiento con lo verdadero jamás ha sido cosa sencilla, menos aún constante, en las ambigüedades del movimiento infinito. Por este motivo resulta inútil invocar una relación de esta índole para definir la filosofía. La primera característica de la imagen moderna del pensamiento tal vez sea la de renunciar completamente a esta relación, para considerar que la verdad es únicamente lo que crea el pensamiento, habida cuenta del plano de inmanencia que el pensamiento se da por presupuesto, y de todos los rasgos de este plano, tanto negativos como positivos, que se han vuelto indiscernibles: el pensamiento es creación, y no voluntad de verdad, como muy bien Nietzsche supo hacer comprender. Pero si no hay voluntad de verdad, a la inversa de lo que aparecía en la imagen clásica, es porque el pensamiento constituye una mera «posibilidad» de pensar, sin definir aún un pensador que fuese «capaz» de ello y pudiese decir Yo: ¿qué violencia tiene que ejercerse sobre el pensamiento para que nos volvamos capaces de pensar, violencia de un movimiento infinito que al mismo tiempo nos priva del poder de decir Yo? Unos textos célebres de Heidegger y de Blanchot exponen esta segunda característica. Pero, como tercera característica, si de este modo existe un «Impoder» del pen-
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samiento, que permanece en su corazón mismo cuando el pensamiento ha adquirido la capacidad determinable como creación, aflora en efecto un conjunto de signos ambiguos que se convierten en rasgos diagramáticos o en movimientos infinitos que adquieren un valor de derecho, mientras que eran unos meros hechos irrisorios desechados de la selección en las demás imágenes del pensamiento: como sugieren Kleist o Artaud, el pensamiento como tal empieza a tener rictus, chirridos, tartamudeos, glosolalias, gritos, que le impulsan a crear, o a intentarlo.1 Y si el pensamiento busca, lo hace menos como un hombre que cuenta con un método que como un perro del que se diría que da brincos desordenados... No ha lugar vanagloriarse de una imagen del pensamiento semejante, que comporta muchos sufrimientos sin gloria y que pone de manifiesto hasta qué punto pensar se ha vuelto cada vez más difícil: la inmanencia.
La historia de la filosofía es comparable al arte del retrato. No se trata de cuidar el «parecido», es decir de repetir lo que el filósofo ha dicho, sino de producir la similitud despejando a la vez el plano de inmanencia que ha instaurado y los conceptos nuevos que ha creado. Se trata de retratos mentales, noéticos, maquínicos. Y aunque habitualmente se suelan hacer recurriendo a medios filosóficos, también se los puede producir estéticamente. En este contexto Tinguely presentó recientemente unos monumentales retratos maquínicos de filósofos ejecutando poderosos movimientos infinitos, conjuntos o alternativos, plegables y desplegables, con sonidos, relámpagos, materias de ser e imágenes de pensamiento según unos planos curvados complejos.2 No obstante, si cabe objetar una crítica a un artista de semejante importancia, parece que la tentativa no está todavía a punto. Nada hay que baile en el Nietzsche, mientras que Tinguely ha sabido hacer bailar sus máquinas con tanto acierto en otros casos. El Schopenhauer no nos revela nada decisivo, mientras que los cuatro Racines y el velo de Maya parecían listos para ocupar el plano bifacético del Mundo en tanto que voluntad y representación. El Heidegger no sugiere ninguna ocultación-revelación en el plano de un pensamiento que todavía no piensa. Tal vez hubiera sido necesario prestar mayor atención al plano de inmanencia trazado como máquina abstracta, y a los conceptos crea-
1. Cf. Kleist, «De la elaboración progresiva de las ideas en el discurso» (Anecdotes et petzts écrits, Ed. Payot, pág. 77). Y Artaud, «Correspondarice ayee Rivière» (IEuvres completes, I).
2. Tinguely, catálogo Beaubourg, 1989.
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dos como piezas de la máquina. Cabría figurarse en este sentido un retrato maquínico de Kant, con las ilusiones incluidas (véase el esquema adjunto).
1.- El «Yo pienso» con cabeza de buey, sonorizado, que no para de repetir Yo = Yo. 2.- Las categorías como conceptos universales (cuatro grandes títulos): varillas extensibles y retráctiles según el movimiento circular de 3. 3.- La rueda móvil de los esquemas. 4.- El riachuelo poco profundo, el Tiempo como forma de interioridad en la que se sumerge y vuelve a salir la rueda de los esquemas. 5.- El Espacio como forma de exterioridad: orillas y fondo. 6.- El yo pasivo en el fondo del riachuelo y como unión de ambas formas. 7.- Los principios de los juicios sintéticos que recorren el espacio-tiempo. 8.- El campo trascendental de la experiencia posible, inmanente al Yo (plano de inmanencia). 9.- Las tres Ideas, o ilusiones de trascen-
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dencia (círculos girando en el horizonte absoluto: Alma, Mundo y Dios).
Se plantean multitud de problemas que se refieren tanto a la filosofía como a la historia de la filosofía. Los estratos del plano de inmanencia ora se separan hasta oponerse unos a otros, y resultar conveniente cada uno para tal o cual filósofo, ora por el contrario se reúnen para abarcar por lo menos períodos bastante largos. Además, entre la instauración de un plano prefilosófico y la creación de conceptos filosóficos, las propias relaciones son complejas. A lo largo de un período dilatado, unos filósofos pueden crear conceptos nuevos sin dejar de permanecer en el mismo plano y suponiendo la misma imagen que un filósofo anterior al que invocarán como maestro: Platón y los neoplatónicos, Kant y los neokantianos (o incluso la forma en la que el propio Kant reactiva determinados retazos de platonismo). En todos los casos, no será sin embargo sin prolongar el plano primitivo sometiéndolo a curvaturas nuevas, hasta tal punto que subsiste una duda: ¿no será otro plano que se ha tejido en las mallas del primero? La cuestión de averiguar en qué caso algunos filósofos son «discípulos» de otro y hasta qué punto, en qué caso por el contrario están realizando su crítica cambiando de plano, estableciendo otra imagen, implica por lo tanto unas evaluaciones tanto más complejas y relativas cuanto que los conceptos que ocupan un plano jamás pueden ser simplemente deducidos. Los conceptos que van ocupando un mismo plano, incluso en fechas muy diferentes y con concatenaciones especiales, serán llamados conceptos del mismo grupo; a la inversa, los que remiten a planos diferentes. La correspondencia entre conceptos creados y plano instaurado es rigurosa, pero se lleva a cabo bajo unas relaciones indirectas que están por determinar.
¿Puede decirse que un plano es «mejor» que otro, o por lo menos que responde o no a las exigencias de la época? ¿Qué significa responder a las exigencias, y qué relación hay entre los movimientos o rasgos diagramáticos de una imagen del pensamiento y los movimientos o rasgos sociohistóricos de una época? Sólo se puede adelantar en estas cuestiones renunciando a la perspectiva estrechamente histórica del antes y del después, para
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considerar el tiempo de la filosofía más que la historia de la filosofía. Se trata de un tiempo estratigráfico, en el que el antes y el después tan sólo indican un orden de superposiciones. Algunos senderos (movimientos) sólo adquieren sentido y dirección en tanto que atajos o rodeos de senderos perdidos; una curvatura variable sólo puede aparecer como la transformación de una o varias curvaturas; una capa o un estrato del plano de inmanencia estará obligatoriamente por encima o por debajo respecto de otra, y las imágenes del pensamiento no pueden surgir en un orden cualquiera, puesto que implican cambios de orientación que sólo pueden ser localizados directamente sobre la imagen anterior (e incluso en lo que al concepto se refiere el punto de condensación que lo determina supone ora el estallido de un punto, ora la aglomeración de puntos precedentes). Los paisajes mentales no cambian sin ton ni son a través de las épocas: ha sido necesario que una montaña se yerga aquí o que un río pase por allá, y eso recientemente, para que el suelo, ahora seco y llano, tenga tal aspecto, cual textura. Bien es verdad que pueden aflorar capas muy antiguas, abrirse paso a través de las formaciones que las habían cubierto y surgir directamente sobre la capa actual a la que comunican una curvatura nueva. Más aún, en función de las regiones que se consideren, las superposiciones no son forzosamente las mismas ni tienen el mismo orden. Así pues, el tiempo filosófico es un tiempo grandioso de coexistencia, que no excluye el antes y el después, sino que los superpone en un orden estratigráfico. Se trata de un devenir infinito de la filosofía, que se solapa pero no se confunde con su historia. La vida de los filósofos, y la parte más externa de su obra, obedece a las leyes de sucesión ordinaria; pero sus nombres propios coexisten y resplandecen, ora como puntos luminosos que nos hacen pasar de nuevo por los componentes de un concepto, ora como los puntos cardinales de una capa o de un estrato que vuelven sin cesar hasta nosotros, como estrellas muertas cuya luz está más viva que nunca. La filosofía es devenir, y no historia; es coexistencia de planos, y no sucesión de sistemas.
Por este motivo pueden los planos ora separarse, ora reunirse -bien es cierto que para bien y para mal-. Comparten el restaurar la trascendencia y la ilusión (no pueden evitarlo), pero tam-
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bién el combatirlas con ahínco, del mismo modo que también cada uno tiene su manera particular de hacer ambas cosas. ¿Existe algún plano «mejor» que no entregue la inmanencia a Algo = x, y que deje de imitar algo trascendente? Diríase que EL plano de inmanencia es a la vez lo que tiene que ser pensado y lo que no puede ser pensado. Podría ser lo no pensado en el pensamiento. Es el zócalo de todos los planos, inmanente a cada plano pensable que no llega a pensarlo. Es lo más íntimo dentro del pensamiento, y no obstante el afuera absoluto. Un afuera más lejano que cualquier mundo exterior, porque es un adentro más profundo que cualquier mundo interior: es la inmanencia, «la intimidad en tanto que Afuera, el exterior convertido en la intrusión que sofoca y en la inversión de lo uno y lo otro».' El vaivén incesante del plano, el movimiento infinito. Tal vez sea éste el gesto supremo de la filosofía: no tanto pensar EL plano de inmanencia, sino poner de manifiesto que está ahí, no pensado en cada plano. Pensarlo de este modo, como el afuera y el adentro del pensamiento, el afuera no exterior o el adentro no interior. Lo que no puede ser pensado y no obstante debe ser pensado fue pensado una vez, como Cristo, que se encarnó una vez, para mostrar esta vez la posibilidad de lo imposible. Por ello Spinoza es el Cristo de los filósofos, y los filósofos más grandes no son más que apóstoles, que se alejan o se acercan a este misterio. Spinoza, el devenir-filósofo infinito. Mostró, estableció, pensó el plano de inmanencia «mejor», es decir el más puro, el que no se entrega a lo trascendente ni vuelve a conferir trascendencia, el que inspira menos ilusiones, menos malos sentimientos y percepciones erróneas...
1. Blanchot, L'entretien infini, Gallimard, pág. 65. Respecto a lo impensado en el pensamiento, Foucault, Les mots et les choses, Gallimard, págs. 333-339. (Hay versión española: Las palabras y las cosas, México: Siglo XXI, 1979.) Y la «lejanía interior» de Michaux.
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3. LOS PERSONAJES CONCEPTUALES
EJEMPLO V
El cogito de Descartes es creado como concepto, pero tiene presupuestos. Pero no como un concepto que supone otros conceptos (por ejemplo, «hombre» supone «animal» y «racional»). En este caso, los presupuestos son implícitos, subjetivos, preconceptuales, y forman una imagen del pensamiento: todo el mundo sabe qué significa pensar. Todo el mundo tiene la posibilidad de pensar, todo el mundo quiere lo verdadero... ¿Hay algo además de estos dos elementos: el concepto y el plano de inmanencia o imagen del pensamiento que va a quedar ocupado por unos conceptos del mismo grupo (el cogito y los conceptos acoplables)? ¿Hay algo, en el caso de Descartes, además del cogito creado y de la imagen presupuesta del pensamiento? Hay algo en efecto, algo un poco misterioso, que aparece a ratos, o que se transparenta, y que parece tener una existencia confusa, a medio camino entre el concepto y el plano preconceptual, que va de uno a otro. Por el momento, se trata del Idiota: él es quien dice Yo, él es quien lanza el cogito, pero también él es quien controla los presupuestos subjetivos o establece el plano. El Idiota es el pensador privado por oposición al profesor público (el escolástico): el profesor remite sin cesar a unos conceptos aprendidos (el hombre-animal racional), mientras que el pensador privado forma un concepto con unas fuerzas innatas que todo el mundo posee por derecho por su cuenta (yo pienso). Nos encontramos aquí con un tipo de personaje muy extraño, que quiere pensar y que piensa por sí mismo, por la «luz natural». El Idiota es personaje conceptual. Podemos precisar algo mejor la pregunta: ¿hay precursores del cogito? ¿De dónde viene el personaje del idiota,
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cómo ha surgido, acaso en una atmósfera cristiana, pero a modo de reacción en contra de la organización (
El idiota reaparecerá en otra época, en otro contexto, cristiano también, pero ruso. Haciéndose eslavo, el idiota sigue siendo el singular o el pensador privado, pero ha cambiado de singularidad. Chestov es quien descubre en Dostoievski el poder de una nueva oposición entre el pensador privado y el profesor publico.2 El idiota antiguo pretendía alcanzar unas evidencias a las que llegaría por sí mismo: entretanto dudaría de todo, incluso de 3 + 2 = 5; pondría en tela de juicio todas las verdades de la Naturaleza. El idiota moderno no pretende llegar a ninguna evidencia, jamás se «resignará» a que 3 + 2 = 5, quiere lo absurdo, no es la misma imagen del pensamiento. El idiota antiguo quería lo verdadero, pero el idiota moderno quiere convertir lo absurdo en la fuerza más poderosa del pensamiento, es decir crear. El idiota antiguo sólo quería rendir cuentas a la razón, pero el idiota moderno, más cercano a Job que a Sócrates, quiere que le rindan cuentas de «cada una de las víctimas de la Historia», no se trata de los mismos conceptos. Jamás aceptará las verdades de la Historia. El idiota antiguo quería darse cuenta por sí mismo de lo que era o no era comprensible, era o no era razonable, estaba perdido o a salvo, pero el idiota moderno quiere que le devuelvan lo que estaba perdido, lo incomprensible, lo absurdo. A todas luces, no se trata del mismo personaje, se ha
1. Sobre el Idiota (lo profano, lo privado o lo particular, por oposición al
técnico y al sabio) y sus relaciones con el pensamiento, Nicolás de Cusa, Idiota,
(OEuvres choisies, por M. de Gandillac, Ed. Aubier). Descartes reconstituye los tres personajes, bajo los nombres de Eudoxo, el idiota, Poliandro, el técnico, y Epistemon, el sabio público: La recherche de la vérité par la lumière natureIle (cEuvres philosophiques, Ed. Alquié, Gamier, II). Respecto a las razones por las que N. de Cusa no desemboca en un cogito, cf. Gandillac, pág. 26. 2. Chestov toma primero de Kierkegaard esta nueva oposición: Kierkegaard et la philosophie existencielle, Ed. Vrin.
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producido una mutación. Y, no obstante, un tenue lazo une a ambos idiotas, como si el primero tuviera que perder la razón para que el segundo volviera a encontrar lo que el otro había perdido de antemano ganándola. ¿Un Descartes en Rusia que se ha vuelto loco?
Puede que el personaje conceptual aparezca por sí mismo en contadísimos casos, o por alusión. Sin embargo, ahí está; y, aun innominado, subterráneo, siempre tiene que ser reconstituido por el lector. A veces, cuando aparece, tiene nombre propio: Sócrates es el personaje principal del platonismo. Muchos filósofos escribieron diálogos, pero se corre el riesgo de confundir a los personajes de los diálogos y a los personajes conceptuales: sólo coinciden nominalmente y no desempeñan el mismo papel. El personaje de diálogo expone conceptos: en el caso más sencillo, uno de ellos, simpático, es el representante del autor, mientras que los demás, más o menos antipáticos, remiten a otros filósofos cuyos conceptos exponen de modo que queden listos para las críticas o las modificaciones a las que el autor los va a someter. Por el contrario, los personajes conceptuales ejecutan los movimientos que describen el plano de inmanencia del autor, e intervienen en la propia creación de sus conceptos. Así pues, aun cuando son «antipáticos», lo son perteneciendo plenamente al plano que el filósofo considerado establece y a los conceptos que éste crea: señalan entonces los peligros propios de este plano, las malas percepciones, los malos sentimientos o incluso los movimientos negativos que se desprenden de él, y ellos mismos van a inspirar conceptos originales cuyo carácter repulsivo sigue siendo una propiedad constituyente de esta filosofía. Con más razón aún en lo que se refiere a los movimientos positivos del plano, a los conceptos atractivos y a los personajes simpáticos: toda una Einfühlung filosófica. Y a menudo, de unos a otros, hay grandes ambigüedades.
El personaje conceptual no es el representante del filósofo, es incluso su contrario: el filósofo no es más que el envoltorio de su personaje conceptual principal y de todos los demás, que son sus intercesores, los sujetos verdaderos de su filosofía. Los personajes conceptuales son los «heterónimos» del filósofo, y el nombre del filósofo, el mero seudónimo de sus personajes. Yo ya no soy yo,
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sino una aptitud del pensamiento para contemplarse y desarrollarse a través de un plano que me atraviesa por varios sitios. El personaje conceptual no tiene nada que ver con una personificación abstracta, con un símbolo o una alegoría, pues vive, insiste. El filósofo es la idiosincrasia de sus personajes conceptuales. El destino del filósofo es convertirse en su o sus personajes conceptuales, al mismo tiempo que estos personajes se convierten ellos mismos en algo distinto de lo que son históricamente, mitológicamente o corrientemente (el Sócrates de Platón, el Dioniso de Nietzsche, el Idiota de Cusa). El personaje conceptual es el devenir o el sujeto de una filosofía, que asume el valor del filósofo, de modo que Cusa o incluso Descartes deberían firmar ((el Idiota», de la misma forma que Nietzsche «el Anticristo» o «Dioniso crucificado». Los actos de palabra en la vida corriente remiten a unos tipos psicosociales que son prueba de hecho de una tercera persona subyacente: decreto la movilización como presidente de la República, te hablo como padre... De igual modo, el conector filosófico es un acto de palabra en tercera persona en el que siempre es un personaje conceptual el que dice Yo: yo pienso en tanto que Idiota, yo quiero en tanto que Zaratustra, yo bailo en tanto que Dioniso, yo pretendo en tanto que Amante. Hasta el tiempo bergsoniano necesita un mensajero. En los enunciados filosóficos no se hace algo diciéndolo, pero se hace el movimiento pensándolo, por mediación de un personaje conceptual. De este modo los personajes conceptuales son los verdaderos agentes de enunciación. ¿Quién es yo?, siempre es una tercera persona.
Invocamos a Nietzsche porque muy pocos son los filósofos que han trabajado tanto con personajes conceptuales, simpáticos (Dioniso, Zaratustra) o antipáticos (Cristo, el Sacerdote, los Hombres superiores, el propio Sócrates, antipático ahora...). Podría parecer que Nietzsche renuncia a los conceptos. Sin embargo creó algunos conceptos inmensos e intensos («fuerzas», «valor», «devenir», «vida», y otros repulsivos como «resentimiento», «mala conciencia»...), igual que estableció un plano de inmanencia nuevo (movimientos infinitos de la voluntad de poder y del eterno retorno) que trastoca la imagen del pensamiento (crítica de la voluntad de verdad). Pero nunca en su caso quedan sobreentendidos los personajes conceptuales implicados. Bien es
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verdad que su manifestación en sí misma suscita la ambigüedad, lo que hace que muchos de sus lectores consideren a Nietzsche un poeta, un taumaturgo o un creador de mitos. Pero los personajes conceptuales no son, ni en Nietzsche ni en ningún otro autor, personificaciones míticas, ni personas históricas, ni héroes literarios o novelescos. El Dioniso de Nietzsche pertenece tan poco a los mitos como el Sócrates de Platón a la Historia. Volverse no es ser, y Dioniso se vuelve filósofo, al mismo tiempo que Nietzsche se vuelve Dioniso. También en esto fue Platón quien empezó: se volvió Sócrates, al mismo tiempo que hizo que Sócrates se volviera filósofo.
La diferencia entre los personajes conceptuales y las figuras estéticas consiste en primer lugar en lo siguiente: unos son potencias de conceptos, y los otros potencias de afectos y de perceptos. Unos operan sobre un plano de inmanencia que es una imagen de Pensamiento-Ser (noúmeno), los otros sobre un plano de composición como imagen de Universo (fenómeno). Las grandes figuras estéticas del pensamiento y de la novela, pero también de la pintura, de la escultura y de la música, producen afectos que rebasan las afecciones y percepciones ordinarias, igual que los conceptos rebasan las opiniones corrientes. Melville decía que una novela comporta una infinidad de caracteres interesantes pero una única Figura original como el único sol de una constelación de universos, como principio de las cosas, o como el faro que saca de la penumbra un universo oculto: así el capitán Acab o Bartleby.1 El universo de Kleist está recorrido por afectos que lo atraviesan como flechas, o que se petrifican de repente, allí donde se yerguen las figuras de Homburgo o de Pentesilea. Las figuras nada tienen que ver con el parecido o con la retórica, pero son la condición bajo la cual las artes producen afectos de piedra y de metal, de cuerdas y de vientos, de líneas y de colores, sobre un plano de composición de universo. El arte y la filosofía seccionan el caos, y se enfrentan a él, pero no se trata del mismo plano de sección, ni de la misma manera de poblarlo, constelaciones de universo o afectos y per~ ceptos en el primer caso, complexiones de inmanencia o concep-
1. Melville, Le grand eicroc, Ed. de Minuit, cap. 44. (Hay versión española: El timador, Madrid: Fundamentos, 1976.)
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tos en el segundo. No es que el arte piense menos que la filosofía, sino que piensa por afectos y perceptos.
Ello no impide que ambas entidades pasen a menudo de una a otra, en un devenir que las arrastra a ambas, en una intensidad que las codetermina. La figura teatral y musical de Don Juan se convierte en personaje conceptual con Kierkegaard, y el personaje de Zaratustra es ya en Nietzsche una gran figura de música y de teatro. Ocurre como si entre unos y otros no sólo se produjeran alianzas, sino también bifurcaciones y sustituciones. En el pensamiento contemporáneo, Michel Guérin es uno de los que descubren más profundamente la existencia de personajes conceptuales en el corazón de la filosofía; pero los define en un «logodrama» o en una «figurología» que introduce el afecto en el pensamiento.' Y es que el concepto como tal puede ser concepto de afecto, igual que el afecto puede ser afecto de concepto. El plano de composición del arte y el plano de inmanencia de la filosofía pueden solaparse mutuamente hasta el punto de que retazos de uno estén ocupados por entidades del otro. En cada caso en efecto, el plano y lo que lo ocupa son como dos partes relativamente distintas, relativamente heterogéneas. Así pues, un pensador puede modificar decisivamente lo que significa pensar, trazar una imagen nueva del pensamiento, instaurar un plano de inmanencia nuevo, pero, en vez de crear conceptos nuevos que lo ocupen, lo puebla con otras instancias, con otras entidades, poéticas, novelescas, o incluso pictóricas o musicales. Y, del mismo modo, a la inversa. Igitur constituye precisamente un caso de esta índole, personaje conceptual transportado sobre un plano de composición, figura estética arrastrada sobre un plano de inmanencia: su nombre propio es una conjunción. Estos pensadores son filósofos «a medias» pero son también mucho más que filósofos, y no obstante no son unos sabios. Cuánta fuerza en esas obras con los pies desequilibrados, Hölderlin, Kleist, Rimbaud, Mallarmé, Kafka, Michaux, Pessoa, Artaud, muchos novelistas ingleses y americanos, de Melville a Lawrence o a Miller, cuyos lectores descubren con admiración que escribieron la novela del spinozismo... Ciertamente, no hacen una síntesis de arte
1. Michel Guérin, La terreur et la pitié, Ed. Actes Sud.
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y de filosofía. Se bifurcan y bifurcan sin cesar. Se trata de genios híbridos que no borran la diferencia de naturaleza, no la colman, pero emplean por el contrario todos los recursos de su <(atletismo» para instalarse precisamente en esta diferencia, acróbatas desgarrados en un perpetuo más difícil todavía.
Con más razón aún, los personajes conceptuales (y también las figuras estéticas) son irreductibles a tipos psicosociales por mucho que sigan produciéndose en este caso incesantes penetraciones. Simmel y después Goffman profundizaron mucho en el estudio de estos tipos que parecen a menudo inestables, en los enclaves o en los márgenes de una sociedad: el extranjero, el excluido, el emigrante, el que está de paso, el autóctono, el que regresa a su país...1 No es por afición por lo anecdótico. Creemos que un campo social comporta estructuras y funciones, pero no por ello nos informa directamente respecto a determinados movimientos que influyen sobre lo Social. Conocemos la importancia que tienen ya para los animales estas actividades que consisten en formar territorios, abandonarlos o salir de ellos, o incluso en rehacer territorio en algo de naturaleza distinta (el etólogo dice que el compañero o el amigo de un animal es «un sucedáneo de hogar», o que la familia es un «territorio móvil»). Con más razón aún el homínido: desde el momento de nacer, desterritorializa su pata anterior, la sustrae de la tierra para convertirla en mano, y la reterritorializa en ramas o herramientas. Un bastón a su vez también es una rama desterritorializada. Hay que ver cómo cada cual, en todas las épocas de su vida, tanto en las cosas más nimias como en las más importantes pruebas, se busca un territorio, soporta o emprende desterritorializaciones, y se reterritorializa casi sobre cualquier cosa, recuerdo, fetiche o sueño. Los estribillos de las canciones expresan estos poderosos dinamismos: mi casita en Canadá... adiós me voy.., sí soy yo, tenía que volver... Ni siquiera se puede decir qué viene antes, y todo territorio supone tal vez una desterritorialización previa; o bien todo sucede al mismo tiempo. Los campos sociales son nudos inextricables en los que los tres mo-
1. Cf. los análisis de Isaac Joseph, que invoca a Simn-iel y a Goffman: Le
Passant considérable, Librairie des Méridiens.
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vimientos se mezclan: es necesario, por lo tanto, para desentrañarlos, diagnosticar auténticos tipos o personajes. El comerciante compra en un territorio, pero desterritorializa los productos en mercancías, y se reterritorializa en los circuitos comerciales. En el capitalismo, el capital o la propiedad se desterritorializan, dejan de ser inmobiliarios, y se reterritorializan en los medios de producción, mientras que el trabajo por su parte se vuelve trabajo «abstracto» reterritorializado en el salario: por este motivo Marx no habla sólo del capital, del trabajo, sino que siente la necesidad de establecer auténticos tipos psicosociales, antipáticos o simpáticos, EL capitalista, EL proletario. Puestos a buscar la originalidad del mundo griego, habrá que preguntarse qué clase de territorio instauran los griegos, cómo se desterritorializan, en qué se reterritorializan, y delimitar para ellos tipos propiamente griegos (eel Amigo, por ejemplo?). No siempre resulta fácil escoger los tipos buenos en un momento determinado, en una sociedad determinada: así el esclavo liberado como tipo de desterritorialización en el imperio chino Cheu, figura de Excluido, que el sinólogo Tökei ha retratado con todo lujo de detalles. Pensamos que los tipos psicosociales tiençn precisamente este sentido: en las circunstancias más insignificantes o más importantes, hacer que se vuelvan perceptibles las formaciones de territorios, los vectores de desterritorialización, los procesos de reterritorialización.
¿Pero no hay acaso también territorios y desterritorializaciones que no son sólo físicas y mentales, sino espirituales, no sólo relativas, sino absolutas en un sentido que se determinará más adelante? ¿Cuál es la Patria o el Nacimiento invocados por el pensador, filósofo o artista? La filosofía es inseparable de un Nacimiento del cual dan prueba tanto el a priori como lo innato o la reminiscencia. ¿Pero por qué es esta patria desconocida, está perdida, olvidada, convirtiendo al pensador en un Exiliado? ¿Qué es lo que le devolverá de nuevo un equivalente de territorio como sucedáneo de hogar? ¿Cuáles serán los estribillos filosóficos? ¿Cuál es la relación del pensamiento con la Tierra? Sócrates, el ateniense al que no le gusta viajar, es conducido por Parménides de Elea cuando es joven, sustituido por el Extranjero cuando es viejo, como si el platonismo tuviera necesidad de dos
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personajes conceptuales como mínimo.1 ¿Qué clase de extranjero hay en el filósofo, con su aspecto de volver del país de los muertos? Los personajes conceptuales tienen este papel, manifestar los territorios, desterritorializaciones y reterritorializaciones absolutas del pensamiento. Los personajes conceptuales son unos pensadores, únicamente unos pensadores, y sus rasgos personalísticos se unen estrechamente con los rasgos diagramáticos del pensamiento y con los rasgos intensivos de los conceptos. Tal o cual personaje conceptual piensa dentro de nosotros, que tal vez ni nos preexistía. Por ejemplo, cuando se dice que un personaje conceptual tartamudea, ya no es un tipo que tartamudea en una lengua, sino un pensador que hace que tartamudee todo el lenguaje, y que convierte el tartamudeo en el rasgo del pensamiento mismo en tanto que lenguaje: lo interesante es entonces «cuál es este pensamiento que sólo puede tartamudear?». Otro ejemplo, si se dice que un personaje conceptual es el Amigo, o bien que es el juez, el Legislador, ya no se trata de estados privados, públicos o jurídicos, sino de lo que pertenece por derecho al pensamiento y únicamente al pensamiento. Tartamudo, amigo, juez, no pierden su existencia concreta, sino que por el contrario adquieren una nueva en tanto que condiciones interiores al pensamiento para su ejercicio real con tal o cual personaje conceptual. No son dos amigos los que se dedican a pensar, sino el pensamiento el que exige que el pensador sea un amigo, para que el pensamiento se reparta en sí mismo y pueda ejercerse. Es el pensamiento mismo el que exige este reparto de pensamiento entre amigos. Ya no se trata de determinaciones empíricas, psicológicas y sociales, menos aún de abstracciones, sino de intercesores, de cristales o de gérmenes del pensamiento.
Aunque la palabra «absoluto» resulte exacta, no hay que creer que las desterritorializaciones y reterritorializaciones del pensamiento trascienden las psicosociales, pero tampoco que éstas se reducen a ello o son una abstracción de ello, una expresión ideológica. Se trata más bien de una conjunción, de un sistema de retornos o de relevos perpetuos. Los rasgos de los personajes con-
1. Sobre el personaje del Extranjero en Platón, J.-F. Mattéi, L'étranger at le simulacre, RUT.
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ceptuales tienen, con la época y el ambiente históricos en los que aparecen, unas relaciones que únicamente los tipos psicosociales permiten valorar. Pero, a la inversa, los movimientos físicos y mentales de los tipos psicosociales, sus síntomas patológicos, sus actitudes relacionales, sus modos existenciales, sus estatutos jurídicos, se vuelven susceptibles de una determinación meramente pensante y pensada que les sustrae tanto a los estados de cosas históricos de una sociedad como a la vivencia de los individuos, para convertirlos en rasgos de personajes conceptuales, o en acontecimientos del pensamiento sobre el plano que el pensamiento establece o bajo los conceptos que éste crea. Los personajes conceptuales y los tipos psicosociales remiten unos a otros, y se conjugan sin confundirse jamás.
Ninguna lista de los rasgos de los personajes conceptuales puede ser exhaustiva, puesto que éstos nacen constantemente, y puesto que varían con los planos de inmanencia. Y, sobre un plano determinado, se mezclan categorías distintas de rasgos para componer un personaje. Presumimos que hay rasgos páticos: el Idiota, el que pretende pensar por sí mismo, y se trata de un personaje que puede mutar, adquiere otro sentido. Pero también el Loco, una clase de loco, pensador cataléptico o «momia» que encuentra en el pensamiento una impotencia para pensar. O bien el gran maniaco, uno que delira, que busca lo que precede al pensamiento, un Ya-presente, pero en el seno del pensamiento mismo... Se han establecido a menudo paralelismos entre la filosofía y la esquizofrenia; pero en un caso el esquizofrénico es un personaje conceptual que vive intensamente dentro del pensador y le fuerza a pensar, en el otro es un tipo psicosocial que reprime lo viviente y le roba su pensamiento. Y a veces ambos se conjugan, se abrazan como si a un acontecimiento demasiado fuerte respondiese un estado de vivencia demasiado difícil de soportar.
Existen rasgos relacionales: «el Amigo», pero un amigo que sólo se relacionaba con su amigo por una cosa amada portadora de rivalidad. Son el «Pretendiente» y el «Rival» que se pelean por la cosa o por el concepto, pero el concepto necesita un cuerpo sensible inconsciente, adormecido, el «Muchacho» que se suma a los personajes conceptuales. ¿Acaso no estamos ya en otro plano, ya que el amor es como la violencia que fuerza a pensar, «Sócra-
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tes amante», mientras que la amistad pedía únicamente un poco de buena voluntad? ¿Y cómo impedir que a su vez una «Novia» asuma el papel de personaje conceptual, aun a riesgo de correr a su perdición, pero no sin que el propio filósofo se «vuelva» mujer? Como dice Kierkegaard (o Kleist, o Proust), ¿acaso no vale más una mujer que el amigo experto? ¿Y qué sucede cuando la propia mujer se convierte en filósofa? ¿O bien con una «Pareja» que fuese interna al pensamiento y que convirtiera a «Sócrates casado» en el personaje conceptual? A menos que uno acabe reconducido al «Amigo», pero tras una prueba demasiado dura, una catástrofe indecible, por lo tanto en otro sentido nuevo una vez más, en un desamparo mutuo, una fatiga mutua que forman un nuevo derecho del pensamiento (Sócrates convertido en judío). No dos amigos que se comunican y recuerdan juntos, sino por el contrario que pasan por una amnesia o una afasia capaces de hendir el pensamiento, de dividirlo en sí mismo. Los personajes proliferan y se bifurcan, chocan, se sustituyen ...1
Existen rasgos dinámicos: si adelantar, trepar, bajar son dinamismos de personajes conceptuales, saltar como Kierkegaard, bailar como Nietzsche, bucear como Melville son otros, para atletas filosóficos irreductibles entre sí. Y si nuestros deportes actuales están en plena mutación, si las viejas actividades productoras de energía dejan paso a ejercicios que se insertan por el contrario en haces energéticos existentes, no se trata sólo de una mutación en el tipo, sino de otros rasgos dinámicos, una vez más, que se introducen en un pensamiento que «se desliza» con unas materias de ser nuevas, ola o nieve, y convierten al pensador en una especie de surfista en tanto que personaje conceptual; renunciamos entonces al valor energético del tipo deportivo, para extraer la diferencia dinámica pura que se expresa en un nuevo personaje conceptual.
Existen rasgos jurídicos, en la medida en que el pensamiento nunca cesa de reclamar lo que le corresponde por derecho, y de enfrentarse a la justicia desde los presocráticos: pero ¿se trata del
1. Sólo se contemplarán aquí alusiones someras: al vínculo de Eros y de la Filia entre los griegos; al papel de la Novia y del Seductor en Kierkegaard; a la función noética de la Pareja según Klossowski (Les lois de l'hospitalité, Gallimard); a la constitución de la mujer-filósofo según Michele Le Doeuff (L'étude et le rouet, Ed. du Seuil); al nuevo personaje del Amigo en Blanchot.
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poder del Pretendiente, o incluso del Demandante, tal como la filosofía se lo arranca al tribunal trágico griego? ¿Y no le estará vedado por mucho tiempo al filósofo ser juez, a lo sumo doctor al servicio de la justicia de Dios, mientras no sea él mismo acusado? ¿Se trata acaso de un personaje conceptual nuevo, cuando Leibniz convierte al filósofo en el Abogado de un dios amenazado por doquier? ¿Y los empiristas, con el extraño personaje que lanzan con el Investigador? Kant es por fin quien convierte al filósofo en juez, al mismo tiempo que la razón forma un tribunal, pero ¿se trata del poder legislativo de un juez que determina, o del poder judicial, o de la jurisprudencia de un juez que reflexiona? Dos personajes conceptuales harto diferentes. Salvo que el pensamiento lo trastoque todo, jueces, abogados, demandantes, acusadores y acusados, como Alicia en un plano de inmanencia en el que justicia equivale a Inocencia, y en el que el Inocente se convierte en el personaje conceptual que ya no tiene por qué justificarse, una especie de niño-juguetón contra el que ya nada se puede, un Spinoza que no ha dejado subsistir ni la más remota ilusión de trascendencia. Acaso no tienen que confundirse el juez y el inocente, es decir que los seres sean juzgados desde dentro: en absoluto en nombre de la Ley o de Valores, ni siquiera en virtud de su conciencia, sino por los criterios puramente inmanentes de su existencia («más allá del Bien y del Mal, por lo menos eso no quiere decir más allá de lo bueno y de lo malo...»).
Existen en efecto rasgos existenciales: Nietzsche decía que la filosofía inventa modos de existencia o posibilidades de vida. Por este motivo basta con algunas anécdotas vitales para esbozar el retrato de una filosofía, como supo hacerlo Diógenes Laercio al escribir el libro de cabecera o la leyenda dorada de los filósofos. Empédocles y su volcán, Diógenes y su tonel. Cabría objetar la vida tan burguesa de la mayoría de los filósofos modernos; ¿pero no es acaso el sacamedias una anécdota vital adecuada para el sistema de la Razón?' Y la afición de Spinoza por las peleas de arañas proviene de que éstas reproducen meramente unas relaciones de mo-
1. Respecto a este aparato complejo, cf. Thomas de Quincey, Les derniers jours d'Emmanuel Kant, Ed. Ombres. (Hay versión española: Los últimos días de Immanuel Kant, en Las confesiones y otros textos, Barcelona: Barral Editores, 1975.)
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dos en el sistema de la Ética en tanto que etología superior. Y es que estas anécdotas no remiten simplemente a un tipo social o incluso psicológico de un filósofo (el príncipe Empédocles o el esclavo Diógenes), sino que más bien ponen de manifiesto a los personajes conceptuales que moran en ellas. Las posibilidades de vida o los modos de existencia sólo pueden inventarse sobre un plano de inmanencia que desarrolla la potencia de los personajes conceptuales. El rostro y el cuerpo de los filósofos albergan a esos personajes que les confieren a menudo un aspecto extraño, sobre todo en la mirada, como si otra persona viera a través de sus ojos. Las anécdotas vitales cuentan la relación de un personaje conceptual con los animales, las plantas o las piedras, relación según la cual el propio filósofo se convierte en algo inesperado, y adquiere una amplitud trágica y cómica que no tendría por sí solo. Nosotros los filósofos, gracias a nuestros personajes, nos convertimos siempre en otra cosa, y renacemos parque público o jardín zoológico.
EJEMPLO VI
Incluso las ilusiones de trascendencia nos sirven, y producen anécdotas vitales. Pues cuando nos vanagloriamos de encontrarnos con lo trascendente en la inmanencia, no hacemos más que volver a cargar de inmanencia misma el plano de inmanencia: Kierkegaard da un salto fuera del plano, pero lo que «vuelve a dársele» en esta suspensión, en esta detención de movimiento, es la novia o el hijo perdidos, es la existencia en el plano de inmanencia.1 Kierkegaard no vacila en decirlo: en lo que a la trascendencia se refiere, bastaría con un poco de «resignación)), pero hace falta además que la inmanencia vuelva a darse. Pascal apuesta por la existencia trascendente de Dios, pero el envite de la apuesta, aquello por lo que se apuesta, es la existencia inmanente de aquel que cree que Dios existe. Sólo esta existencia es capaz de cubrir el plano de inmanencia, de adquirir el movimiento infinito, de producir y de reproducir intensidades, mientras que cae en lo negativo la existencia de aquel que cree que Dios no existe. Aquí mismo cabría decir lo que François Jullien dice del pensamiento chino, la trascendencia es en él relativa y tan sólo representa ya una «absolutización de la inmanen-
1. Kierkegaard, Crainte et tremblement, Ed. Aubier, pág. 68. (Hay versión española: Temor y temblor, Madrid: Editora Nacional, 1975.)
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cia».1 Carecemos del más mínimo motivo para pensar que los modos de existencia necesitan valores trascendentes que los comparen, los seleccionen y decidan que uno es «mejor» que otro. Al contrario, no hay más criterios que los inmanentes, y una posibilidad de vida se valora en sí misma por los movimientos que traza y por las intensidades que crea sobre un plano de inmanencia; lo que ni traza ni crea es desechado. Un modo de existencia es bueno, malo, noble o vulgar, lleno o vacío, independientemente del Bien y del Mal, y de todo valor trascendente: nunca hay más criterio que el tenor de la existencia, la intensificación de la vida. Es algo que Pascal y Kierkegaard conocen muy bien, ellos que son expertos en movimientos infinitos, y que sacan del Antiguo Testamento nuevos personajes conceptuales capaces de plantar cara a Sócrates. El «caballero de la fe» de Kierkegaard, el que salta, o el apostador de Pascal, el que echa los dados, son los hombres de una trascendencia o de una fe. Pero vuelven una y otra vez a cargar la inmanencia: son filósofos, o más bien los intercesores, los personajes conceptuales que son válidos para estos dos filósofos, y que ya no se preocupan de la existencia trascendente de Dios, sino sólo de las posibilidades inmanentes infinitas que aporta la existencia del que cree que Dios existe.
El problema cambiaría si fuera otro plano de inmanencia. Y no es que quien cree que Dios no existe pueda entonces imponerse, puesto que pertenece aún al antiguo plano en tanto que movimiento negativo. Pero, en el plano nuevo, podría ser que el problema concerniese ahora a la existencia de aquel que cree en el mundo, ni siquiera en la existencia del mundo, sino en sus posibilidades de movimientos e intensidades para hacer nacer modos de existencia todavía nuevos, más próximos a los animales y a las piedras. Pudiera ser que creer en este mundo, en esta vida, se haya vuelto nuestra tarea más difícil, o la tarea de un modo de existencia por descubrir en nuestro plano de inmanencia actual. Es la conversión empirista (tenemos tantas razones para no creer en el mundo de los hombres, hemos perdido el mundo, peor que una novia, un hijo o un dios...). Sí, el problema ha cambiado.
El personaje conceptual y el plano de inmanencia están en presuposición recíproca. Ora el personaje parece preceder al plano, ora sucederle. Y es que aparece dos veces, interviene dos
1. François Jullien, Procès ou création, Ed. du Seuil, págs. 18, 117.
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veces. Por una parte, se sumerge en el caos, del que extrae unas determinaciones de las que hará los rasgos diagramáticos de un plano de inmanencia: es como si se apoderara de un puñado de dados, en el azar-caos, para echarlos sobre una mesa. Por la otra, hace corresponder con cada dado que cae los rasgos intensivos de un concepto que viene a ocupar tal o cual región de la mesa, como si ésta se hendiese en función de las cifras. Con sus rasgos personalísticos, el personaje conceptual interviene pues entre el caos y los rasgos diagramáticos del plano de inmanencia, pero también entre el plano y los rasgos intensivos de los conceptos que vienen a poblarlo. Igitur. Los personajes conceptuales constituyen los puntos de vista según los cuales unos planos de inmanencia se distinguen o se parecen, pero también las condiciones bajo las cuales cada plano se encuentra llenado por conceptos de un mismo grupo. Todo pensamiento es un Fiat, echa los dados: constructivismo. Pero se trata de un juego muy complejo porque la acción de echar los dados se compone de movimientos infinitos reversibles y plegados unos dentro de otros, de tal modo que la caída de los dados sólo puede llevarse a cabo a una velocidad infinita creando las formas finitas que corresponden a las ordenadas intensivas de estos movimientos: todo concepto es una cifra que no preexistía. Los conceptos no se deducen del plano, hace falta el personaje conceptual para crearlos sobre el plano, como hace falta para trazar el propio plano, pero ambas operaciones no se confunden en el personaje que se presenta a sí mismo como un operador distinto.
Los planos son innumerables, cada uno con su curvatura variable, y se agrupan y se separan en función de los puntos de vista constituidos por los personajes. Cada personaje tiene varios rasgos, que pueden dar lugar a otros personajes, en el mismo plano o en otro: hay una proliferación de personajes conceptuales. Hay sobre un plano una infinidad de conceptos posibles: resuenan, se relacionan, con puentes móviles, pero resulta imposible prever el aspecto que van tomando en función de las variaciones de curvatura. Se crean por ráfagas y se bifurcan sin cesar. El juego es tanto más complejo cuanto que unos movimientos negativos infinitos están envueltos en los positivos sobre cada plano, expresando los riesgos y peligros a los que el pensa-
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miento se enfrenta, las percepciones equivocadas y los malos sentimientos que le rodean; también hay personajes conceptuales antipáticos, estrechamente pegados a los simpáticos y que éstos no consiguen sacarse de encima (no sólo Zaratustra está obsesionado por «su» simio o su bufón, no sólo Dioniso no se separa de Cristo, sino que Sócrates no consigue distinguirse de «su» sofista, y el filósofo crítico no cesa de conjurar sus dobles malos); también hay, por último, conceptos repulsivos combinados con los atractivos, pero que dibujan sobre el plano regiones de intensidad baja o vacía, y que no paran de aislarse, de desafinarse, de romper las conexiones (acaso la propia trascendencia no tiene «sus» conceptos?). Pero, más que una distribución vectorial, los signos de planos, de personajes y de conceptos son ambiguos porque se pliegan unos dentro de otros, se enlazan o se asemejan. Por este motivo, la filosofía procede siempre por etapas.
La filosofía presenta tres elementos de los que cada cual responde a los otros dos, pero debe ser considerada por su cuenta: el plano pre-filosófico que debe trazar (inmanencia), el o los personajes pro-filosóficos que debe inventar y hacer vivir (insistencia), los conceptos filosóficos que debe crear (consistencia). Trazar, inventar, crear constituyen la trinidad filosófica. Rasgos diagramáticos, personalísticos e intensivos. Hay grupos de conceptos, según resuenen o tiendan puentes móviles, que cubren un mismo plano de inmanencia que los conecta unos a otros. Hay familias de planos, según que los movimientos infinitos del pensamiento se plieguen unos dentro de otros y compongan variaciones de curvatura, o por el contrario seleccionen variedades que no se pueden componer. Hay tipos de personajes, según sus posibilidades de encuentro incluso hostil sobre un mismo plano o en un grupo. Pero suele resultar difícil determinar si es en el mismo grupo, en el mismo tipo, en la misma familia. Se requiere una buena dosis de «gusto».
Como ninguno es deducible de los otros dos, es necesaria una co-adaptación de los tres. Se llama gusto a esta facultad filosófica de co-adaptación, y que regula la creación de los conceptos. Si llamamos Razón al trazado del plano, Imaginación a la invención de los personajes y Entendimiento a la creación de conceptos, el gusto se presenta como la triple facultad del concepto to-
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davía indeterminado, del personaje aún en el limbo, del plano todavía transparente. Por este motivo hay que crear, inventar, trazar, pero el gusto es como la regla de correspondencia de las tres instancias que difieren en su propia naturaleza. No se trata ciertamente de una facultad de medida. No se hallará ninguna medida en estos movimientos infinitos que componen el plano de inmanencia, en estas líneas aceleradas sin contorno, en estas pendientes y curvaturas, ni en estos personajes siempre excesivos, antipáticos a veces, o en estos conceptos de formas irregulares, de estridentes intensidades, de colores tan chillones y bárbaros que pueden inspirar una especie de «aversión» (particularmente en los conceptos repulsivos). No obstante, lo que aparece en todos los casos como gusto filosófico es el amor por el concepto bien hecho, llamando «bien hecho» no a una moderación del concepto, sino a una especie de relanzamiento, de modulación en la que la actividad conceptual carece de límites en sí misma, sino que sólo los tiene en las otras dos actividades sin límites. Si los conceptos preexistieran ya hechos y acabados, tendrían unos límites que habría que acatar; pero incluso el plano «pre-filosófico» sólo es designado con este nombre porque es trazado en tanto que presupuesto, y no porque existiera sin ser trazado. Las tres actividades son estrictamente simultáneas y las únicas relaciones que tienen son inconmensurables. La creación de los conceptos no tiene más límite que el plano que van a poblar, pero el propio plano es ilimitado, y su trazado sólo concuerda con los conceptos que se van a crear, a los que tendrá que enlazar, o con los personajes que se van a inventar, a los que tendrá que sostener. Es como en la pintura: incluso para los monstruos y para los enanos hay un gusto según el cual tienen que estar bien hechos, lo que no significa que sean insulsos, sino que sus contornos irregulares estén relacionados con una textura de la piel o con un fondo de la Tierra en tanto que materia germinal de la que parecen depender. Existe un gusto de los colores que no proviene de moderar la creación de los colores en los grandes pintores, sino que por el contrario los impulsa hasta el punto en el que se topan con sus figuras hechas de contornos, y su plano hecho de colores lisos, de curvaturas, de arabescos. Van Gogh sólo impulsa el amarillo hasta lo ilimitado cuando inventa el hombre-girasol, y cuando traza el
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plano de las pequeñas comas infinitas. El gusto de los colores da prueba a la vez del respeto necesario para acercarse a ellos, de la larga espera por la que hay que pasar, pero también de la creación sin límites que los hace existir. Lo mismo sucede con el gusto de los conceptos: el filósofo sólo se acerca al concepto indeterminado con temor y respeto, vacila mucho antes de lanzarse, pero sólo puede determinar conceptos creando desmesuradamente, con el plano de inmanencia que traza como regla única, y con los extraños personajes que hace vivir como única brújula. El gusto filosófico no sustituye la creación ni la modera, es por el contrario la creación de conceptos la que recurre a un gusto que la modula. La creación libre de conceptos determinados necesita un gusto del concepto indeterminado. El gusto es esta potencia, este ser en potencia del concepto: no es ciertamente por razones «racionales o razonables» por lo que se crea tal concepto, por lo que se escogen tales componentes. Nietzsche presintió esta relación de la creación de los conceptos con un gusto propiamente filosófico, y si el filósofo es aquel que crea los conceptos es gracias a una facultad de gusto como un «sapere» instintivo casi animal: un Fiat o un Fatum que confiere a cada filósofo el derecho de acceder a determinados problemas como un marchamo marcado sobre su nombre, como una afinidad de la que resultarán sus obras.'
Un concepto carece de sentido mientras no se enlaza con otros conceptos, y no enlaza con un problema que resuelve o que contribuye a resolver. Pero es importante distinguir entre los problemas filosóficos y los problemas científicos. No ganaríamos gran cosa diciendo que la filosofía plantea «cuestiones», puesto que las cuestiones no son más que una palabra para designar unos problemas irreductibles a los de la ciencia. Como los conceptos no son proposicionales, no pueden remitir a unos problemas que concernerían a las condiciones en extensiones de proposiciones asimilables a las de la ciencia. Si a pesar de todo nos empeñamos en traducir el concepto filosófico en proposicio-
1. Nietzsche, Musarion-Ausgabe, XVI, pág. 35. Nietzsche invoca a menudo un gusto filosófico, y hace que el sabio se derive de «sapere» (sapiens», el degustador, «sisyphos», el hombre con un gusto extremadamente «sutil»): La naissance de la tragédie, Gallimard, pág. 46. (Hay versión española: El nacimiento de la tragedia, Madrid: Alianza, 1984.)
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nes, sólo podrá ser así bajo la forma de opiniones más o menos verosímiles, y carentes de valor científico. Pero nos topamos entonces con una dificultad con la que ya los griegos se enfrentaban. Incluso constituye el tercer carácter bajo el cual la filosofía es considerada como algo griego: la ciudad griega promociona al amigo o al rival como relación social, traza un plano de inmanencia, pero hace también reinar la libre opinión (doxa). La filosofía tiene entonces que extraer de las opiniones un «saber» que las transforme, y que tampoco se distingue de la ciencia. Así pues el problema filosófico consistiría en encontrar en cada caso la instancia capaz de medir un valor de verdad de las opiniones oponibles, o bien seleccionando unas en tanto que más sabias que otras, o bien determinando cuál es la parte que le corresponde a cada cual. Este y no otro ha sido siempre el significado de lo que se llama dialéctica, y que reduce la filosofía a la discusión interminable.' Lo vemos en Platón, donde unos universales de contemplación supuestamente han de medir el valor respectivo de las opiniones rivales para elevarlas al saber; bien es verdad que las contradicciones que subsisten en Platón, en los diálogos llamados aporéticos, obligan ya a Aristóteles a orientar la investigación dialéctica de los problemas hacia unos universales de comunicación (los tópicos). También en Kant, el problema consistirá en la selección o en el reparto de las opiniones opuestas, pero gracias a unos universales de reflexión, hasta que Hegel tenga la ocurrencia de utilizar la contradicción de las opiniones rivales para extraer de ellas proposiciones supracientíficas, capaces de moverse, de contemplarse, de reflejarse, de comunicarse en ellas mismas y en lo absoluto (proposición especulativa en la que las opiniones se convierten en los momentos del concepto). Pero, bajo las ambiciones más elevadas de la dialéctica, independientemente de la genialidad de los grandes dialécticos, volvemos a sumirnos en la condición más miserable, la que Nietzsche diagnosticaba como el arte de la plebe, o el mal gusto en filosofía: la reducción del concepto a proposiciones en tanto que meras opiniones; la absorción del plano de inmanencia en las per-
1. Cf. Bréhier, «La notion de problème en philosophie», Etudes de philosophie antique, P.U.F.
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cepciones erróneas y los malos sentimientos (ilusiones de la trascendencia o de los universales); el modelo de un saber que tan sólo constituye una opinión pretendidamente superior, Urdoxa; la sustitución de personajes conceptuales por profesores o directores de escuela. La dialéctica pretende encontrar una discursividad propiamente filosófica, pero tan sólo puede hacerlo concatenando las opiniones unas con otras. Por mucho que supere la opinión hacia el saber, la opinión aflora y continúa aflorando. Incluso con los recursos de una Urdoxa, la filosofía sigue siendo una doxografía. Surge siempre la misma melancolía de las Cuestiones disputadas y de los Quodlibets de la Edad Media, donde aprendemos lo que cada doctor ha pensado sin saber por qué lo ha pensado (el Acontecimiento), y nos topamos con muchas historias de la filosofía donde se pasa revista a las soluciones sin saber jamás cuál es el problema (la sustancia en Aristóteles, en Descartes, en Leibniz...), puesto que el problema tan sólo está calcado de las proposiciones que le sirven de respuesta.
Si la filosofía es paradójica por naturaleza, no es porque toma partido por las opiniones menos verosímiles ni porque sostiene las opiniones contradictorias, sino porque utiliza las frases de una lengua estándar para expresar algo que no pertenece al orden de la opinión, ni siquiera de la proposición. El concepto es efectivamente una solución, pero el problema al que responde reside en sus condiciones de consistencia intensional, y no, como en la ciencia, en las condiciones de referencia de las proposiciones extensionales. Si el concepto es una solución, las condiciones del problema filosófico están sobre el plano de inmanencia que el concepto supone (a qué movimiento infinito remite en la imagen del pensamiento?) y las incógnitas del problema están en los personajes conceptuales que moviliza (qué personaje precisamente?). Un concepto como el de conocimiento sólo tiene sentido en relación con una imagen del pensamiento a la que remite, y con un personaje conceptual que necesita; otra imagen, otro personaje reclaman otros conceptos (la creencia por ejemplo, y el Investigador). Una solución no tiene sentido al margen de un problema por determinar en sus condiciones y sus incógnitas, pero éstas tampoco tienen sentido independientemente de las soluciones determinables como conceptos. Las tres instancias
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están unas dentro de otras, pero no tienen la misma naturaleza, coexisten y subsisten sin desaparecer una dentro de otra. Bergson, que tanto contribuyó a la comprensión de lo que es un problema filosófico, decía que un problema bien planteado era un problema resuelto. Lo que no obstante no significa que un problema sea sólo la sombra o el epifenómeno de sus soluciones, ni que la solución sea sólo la redundancia o la consecuencia analítica del problema. Más bien resulta que las tres actividades que componen el construccionismo se relevan sin cesar, se solapan sin cesar, una precediendo a otra, ora a la inversa, una consistiendo en crear los conceptos como casos de solución, otra en trazar un plano y un movimiento sobre el plano como condiciones de un problema, y otra en inventar un personaje como incógnita del problema. El conjunto del problema (del que la propia solución también forma parte) consiste siempre en construir los otros dos cuando el tercero se está haciendo. Hemos visto cómo, de Platón a Kant, el pensamiento, lo «primero», el tiempo adquirían conceptos diferentes capaces de determinar soluciones, pero en función de presupuestos que determinaban problemas diferentes; pues los mismos términos pueden aparecer dos veces, e incluso tres, una vez en las soluciones como conceptos, otra en los problemas presupuestos, otra en un personaje como intermediario, intercesor, pero cada vez bajo una forma específica irreductible.
Ninguna regla y sobre todo ninguna discusión dirán de antemano si se trata del plano bueno, del personaje bueno, del concepto bueno, pues cada uno de ellos decide si los otros dos están logrados o no, pero cada uno de ellos tiene que ser construido por su cuenta, uno creado, otro inventado, otro trazado. Se construyen problemas y soluciones de los que se puede decir «Fallido... Logrado...», pero tan sólo a medida que se van construyendo y según sus coadaptaciones. El constructivismo descalifica cualquier discusión que retrase las construcciones necesarias, del mismo modo que denuncia todos los universales, la contemplación, la reflexión, la comunicación en tanto que fuentes de los así llamados «falsos problemas» que emanan de las ilusiones que rodean el plano. No se puede decir más de antemano. Puede suceder que creamos haber encontrado una solución, pero una cur-
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vatura nueva del plano que no habíamos visto primero vuelve a relanzar el conjunto y a plantear problemas nuevos, una nueva retahíla de problemas, operando por impulsos sucesivos y solicitando conceptos futuros que habrá que crear (ni tan sólo sabemos si no se trata más bien de un plano nuevo que se separa del anterior). Inversamente, puede suceder que un concepto nuevo se hunda como una cuña entre dos conceptos que creíamos próximos, solicitando a su vez sobre la tabla de inmanencia la determinación de un problema que surge como una especie de añadido. La filosofía vive de este modo en una crisis permanente. El plano opera a sacudidas, y los conceptos proceden por ráfagas, y los personajes a tirones. Lo que resulta problemático por naturaleza es la relación de las tres instancias.
No se puede decir de antemano si un problema está bien planteado, si una solución es la que conviene, es la que viene al caso, si un personaje es viable. Y es que cada una de las actividades filosóficas sólo tiene criterio dentro de las otras dos, y es por este motivo por lo que la filosofía se desarrolla en la paradoja. La filosofía no consiste en saber, y no es la verdad lo que inspira la filosofía, sino que son categorías como las de Interesante, Notable o Importante lo que determina el éxito o el fracaso. Ahora bien, no se puede saber antes de haber construido. No se dirá de muchos libros de filosofía que son falsos, pues eso no es decir nada, sino que carecen de importancia o de interés, precisamente porque no crean concepto alguno, ni aportan una imagen del pensamiento ni engendran un personaje que valga la pena. Únicamente los profesores pueden escribir «falso>) en el margen, y aún, pero los lectores tienen más bien dudas acerca de la importancia y del interés, es decir acerca de la novedad de lo que se les ofrece para su lectura. Son las categorías del Espíritu. Un gran personaje novelesco tiene que ser un Original, un único, decía Melville; un personaje conceptual también. Incluso cuando es antipático, tiene que ser notable; aun cuando repulsivo, un concepto tiene que ser interesante. Cuando Nietzsche construía el concepto de «mala conciencia», podía ver en él lo más repulsivo del mundo, pero no por ello dejaba de exclamar: ¡aquí es donde el hombre empieza a hacerse interesante!, y opinaba en efecto que acababa de crear un concepto nuevo para el hombre, que
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convenía al hombre, en relación con un personaje conceptual nuevo (el sacerdote) y con una imagen nueva del pensamiento (la voluntad de poder aprehendida bajo el rasgo negativo del nihilismo).
La crítica implica conceptos nuevos (de lo que se critica) tanto como la creación más positiva. Los conceptos han de tener contornos irregulares conformados según su materia viva. ¿Qué es lo que no es interesante por naturaleza? ¿Los conceptos inconsistentes, lo que Nietzsche llamaba los «informes y fluidos garabatos de conceptos)>, o bien por el contrario los conceptos demasiado regulares, petrificados, reducidos a un esqueleto? Los conceptos más universales, los que se suele presentar como formas o valores eternos, son al respecto los más esqueléticos, los menos interesantes. No se hace nada positivo, pero nada tampoco en el terreno de la crítica ni de la historia, cuando nos limitamos a esgrimir viejos conceptos estereotipados como esqueletos destinados a coartar toda creación, sin ver que los viejos filósofos de quienes los hemos tomado prestados ya hacían lo que se trata de impedir que hagan los modernos: creaban sus conceptos, y no se contentaban con limpiar, roer huesos, como el crítico o el historiador de nuestra época. Hasta la historia de la filosofía carece del todo de interés si no se propone despertar un concepto adormecido, representarlo otra vez sobre un escenario nuevo, aun a costa de volverlo contra sí mismo.
1. Nietzsche, Généalogie de la morale, I, párrafo 6. (Hay versión española: La genealogía de la moral, Madrid: Alianza, 1988.)
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4. GEOFILOSOFÍA
El sujeto y el objeto dan una mala aproximación del pensamiento. Pensar no es un hilo tensado entre un sujeto y un objeto, ni una revolución de uno alrededor de otro. Pensar se hace más bien en la relación entre el territorio y la tierra. Kant es menos prisionero de lo que se suele creer de las categorías de objeto y de sujeto, puesto que su idea de revolución copernicana pone el pensamiento directamente en relación con la tierra; Husserl exige un suelo para el pensamiento, que sería como la tierra en tanto que ni se mueve ni está en reposo, en tanto que intuición originaria. Hemos visto no obstante que la tierra procede sin cesar a un movimiento de desterritorialización in situ a través del cual supera cualquier territorio: es desterritorializante y desterritorializada. Se confunde ella misma con el movimiento de los que abandonan en masa su propio territorio, langostas que se ponen en marcha en fila en el fondo del agua, peregrinos o caballeros que cabalgan sobre una línea de fuga celeste. La tierra no es un elemento cualquiera entre los demás, aúna todos los elementos en un mismo vínculo, pero utiliza uno u otro para desterritorializar el territorio. Los movimientos de desterritorialización no son separables de los territorios que se abren sobre otro lado ajeno, y los procesos de reterritorialización no son separables de la tierra que vuelve a proporcionar territorios. Se trata de dos componentes, el territorio y la tierra, con dos zonas de indiscernibilidad, la desterritorialización (del territorio a la tierra) y la reterritorialización (de la tierra al territorio). No puede decirse cuál de ellos va primero. Nos preguntamos en qué sentido Gre-
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cia es el territorio del filósofo o la tierra de la filosofía. Los Estados y las Ciudades se han definido a menudo como territoriales, sustituyendo por un principio territorial el principio de las estirpes. Pero tal cosa no es exacta: los grupos constituidos en linajes pueden cambiar de territorio, tan sólo se determinan efectivamente casándose con un territorio o con una residencia en un «linaje local». El Estado y la Ciudad por el contrario proceden a una desterritorialización, porque uno yuxtapone y compara los territorios agrícolas remitiéndolos a una Unidad superior aritmética, y la otra adapta el territorio a una extensión geométrica prolongable en circuitos comerciales. Spatium imperial del Estado o extensio política de la ciudad, se trata menos de un principio territorial que de una desterritorialización, que se comprende con toda claridad cuando el Estado se apropia del territorio de los grupos locales, o cuando la ciudad se desentiende de su hinterland; la reterritorialización se hace en un caso sobre el palacio y sus existencias, y sobre el ágora y las redes comerciales en el otro.
En los Estados imperiales, la desterritorialización es de trascendencia: tiende a llevarse a cabo a lo alto, verticalmente, siguiendo un componente celeste de la tierra. El territorio se ha convertido en tierra desierta, pero un Extranjero celeste viene a re-fundar el territorio o a reterritorializar la tierra. En la ciudad, por el contrario, la desterritorialización es de inmanencia: libera a un Autóctono, es decir a una potencia de la tierra que sigue un componente marítimo que pasa a su vez por debajo de las aguas para refundar el territorio (el Erecteión, templo de Atenea o de Poseidón). Bien es verdad que las cosas son algo más complicadas, porque el Extranjero imperial necesita a su vez a autóctonos supervivientes, y que el Autóctono ciudadano recurre a extranjeros en desbandada, pero no son precisamente en absoluto los mismos tipos psicosociales, como tampoco el politeísmo de imperio y el politeísmo de ciudad son las mismas figuras religiosas.’
Diríase que Grecia posee una estructura fractal, por la gran
1. Marcel Detienne ha renovado profundamente estos problemas: sobre la oposición del Extranjero fundador y del Autóctono, sobre las mezclas complejas entre estos dos polos, sobre Erectea, cf. «Qu’est-ce qu’un site?», en Tracés de fondation, Ed. Peeters. Cf. también Giulia Sissa y Marcel Detienne, La vie
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proximidad al mar de cualquier punto de la península, y la enorme longitud de sus costas. Los pueblos egeos, las ciudades de la Grecia antigua y sobre todo Atenas la autóctona no son las primeras ciudades comerciantes. Pero son las primeras que están a un tiempo lo suficientemente cercanas y lo suficientemente alejadas de los imperios arcaicos de Oriente para poder sacarles provecho sin seguir su modelo: en vez de establecerse en sus poros, se sumen en un componente nuevo, hacen valer un modo particular de desterritorialización que procede por inmanencia, forman un medio de inmanencia. Es como un «mercado internacional» en las lindes de Oriente, que se organiza entre una multiplicidad de ciudades independientes o de sociedades diferenciadas, aunque vinculadas entre sí, en el que los artesanos y mercaderes hallan una libertad, una movilidad que los imperios les negaban» Estos tipos proceden de las lindes del mundo griego, extranjeros que huyen, en proceso de ruptura con el imperio, y colonizados de Apolo. No sólo los artesanos y los mercaderes, sino los filósofos: como dice Faye, hará falta un siglo para que el nombre de «filósofo», sin duda inventado por Heráclito de Efeso, encuentre su correlato en la palabra «filosofía», inventada sin duda por Platón el ateniense; «Asia, Italia, África son las fases odiseicas del itinerario que vincula al philosophos a la filosofía».2 Los filósofos son extranjeros, pero la filosofía es griega. ¿Qué encuentran estos inmigrantes en el medio griego? Tres cosas por lo menos, que son las condiciones de hecho de la filosofía: una sociabilidad pura como medio de inmanencia, «natu-
quotidienne des deux grecs, Hachette (sobre Erectea, cap. XIV, y sobre la diferencia entre ambos politeísmos, cap. X).
1. Childe, L’Europe préhistorique, Ed. Payot, págs. 110-115. (Hay versión española: La prehistoria de la sociedad europea, Barcelona: Icaria, 1978.)
2. Jean-Pierre Faye, La raison narrative, Ed. Balland, págs. 15-18. Cf. Clémenee Ramnoux, en Histo ire de la philosophie, Gallimard, I, págs. 408-409: la filosofía presocrática nace y crece «en la linde del área helénica tal como la colonización había conseguido definirla hacia finales del siglo vii y principios del siglo vi, y precisamente allí donde los griegos se enfrentan, con relaciones comerciales y bélicas, a los reinos e imperios de Oriente», después llega «al extremo occidental, a las colonias de Sicilia y de Italia, aprovechando las migraciones provocadas por las invasiones iraníes y las revoluciones políticas…». Nietzsche, Naissance de la philosophie, Gallimard, pág. 131: «Imaginen que el filósofo es un emigrado que llega a Grecia; eso es lo que ocurre con esos preplatónicos. Son en cierta medida extranjeros desarraigados.»
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raleza intrínseca de la asociación», que se opone a la soberanía imperial, y que no implica interés previo alguno, puesto que los intereses rivales, por el contrario, la presuponen; un cierto placer de asociarse, que constituye la amistad, pero también de romper la asociación, que constituye la rivalidad (ano existían acaso ya «sociedades de amigos» formadas por los inmigrantes, como los pitagóricos, pero sociedades todavía algo secretas que iban a experimentar su apertura en Grecia?); una inclinación por la opinión, inconcebible en un imperio, una inclinación por el intercambio de opiniones, por la conversación.’ Inmanencia, amistad, opinión, nos toparemos una y otra vez con estos tres rasgos griegos. No hallaremos en ellos un mundo más amable, pues la rivalidad encierra muchas crueldades, la amistad muchas rivalidades, la opinión muchos antagonismos y vuelcos sangrientos. El milagro griego es Salamina, donde Grecia se zafa del Imperio persa, y donde el pueblo autóctono que ha perdido su territorio lo embarca sobre el mar, se reterritorializa sobre el mar. La liga de Delos es como la fractalización de Grecia. El vínculo más profundo, durante un período bastante corto, se estableció entre la ciudad democrática, la colonización, el mar, y un nuevo imperialismo que ya no ve en el mar un límite de su territorio o un obstáculo para su empresa, sino un baño de inmanencia ampliada. Todo ello, y en primer lugar el vínculo de la filosofía con Grecia, parece probado, pero impregnado de rodeos y de contingencia…
Física, psicológica o social, la desterritorialización es relativa mientras atañe a la relación histórica de la tierra con los territorios que en ella se esbozan o se desvanecen, a su relación geológica con eras y catástrofes, a su relación astronómica con el cosmos y el sistema estelar del cual forma parte. Pero la desterritorialización es absoluta cuando la tierra penetra en el mero plano de inmanencia de un pensamiento, Ser, de un pensamiento, Naturaleza de movimientos diagramáticos infinitos. Pensar consiste en tender un plano de inmanencia que absorba la tierra (o más bien la «adsorba»). La desterritorialización de un
1. Respecto a esta sociabilidad pura, «más acá y más allá del contenido particular», y la democracia, la conversación, cf. Simmel, Sociologie et épistémologie, P.U.F., cap. III.
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plano de esta índole no excluye una reterritorialización, pero la plantea como creación de una tierra nueva futura. No obstante, la desterritorialización absoluta sólo puede ser pensada siguiendo unas relaciones por determinar con las desterritorializaciones relativas, no sólo cósmicas, sino geográficas, históricas y psicosociales. Siempre hay un modo en el que la desterritorialización absoluta en el plano de inmanencia asume el relevo de una desterritorialización relativa en un ámbito determinado.
En este punto es donde aparece una diferencia importante según que la desterritorialización relativa sea de inmanencia o de trascendencia. Cuando es trascendente, vertical, celeste, producida por la unidad imperial, el elemento trascendente tiene que inclinarse o someterse a una especie de rotación para inscribirse en el plano del pensamiento-Naturaleza siempre inmanente: la vertical celeste se reclina sobre la horizontal del plano de pensamiento siguiendo una espiral. Pensar implica aquí una proyección de lo trascendente sobre el plano de inmanencia. La trascendencia puede estar totalmente «vacía» en sí misma, se va llenando a medida que se inclina y cruza niveles diferentes jerarquizados que se proyectan juntos sobre una región del plano, es decir sobre un aspecto que corresponde a un movimiento infinito. Y lo mismo sucede en este aspecto cuando la trascendencia invade lo absoluto, o cuando un monoteísmo sustituye a la unidad imperial: el Dios trascendente permanecería vacío, o por lo menos «absconditus», si no se proyectara sobre el plano de inmanencia de la creación en el que traza las etapas de su teofanía. En todos estos casos, unidad imperial o imperio espiritual, la trascendencia que se proyecta sobre el plano de inmanencia lo cubre o lo llena de Figuras. Se trata de una sabiduría, o de una religión, da igual. únicamente desde este punto de vista cabe establecer similitudes entre los hexagramas chinos, los mandalas hindús, los sefirot judíos, las «imaginales» (imaginaux) islámicas, los iconos cristianos: pensar por figuras. Los hexagramas son combinaciones de trazos continuos y discontinuos que derivan unos de otros según los niveles de una espiral que representa el conjunto de los momentos bajo los cuales lo trascendente se inclina. El mandala es una proyección sobre una superficie que hace corresponder unos niveles divino, cósmico, político, arquitectónico, orgánico, con
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otros tantos valores de una misma trascendencia. Por este mojo la figura posee una referencia, que es una referencia plurívoca y circular. No se define ciertamente por una similitud exterior, que sigue prohibida, sino por una tensión interna que la relaciona con lo trascendente sobre el plano de inmanencia del pensamiento. Resumiendo, la figura es esencialmente paradigmática, proyectiva, jerárquica, referencial (las artes y las ciencias mbién erigen poderosas figuras, pero lo que las diferencia de ialquier religión es que no persiguen esa similitud prohibida, no que emancipan tal o cual nivel para convertirlo en nuevos anos de pensamiento sobre los cuales las referencias y las proyecciones, como veremos, cambian de naturaleza).
Anteriormente, para resumir, decíamos que los griegos habían inventado un plano de inmanencia absoluto. Pero la originalidad de los griegos hay que buscarla más bien en la relación de lo relativo y lo absoluto. Cuando la desterritorialización relativa es en sí misma horizontal, inmanente, se conjuga con la desrritorialización absoluta del plano de inmanencia que lleva al infinito, que impulsa a lo absoluto los movimientos de la primera transformándolos (el medio, el amigo, la opinión). La inmanencia se duplica. Entonces ya no se piensa por figuras sino por conceptos. El concepto es lo que llena el plano de inmanencia. Ya no hay proyección en una figura, sino conexión en el concepto. Por este motivo el propio concepto abandona cualquier referencia para no conservar más que unas conjugaciones y unas conexiones que constituyen su consistencia. El concepto no tiene más regla que la vecindad, interna o externa. Su vecindad o consistencia interna está garantizada por la conexión de sus componentes en zonas de indiscernibilidad; su vecindad externa o exoconsistencia está garantizada por los puentes que van de un concepto a otro cuando los componentes de uno están saturaos. Y eso es efectivamente lo que significa la creación de los conceptos: conectar componentes interiores inseparables hasta su cierre o saturación de tal modo que no se pueda añadir o quitar ningún componente sin cambiar el concepto; conectar el concepto con otro, de tal modo que otras conexiones cambiarían la naturaleza de ambos. La plurivocidad del concepto depende únicamente de la vecindad (un concepto puede tener varias). Los
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conceptos son como colores uniformes sin niveles, como ordenadas sin jerarquía. De ahí resulta la importancia en filosofía de las preguntas: ¿qué meter en un concepto y con qué cometerlo? ¿Qué concepto hay que poner junto a éste, y qué componentes en cada cual? Estas son las preguntas de la creación de conceptos. Los presocráticos tratan a los elementos físicos como a conceptos: los toman por sí mismos independientemente de cualquier referencia, y buscan únicamente las reglas adecuadas de vecindad entre ellos y en sus componentes eventuales. El que sus respuestas varíen se debe a que no componen estos conceptos elementales de la misma manera, hacia adentro y hacia afuera. El concepto no es paradigmático, sino sintagmático; no es proyectivo, sino conectivo; no es jerárquico, sino vecinal; no es referente, sino consistente. Resulta obligado entonces que la filosofía, la ciencia y el arte dejen de organizarse como los niveles de una misma proyección, y que ni siquiera se diferencien a partir de una matriz común, sino que se planteen o se reconstituyan inmediatamente dentro de una independencia respectiva, una división del trabajo que suscita entre ellos relaciones de conexión.
¿Hay que deducir de ello una oposición radical entre las figuras y los conceptos? La mayoría de las tentativas de delimitar sus diferencias expresan tan sólo valoraciones subjetivas que se limitan a desvalorizar uno de los términos: unas veces se confiere a los conceptos el prestigio de la razón, mientras se relegan las figuras a la oscuridad de lo irracional y a sus símbolos; otras se otorga a las figuras los privilegios de la vida espiritual, mientras se relegan los conceptos a los movimientos artificiales de un entendimiento muerto. Y sin embargo surgen perturbadoras afinidades, sobre un plano de inmanencia que parece común a ambos.’
1. Algunos autores retoman en la actualidad sobre bases nuevas la cuestión propiamente filosófica, liberándose de los estereotipos hegelianos o heideggerianos: respecto a una filosofía judía, cf. las investigaciones de Lévinas y en torno a Lévinas (Les cahiers de la nuit surveillée, n°. 3, 1984); respecto a una filosofía islámica, en función de las investigaciones de Corbin, cf. Jambet (La logique des Orientaux, Ed. du Seuil) y Lardreau (Discours philosophique et discours spirituel, Ed. du Seuil); respecto a una filosofía hindú, en función de Masson-Oursel, cf. la aproximación de Roger-Pol Droit (L’oubli de l’Inde, P.U.F.); respecto a una filosofía china, las publicaciones de François Cheng (Vide et plein, Ed. du Scull), y de François Jullien (Procés ou création, Ed. du
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El pensamiento chino inscribe sobre el plano, en una especie de ida y vuelta, los movimientos diagramáticos de un pensamiento-Naturaleza, yin y yang, y los hexagramas son las intersecciones del plano, las ordenadas intensivas de estos movimientos infinitos, con sus componentes en trazos continuos y discontinuos. Pero correspondencias de esta índole no excluyen una frontera, incluso difícil de percibir. Resulta que las figuras son proyecciones sobre el plano, que implican algo vertical o trascendente; los conceptos por el contrario sólo implican vecindades y conexiones sobre el horizonte. Ciertamente, lo trascendente produce por proyección una «absolutización de la inmanencia», como ponía ya de manifiesto François Jullien en lo que al pensamiento chino se refiere. Pero la inmanencia de lo absoluto que reivindica la filosofía es completamente distinta. Lo único que podemos decir es que las figuras tienden hacia los conceptos hasta el punto de que se aproximan infinitamente a ellos. El cristianismo de los siglos XV a XVII convierte la impresa en el envoltorio de un «concetto», pero el concetto todavía no ha adquirido consistencia y depende de cómo ha sido representado o incluso disimulado. La pregunta que se repite periódicamente: «existe una filosofía cristiana?» significa: ¿es el cristianismo capaz de crear conceptos propios? ¿La fe, la angustia, la culpa, la libertad…? Ya lo hemos visto en Pascal o en Kierkegaard: tal vez la fe no se vuelve un concepto verdadero hasta que se convierte en fe en este mundo, y se conecta en vez de proyectarse. Tal vez el pensamiento cristiano sólo produce conceptos a través de su ateísmo, a través del ateísmo que segrega en mayor medida que cualquier otra religión. Para los filósofos, el ateísmo no es ningún problema, la muerte de Dios tampoco, los problemas no empiezan hasta después, cuando se llega al ateísmo del concepto. Resulta sorprendente que tantos filósofos se tomen todavía trágicamente la muerte de Dios. El ateísmo no es un drama, sino la serenidad del filósofo y el capital acumulado de la filosofía. Siempre cabe deducir algún ateísmo de la religión. Tal cosa ya era cierta en
Seuil); respecto a una filosofía japonesa, cf. René de Ceccaty y Nakamura (Mille ans de litiérature japonaise, y la traducción comentada del monje Dôgen, Ed. de la Différence).
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el caso del pensamiento judío: impulsa sus figuras hasta el concepto, pero no lo alcanza hasta Spinoza el ateo. Y si resulta que las figuras tienden de este modo hacia el concepto, lo contrario resulta igualmente cierto, y los conceptos filosóficos reproducen figuras cada vez que la inmanencia es atribuida a algo, objetividad de contemplación, objeto de reflexión, intersubjetividad de comunicación: las ((tres» figuras de la filosofía. Queda, no obstante, todavía por constatar que las religiones sólo llegan al concepto cuando reniegan de sí, de igual modo que las filosofías sólo llegan a la figura cuando se traicionan. Entre las figuras y los conceptos existe una diferencia de naturaleza, pero también todas las diferencias de grado posibles.
¿Cabe hablar de una «filosofía» china, hindú, judía, islámica? Sí, en la medida que pensar se hace sobre un plano de inmanencia en el que pueden morar tanto figuras como conceptos. Este plano de inmanencia, sin embargo, no es exactamente filosófico, sino pre-filosófico. Es tributario de lo que mora en él, y que actúa sobre él, de tal modo que sólo se vuelve filosófico bajo el efecto del concepto: supuesto por la filosofía, aunque no obstante instaurado por ella, se desarrolla dentro de una relación filosófica con la no-filosofía. En el caso de las figuras, por el contrario, lo pre-filosófico pone de manifiesto que el plano de inmanencia en sí mismo no tenía como destino inevitable una creación de concepto o una formación filosófica, sino que podía desarrollarse en unas sabidurías y unas religiones siguiendo una bifurcación que conjuraba de antemano la filosofía desde la perspectiva de su propia posibilidad. Lo que negamos es que la filosofía presente una necesidad interna, o bien en sí misma, o bien en los griegos (y la ocurrencia de un milagro griego no representaría más que otro aspecto de esta seudonecesidad). Y sin embargo la filosofía fue algo griego, aunque traída por gentes que venían de fuera. Para que la filosofía naciera, fue necesario un encuentro entre el medio griego y el plano de inmanencia del pensamiento. Fue necesaria la conjunción de dos movimientos de desterritorialización muy diferentes, el relativo y el absoluto, cuando el primero ejercía ya una acción en la inmanencia. Fue necesario que la desterritorialización absoluta del plano del pensamiento se ajustara o se conectara directamente con la desterritorialización relativa de
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la sociedad griega. Fue necesario el encuentro del amigo y el pensamiento. Resumiendo, existe efectivamente una razón de la filosofía, pero se trata de una razón sintética, y contingente, un encuentro, una conjunción. No es insuficiente por sí misma, sino contingente en sí misma. Incluso en el concepto, la razón depende de una conexión de los componentes, que podría haber sido distinta, con vecindades distintas. El principio de razón tal y como se presenta en filosofía es un principio de razón contingente, y se formula así: sólo hay buena razón cuando es contingente, y no hay más historia universal que la de la contingencia.
EJEMPLO VII
Resulta vano tratar de buscar, como Hegel o Heidegger, una razón analítica y necesaria que vincule la filosofía a Grecia. Porque los griegos son hombres libres, son ellos los primeros en aprehender el Objeto en una relación con el sujeto: tal será el concepto, según Hegel. Pero, porque el objeto sigue siendo contemplado como «bello», sin que su relación con el sujeto sea aún determinada, hay que esperar a las etapas siguientes para que esta relación sea reflexionada en sí misma, y después puesta en movimiento o comunicada. No obstante los griegos inventaron la primera etapa a partir de la cual todo se desarrolla interiormente al concepto. Oriente pensaba, sin duda, pero pensaba el objeto en sí como abstracción pura, la universalidad vacía idéntica a la mera particularidad: le faltaba la relación con el sujeto en tanto que universalidad concreta o en tanto que individualidad universal. Oriente ignora el concepto, porque se limita a hacer que coexista el vacío más abstracto y el estar más trivial, sin mediación de ningún tipo. No se vislumbra sin embargo demasiado bien lo que distingue la etapa ante-filosófica de Oriente y la etapa filosófica de Grecia, puesto que el pensamiento griego no es consciente de la relación con el sujeto que supone sin saber todavía reflexionarla.
Así pues, Heidegger desplaza el problema, y sitúa el concepto en la diferencia entre el Ser y el ente más que entre la del sujeto y el objeto. Considera al griego como al autóctono antes que como al ciudadano libre (y toda la reflexión de Heidegger sobre el Ser y el ente se aproxima a la Tierra y al territorio, como evidencian los temas construir, morar): lo propio del griego es habitar el Ser, y tener de él la palabra. Desterritorializado, el griego se reterritorializa en
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su propia lengua y en su tesoro lingüístico, el verbo ser. De este modo, pues, Oriente no está antes que la filosofía, sino al lado, porque piensa, pero no piensa el Ser.’ Y la propia filosofía pasa menos por grados del sujeto y del objeto, evoluciona menos de lo que frecuenta una estructura del Ser. Los griegos de Heidegger no consiguen «articular» su relación con el Ser; los de Hegel no conseguían reflejar su relación con el sujeto. Pero Heidegger no se plantea ir más lejos que los griegos; basta con retomar su movimiento en una repetición que vuelve a empezar, iniciadora. Resulta que el Ser en función de su estructura se desvía incesantemente cuando se vuelve, y que la historia del Ser o la de la Tierra es la de su desviación, su desterritorialización dentro del desarrollo técnico-mundial de la civilización occidental iniciada por los griegos y reterritorializada sobre el nacionalsocialismo… Lo que sigue siendo común a Hegel y a Heidegger es haber concebido la relación de Grecia y la filosofía como un origen, y por ende como el punto de partida de una historia interior de Occidente, de tal modo que la filosofía se confunde necesariamente con su propia historia. No obstante haberse aproximado mucho, Heidegger traiciona el movimiento de la desterritorialización, porque lo fija de una vez y para siempre entre el ser y el ente, entre el territorio griego y la Tierra occidental a la que los griegos habrían nombrado Ser.
Hegel y Heidegger siguen siendo historicistas, en la medida en que plantean la historia como una forma de interioridad en la que el concepto desarrolla o revela necesariamente su destino. La necesidad descansa sobre la abstracción del elemento histórico que se ha vuelto circular. Cuesta comprender entonces la creación imprevisible de los conceptos. La filosofía es una geofilosofía, exactamente como la historia es una geohistoria desde la perspectiva de Braudel. ¿Por qué la filosofía en Grecia en un momento dado? Sucede lo mismo con el capitalismo según Braudel: ¿por qué el capitalismo en unos lugares y en unos momentos determinados, por qué en China en un momento distinto puesto que ya concurrían tantos componentes? La geografía no se limita
1. Cf. Jean Beaufret: «La fuente está en todas partes, indeterminada, tanto china, como árabe o india… Pero resulta que exista el episodio griego, los griegos tuvieron el extraño privilegio de nombrar la fuente ser…,> (Éthernté, n.° 1, 1985.)
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a proporcionar a la forma histórica una materia y unos lugares variables. No sólo es física y humana, sino mental, como el paisaje. Desvincula la historia del culto de la necesidad para hacer valer la irreductibilidad de la contingencia. La desvincula del culto de los orígenes para afirmar el poder de un «medio» (lo que la filosofía encuentra en Grecia, decía Nietzsche, no es un origen, sino un medio, un ambiente, una atmósfera ambiente: el filósofo deja de ser una corneta…). La desvincula de las estructuras para trazar las líneas de fuga que pasan por el mundo griego a través del Mediterráneo. Finalmente desvincula la historia de sí misma, para descubrir los devenires, que no son historia aunque reviertan nuevamente a ella: la historia de la filosofía en Grecia no debe ocultar que los griegos, cada vez, tienen que devenir primero filósofos, tanto como los filósofos tienen que devenir griegos. El «devenir» no es de la historia; todavía hoy la historia designa únicamente el conjunto de condiciones, por muy recientes que éstas sean, de las que uno se desvía para devenir, es decir para crear algo nuevo. Los griegos lo hicieron, pero no hay desviación que valga de una vez y para siempre. No se puede reducir la filosofía a su propia historia, porque la filosofía se desvincula de esta historia incesantemente para crear conceptos nuevos que revierten nuevamente a la historia pero no proceden de ella. ¿Cómo iba a proceder algo de la historia? Sin la historia, el devenir permanecería indeterminado, incondicionado, pero el devenir no es histórico. Los tipos psicosociales pertenecen a la historia, pero los personajes conceptuales pertenecen al devenir. El propio acontecimiento tiene necesidad del devenir como de un elemento no histórico. El elemento no histórico, dice Nietzsche, «se asemeja a una atmósfera ambiente en la que sólo puede engendrarse la vida, que desaparece de nuevo cuando esta atmósfera se aniquila». Es como un momento de gracia, y «adónde existen actos que el hombre haya sido capaz de llevar a cabo sin haberse arropado previamente en esta nebulosa no histórica?».1 Si la filosofía surge en Grecia, es más en función de una contingencia
1. Nietzsche, Considérations intempestives, «De l’utilité et des ineonvénients des études historiques», párrafo 1. Sobre el filósofo-corneta y el «medio,> que encuentra en Grecia, La naissance de la philosophie, Gallimard, pág. 37.
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que de una necesidad, más de un ambiente o de un medio que de un origen, más de un devenir que de una historia, de una geografía más que de una historiografía, de una gracia más que de una naturaleza.
¿Por qué sobrevive la filosofía a Grecia? No se puede decir que el capitalismo a través de la Edad Media sea la continuación de la ciudad griega (incluso las formas comerciales difícilmente resultan comparables). Pero, en función de unas razones siempre contingentes, el capitalismo arrastra a Europa a una fantástica desterritorialización relativa que remite en primer lugar a unas urbes-ciudades, y que también procede por inmanencia. Las producciones territoriales remiten a una forma común inmanente capaz de recorrer los mares: la «riqueza en general», el «trabajo a secas», y el encuentro de ambos en tanto que mercancía. Marx construye exactamente un concepto de capitalismo determinando los dos componentes principales, mero trabajo y riqueza pura, con su zona de indiscernibilidad cuando la riqueza compra el trabajo. ¿Por qué el capitalismo en Occidente antes que en China en el siglo III, o incluso en el siglo viii?1 Porque Occidente va prosperando y ajustando poco a poco estos componentes, mientras que Oriente les impide madurar. Únicamente Occidente extiende y propaga sus centros de inmanencia. El terreno social ya no remite, como en los imperios, a una linde exterior que lo limita por arriba, sino a unas lindes interiores inmanentes que se desplazan sin cesar agrandando el sistema, y que se reconstituyen desplazándose. Los obstáculos externos ya tan sólo son tecnológicos, y únicamente sobreviven las rivalidades internas. Mercado mundial que se extiende hasta los confines de la tierra, antes de pasar a la galaxia: hasta los cielos se vuelven horizontales. No se trata de una continuación de la tentativa griega, sino de una reanudación a una escala hasta entonces desconocida, bajo otra forma
1. Cf. Balazs, La bureaucratic céleste, Gall imard, cap. XIII. (Hay versión española: La burocracia celeste, Barcelona: Barral Editores, 1974.)
2. Marx, El capital, III, 3, conclusiones: «La producción capitalista tiende sin descanso a superar aquellos límites que le son inmanentes, pero sólo lo consigue recurriendo a unos medios que, nuevamente, y a una escala más imponente, levantan ante ella las mismas barreras. La verdadera barrera de la producción capitalista es el propio capital…»
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y con otros medios, que reaviva no obstante la combinación cuya iniciativa tuvieron los griegos, el imperialismo democrático, la democracia colonizadora. De este modo, pueden los europeos considerarse no como un tipo psicosocial más entre los demás, sino como el Hombre por antonomasia, tal y como hicieran ya los griegos, pero con una fuerza expansiva y una voluntad misionera mucho mayores que los griegos. Husserl decía que los pueblos, incluso en su hostilidad, se agrupan por tipos que poseen un «hogar» territorial y un parentesco familiar, como los pueblos de la India; pero únicamente Europa, a pesar de la rivalidad que existe entre sus naciones, sería capaz de proponer, a sí misma y a los demás pueblos, «una incitación a europeizarse siempre más», de tal modo que es la humanidad en su conjunto la que acaba por asemejarse a sí misma en este Occidente, como hiciera antaño en Grecia.’ No obstante, resulta difícil de creer que la explicación de este privilegio de un sujeto trascendental propiamente europeo se halle en el auge «de la filosofía y de las ciencias coincluidas». Es preciso que el movimiento infinito del pensamiento, lo que Husserl llama Telos, entre en conjunción con el gran movimiento relativo del capital que incesantemente se desterritorializa para asegurar el poderío de Europa sobre todos los demás pueblos y su reterritorialización en Europa. El vínculo de la filosofía moderna con el capitalismo es por lo tanto de la misma índole que el que une la filosofía de la antigüedad con Grecia: la conexión de un plano de inmanencia absoluto con un medio social relativo que también procede por inmanencia. Lo que va de Grecia a Europa a través del cristianismo no es una continuidad necesaria, desde el punto de vista del desarrollo de la filosofía: es el recomienzo contingente de un mismo proceso contingente, con otros datos.
La inmensa desterritorialización relativa del capitalismo mundial necesita reterritorializarse en el Estado nacional moderno, que encuentra una resolución en la democracia, nueva sociedad de «hermanos», versión capitalista de la sociedad de los amigos. Como pone de manifiesto Braudel, el capitalismo partió de las ur-
1. Husserl, La crise des sciences européennes.., Gallimard, págs. 353-355 (cf. los comentarios de R.-P. Droit, L’oubli de l’Inde, págs. 203-204). (Hay versión española: La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, Barcelona: Crítica, 1991.)
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bes-ciudades, pero éstas llevaban hasta tal extremo la desterritorialización, que se hizo necesaria que los Estados modernos inmanentes moderaran su insensatez, les dieran alcance y las tomaran para efectuar las reterritorializaciones ineludibles en tanto que nuevos límites internos. El capitalismo reactiva el mundo griego sobre estas bases económicas, políticas y sociales. Se trata de la nueva Atenas. El hombre del capitalismo no es Robinson, sino Ulises, el plebeyo astuto, el hombre medio cualquiera que vive en las grandes urbes, Proletario autóctono o Emigrante foráneo que se lanza en el movimiento infinito: la revolución. No es un grito sino dos los que atraviesan el capitalismo y se precipitan hacia la misma decepción: Emigrantes de todos los países, uníos… Proletarios de todos los países… En los dos extremos de Occidente, América y Rusia, el pragmatismo y el socialismo representan el retorno de Ulises, la nueva sociedad de los hermanos o de los camaradas que recupera el sueño griego y reconstituye la «dignidad democrática».
En efecto, la conexión de la filosofía antigua con la ciudad griega, la conexión de la filosofía moderna con el capitalismo no son ideológicas, ni se limitan a impulsar hasta el infinito determinaciones históricas y sociales para extraer de ellas figuras espirituales. Puede ciertamente parecer tentador contemplar la filosofía como un comercio agradable del espíritu que encontraría en el concepto su mercancía propia, o más bien su valor de cambio desde la perspectiva de una sociabilidad desinteresada nutrida de conversación democrática occidental, capaz de suscitar un consenso de opinión, y de proporcionar una ¿tica a la comunicación igual que el arte le proporcionaría una estética. Si a algo semejante se lo llama filosofía, se comprende que la mercadotecnia se apodere del concepto, y que el publicista se presente como el conceptor por antonomasia, poeta y pensador: lo lamentable no estriba en esta apropiación desvergonzada, sino en primer lugar en el concepto de la filosofía que la ha vuelto posible. Salvando todas las proporciones, los griegos pasaron por vergüenzas semejantes
1. Braudel, Civilisation matérielle et capitalisme, Ed. Armand Cohn, I,
págs. 391-400. (Hay versión española: Civilización material, economía y capitalismo, siglos xv-xwii, Madrid: Alianza, 1974.)
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con determinados sofistas. Pero, para la propia salvación de la filosofía moderna, ésta es tan poco amiga del capitalismo como lo era la filosofía antigua de la ciudad. La filosofía lleva a lo absoluto la desterritorialización relativa del capital, lo hace pasar por el plano de inmanencia en tanto que movimiento de lo infinito, o lo suprime en tanto que límite interior, lo vuelve contra sí, para apelar a una tierra nueva, a un pueblo nuevo. Pero alcanza de este modo la forma no proposicional del concepto en la que se desvanecen la comunicación, el intercambio, el consenso y la opinión. Está por lo tanto más cerca de lo que Adorno llamaba «dialéctica negativa», y de lo que la Escuela de Frankfurt designaba como «utopía». Efectivamente, la utopía es la que realiza la conexión de la filosofía con su época, capitalismo europeo, pero también ya ciudad griega. Cada vez, es con la utopía con lo que la filosofía se vuelve política, y lleva a su máximo extremo la crítica de su época. La utopía no se separa del movimiento infinito: designa etimológicamente la desterritorialización absoluta, pero siempre en el punto crítico en el que ésta se conecta con el medio relativo presente, y sobre todo con las fuerzas sofocadas en este medio. La palabra que emplea el utopista Samuel Butler, «Erewhon», no sólo remite a «No-where», o Ninguna parte, sino a «Now-here», aquí y ahora. Lo que cuenta no es la supuesta diferenciación entre un socialismo utópico y un socialismo científico, sino más bien los diversos tipos de utopía, siendo la revolución uno de estos tipos. Siempre existe en la utopía (como en la filosofía) el riesgo de una restauración de la trascendencia, y a veces su afirmación orgullosa, con lo que hay que distinguir entre las utopías autoritarias, o de trascendencia, y las utopías libertarias, revolucionarias, inmanentes.1 Pero precisamente decir que la revolución es en sí misma una utopía de inmanencia no significa decir que sea un sueño, algo que no se realiza o que sólo se realiza traicionándose. Al contrario, significa plantear la revolución como plano de inmanencia, movimiento infinito, sobrevuelo absoluto, pero en la medida en que es-
1. Sobre estos tipos de utopías, cf. Ernst Bloch, Le principe d’éspérance,
Galhimard, II. Y los comentarios de René Schérer sobre la utopía de Fourier en relación con el movimiento, Pan sur l’imposs ib/e, Presses universitaires de Vincennes. (Hay versión española: El principio de esperanza, Madrid: Aguilar, 1977.)
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tos rasgos se conectan con lo que hay de real aquí y ahora en la lucha contra el capitalismo, y relanzan nuevas luchas cada vez que la anterior es traicionada. La palabra utopía designa por lo tanto esta conjunción de la filosofía o del concepto con el medio presente: filosofía política (tal vez sin embargo la utopía no sea la palabra más idónea, debido al sentido mutilado que le ha dado la opinión pública).
No es erróneo decir que la revolución «es culpa de los filósofos» (a pesar de que no son los filósofos los que la llevan adelante). Que las dos grandes revoluciones modernas, la americana y la soviética, hayan salido tan mal no es óbice para que el concepto prosiga su senda inmanente. Como ponía de manifiesto Kant, el concepto de revolución no reside en el modo en que ésta puede ser llevada adelante en un campo social necesariamente relativo, sino. en el «entusiasmo» con el que es pensada en un plano de inmanencia absoluto, como una presentación de lo infinito en el aquí y ahora, que no comporta nada racional o ni siquiera razonable.’ El concepto libera la inmanencia de todos los límites que el capital todavía le imponía (o que se imponía a sí misma bajo la forma del capital que se presentaba como algo trascendente). Dentro de este entusiasmo, no obstante, se trata menos de una separación del espectador y el actor que de una distinción en la propia acción entre los factores históricos y la «nebulosa no histórica», entre el estado de cosas y el acontecimiento. A título de concepto y como acontecimiento, la revolución es autorreferencial o goza de una autoposición que se deja aprehender en un entusiasmo inmanente sin que nada en los estados de cosas o en la vivencia pueda debilitarla, ni las decepciones de la razón. La revolución es la desterritorialización absoluta en el punto mismo en el que ésta apela a la tierra nueva, al pueblo nuevo.
La desterritorializacjón absoluta no se efectúa sin una reterritorialización. La filosofía se reterritorializa en el concepto. El concepto no es objeto, sino territorio. No tiene un Objeto, sino un territorio. Precisamente, en calidad de tal, posee una forma pre-
1. Kant, Le conflit des facultes, II, párrafo 6 (este texto ha recobrado toda su importancia en la actualidad a través de los comentarios absolutamente diferentes entre sí de Foucault, Habermas y Lyotard).
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térita, presente y tal vez futura. La filosofía moderna se reterritorializa en Grecia en tanto que forma de su propio pasado. Quienes más han vivido la relación con Grecia como una relación personal son sobre todo los filósofos alemanes. Pero, precisamente, se sentían como el reverso o lo contrario de los griegos, la inversa simétrica: los griegos en efecto dominaban el plano de inmanencia que construían desbordantes de entusiasmo y arrebatados, pero tenían que buscar con qué conceptos llenarlo, para no caer de nuevo en las figuras de Oriente; mientras que nosotros tenemos conceptos, creemos tenerlos, tras tantos siglos de pensamiento occidental, pero no sabemos muy bien dónde ponerlos, porque carecemos de auténtico plano, debido a lo distraídos que estamos por la trascendencia cristiana. Resumiendo, en su forma pretérita, el concepto es lo que todavía no estaba. Nosotros, actualmente, tenemos los conceptos, pero los griegos todavía no los tenían; ellos tenían el plano, que nosotros ya no tenemos. Por este motivo los griegos de Platón contemplan el concepto como algo que está todavía muy lejos y muy arriba, mientras que nosotros tenemos el concepto, lo tenemos en la mente de forma innata, basta con reflexionar. Es lo que Hölderlin expresaba tan profundamente: lo «natal» de los griegos es nuestro «ajeno», lo que tenemos que adquirir, mientras que por el contrario nuestro natal los griegos tenían que adquirirlo como su ajeno.’ O bien Schelling los griegos vivían y pensaban en la Naturaleza, pero dejaban el Espíritu en los «misterios», mientras que nosotros vivimos, sentimos y pensamos en el Espíritu, en la reflexión, pero dejamos la Naturaleza en un profundo misterio alquímico que no cesamos de profanar. El autóctono y el foráneo ya no se separan como dos personajes diferenciados, sino que se re-
1. Hölderlin: los griegos poseen el gran Plano pánico, que comparten con Oriente, pero tienen que adquirir el concepto o la composición orgánica occidental; «en nuestro caso, sucede lo contrario» (carta a Bolhendorf, 4 de diciembre de 1801, y los comentarios de Jean Beaufret en Hölderlin, Remarques sur Oedzpe, Ed. 10-18, págs. 8-11; [hay versión española en Ensayos: «Notas sobre Edipo y Antígona», Madrid: Hiperión, 1983] cf. también Philippe Lacoue-Labarthe, L’zmstation des modernes, Ed. Galilée). Incluso el texto famoso de Renan sobre el «milagro)> griego tiene un movimiento complejo análogo: lo que los griegos tenían por naturaleza, nosotros sólo podemos recobrarlo a través de la reflexión, afrontando un olvido y fastidio fundamentales: ya no somos griegos, somos bretones (Souvenirs d’enfance et de jeunesse).
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parten como un único y mismo personaje doble que se desdobla a su vez en dos versiones, presente y pretérita: lo que era autóctono se vuelve foráneo, lo que era foráneo se vuelve autóctono. Hölderlin apela con todas sus fuerzas a una «sociedad de amigos» como condición del pensamiento, pero es como si esta sociedad hubiese atravesado una catástrofe que cambiase la naturaleza de la amistad. Nos reterritorializamos en los griegos, pero en función de lo que todavía no tenían ni eran, de tal modo que los reterritorializamos en nosotros mismos.
Así pues, la reterritorialización filosófica también tiene una forma presente. ¿Cabe decir que la filosofía se reterritorializa en el Estado democrático moderno y en los derechos del hombre? Pero, porque no existe ningún Estado democrático universal, este movimiento implica la particularidad de un Estado, de un derecho, o el espíritu de un pueblo capaz de expresar los derechos del hombre en «su» Estado, y de perfilar la sociedad moderna de los hermanos. Efectivamente, no sólo el filósofo tiene una nación, en tanto que hombre, sino que la filosofía se reterritorializa en el Estado nacional y en el espíritu del pueblo (las más de las veces en el Estado y en el pueblo del filósofo, pero no siempre). Así fundó Nietzsche la geofilosofía, tratando de determinar los caracteres de la filosofía francesa, inglesa y alemana. Pero ¿por qué únicamente tres países fueron colectivamente capaces de producir filosofía en el mundo capitalista? ¿Por qué no España, por qué no Italia? Italia en particular presentaba un conjunto de ciudades desterritorializadas y un poderío marítimo capaces de renovar las condiciones de un «milagro», y marcó el inicio de una filosofía inigualable, pero que abortó, y cuya herencia se transfirió más bien a Alemania (con Leibniz y Schelling). Tal vez se encontraba España demasiado sometida a la Iglesia, e Italia demasiado «próxima» de la Santa Sede; lo que espiritualmente salvó a Alemania y a Inglaterra fue tal vez la ruptura con el catolicismo, y a Francia el galicanismo… Italia y España carecían de un «medio» para la filosofía, con lo que sus pensadores seguían siendo unas «cometas», y además estos países estaban dispuestos a quemar a sus cometas. Italia y España fueron los dos países occidentales capaces de desarrollar con mucha fuerza el concettismo, es decir ese compromiso católico del concepto y de la figura, que poseía un
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gran valor estético pero disfrazaba la filosofía, la desviaba hacia una retórica e impedía una posesión plena del concepto.
La forma presente se expresa así: ¡tenemos los conceptos! Mientras que los griegos no los «tenían» todavía, y los contemplaban de lejos, o los presentían: de ahí deriva la diferencia entre la reminiscencia platónica y el innatismo cartesiano o el a priori kantiano. Pero la posesión del concepto no parece coincidir con la revolución, el Estado democrático y los derechos del hombre. Si bien es cierto que en América la influencia filosófica del pragmatismo, tan poco conocido en Francia, está en continuidad con la revolución democrática de la nueva sociedad de hermanos, no sucede lo mismo con la edad de oro de la filosofía francesa en el siglo XVII, ni con la de Inglaterra en el siglo xviii, ni con la de Alemania en el siglo xix. Pero esto tan sólo significa que la historia de los hombres y la historia de la filosofía no tienen el mismo ritmo. Y la filosofía francesa invoca ya una república de los espíritus y una capacidad de pensar como «lo más extendido» que acabará expresándose en un cogito revolucionario; Inglaterra no reflexionará sin cesar sobre su experiencia revolucionaria, y será la primera en preguntar por qué las revoluciones suelen acabar tan mal en los hechos, cuando tanto prometen en espíritu. Inglaterra, América y Francia se sienten como las tres tierras de los derechos del hombre. En lo que a Alemania respecta, nunca dejará por su lado de reflexionar sobre la Revolución francesa como lo que ella misma no puede hacer (carece de ciudades suficientemente desterritorializadas, soporta el peso de un entorno territorial, el Land). Pero se impone la tarea de pensar lo que no se puede hacer. En cada caso, la filosofía encuentra dónde reterritorializarse en el mundo moderno conforme al espíritu de un pueblo y a su concepción del derecho. Así pues, la historia de la filosofía está marcada por unos caracteres nacionales, o mejor dicho nacionalitarios, que son como «opiniones» filosóficas.
EJEMPLO VIII
Admitiendo que nosotros, hombres modernos, tenemos el concepto pero hemos perdido de vista el plano de inmanencia, el ca-
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rácter francés en filosofía propende a conformarse con esta situación sosteniendo los conceptos mediante un mero orden del conocimiento reflexivo, un orden de las razones, una «epistemología». Es como el recuento de las tierras habitables, civilizables, cognoscibles o conocidas, que se miden a partir de una «toma» de conciencia o cogito, aun cuando este cogito tiene que volverse prerreflexivo, y esta conciencia no tética, para cultivar las tierras más ingratas. Los franceses son como terratenientes cuya renta es el cogito. Siempre se han reterritorializado en la conciencia. Alemania, por el contrario, no renuncia a lo absoluto: utiliza la conciencia, pero como un medio de desterritorialización. Quiere reconquistar el plano de inmanencia griego, la tierra desconocida que siente ahora como su propia barbarie, su propia anarquía entregada a los nómadas desde la desaparición de los griegos.’ Así pues, hay que desbrozar y afirmar este suelo sin descanso, es decir fundar. Una rabia fundadora, conquistadora, inspira esta filosofía; lo que los griegos tenían mediante autoctonía, ella lo tendrá mediante conquista y fundación, hasta tal punto que volverá la inmanencia inmanente a algo, a su propio Acto de filosofar, a su propia subjetividad filosofante (el cogito adquiere por lo tanto un sentido completamente distinto, puesto que conquista y fija el suelo).
Desde este punto de vista, Inglaterra es la obsesión de Alemania, pues los ingleses son precisamente estos nómadas que tratan el plano de inmanencia como un suelo móvil y movedizo, un campo de experimentación radical, un mundo en archipiélago en el que se limitan a plantar sus tiendas, de isla en isla y en el mar. Los ingle-
1. El lector se remitirá a las líneas iniciales del prefacio de la primera edición de la Crítica de la razón pura: «El terreno en el que se libran los combates se llama la Metafísica… Al principio, bajo el reinado de los dogmáticos, su poder era despótico. Pero como su legislación todavía llevaba la impronta de la antigua barbarie, esta metafísica se sumió poco a poco, a raíz de guerras intestinas, en una total anarquía, y los escépticos, una especie de nómadas a quienes horroriza establecerse definitivamente en una tierra, rompían de tanto en tanto el vínculo social. Sin embargo, como felizmente eran poco numerosos, no pudieron impedir que sus adversarios siempre volvieran a tratar, aunque de hecho sin ningún plan concertado entre ellos de antemano, de restablecer este vínculo quebrado…» Y respecto a la isla de fundación, el importante texto de «La analítica de los principios», al principio del capítulo III. Las Críticas no implican únicamente una «historia», sino sobre todo una geografía de la Razón, según la cual se distingue un «campo», un «territorio>) y un «ámbito» del concepto (Crítica del juicio, introducción, párrafo 2). Jean-Clet Martin ha llevado a cabo un hermoso análisis de esta geografía de la Razón pura en Kant: Variations, de próxima publicación.
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ses nomadizan sobre la antigua tierra griega fracturada, fractalizada, extendida a todo el universo. Ni tan sólo cabe decir que posean los conceptos, como los franceses o los alemanes; pero los adquieren, sólo creen en lo adquirido. No porque todo provenga de los sentidos, sino porque se adquiere un concepto habitando, plantando la tienda, contrayendo una costumbre. En la trinidad Fundar-Construir-Habitar, los franceses construyen, y los alemanes fundan, pero los ingleses habitan. Les basta con una tienda. Tienen de la costumbre una concepción extraordinaria: se adquieren costumbres contemplando, y contrayendo lo que se contempla. La costumbre es creadora. La planta contempla el agua, la tierra, el nitrógeno, el carbono, los cloruros y los sulfatos, y los contrae para adquirir su propio concepto, y llenarse de él (enjoyment). El concepto es una costumbre adquirida contemplando los elementos de los que se procede (de ahí el carácter griego tan especial de la filosofía inglesa, su neoplatonismo empírico). Todos somos contemplaciones, por lo tanto costumbres. Yo es una costumbre. Donde hay concepto hay costumbre, y las costumbres se hacen y se deshacen en el plano de la inmanencia de la conciencia radical: son las «convenciones».’ Por este motivo la filosofía inglesa es una creación libre y salvaje de conceptos. Partiendo de una proposición determinada, ¿a qué convención remite, qué costumbre constituye su concepto? Esta es la pregunta del pragmatismo. El derecho inglés es consuetudinario o convencional, como el francés lo es contractual (sistema deductivo), y el alemán institucional (totalidad orgánica). Cuando la filosofía se reterritorializa en el Estado de derecho, el filósofo se vuelve profesor de filosofía, pero el alemán lo es por institución y fundamento, el francés por contrato, y el inglés sólo por convención.
Si no existe un Estado democrático universal, a pesar de los sueños de fundación de la filosofía alemana, es debido a que lo único que es universal en el capitalismo es el mercado. Por oposición a los imperios arcaicos que procedían a unas sobrecodificaciones trascendentes, el capitalismo funciona como una axiomática inmanente de flujos descodificados (flujos de dinero, de
1. Hume, Traité de la nature humaine, Ed. Aubier, II, pág. 608: «Dos hombres que reman en un bote lo hacen según un acuerdo o una convención, aunque jamás se hayan hecho promesa alguna.» (Hay versión española: Tratado de la naturaleza humana, Barcelona: Orbis, 1985.)
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trabajo, de productos…). Los Estados nacionales ya no son paradigmas de sobrecodificación, sino que constituyen los «modelos de realización» de esta axiomática inmanente. En una axiomática, los modelos no remiten a una trascendencia, al contrario. Es como si la desterritorialización de los Estados moderara la del capital, y proporcionara a éste las reterritorializaciones compensatorias. Ahora bien, los modelos de realización pueden ser muy variados (democráticos, dictatoriales, totalitarios…), pueden ser realmente heterogéneos, y no por ello son menos isomorfos en relación con el mercado mundial, en tanto que éste no sólo supone, sino que produce desigualdades de desarrollo determinantes. Debido a ello, como se ha destacado con frecuencia, los Estados democráticos están tan vinculados -y comprometidos- con los Estados dictatoriales que la defensa de los derechos del hombre tiene que pasar necesariamente por la crítica interna de toda democracia. Todo demócrata es también «el otro Tartufo» de Beaumarchais, el Tartufo humanitario como decía Péguy. Ciertamente, no hay motivo para considerar que ya no podemos pensar después de Auschwitz, y que todos somos responsables del nazismo, en una culpabilidad enfermiza que sólo afectaría por lo demás a las víctimas. Primo Levi dice: no conseguirán que tomemos a las víctimas por verdugos. Pero lo que el nazismo y los campos nos inspiran, dice, es mucho más o mucho menos: «la vergüenza de ser un hombre» (porque hasta los supervivientes tuvieron que pactar, que comprometerse …).1 No son sólo nuestros Estados, es cada uno de nosotros, cada demócrata, quien resulta no responsable del nazismo, sino mancillado por él. Se produce una catástrofe en efecto, pero la catástrofe consiste precisamente en que la sociedad de los hermanos o de los amigos ha atravesado una prueba de tal calibre que éstos ya no pueden mirarse unos a otros, o cada cual a sí mismo, sin una «fatiga», tal vez una desconfianza, que se convierten en movimien-
1. Lo que Primo Levi describe de este modo es un sentimiento «compuesto»: vergüenza de que hombres hayan podido hacer aquello, vergüenza de que no hayamos podido impedirlo, vergüenza de haber sobrevivido a ello, vergüenza de haber sido envilecido o disminuido. Ver Les naufragés et les rescapés, Gallimard (y, sobre «la zona gris», de contornos mal definidos que separa y vincula a la vez los dos campos de los amos y los esclavos…, pág. 42). (Hay versión española: Los hundidos y los salvados, Barcelona: Muchnik Editores, 1988.)
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tos infinitos del pensamiento que no suprimen la amistad pero le dan su tono moderno, y sustituyen la mera «rivalidad» de los griegos. Ya no somos griegos, y la amistad ya no es la misma: Blanchot, Mascolo han vislumbrado la importancia de esta mutación para el propio pensamiento.
Los derechos del hombre son axiomas: pueden coexistir con muchos más axiomas en el mercado -particularmente en lo que a la seguridad de la propiedad se refiere- que los ignoran o los dejan en suspenso mucho más aún de lo que los contradicen: «la mezcla impura o la vecindad impura», decía Nietzsche. >Quién puede mantener y gestionar la miseria, y la desterritorialización-reterritorialización del chabolismo, salvo unas policías y unos ejércitos poderosos que coexisten con las democracias? ¿Qué socialdemocracia no ha dado la orden de disparar cuando la miseria sale de su territorio o gueto? Los derechos no salvan a los hombres, ni a una filosofía que se reterritorializa en el Estado democrático. Y mucha ingenuidad, o mucha perfidia, precisa una filosofía de la comunicación que pretende restaurar la sociedad de los amigos o incluso de los sabios formando una opinión universal como «consenso» capaz de moralizar las naciones, los Estados y el mercado.’ Nada dicen los derechos del hombre sobre los modos de existencia inmanentes del hombre provisto de derechos. Y la vergüenza de ser un hombre no sólo la experimentamos en las situaciones extremas descritas por Primo Levi, sino en condiciones insignificantes, ante la vileza y la vulgaridad de la existencia que acecha a las democracias, ante la propagación de estos modos de existencia y de pensamiento-para-el-mercado, ante los valores, los ideales y las opiniones de nuestra época. La ignominia de las posibilidades de vida que se nos ofrecen surge de dentro. No nos sentimos ajenos a nuestra época, por el contrario contraemos continuamente con ella compromisos vergonzosos. Este sentimiento de vergüenza es uno de los temas más poderosos de la filosofía. No somos responsables de las víctimas, sino ante las víctimas. Y no queda más remedio que hacer
1. Sobre la crítica de la «opinión democrática», su modelo americano y las mistificaciones de los derechos del hombre o del Estado de derecho internacional, uno de los análisis más penetrantes es el de Michel Butel, L’Autre journal, n.° 10, marzo de 1991, págs. 21-25.
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el animal (gruñir, escarbar, reír sarcásticamente, convulsionarse) para librarse de lo abyecto: el propio pensamiento está a veces más cerca de un animal moribundo que de un hombre vivo, incluso demócrata.
Aunque la filosofía se reterritorialice en el concepto, no por ello halla su condición en la forma presente del Estado democrático, o en un cogito de comunicación más dudoso aún que el cogito de reflexión. No carecemos de comunicación, por el contrario nos sobra, carecemos de creación. Carecemos de resistencia al presente. La creación de conceptos apela en sí misma a una forma futura, pide una tierra nueva y un pueblo que no existe todavía. La europeización no constituye un devenir, constituye únicamente la historia del capitalismo que impide el devenir de los pueblos sometidos. El arte y la filosofía se unen en este punto, la constitución de una tierra y de un pueblo que faltan, en tanto que correlato de la creación. No son los autores populistas sino los más aristocráticos los que reclaman este futuro. Este pueblo y esta tierra no se encontrarán en nuestras democracias. Las democracias son mayorías, pero un devenir es por naturaleza lo que se sustrae siempre a la mayoría. La posición de muchos autores respecto a la democracia es compleja, ambigua. El caso Heidegger ha complicado más las cosas: ha hecho falta que un gran filósofo se reterritorializara efectivamente en el nazismo para que los comentarios más sorprendentes se opongan, ora para poner en tela de juicio su filosofía, ora para absolverle en nombre de unos argumentos tan complicados y rebuscados que uno se queda dubitativo. No siempre es fácil ser heideggeriano. Se comprendería mejor que un gran pintor, un gran músico se sumieran de este modo en la ignominia (pero precisamente no lo hicieron). Tenía que ser un filósofo, como si la ignominia tuviera que entrar en la filosofía misma. Pretendió alcanzar a los griegos a través de los alemanes en el peor momento de su historia: ¿hay algo peor, decía Nietzsche, que encontrarse ante un alemán cuando se esperaba a un griego? ¿Cómo no iban los conceptos (de Heidegger) a estar intrínsecamente mancillados por una reterritorialización abyecta? Salvo que todos los conceptos no comporten esta zona gris y de indiscernibilidad en la que los luchadores se enredan durante unos instantes en el suelo, y en la que
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la mirada cansada del pensador confunde a uno con otro: no sólo confunde al alemán con un griego, sino a un fascista con un creador de existencia y de libertad. Heidegger se perdió por las sendas de la reterritorialización, pues se trata de caminos sin balizas ni parapetos. Tal vez aquel estricto profesor estuviera más loco de lo que parecía. Se equivocó de pueblo, de tierra, de sangre. Pues la raza llamada por el arte o la filosofía no es la que se pretende pura, sino una raza oprimida, bastarda, inferior, anárquica, nómada, irremediablemente menor, aquellos a los que Kant excluía de los caminos de la nueva Crítica… Artaud decía: escribir para los analfabetos, hablar para los afásicos, pensar para los acéfalos. ¿Pero qué significa «para»? No es «dirigido a…», ni siquiera «en lugar de…». Es «ante». Se trata de una cuestión de devenir. El pensador no es acéfalo, afásico o analfabeto, pero lo deviene. Deviene indio, no acaba de devenirlo, tal vez «para que» el indio que es indio devenga él mismo algo más y se libere de su agonía. Se piensa y se escribe para los mismísimos animales. Se deviene animal para que el animal también devenga otra cosa. La agonía de una rata o la ejecución de un ternero permanecen presentes en el pensamiento, no por piedad, sino como zona de intercambio entre el hombre y el animal en la que algo de uno pasa al otro. Es la relación constitutiva de la filosofía con la no filosofía. El devenir siempre es doble, y este doble devenir es lo que constituye el pueblo venidero y la tierra nueva. La filosofía tiene que devenir no filosofía, para que la no filosofía devenga la tierra y el pueblo de la filosofía. Hasta un filósofo tan bien considerado como el obispo Berkeley repite sin cesar: nosotros los irlandeses, el populacho… El pueblo es interior al pensador porque es un «devenir-pueblo» de igual modo que el pensador es interior al pueblo, en tanto que devenir no menos ilimitado. El artista o el filósofo son del todo incapaces de crear un pueblo, sólo pueden llamarlo con todas sus fuerzas. Un pueblo sólo puede crearse con sufrimientos abominables, y ya no puede ocuparse más de arte o de filosofía. Pero los libros de filosofía y las obras de arte también contienen su suma inimaginable de sufrimiento que hace presentir el advenimiento de un pueblo. Tienen en común la resistencia, la resistencia a la muerte, a la servidumbre, a lo intolerable, a la vergüenza, al presente.
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La desterritorializacjón y la reterritorialización se cruzan en el doble devenir. Apenas se puede ya distinguir lo autóctono de lo foráneo, porque el forastero deviene autóctono junto al otro que no lo es, al mismo tiempo que el autóctono deviene forastero, a sí mismo, a su propia clase, a su propia nación, a su propia lengua: hablamos la misma lengua, y sin embargo no le comprendo. Devenir forastero respecto a uno mismo, y a su propia lengua y nación, ¿no es acaso lo propio del filósofo y de la filosofía, su «estilo», lo que se llama un galimatías filosófico? Resumiendo, la filosofía se reterritorializa tres veces, una vez en el pasado en los griegos, una vez en el presente en el Estado democrático, una vez en el futuro en el pueblo nuevo y en la tierra nueva. Los griegos y los demócratas se deforman singularmente en este espejo del futuro.
La utopía no es un buen concepto porque, incluso cuando se opone a la Historia, sigue refiriéndose a ella e inscribiéndose en ella como ideal o motivación. Pero el devenir es el concepto mismo. Nace en la Historia, y se sume de nuevo en ella, pero no le pertenece. No tiene en sí mismo principio ni fin, sólo mitad. Así, resulta más geográfico que histórico. Así son las revoluciones y las sociedades de amigos, sociedades de resistencia, pues crear es resistir: meros devenires, meros acontecimientos en un plano de inmanencia. Lo que la Historia aprehende del acontecimiento es su efectuación en unos estados de cosas o en la vivencia, pero el acontecimiento en su devenir, en su consistencia propia, en su autoposición como concepto, es ajeno a la Historia. Los tipos psicosociales son históricos, pero los personajes conceptuales son acontecimientos. Ora envejecemos siguiendo la Historia, y con ella ora nos hacemos viejos en un acontecimiento muy discreto (tal vez el mismo acontecimiento que permite plantear el problema «qué es la filosofía»?). Y lo mismo sucede con quienes mueren jóvenes, existen varias maneras de morir de este modo. Pensar es experimentar, pero la experimentación es siempre lo que se está haciendo: lo nuevo, lo destacable, lo interesante, que sustituyen a la apariencia de verdad y que son más exigentes que ella. Lo que se está haciendo no es lo que acaba, aunque tampoco es lo que empieza. La historia no es experimentación, es sólo el conjunto de condiciones casi negativas que ha-
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cen posible la experimentación de algo que es ajeno a la historia. Sin la historia, la experimentación permanecería indeterminada, incondicionada, pero la experimentación no es histórica, es filosófica.
EJEMPLO IX
Péguy explica en un gran libro de filosofía que hay dos maneras de considerar el acontecimiento, una que consiste en recorrer el acontecimiento, y en registrar su efectuación en la historia, su condicionamiento y su pudrimiento en la historia, y otra que consiste en recapitular el acontecimiento, en instalarse en él como en un devenir, en rejuvenecer y envejecer dentro de él a la vez, en pasar por todos sus componentes o singularidades. Puede que nada cambie o parezca cambiar en la historia, pero todo cambia en el acontecimiento, y nosotros cambiamos en el acontecimiento: «No hubo nada. Y un problema del cual no se vislumbraba el final, un problema sin salida.., de repente deja de existir y uno se pregunta de qué se hablaba»; el problema pasó a otros problemas; «no hubo nada y nos encontramos en un pueblo nuevo, en un mundo nuevo, en un hombre nuevo».’ Ya no se trata de algo histórico, ni tampoco de algo eterno, dice Péguy, se trata de lo Internal. He aquí un nombre que Péguy tuvo que crear para designar un concepto nuevo, y los componentes, las intensidades de este concepto. No se trata acaso de algo parecido a lo que un pensador alejado de Péguy había designado con el nombre de Intempestivo o de Inactual: la nebulosa no histórica que nada tiene que ver con lo eterno, el devenir sin el cual nada sucedería en la historia, pero que no se confunde con ella. Por debajo de los griegos y de los Estados, lanza un pueblo, una tierra, como la flecha y el disco de un mundo nuevo que no acaba, siempre haciéndose: «actuar contra el tiempo, y de este modo sobre el tiempo, a favor (lo espero) de un tiempo venidero». Actuar contra el pasado, y de este modo sobre el presente, a favor (lo espero) de un porvenir, pero el porvenir no es un futuro de la historia, ni siquiera utópico, es el infinito Ahora, el Nun que Platón ya distinguía de todo presente, lo Intensivo o lo Intempestivo, no un instante, sino un devenir. ¿No se trata acaso una vez más de lo que Foucault llamaba lo Actual? ¿Pero cómo iba este concepto a recibir ahora el nombre de actual mientras que Nietzs-
1. Péguy, Clio, Gallimard, págs. 266-269.
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che lo llamaba inactual? Resulta que, para Foucault, lo que cuenta es la diferencia del presente y lo actual. Lo nuevo, lo interesante, es lo actual. Lo actual no es lo que somos, sino más bien lo que devenimos, lo que estamos deviniendo, es decir el Otro, nuestro devenir-otro. El presente, por el contrario, es lo que somos y, por ello mismo, lo que estamos ya dejando de ser. No sólo tenemos que distinguir la parte del pasado y la del presente, sino, más profundamente, la del presente y la de lo actual.’ No porque lo actual sea la prefiguración incluso utópica de un porvenir de nuestra historia todavía, sino porque es el ahora de nuestro devenir. Cuando Foucault admira a Kant por haber planteado el problema de la filosofía no con relación a lo eterno sino con relación al Ahora, quiere decir que el objeto de la filosofía no consiste en contemplar lo eterno, ni en reflejar la historia, sino en diagnosticar nuestros devenires actuales: un devenir-revolucionario que, según el propio Kant, no se confunde con el pasado, ni el presente, ni el futuro de las revoluciones. Un devenir-democrático que no se confunde con lo que son los Estados de derecho, o incluso un devenir-griego que no se confunde con lo que fueron los griegos. Diagnosticar los devenires en cada presente que pasa es lo que Nietzsche asignaba al filósofo en tanto que médico, «médico de la civilización» o inventor de nuevos modos de existencia inmanente. La filosofía eterna, pero también la historia de la filosofía, abre paso a un devenir-filosófico. Qué devenires nos atraviesan hoy, que se sumen de nuevo en la historia pero que no proceden de ella, o más bien que sólo proceden para salirse de ella? Lo Internal, lo Intempestivo, lo Actual, he aquí tres ejemplos de conceptos en filosofía; conceptos ejemplares… Y si hay uno que llama Actual a lo que otro llamaba Inactual, sólo es en función de una cifra del concepto, en función de sus proximidades y componentes cuyos leves desplazamientos pueden acarrear, como decía Péguy, la modificación de un problema (lo Temporalmente-eterno en Péguy, la Eternidad del devenir según Nietzsche, el Afuera-interior con Foucault).
1. Foucault, Archéologie du savoir, Gallimard, pág. 172. (Hay versión española: La arqueología del saber, México: Siglo XXI, 1970.)
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II. Filosofía, ciencia lógica y arte
5. FUNCTORES Y CONCEPTOS
El objeto de la ciencia no son conceptos, sino funciones que se presentan como proposiciones dentro de unos sistemas discursivos. Los elementos de estas proposiciones se llaman functores. Una noción científica no se determina por conceptos, sino por funciones o proposiciones. Se trata de una idea muy variada, muy compleja, como ya se desprende del empleo respectivo que de ella hacen las matemáticas y la biología; sin embargo esta idea de función es lo que permite que las ciencias puedan reflexionar y comunicar. La ciencia no necesita para nada a la filosofía para llevar a cabo estas tareas. Por el contrario, cuando un objeto está científicamente construido por funciones, un espacio geométrico por ejemplo, todavía hay que encontrar su concepto filosófico que en modo alguno viene implícito en su función. Más aún, un concepto puede tomar como componentes los functores de cualquier función posible sin adquirir por ello el menor valor científico, y con el fin de señalar las diferencias de naturaleza entre conceptos y funciones.
En estas condiciones, la primera diferencia estriba en la actitud respectiva de la ciencia y de la filosofía con respecto al caos. El caos se define menos por su desorden que por la velocidad infinita a la que se esfuma cualquier forma que se esboce en su interior. Es un vacío que no es una nada, sino un virtual, que contiene todas las partículas posibles y que extrae todas las formas posibles que surgen para desvanecerse en el acto, sin consistencia ni referencia, sin consecuencia) Es una velocidad infinita de na-
1. Ilya Prigogine e Isabelle Stengers, Entre le temp et l’éternité, Ed.
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cimiento y de desvanecimiento. Ahora bien, la filosofía plantea cómo conservar las velocidades infinitas sin dejar de ir adquiriendo mayor consistencia, otorgando una consistencia propia a lo virtual. El cedazo filosófico, en tanto que plano de inmanencia que solapa el caos, selecciona movimientos infinitos del pensamiento, y se surte de conceptos formados así como de partículas consistentes que van tan deprisa como el pensamiento. La ciencia aborda el caos de un modo totalmente distinto, casi inverso: renuncia a lo infinito, a la velocidad infinita, para adquirir una referencia capaz de actualizar lo virtual. Conservando lo infinito, la filosofía confiere una consistencia a lo virtual por conceptos; renunciando a lo infinito, la ciencia confiere a lo virtual una referencia que lo actualiza por funciones. La filosofía procede con un plano de inmanencia o de consistencia; la ciencia con un plano de referencia. En el caso de la ciencia, es como una detención de la imagen. Se trata de una desaceleración fantástica, y la materia se actualiza por desaceleración, pero también el pensamiento científico capaz de penetrarla mediante proposiciones. Una función es una Desaceleración. Por supuesto, la ciencia incesantemente promueve aceleraciones, no sólo en las catálisis, sino en los aceleradores de partículas, en las expansiones que alejan las galaxias. Estos fenómenos sin embargo no hallan en la desaceleración primordial un momento-cero con el que rompen, sino más bien una condición coextensiva a la totalidad de su desarrollo. Reducir la velocidad es poner un límite en el caos por debajo del cual pasan todas las velocidades, de tal modo que forman una variable determinada en tanto que abscisa, al mismo tiempo que el límite forma una constante universal que no se puede superar (por ejemplo una contracción máxima). Los primeros functores constituyen por lo tanto el límite y la variable, y la referencia representa una relación entre valores de la variable, o con mayor profundidad la relación de
Fayard, págs. 162-163 (los autores recurren al ejemplo de la cristalización de un líquido hiperfundido, líquido a una temperatura inferior a su temperatura de cristalización: «En un líquido de estas características, se forman pequeños gérmenes de cristales, pero estos gérmenes aparecen y se disuelven sin acarrear consecuencias»).
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la variable en tanto que abscisa de las velocidades con el límite.
Puede ocurrir que la constante-límite aparezca en sí misma como una relación en el conjunto del universo al que todas las partes están sometidas bajo una condición finita (cantidad de movimiento, de fuerza, de energía…). Aunque es necesario que existan unos sistemas de coordenadas, a los que remitan los términos de la relación: así pues, se trata de un segundo sentido del límite, de un encuadre externo o de una exorreferencia, ya que los protolímites, fuera de las coordenadas, engendran primero abscisas de velocidades sobre las que se erigirán los ejes coordinables. Una partícula tendrá una posición, una energía, una masa, un valor de spin, pero siempre y cuando reciba una existencia o una realidad física, o «aterrice» en unas trayectorias que unos sistemas de coordenadas puedan recoger. Estos límites primeros constituyen la desaceleración dentro del caos o el umbral de suspensión de lo infinito, que sirven de endorreferencia y que efectúan un recuento: no son relaciones, sino números, y toda la teoría de las funciones depende de los números. Así por ejemplo la velocidad de la luz, el cero absoluto, el cuanto de acción, el Big Bang: el cero absoluto de las temperaturas es de 273,15 grados; la velocidad de la luz de 299 796 km/s, allí donde las longitudes se contraen hasta el cero y donde los relojes se detienen. Unos límites de este tipo no valen por el valor empírico que adquieren únicamente dentro de unos sistemas de coordenadas, actúan en primer lugar como condición de desaceleración primordial que se extiende en relación con lo infinito por toda la escala de las velocidades correspondientes, por sus aceleraciones o desaceleraciones condicionadas. Y lo que permite dudar de la vocación unitaria de la ciencia no es únicamente la diversidad de estos límites; resulta en efecto que engendra por su cuenta sistemas de coordenadas heterogéneos irreductibles, e impone umbrales de discontinuidad, en función de la proximidad o de la lejanía de la variable (por ejemplo el alejamiento de las galaxias). La ciencia no está obsesionada por su propia unidad, sino por el plano de referencia constituido por todos los límites o linderos bajo los cuales se enfrenta al caos. Estos linderos son lo que confieren al plano sus referen-
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cias; en cuanto a los sistemas de coordenadas, pueblan o surten el propio plano de referencia.
EJEMPLO X
Resulta difícil comprender cómo el límite se imbrica inmediatamente en lo infinito, en lo ilimitado. Y sin embargo no es la cosa limitada lo que impone un límite a lo infinito, sino que es el límite lo que hace posible algo limitado. Pitágoras, Anaximandro, hasta el propio Platón así lo creerán: un cuerpo a cuerpo del límite con lo infinito, de donde provendrán las cosas. Todo límite es ilusorio, y toda determinación es negación, si la determinación no está en relación inmediata con lo indeterminado. La teoría de la ciencia y de las funciones depende de ello. Más adelante, es Cantor quien confiere a la teoría sus fórmulas matemáticas, desde una perspectiva doble, intrínseca y extrínseca. De acuerdo con el primer punto de vista, se dice que un conjunto es infinito cuando presenta una correspondencia en todos sus términos con una de sus partes o subconjuntos, siempre y cuando el conjunto y el subconjunto tengan la misma potencia o el mismo número de elementos designables como «aleph 0»: así por ejemplo para el conjunto de los números enteros. En función de la segunda determinación, el conjunto de los subconjuntos de un conjunto determinado es necesariamente mayor que el conjunto inicial: el conjunto de los aleph O subconjuntos remite por lo tanto a otro número transfinito, aleph 1, que posee la potencia del continuo o corresponde al conjunto de los números reales (se prosigue después con aleph 2, etc.). Ahora bien, resulta extraño que se haya vislumbrado en esta concepción una reintroducción de lo infinito en las matemáticas: se trata más bien de la última consecuencia de la definición del límite por un número, siendo éste el primer número entero que continúa todos los números enteros finitos de los cuales ninguno es máximo. Lo que hace la teoría de los conjuntos es inscribir el límite en el propio infinito, sin lo que jamás existiría el límite: en el interior de su rigurosa jerarquización, instaura una desaceleración, o más bien, como dice el propio Cantor, una detención, un «principio de detención» según el cual sólo se crea un número entero nuevo «cuando la compilación de todos los números anteriores tiene la potencia de una clase de números definida, ya determi-
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nada en toda su extensión».1 Sin este principio de detención o de
desaceleración, existiría un conjunto de todos los conjuntos, que Cantor ya rechaza, y que sólo podría ser el caos, como lo demuestra Russell. La teoría de los conjuntos es la constitución de un plano de referencia que no sólo comporta una endorreferencia (determinación intrínseca de un conjunto infinito), sino también ya una exorreferencia (determinación extrínseca). A pesar del esfuerzo explícito de Cantor para unir el concepto filosófico y la función científica, la diferencia característica subsiste, ya que el primero se desarrolla en un plano de inmanencia o de consistencia sin referencia, mientras la segunda lo hace en un plano de referencia desprovisto de consistencia (Gödel).
Cuando el límite engendra por desaceleración una abscisa de las velocidades, las formas virtuales del caos tienden a actualizarse según una ordenada. Y evidentemente el plano de referencia efectúa ya una preselección que empareja las formas con los límites o incluso con las regiones de abscisas consideradas. Pero no por ello las formas dejan de constituir variables independientes de las que se desplazan en abscisa. Cosa que es completamente diferente del concepto filosófico: las ordenadas intensivas ya no designan componentes inseparables aglomerados dentro del concepto en tanto que sobrevuelo absoluto (variaciones), sino determinaciones distintas que tienen que emparejarse dentro de una formación discursiva con otras determinaciones tomadas en extensión (variables). Las ordenadas intensivas de formas tienen que coordenarse con las abscisas extensivas de velocidad de tal modo que las velocidades de desarrollo y la actualización de las formas estén relacionadas entre sí como determinaciones distintas, extrínsecas.2 Bajo este segundo aspecto el límite está ahora en el origen de un sistema de coordenadas
1. Cantor, Fondements d’une théorie générale des ensembles (Cahiers pour l’analyse, no. 10). Desde el inicio de su texto, Cantor invoca el Límite platónico.
2. Respecto a la instauración de coordenadas por Nicolas Oresme, las ordenadas intensivas y su puesta en relación con líneas extensivas, cf. Duhem, Le
système du monde, Ed. Hermann, VII, cap. 6. Y Gilles Châtelet, «La toile, le spectre, le pendule», Les enjeux du mobile, de próxima publicación: respecto a la asociación de un «espectro continuo y de una secuencia discreta», y los diagramas de Oresme.
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compuesto por dos variables independientes por lo menos; pero éstas entran en una relación de la que depende una tercera variable, en calidad de estado de las cosas o de materia formada en el sistema (estados de cosas de este tipo pueden ser matemáticos, físicos, biológicos…). Se trata efectivamente del nuevo sentido de la referencia como forma de la proposición, de la relación de un estado de cosas con el sistema. El estado de cosas es una función: se trata de una variable compleja que depende de una relación entre dos variables independientes por lo menos.
La independencia respectiva de las variables se presenta en las matemáticas cuando una es una potencia más elevada que la primera. Por este motivo Hegel demuestra que la variabilidad en la función no se limita a unos valores que se pueden cambiar (2/4 y 4/6) [léanse como fracciones. Nota del digitalizador. RHU], o que se dejan indeterminados (a= 2b), sino que exige que una de las variables esté en una potencia superior (y2/x = P), pues entonces una relación puede ser directamente determinada como relación diferencial dy/dx’, bajo la cual el valor de las variables no tiene más determinación que la de desvanecerse o nacer, aunque se la desgaje de las velocidades infinitas. De una relación de este tipo depende un estado de cosas o una función «derivada»: se ha efectuado una operación de despotencialización que permite comparar potencias distintas, a partir de las cuales podrán incluso desarrollarse una cosa o un cuerpo (integración).’ Por regla general, un estado de cosas no actualiza un virtual caótico sin tomar de él un potencial que se distribuye en el sistema de coordenadas. Extrae de lo virtual que actualiza un potencial del que se apropia. El sistema más cerrado también tiene un hilo que asciende hacia lo virtual, y por el cual desciende la araña. Pero la cuestión de saber si el potencial puede ser recreado en lo actual, si puede ser renovado y ampliado, permite distinguir con mayor exactitud los estados de cosas, las cosas y los cuerpos. Cuando pa-
1. Hegel, Science de la logique, Ed. Aubier, II, pág. 277 (y sobre las operaciones de despotencialización y de potencialización de la función según Lagrange). (Hay versión española: Ciencia de la lógica, Buenos Aires: Solar/Hachette, 1968.)
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samos del estado de cosas a la cosa en sí, vemos que una cosa se relaciona siempre a la vez con varios ejes siguiendo unas variables que son funciones unas de otras, aun cuando la unidad interna permanece indeterminada. Pero cuando la propia cosa pasa por cambios de coordenadas, se vuelve un cuerpo propiamente dicho, y la función ya no toma como referencia el límite y la variable, sino más bien un invariante y un grupo de transformaciones (el cuerpo euclidiano de la geometría, por ejemplo, estará constituido por invariantes en relación con el grupo de los movimientos). El «cuerpo», en efecto, no representa aquí una especialidad biológica, y halla una determinación matemática a partir de un mínimo absoluto representado por los números racionales, efectuando extensiones independientes de este cuerpo de base que limitan cada vez más las sustituciones posibles hasta llegar a una individuación perfecta. La diferencia entre el cuerpo y el estado de cosas (o de la cosa) estriba en la individuación del cuerpo, que procede mediante actualizaciones en cascada. Con los cuerpos, la relación entre variables independientes completa suficientemente su razón, aun a costa de tenerse que proveer de un potencial o de una potencia que renueva su individuación. Especialmente cuando el cuerpo es un ser vivo, que procede por diferenciación y ya no por extensión o por adjunción, una vez más surge un tipo nuevo de variables, unas variables internas que determinan unas funciones propiamente biológicas en relación con unos medios interiores (endorreferencia), pero que también entran en unas funciones probabilitarias con las variables externas del medio exterior (exorreferencia).1
Así pues, nos encontramos ante una nueva sucesión de functores, sistemas de coordenadas, potenciales, estados de cosas, cosas, cuerpos. Los estados de cosas son mezclas ordenadas, de tipos muy variados, que pueden incluso tan sólo concernir a trayectorias. Pero las cosas son interacciones, y los cuerpos, comunicaciones. Los estados de cosas remiten a las coordenadas geométricas de sistemas supuestamente cerrados, las cosas, a las
1. Pierre Vendryès, Déterminisme et autonomie, Ed. Armand Cohn. El interés de las investigaciones de Vendryès no estriba en una matematización de la biología, sino más bien en una homogeneización de la función matemática y de la función biológica.
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coordenadas energéticas de sistemas acoplados, los cuerpos, a coordenadas informáticas de sistemas separados, no entrelazados. La historia de las ciencias es inseparable de la construcción de ejes, de su naturaleza, de sus dimensiones, de su proliferación. La ciencia no efectúa unificación alguna del Referente, sino todo tipo de bifurcaciones en un plano de referencia que no es preexistente a sus rodeos o a su trazado. Ocurre como si la bifurcación tratara de encontrar en el infinito caos de lo virtual nuevas formas de actualizar, efectuando una especie de potencialización de la materia: el carbono introduce en la tabla de Mendeleïev una bifurcación que la convierte, por sus propiedades plásticas, en el estado de una materia orgánica. No hay que plantear por lo tanto el problema de una unidad o multiplicidad de la ciencia en función de un sistema de coordenadas eventualmente único en un momento dado; igual que sucede con el plano de inmanencia en la filosofía, hay que plantear el estatuto que adquieren el antes y el después, simultáneamente, en un plano de referencia de dimensión y evolución temporales. ¿Hay varios planos de referencia o bien uno único? La respuesta no será la misma que en el caso del plano de inmanencia filosófico, de sus capas o estratos superpuestos. Resulta que la referencia, puesto que implica una renuncia a lo infinito, sólo puede proceder de las cadenas de functores que necesariamente se rompen en algún momento. Las bifurcaciones, las desaceleraciones y aceleraciones producen unos agujeros, unos cortes y rupturas que remiten a otras variables, a otras relaciones y a otras referencias. Siguiendo ejemplos sumarios, se dice que el número fraccionario rompe con el número entero, el número irracional con los racionales, la geometría riemanniana con la euclidiana. Pero en el otro sentido simultáneo, del después al antes, el número entero se presenta como un caso particular de número fraccionario, o el racional, como un caso particular de «corte» en un conjunto lineal de puntos. Bien es verdad que este proceso unificador que opera en el sentido retroactivo provoca que intervengan necesariamente otras referencias, cuyas variables no sólo están sometidas a unas condiciones de restricción para producir el caso particular, sino que en sí mismas están sometidas a nuevas rupturas y bifurcaciones que cambiarán sus propias referencias. Es lo que
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ocurre cuando se deriva a Newton de Einstein, o bien los números reales del corte, o la geometría euclidiana de una geometría métrica abstracta, cosa que equivale a decir, con Kuhn, que la ciencia es paradigmática, mientras que la filosofía era sintagmática.
Como a la filosofía, a la ciencia tampoco le basta con una sucesión temporal lineal. Pero, en vez de un tiempo estratigráfico que expresa el antes y el después en un orden de las superposiciones, la ciencia desarrolla un tiempo propiamente serial, ramificado, en el que el antes (lo que precede) designa siempre bifurcaciones y rupturas futuras, y el después, reencadenamientos retroactivos, lo que le confiere al progreso científico un aspecto completamente distinto. Y los nombres propios de los sabios se inscriben en este tiempo otro, en este elemento otro, señalando los puntos de ruptura y los puntos de reencadenamiento. Por supuesto, siempre se puede, y a veces resulta fructífero, interpretar la historia de la filosofía de acuerdo con este ritmo científico. Pero decir que Kant rompe con Descartes, y que el cogito cartesiano se convierte en un caso particular del cogito kantiano no resulta plenamente satisfactorio, puesto que precisamente significa hacer de la filosofía una ciencia. (Inversamente, tampoco resultaría más satisfactorio establecer entre Newton y Einstein un orden de superposición.) Lejos de hacernos pasar de nuevo por los mismos componentes, la función del nombre propio del sabio estriba en evitárnoslo, y en persuadirnos de que no hay razón para volver a medir el trayecto que ha sido recorrido: no se pasa por una ecuación nominada, se la utiliza. Lejos de distribuir unos puntos cardinales que organizan los sintagmas sobre un plano de inmanencia, el nombre propio del sabio erige unos paradigmas que se proyectan en los sistemas de referencias necesariamente orientados. Por último, lo que plantea un problema es menos la relación de la ciencia con la filosofía que el vínculo mucho más pasional de la ciencia con la religión, como se manifiesta en todos los intentos de uniformización y de universalización científicos que tratan de encontrar una ley única, una fuerza única, una interacción única. Lo que hace que la ciencia y la religión se aproximen es que los functores no son conceptos, sino figuras, que se definen mucho más por una tensión espiritual que por
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una intuición espacial. Los functores poseen en sí algo figural que forma una ideografía propia de la ciencia, y que hace que ya la visión se convierta en una lectura. Pero lo que incesantemente reafirma la oposición de la ciencia a toda religión, y al mismo tiempo hace felizmente imposible la unificación de la ciencia, es la sustitución de la referencia a cualquier trascendencia, es la correspondencia funcional del paradigma con un sistema de referencia que imposibilita cualquier utilización infinita religiosa de la figura determinando un modo exclusivamente científico según el cual ésta debe ser construida, vista y leída por functores.1
La primera diferencia entre la filosofía y la ciencia reside en el presupuesto respectivo del concepto y la función: un plano de inmanencia o de consistencia en el primer caso, un plano de referencia en el segundo. El plano de referencia es uno y múltiple a la vez, pero de otro modo que el plano de inmanencia. La segunda diferencia atañe más directamente al concepto y a la función: la inseparabilidad de las variaciones es lo propio del concepto incondicionado, mientras que la independencia de las variables, en unas relaciones condicionables, pertenece a la función. En un caso, tenemos un conjunto de variaciones inseparables bajo «una razón contingente» que constituye el concepto de las variaciones; en el otro caso, un conjunto de variables independientes bajo «una razón necesaria» que constituye la función de las variables. Por este motivo, desde esta última perspectiva, la teoría de las funciones presenta dos polos, según que, teniendo n variables, una pueda ser considerada como función de las n I variables independientes, con n - 1 derivadas parciales y una diferencial total de la función; o bien, según que n - I magnitudes sean por el contrario funciones de una misma variable independiente, sin diferencial total de la función compuesta. Del mismo modo, el problema de las tangentes (diferenciación) requiere
1. Respecto al sentido que adquiere el término figura (o imagen, Bild) en una teoría de las funciones, cf. el análisis de Vuillemin a propósito de Riemann: en la proyección de una figura compleja, la figura «pone de manifiesto el curso de la función y sus diferentes afecciones», «hace ver inmediatamente la correspondencia funcional» de la variable y la función (La philosophie de l’algèbre, P.U.F., págs. 320-326).
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tantas variables como curvas hay cuya derivada para cada una de ellas es cualquier tangente en un punto cualquiera; pero el problema inverso de las tangentes (integración) sólo considera una variable única, que es la curva en sí misma tangente a todas las curvas de mismo orden, bajo condición de un cambio de coordenadas.1 Una dualidad análoga atañe a la descripción dinámica de un sistema de n partículas independientes: el estado instantáneo puede ser representado por n puntos y n vectores de velocidad en un espacio de tres dimensiones, pero también por un punto único en un espacio de fases.
Diríase que la ciencia y la filosofía siguen dos sendas opuestas, porque los conceptos filosóficos tienen como consistencia acontecimientos, mientras que las funciones científicas tienen como referencia unos estados de cosas o mezclas: la filosofía, mediante conceptos, no cesa de extraer del estado de cosas un acontecimiento consistente, una sonrisa sin gato* en cierto modo, mientras que la ciencia no cesa mediante funciones, de actualizar el acontecimiento en un estado de cosas, una cosa o un cuerpo referibles. Desde esta perspectiva, los presocráticos poseían ya lo esencial de una determinación de la ciencia, válida hasta nuestros días, cuando de la física hacían una teoría de las mezclas y de sus diferentes tipos.2 Y los estoicos llevarán a su desarrollo culminante la distinción fundamental entre los estados de cosas o mezclas de cuerpos en los que se actualiza el acontecimiento, y los acontecimientos incorpóreos, que se elevan como una humareda de los
1. Leibniz, D’une ligne issue de lignes, y Nouvelle application du calcul (trad. francesa cEuvre concernant le calcul infinitesimal, Ed. Blanchard). Estos textos de Leibniz están considerados como unas bases de la teoría de las funciones.
2. Tras describir la «mezcla íntima» de las trayectorias de tipos diferentes en cualquier región del espacio de fases de un sistema de reducida estabilidad, Prigogine y Stengers concluyen «Se puede pensar en una situación familiar, la de los números sobre el eje en el que cada racional está rodeado de irracionales, y cada irracional de racionales. También cabe pensar en el modo que utiliza Anaxágora [para mostrar cómo] cualquier cosa contiene en todas sus partes, hasta en las más ínfimas, una multiplicidad infinita de gérmenes cualitativamente diferentes íntimamente mezclados» (La nouvelle alliance, Gallimard, pág. 241). (Hay versión española: La nueva alianza, Madrid: Alianza, 1981)
* Probable referencia al gato de Cheshire, personaje de Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll. (N. del T.)
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propios estados de cosas. Así pues, el concepto filosófico y la función científica se distinguen de acuerdo con dos caracteres vinculados: variaciones inseparables, variables independientes; acontecimientos en un plano de inmanencia, estados de cosas en un sistema de referencia (de lo que se desprende el estatuto de las ordenadas intensivas diferente en ambos casos, puesto que constituyen los componentes interiores del concepto, pero son sólo coordenadas a las abscisas extensivas en las funciones, cuando la variación no es más que un estado de variable). As(pues, los conceptos y las funciones se presentan como dos tipos de multiplicidades o variedades que difieren por su naturaleza. Y, a pesar de que los tipos de multiplicidades científicas poseen por sí mismos una gran diversidad, dejan fuera de sí las multiplicidades propiamente filosóficas, para las que Bergson reclamaba un estatuto particular definido por la duración, «multiplicidad de fusión» que expresaba la inseparabilidad de las variaciones, por oposición a las multiplicidades de espacio, número y tiempo, que ordenaban mezclas y remitían a la variable o a las variables independientes.’ Bien es verdad que esta misma oposición entre las multiplicidades científicas y filosóficas, discursivas e intuitivas, extensionales e intensivas, también es apta para enjuiciar la correspondencia entre la ciencia y la filosofía, su colaboración eventual, su inspiración mutua.
Hay por último una tercera gran diferencia, que ya no atañe al presupuesto respectivo ni al elemento como concepto o función, sino al modo de enunciación. No cabe duda de que hay tanta experimentación como experiencia de pensamiento en la filosofía como en la ciencia, y en ambos casos la experiencia puede ser perturbadora, ya que está muy cerca del caos. Pero también hay tanta creación en la ciencia como en la filosofía o como en las artes. Ninguna creación existe sin experiencia. Sean cuales sean las diferencias entre el lenguaje científico, el lenguaje filosófico y sus rela-
1. La teoría de los dos tipos de «multiplicidades» aparece en Bergson desde Les données immédiates, cap. II: las multiplicidades de conciencia se definen por la «fusión», la «penetración», términos que también se encuentran en Husserl desde la Filosofía de la aritmética. La similitud entre ambos autores es extrema en este aspecto. Bergson definirá sin cesar el objeto de la ciencia mediante mezclas de espacios-tiempos, y su acto principal mediante la tendencia a concebir el tiempo como «variable independiente» mientras que la duración en el otro extremo pasa por todas las variaciones.
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ciones con las lenguas llamadas naturales, los functores (ejes de coordenadas incluidos) no preexisten hechos y acabados, como tampoco los conceptos; Granger ha podido demostrar la existencia de «estilos» que remiten a nombres propios en los sistemas científicos, no como determinación extrínseca, sino por lo menos como dimensión de su creación e incluso en contacto con una experiencia o una vivencia. Las coordenadas, las funciones y ecuaciones, las leyes, los fenómenos o efectos permanecen vinculados a unos nombres propios, de igual modo que una enfermedad queda designada por el nombre del médico que supo aislar, reunir o reagrupar sus síntomas variables. Ver, ver lo que sucede, siempre ha tenido una importancia esencial, mayor que las demostraciones, incluso en las matemáticas puras, que cabe llamar visuales, figurales, independientemente de sus aplicaciones: hay muchos matemáticos hoy en día que piensan que un ordenador es mucho más valioso que una axiomática, y el estudio de las funciones no lineales se ve sometido a lentitudes y a aceleraciones en unas series de números observables. Que la ciencia sea discursiva no significa en modo alguno que sea deductiva. Al contrario, en sus bifurcaciones, se ve sometida a otras tantas catástrofes, rupturas y reencadenamientos que llevan nombre y apellido. En el supuesto de que la ciencia conserve con respecto a la filosofía una diferencia imposible de salvar, tal cosa se debe a que los nombres propios marcan en un caso una yuxtaposición de referencia y en el otro una superposición de estrato: los nombres se oponen por todos los caracteres de la referencia y de la consistencia. Pero la filosofía y la ciencia comportan por ambos lados (como el propio arte con su tercer lado) un no sé que se ha convertido en positivo y creador, condición de la propia creación, y que consiste en determinar mediante lo que no se sabe -como decía Galois: «indicar el curso de los cálculos y prever los resultados sin poder efectuarlos jamás».
Y es que se nos remite a otro aspecto de la enunciación que ya no se refiere al nombre propio de un sabio o de un filósofo, sino a sus intercesores ideales dentro de los ámbitos considerados: ya he~
1. G.-G. Granger, Essai dune philosophic du style, Ed. Odile Jacob, págs. 10-11, 102-105.
2. Cf. los grandes textos de Galois sobre la enunciación matemática, André Dalmas, Evariste Galois, Ed. Fasquelle, págs. 117-132.
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mos contemplado anteriormente el papel filosófico de los personajes conceptuales en relación con los conceptos fragmentarios en un plano de inmanencia, pero ahora la ciencia hace que aparezcan unos observadores parciales en relación con las funciones en los sistemas de referencia. El que no haya ningún observador total, como lo sería el «demonio» de Laplace capaz de calcular el futuro y el pasado a partir de un estado de cosas determinado, significa únicamente que Dios tampoco es un observador científico de la misma forma que no era un personaje filosófico. Pero el nombre de demonio sigue siendo excelente tanto en filosofía como en ciencia para indicar no algo que superaría nuestras posibilidades, sino un género común de esos intercesores necesarios como «sujetos» de enunciación respectivos: el amigo filosófico, el pretendiente, el idiota, el superhombre… son demonios, de igual modo que el demonio de Maxwell, el observador de Einstein o de Heisenberg. La cuestión no es saber lo que pueden o no pueden hacer, sino hasta qué punto son perfectamente positivos, desde el punto de vista del concepto o de la función, incluso en lo que no saben o no pueden. En cada uno de ambos casos, la variedad es inmensa, pero no hasta el punto de hacer olvidar la diferencia de naturaleza entre los dos grandes tipos.
Para comprender qué son los observadores parciales que van formando núcleos en todas las ciencias y todos los sistemas de referencia, hay que evitar atribuirles el papel de un límite del conocimiento, o de una subjetividad de la enunciación. Hemos podido observar que las coordenadas cartesianas privilegiaban los puntos situados cerca del origen, mientras que las de la geometría proyectiva daban «una imagen finita de todos los valores de la variable y la función». Pero la perspectiva limita a un observador parcial como un ojo en el vértice de un cono, de modo que éste capta los contornos sin captar los relieves o la calidad de la superficie que remiten a otra posición de observador. Por regla general, el observador no es insuficiente ni subjetivo: incluso en la física cuántica, el demonio de Heisenberg no expresa la imposibilidad de medir a la vez la velocidad y la posición de una partícula, so pretexto de una interferencia subjetiva de la medida en lo que se está midiendo, sino que mide con exactitud un estado de cosas objetivo que deja fuera de campo de su actualización la
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posición respectiva de dos de sus partículas, siendo el número de variables independientes reducido y teniendo los valores de las coordenadas la misma probabilidad. Las interpretaciones subjetivistas de la termodinámica, de la relatividad y de la física cuántica son tributarias de las mismas insuficiencias. El perspectivismo o relativismo científico nunca se refiere a un sujeto: no constituye una relatividad de lo verdadero, sino por el contrario una verdad de lo relativo, es decir de las variables cuyos casos ordena conforme a los valores que extrae dentro de su sistema de coordenadas (por ejemplo, el orden de los cónicos conforme a las secciones del cono cuyo vértice está ocupado por el ojo). Indudablemente, un observador bien definido extrae todo lo que puede extraer, todo lo que puede ser extraído, dentro del sistema correspondiente. Resumiendo, el papel de observador parcial consiste en percibir y experimentar, aunque estas percepciones y afecciones no sean las de un hombre, en el sentido que se suele admitir, sino que pertenezcan a las cosas objeto de su estudio. Pero no por ello el hombre deja de sentir su efecto (qué matemático no experimenta plenamente el efecto de una sección, de una ablación, de una adjunción), aunque sólo reciba este efecto del observador ideal que él mismo ha instalado como un golem en el sistema de referencia. Estos observadores parciales están en las cercanías de las singularidades de una curva, de un sistema físico, de un organismo vivo; e incluso el animismo se encuentra más cerca de la ciencia biológica de lo que se suele decir, cuando multiplica las diminutas almas inmanentes a los órganos y a las funciones, a condición de desproveerlas de cualquier papel activo o eficiente para convertirlas únicamente en focos de percepción y de afección moleculares: de este modo los cuerpos están llenos de una infinidad de pequeñas mónadas. Se llamará emplazamiento a la región de un estado de cosas o de un cuerpo aprehendido por un observador parcial. Los observadores parciales constituyen fuerzas, pero la fuerza no es lo que actúa, es, como ya sabían Leibniz y Nietzsche, lo que percibe y experimenta.
Hay observadores en todos los sitios donde surjan unas propiedades puramente funcionales de reconocimiento o de selección, sin acción directa: como en la totalidad de la biología mo-
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lecular, en inmunología, o con las enzimas alostéricas.1 Ya Maxwell suponía un demonio capaz de distinguir en una mezcla las moléculas rápidas y lentas, de alta y de baja energía. Bien es verdad que, en un sistema en estado de equilibrio, este demonio de Maxwell asociado al gas sería necesariamente presa de una afección de aturdimiento; puede no obstante pasar mucho tiempo en un estado metastable próximo a una enzima. La física de las partículas necesita innumerables observadores infinitamente sutiles. Cabe concebir unos observadores cuyo emplazamiento es tanto más reducido cuanto que el estado de cosas pasa por cambios de coordenadas. Por último, los observadores parciales ideales son las percepciones o afecciones sensibles de los propios functores. Hasta las figuras geométricas poseen afecciones y percepciones (paternas y síntomas, decía Proclo) sin las cuales los problemas más sencillos permanecerían ininteligibles. Los observadores parciales son sensibilia que se suman a los functores. Más que oponer el conocimiento sensible y el conocimiento científico, hay que extraer estos sensibilia que están en los sistemas de coordenadas y que pertenecen a la ciencia. No otra cosa hacía Russell cuando evocaba estas cualidades desprovistas de cualquier subjetividad, datos sensoriales diferentes de toda sensación, emplazamientos establecidos en los estados de cosas, perspectivas vacías pertenecientes a las propias cosas, pedazos contraídos de espacio-tiempo que corresponden al conjunto o a las partes de una función. Russell las asimila a unos aparatos e instrumentos, interferómetro de Michaelson, o más sencillamente placa fotográfica, cámara, espejo, que captan lo que nadie está allí para ver y hacen que resplandezcan estos sensibilza no-sentidos., Pero, lejos de que estos sensibilia se definan por
1. J. Monod, Le hasard et la nécessité, Ed. du Seuil, pág. 91: «Las interacciones alostéricas son indirectas, debidas exclusivamente a las propiedades diferenciales de reconocimiento estereoespecífico de la proteína en los dos o más estados que le son accesibles.» Un proceso de reconocimiento molecular puede hacer intervenir unos mecanismos, unos umbrales, unos emplazamientos y unos observadores muy diferentes, como en el reconocimiento macho-hembra de las plantas. (Hay versión española: El amor y la necesidad, Barcelona: Barral Editores, 1975.)
2. Russell, Mysticism and Logic, «The relation of sense-data to physics», Penguin Books. (Hay versión española: Misticismo y Lógica, Barcelona: Edhasa, 1987.)
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los instrumentos, puesto que éstos están a la espera de un observador real que acuda a ver, son los instrumentos los que suponen al observador parcial ideal situado en el punto de vista correcto dentro de las cosas: el observador no subjetivo es precisamente lo sensible que califica (a veces a miles) un estado de cosas, una cosa o un cuerpo científicamente determinados.
Por su parte, los personajes conceptuales son los sensibilia filosóficos, las percepciones y afecciones de los propios conceptos fragmentarios: a través de ellos los conceptos no sólo son pensados, sino percibidos y sentidos. Uno no puede sin embargo limitarse a decir que se distinguen de los observadores científicos igual que los conceptos se distinguen de los functores, puesto que en este caso no aportarían ninguna determinación suplementaria: los dos agentes de enunciación no sólo deben distinguirse por lo percibido, sino por el modo de percepción (no natural en ambos casos). No basta, de acuerdo con Bergson, con asimilar al observador científico (por ejemplo, el viajero en proyectil de la relatividad) a un mero símbolo, que indicaría estados de variables, mientras que el personaje filosófico tendría el privilegio de lo vivido (un ser que dura), porque pasaría por las propias variaciones. Tan poco vivido es el primero como simbólico es el segundo. En ambos casos hay percepción y afección ideales, pero muy distintas. Los personajes conceptuales están siempre y ahora ya en el horizonte y operan sobre un fondo de velocidad infinita, y las diferencias anergéticas entre lo rápido y lo lento sólo proceden de las superficies que sobrevuelan o de los componentes a través de los cuales pasan en un único instante; de este modo, la percepción no transmite aquí ninguna información, sino que circunscribe un afecto (simpático o antipático). Los observadores científicos, por el contrario, constituyen puntos de vista dentro de las propias cosas, que suponen un contraste de horizontes y una sucesión de encuadres sobre un fondo de desaceleraciones y aceleraciones: los afectos se convierten aquí en relaciones energéticas, y la propia percepción en una cantidad de información. No nos es posible desarrollar mucho
1. En toda su obra, Bergson opone al observador científico y al personaje filosófico que «pasa» por la duración; y sobre todo trata de mostrar que el primero supone al segundo, no sólo en la física newtoniana (Don nées immédiates, cap. III), sino en la Relatividad (Durée et simultanéité).
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más estas determinaciones, porque el estatuto de los perceptos y de los afectos puros todavía se nos escapa, ya que remite a la existencia de las artes. Pero precisamente que existan percepciones y afecciones propiamente filosóficas y propiamente científicas, resumiendo, sensibilia de concepto y de función, indica ya el fundamento de una relación entre la ciencia y la filosofía por una parte, y el arte por la otra, de tal modo que se puede decir de una función que es hermosa y de un concepto que es bello. Las percepciones y afecciones especiales de la filosofía o de la ciencia se pegarán necesariamente a los perceptos y afectos del arte, tanto las de la ciencia como las de la filosofía.
En cuanto a la confrontación directa de la ciencia y la filosofía, ésta se lleva a cabo en tres argumentos de oposición principales que agrupan las series de functores por una parte y las pertenencias de conceptos por otra. Se trata en primer lugar del sistema de referencia y el plano de inmanencia; después, de las variables independientes y las variaciones inseparables; y por último, de los observadores parciales y los personajes conceptuales. Se trata de dos tipos de multiplicidad. Una función puede ser dada sin que el concepto en sí sea dado, aunque pueda y deba serlo; una función de espacio puede ser dada aunque el concepto de este espacio todavía no haya sido dado. La función en la ciencia determina un estado de cosas, una cosa o un cuerpo que actualiza lo virtual en un plano de referencia y en un sistema de coordenadas; el concepto en filosofía expresa un acontecimiento que da a lo virtual una consistencia en un plano de inmanencia y en una forma ordenada. El campo de creación respectivo se encuentra por lo tanto jalonado por entidades muy diferentes en ambos casos, pero que no obstante presentan cierta analogía en sus tareas: un problema, en ciencia o en filosofía, no consiste en responder a una pregunta, sino en adaptar, coadaptar, con un «gusto» superior como facultad problemática, los elementos correspondientes en proceso de determinación (por ejemplo, para la ciencia, escoger las variables independientes adecuadas, instalar al observador parcial eficaz en un recorrido de estas características, elaborar las coordenadas óptimas de una ecuación o de una función). Esta analogía impone dos tareas más. ¿Cómo concebir los pasos prácticos entre los dos tipos de problemas? Pero
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ante todo, teóricamente, ¿impiden los argumentos de oposición cualquier uniformización, incluso cualquier reducción de los conceptos a los functores, o la inversa? Y, si cualquier reducción es imposible, ¿cómo concebir un conjunto de relaciones positivas entre ambos?
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6. PROSPECTOS Y CONCEPTOS
La lógica es reduccionista, y no por accidente sino por esencia y necesariamente: pretende convertir el concepto en una función de acuerdo con la senda que trazaron Frege y Russell. Pero, para ello, es preciso primero que la función no se defina sólo en una proposición matemática o científica, sino que caracterice un orden de proposición más general como lo expresado por las frases de una lengua natural. Por lo tanto hay que inventar un tipo nuevo de función, propiamente lógica. La función proposicional «x es humano» señala perfectamente la posición de una variable independiente que no pertenece a la función como tal, pero sin la cual la función queda incompleta. La función completa se compone de una o varias «parejas de ordenadas». Lo que define la función es una relación de dependencia o de correspondencia (razón necesaria), de modo que «ser humano» ni siquiera es la función, sino el valor de f(a) para una variable x. Que la mayoría de proposiciones tengan varias variables independientes carece de importancia; y también incluso que la noción de variable, en tanto que vinculada a un número indeterminado, sea sustituida por la de argumento, que implica una asunción disyuntiva dentro de unos límites o de un intervalo. La relación con la variable o con el argumento independiente de la función proposicional define la referencia de la proposición, o el valor-de-verdad («verdadero» o «falso») de la función para el argumento: Juan es un hombre, pero Bill es un gato… El conjunto de valores de verdad de una función que determinan unas proposiciones afirmativas verdaderas constituye la extensión de un concepto: los objetos del concepto ocupan el lugar
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de las variables o de los argumentos de la función proposicional para los que la proposición resulta verdadera, o su referencia cumplida. De este modo el propio concepto es función para el conjunto de objetos que constituyen su extensión. Todo concepto completo es un conjunto en este sentido, y posee un número determinado; los objetos del concepto son los elementos del conjunto.
Todavía quedan por fijar las condiciones de la referencia que marcan los límites o intervalos en el interior de los cuales una variable entra en una proposición verdadera: X es un hombre, Juan es un hombre, porque ha hecho esto, porque se presenta de este modo… Unas condiciones de referencia de esta índole constituyen no la comprensión, sino la intensión del concepto. Se trata de presentaciones o de descripciones lógicas, de intervalos, de potenciales o de «mundos posibles», como dicen los lógicos, de ejes de coordenadas, de estados de cosas o de situaciones, de subconjuntos del concepto: la estrella de la noche y la estrella del alba. Por ejemplo, un concepto de un único elemento, el concepto de Napoleón I, posee como intensión «el vencedor de Jena», «el vencido de Waterloo»… Queda perfectamente claro que no hay en este caso ninguna diferencia de naturaleza que separe la intensión y la extensión, puesto que ambas tienen que ver con la referencia, siendo la intensión únicamente condición de referencia y constituyendo una endorreferencia de la proposición, constituyendo la extensión su exorreferencia. No se desborda de la referencia elevándola hasta su condición; se permanece dentro de la extensionalidad. El problema consiste más bien en saber cómo se llega, a través de estas presentaciones intencionales, a una determinación unívoca de los objetos o elementos del concepto, de las variables proposicionales, de los argumentos de la función desde el punto de vista de
1. Cf. Russell, Principes de la mathématique, PUF., particularmente el apéndice A (hay versión española: Los principios de la matemática, Madrid: Espasa-Calpe, 1983), y Frcge, Les fondements de l’arithmétique, Ed. du Scud, párrafos 48 y 54 (hay versión española: Fundamentos de la aritmética, Barcelona: Laia, 1972); Ecrits logiques et philosophiques, especialmente «Fontion et concept», «Concept et object», y respecto a la crítica de la variable «Qu’est-ce qu’un jonction?». Cf. los comentarios de Claude Imbcrt en ambos libros mencionados, y Philippe de Rouilhan, Frege, les paradoxes de la representation, Ed. de Minuit.
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la exorreferencia (o de la representación): es el problema del nombre propio, y la cuestión de una identificación o individuación lógica que nos haga pasar de los estados de cosas a la cosa o al cuerpo (objeto), mediante operaciones de cuantificación que tanto permiten asignar los predicados esenciales de la cosa como lo que constituye por fin la comprensión del concepto. Venus (la estrella de la noche y la estrella del alba) es un planeta cuyo tiempo de rotación es inferior al de la Tierra… «Vencedor de Jena» es una descripción o una presentación, mientras que «general» es un predicado de Bonaparte, «emperador» un predicado de Napoleón, aunque ser nombrado general o ser investido emperador sean descripciones. Así pues, el «concepto proposicional» evoluciona en su totalidad en el círculo de la referencia, en tanto que procede a una logicización de los functores que se convierten de este modo en los prospectos de una proposición (paso de la proposición científica a la proposición lógica).
Las frases carecen de autorreferencia, como lo demuestra la paradoja del «yo miento». Ni los performativos son autorreferenciales, sino que implican una exorreferencia de la proposición (la acción que le está vinculada por convención, y que se efectúa enunciando la proposición) y una endorreferencia (el título o el estado de cosas bajo los cuales se está habilitado para formular el enunciado: por ejemplo, la intensión del concepto en el enunciado «lo juro» es un testigo ante un tribunal, un niño al que se le está reprochando algo, un enamorado que se declara, etc.)) Por el contrario, cuando se otorga a la frase una autoconsistencia, ésta sólo puede estribar en la no contradicción formal de la proposición o de las proposiciones entre sí. Pero eso equivale a decir que las proposiciones no gozan materialmente de endoconsistencia ni exoconsistencia de ningún tipo. En la medida en que un número cardinal pertenece al concepto proposicional, la lógica de las proposiciones exige una demostración científica de la consistencia de la aritmética de los números enteros a partir de axiomas; ahora bien, de acuerdo con los dos aspectos del teorema de Gödel, la
1. Oswald Ducrot criticó el carácter autorreferencial que se otorga a los enunciados performativos (lo que se hace diciéndolo: juro, prometo, ordeno…). Dire et ne pas dire, Ed. Hermann, pág. 72 y siguientes. (Hay versión española: Decir y no decir, Barcelona: Anagrama, 1982.)
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demostración de consistencia de la aritmética no puede representarse dentro del sistema (no hay endoconsistencia), y el sistema tropieza necesariamente con enunciados verdaderos que sin embargo no son demostrables, que permanecen indecidibles (no hay exoconsistencia, o el sistema consistente no puede estar completo). Resumiendo, haciéndose proposicional, el concepto pierde todos los caracteres que poseía como concepto filosófico, su autorreferencia, su endoconsistencia y su exoconsistencia. Resulta que un régimen de independencia ha sustituido al de la inseparabilidad (independencia de las variables, de los axiomas y de las proposiciones indecidibles). Incluso los mundos posibles como condiciones de referencia están separados del concepto de Otro que les otorgaría consistencia (de tal modo que la lógica se encuentra insólitamente desarmada ante el solipsismo). El concepto en general deja de poseer una cifra, para poseer sólo un número aritmético; lo indecidible ya no señala la inseparabilidad de los componentes intencionales (zona de indiscernibilidad) sino por el contrario la necesidad de distinguirlos en función de la exigencia de la referencia que hace que toda consistencia (la autoconsistencia) se vuelva «insegura». El propio número señala un principio general de separación: «el concepto letra de la palabra Zahl separa la Z de la a, la a de la h, etc.». Las funciones extraen toda su potencia de la referencia bien quitándosela a unos estados de cosas, bien a unas cosas, bien a otras proposiciones: resulta fatal que la reducción del concepto a la función lo prive de todos sus caracteres propios que remitían a otra dimensión.
Los actos de referencia son movimientos finitos del pensamiento mediante los cuales la ciencia constituye o modifica estados de cosas o cuerpos. También cabe decir que el hombre histórico lleva a cabo modificaciones de este tipo, pero en unas condiciones que son las de la vivencia en las que los functores se sustituyen por percepciones, afecciones y acciones. No ocurre lo mismo con la lógica: como ésta considera la referencia vacía en sí misma en tanto que mero valor de verdad, sólo puede aplicarla a estados de cosas o cuerpos ya constituidos, bien a proposiciones establecidas de la ciencias, bien a proposiciones de hecho (Napoleón es el vencido de Waterloo), bien a meras opiniones («X cree que…»). Todos estos tipos de proposiciones son prospectos de va-
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lor de información. La lógica tiene por lo tanto un paradigma, es incluso el tercer caso de paradigma, que ya no es el de la religión ni el de la ciencia, y que es como la recognición de lo verdadero en los prospectos o en las proposiciones informativas. La expresión docta «metamatemática» pone perfectamente de manifiesto el paso del enunciado científico a la proposición lógica bajo una forma de recognición. La proyección de este paradigma es lo que hace que a su vez los conceptos lógicos sólo se vuelvan figuras, y que la lógica sea una ideografía. La lógica de las proposiciones necesita un método de proyección, y el propio teorema de Gödel inventa un modelo proyectivo.1 Es como una deformación regulada, oblicua, de la referencia respecto a su estatuto científico. Parece como si la lógica anduviera siempre debatiéndose con el problema complejo de su diferencia con la psicología; sin embargo, se admite generalmente sin dificultad que erige como modelo una imagen legítima del pensamiento que nada tiene que ver con la psicología (sin ser normativa por ello). El problema estriba más bien en el valor de esta imagen, y en lo que pretende enseñarnos sobre los mecanismos de un pensamiento puro.
De todos los movimientos incluso finitos del pensamiento, la forma de la recognición es sin duda la que llega menos lejos, la más pobre y la más pueril. Desde siempre, la filosofía ha corrido el peligro de medir el pensamiento en función de ocurrencias de tan escaso interés como decir «Buenos días, Teodoro», cuando quien en realidad pasa es Teeteto; la imagen clásica del pensamiento no estaba a salvo de este tipo de aventuras que persiguen la recognición de lo verdadero. Cuesta creer que los problemas del pensamiento, tanto en la ciencia como en la filosofía, puedan ser tributarios de casos semejantes: un problema en tanto que creación de pensamiento nada tiene que ver con una interrogación, que no es más que una proposición suspendida, la copia exsangüe de una proposición afirmativa que supuestamente debería servirle de respuesta (Quién es el autor de Waverley?», «Es acaso Scott el autor de Waverley?»). La lógica siempre resulta vencida por sí misma, es decir por la insignificancia de los casos
1. Sobre la proyección y el método de Gódel, Nagel y Newman, Le théoreme de Gödel, Ed. du Seuil, págs. 61-69.
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con los que se alimenta. En su deseo de suplantar a la filosofía, la lógica desvincula la proposición de todas sus dimensiones psicológicas, pero por ello mismo conserva más aún el conjunto de los postulados que limitaba y sometía el pensamiento a las servidumbres de una recognición de lo verdadero en la proposición.’ Y cuando la lógica se aventura en un cálculo de los problemas, lo hace calcándolo del cálculo de las proposiciones, isomórficamente con él. Más parecido a un concurso televisivo que a un juego de ajedrez o de lenguaje. Pero los problemas nunca son proposicionales.
Más que a una concatenación de proposiciones, sería mejor dedicarse a extraer el flujo del monólogo interior, o las insólitas bifurcaciones de la conversación más corriente, separándolos a ellos también de sus adherencias psicológicas y sociológicas, para poder mostrar cómo el pensamiento como tal produce algo digno de interés cuando alcanza el movimiento infinito que lo libera tanto de lo verdadero como del paradigma supuesto y reconquista una potencia inmanente de creación. Aunque para ello haría falta que el pensamiento retrocediera al interior de los estados de cosas o de cuerpos científicos en vías de constitución, con el fin de penetrar en la consistencia, es decir en la esfera de lo virtual que no hace más que actualizarse en ellos. Habría que deshacer el camino que la ciencia recorre, en cuyo extremo final la lógica aposenta sus reales. (Lo mismo sucede con la Historia, donde habría que llegar a la nebulosa no histórica que se sale de los factores actuales en beneficio de una creación de novedad.) Pero esta esfera de lo virtual, este Pensamiento-Naturaleza, es lo que la lógica sólo es capaz de mostrar, según una famosa frase, sin poderlo nunca aprehender en proposiciones, ni referirlo a una referencia. Entonces la lógica se calla, y sólo es interesante cuando se calla. Puestos a hacer paradigmas, alcanza una especie de budismo zen.
1. Sobre la concepción de la proposición interrogativa según Frege, «Recherches logiques» (Ecrits logiques et philosophiques, pág. 175). (Hay versión española: Investigaciones lógicas, Madrid: Tecnos, 1984.) También sobre los tres elementos: la aprehensión del pensamiento o el acto de pensar; la recognición de la verdad de un pensamiento, o el juicio; la manifestación del juicio o la afirmación. Y Russell, Principes de la mathématique, párrafo 477.
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Confundiendo los conceptos con funciones, la lógica hace como si la ciencia se ocupara ya de conceptos, o formara conceptos de primera zona. Pero ella misma tiene que sumar a las funciones científicas funciones lógicas, que supuestamente han de formar una nueva clase de conceptos meramente lógicos, o de segunda zona. En su rivalidad o en su voluntad de suplantar a la filosofía, lo que mueve a la ciencia es un auténtico odio. Mata al concepto dos veces. Sin embargo el concepto renace, porque no es una función científica, y porque no es una proposición lógica: no pertenece a ningún sistema discursivo, carece de referencia. El concepto se muestra, y no hace más que mostrarse. Los conceptos son en efecto monstruos que renacen de sus ruinas.
La propia lógica permite a veces que los conceptos filosóficos renazcan, ¿pero bajo qué forma y en qué estado? Como los conceptos en general han hallado un estatuto seudocientífico en las funciones científicas y lógicas, la filosofía recibe como legado conceptos de tercera zona, que no son tributarios del número y que ya no constituyen conjuntos bien definidos, bien circunscritos, relacionables con unas mezclas asignables como estados de cosas fisicomatemáticos. Se trata más bien de conjuntos imprecisos o vagos, meros agregados de percepciones y de afecciones, que se forman en la vivencia en tanto que inmanente a un sujeto, a una conciencia. Se trata de multiplicidades cualitativas o intensivas, como lo «rojo», lo «calvo», en las que no se puede decidir si determinados elementos pertenecen al conjunto o no. Estos conjuntos vivenciales se expresan en una tercera especie de prospectos, ya no enunciados científicos o proposiciones lógicas, sino puras y meras opiniones del sujeto, evaluaciones subjetivas o preferencias de gustos: eso ya es rojo, está casi calvo… Sin embargo, ni siquiera para un enemigo de la filosofía, no es en estos juicios empíricos donde puede encontrarse inmediatamente el amparo de los conceptos filosóficos. Hay que extraer unas funciones de las que estos conjuntos imprecisos, estos contenidos vivenciales, son únicamente las variables. Y, en este punto, nos encontramos ante una alternativa: o bien, por un lado, se conseguirá reconstituir para estas variables unas funciones científicas o lógicas que harán definitivamente inútil recurrir a conceptos fi-
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losóficos;1 o bien, por el otro, habrá que inventar un nuevo tipo de función propiamente filosófica, tercera zona en la que curiosamente todo parece invertirse, puesto que tendrá que encargarse de sostener a las otras dos.
Si el mundo de la vivencia es como la tierra que debe fundar o sostener la ciencia y la lógica de los estados de cosas, resulta claro que hacen falta unos conceptos aparentemente filosóficos para llevar a cabo esta primera fundación. El concepto filosófico requiere entonces una «pertenencia» a un sujeto, y ya no una pertenencia a un conjunto. No porque el concepto filosófico se confunda con la mera vivencia, incluso definido como una multiplicidad de fusión, o como inmanencia de un flujo al sujeto; la vivencia sólo proporciona variables, mientras que los conceptos tienen todavía que definir auténticas funciones. Estas funciones sólo tendrán referencia con la vivencia, como las funciones científicas con los estados de cosas. Los conceptos filosóficos serán funciones de la vivencia, como los conceptos científicos son funciones de estados de cosas; pero ahora el orden o la derivación cambian de sentido puesto que estas funciones de la vivencia se convierten en primeras. Se trata de una lógica trascendental (también puede llamársela dialéctica), que asume la tierra y todo lo que ésta comporta, y que sirve de suelo primordial para la lógica formal y las ciencias regionales derivadas. Será por lo tanto necesario que en el propio seno de la inmanencia de la vivencia a un sujeto se descubran actos de trascendencia de este sujeto capaces de constituir las nuevas funciones de variables o las referencias conceptuales: el sujeto, en este sentido, ya no es solipsista y empírico, sino trascendental. Ya hemos visto que Kant había empezado a realizar esta tarea, mostrando cómo los conceptos filosóficos se referían necesariamente a la experiencia vivida a través de proposiciones o juicio a priori como funciones de un todo de la experiencia posible. Pero quien llega hasta el fi-
1. Por ejemplo, se introducen grados de verdad entre lo verdadero y lo falso (1 y O) que no son probabilidades pero que efectúan una especie de fractalización de las crestas de verdad y de los valles de falsedad, de tal modo que los conjuntos imprecisos vuelven a ser numéricos, pero con un número fraccionario entre O y 1. Con la condición no obstante de que el conjunto impreciso sea el subconjunto de un conjunto normal, que remita a una función regular. Cf. Arnold Kaufmann, Introduction a la théorie de sous-ensembles flous, Ed. Masson. Y Pascal Engel, La forme de vrai, Gallimard, que dedica un capítulo a lo «vago».
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nal es Husserl, descubriendo, en las multiplicidades no numéricas o en los conjuntos fusionales inmanentes perceptivo-afectivos, la triple raíz de los actos de trascendencia (pensamiento) a través de los cuales el sujeto constituye primero un mundo sensible poblado de objetos, después un mundo intersubjetivo poblado por otros seres, y por último un mundo ideal común que poblarán las formaciones científicas, matemáticas y lógica. Los numerosos conceptos fenomenológicos o filosóficos (tales como «el ser en el mundo», «la carne», «la idealidad», etc.) serán la expresión de estos actos. No se trata únicamente de vivencias inmanentes al sujeto solipsista, sino de las referencias del sujeto trascendental a la vivencia; no se trata de variables perceptivo-afectivas, sino de las grandes funciones que encuentran en estas variables su recorrido respectivo de verdad. No se trata de conjuntos imprecisos o vagos, de subconjuntos, sino de totalizaciones que exceden cualquier potencia de los conjuntos. No son sólo juicios u opiniones empíricas, sino protocreencias, Urdoxa, opiniones originarias como proposiciones.’ No son los contenidos sucesivos del flujo de inmanencia, sino los actos de trascendencia que lo atraviesan y lo arrastran determinando las «significaciones» de la totalidad potencial de la vivencia. El concepto como significación es todo esto a la vez, inmanencia de la vivencia del sujeto, acto de trascendencia del sujeto respecto a las variaciones de la vivencia, totalización de la vivencia o función de estos actos. Diríase que los conceptos filosóficos sólo se salvan aceptando convertirse en funciones especiales, y desnaturalizando la inmanencia que todavía necesitan: como la inmanencia ya no es más que la de la vivencia, ésta es forzosamente inmanencia a un sujeto, cuyos actos (funciones) serán los conceptos relativos a esta vivencia -como ya hemos visto siguiendo la prolongada desnaturalización del plano de inmanencia.
1. Respecto a las tres trascendencias que aparecen en el campo de inmanencia, la primordial, la intersubjetiva y la objetiva, cf. Husserl, Méditations cartésiennes, Ed. Vrin, especialmente los párrafos 55-56. (Hay versión española:
Meditaciones cartesianas, Madrid: Tecnos, 1986.) Respecto a la Urdoxa, Idées
directrices pour une phénoménologie, Gallimard, especialmente los párrafos 103-104 (hay versión española: Ideas relativas a una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica, Madrid: FCE, 1985); Experience et jugement, RUT.
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Por muy peligroso que resulte para la filosofía depender de la generosidad de los lógicos, o de sus arrepentimientos, cabe preguntarse si no se puede encontrar un equilibrio precario entre los conceptos científico-lógicos y los conceptos fenomenológicos-filosóficos. Gilles-Gaston Granger pudo proponer de este modo una división en la que el concepto, como estaba determinado primero como función científica y lógica, deja sin embargo un lugar de tercera zona, aunque autónomo, a unas funciones filosóficas, funciones o significaciones de la vivencia como totalidad virtual (los conjuntos imprecisos parecen asumir un papel de bisagra entre ambas formas de conceptos).’ Así pues, la ciencia se ha arrogado el concepto, pero hay de todos modos conceptos no científicos, soportables a dosis homeopáticas, es decir fenomenológicas, de donde proceden los más asombrosos híbridos, que vemos surgir en la actualidad, de frego-husserlianismo o incluso de wittgensteino-heideggerianismo. ¿No se trataba acaso de la misma situación de la filosofía que ya se venía prolongando desde hacía mucho en Estados Unidos, con un enorme departamento de lógica y uno diminuto de fenomenología, aunque ambos bandos anduvieran las más de las veces a la greña? Es como el paté de alondra, pero la parte de la alondra fenomenológica ni siquiera es la más exquisita, es la que el caballo lógico concede a veces a la filosofía. Es más bien como el rinoceronte y el pájaro que vive de sus parásitos.
Se trata de una inacabable retahíla de malentendidos sobre el concepto. Bien es verdad que el concepto es impreciso, vago, pero no porque carezca de contornos: es porque es errabundo, no discursivo, en movimiento sobre un plano de inmanencia. Es intencional o modular no porque tenga unas condiciones de referencia, sino porque se compone de variaciones inseparables que pasan por zonas de indiscernibilidad y cambian
1. G.-G. Granger, Pour la connaissance philosophique, caps. Vi y VII. El conocimiento del concepto filosófico se reduce a la referencia a la vivencia, en la medida en que esta referencia lo constituye como «totalidad virtual», lo cual implica un sujeto trascendental, y Granger no parece otorgar a «virtual» más sentido que el sentido kantiano de un todo de la experiencia posible (págs. 174-175). Obsérvese el papel hipotético que Granger confiere a los ((conceptos imprecisos» al pasar de los conceptos científicos a los conceptos filosóficos.
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su contorno. No hay referencia en absoluto, ni a la vivencia ni a los estados de cosas, sino una consistencia definida por sus componentes internos: el concepto, ni denotación de estado de cosas ni significación de la vivencia, es el acontecimiento como mero sentido que recorre inmediatamente los componentes. No hay número, ni entero ni fraccionario, para contar las cosas que presentan sus propiedades, sino una cifra que condensa, acumula sus componentes recorridos y sobrevolados. El concepto es una forma o una fuerza, pero jamás una función en ningún sentido posible. Resumiendo, el único concepto es filosófico en el plano de inmanencia, y las funciones científicas o las proposiciones lógicas no son conceptos.
Los prospectos designan en primer lugar los elementos de la proposición (función proposicional, variables, valor de verdad…), pero también los tipos diversos de proposiciones o modalidades del juicio. Si se confunde el concepto filosófico con una función o una proposición, no será bajo una especie científica o incluso lógica, sino por analogía, como una función de la vivencia o una proposición de opinión (tercer tipo). Entonces hay que producir un concepto que dé cuenta de esta situación: lo que la opinión propone es una relación determinada entre una percepción exterior como estado de un sujeto y una afección interior como paso de un estado a otro (exo y endorreferencia). Tomamos una cualidad supuestamente común a varios objetos que percibimos, y una afección supuestamente común a varios sujetos que la experimentan y que aprehenden con nosotros esta cualidad. La opinión es la regla de correspondencia de una a otra, es una función o una proposición cuyos argumentos son percepciones y afecciones, en este sentido función de la vivencia. Por ejemplo, aprehendemos una cualidad perceptiva común a los gatos, o a los perros, y un sentimiento determinado que nos hace amar, u odiar, a unos o a otros: para un grupo de objetos, pueden tomarse muchas cualidades diversas, y formar muchos grupos de sujetos muy diferentes, atractivos o repulsivos (sociedad» de quienes aman a los gatos, o de quienes los odian…), de tal modo que las opiniones son esencialmente el objeto de una lucha o de un intercambio. Es la concepción popular y democrática occidental de la filosofía, en la que ésta se propone proporcionar temas de conversación agra-
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dables o agresivos para las cenas en casa del señor Rorthy.* Las opiniones rivalizan durante el banquete, ¿no es acaso la eterna Atenas, nuestra manera de seguir siendo griegos? Los tres caracteres que remitían la filosofía a la ciudad griega eran precisamente la sociedad de los amigos, la mesa de inmanencia y las opiniones que se enfrentan. Cabe objetar que los filósofos griegos jamás dejaron de poner en tela de juicio la doxa, y de oponerle una episteme como único saber adecuado para la filosofía. Pero se trata de un asunto harto embrollado, y como los filósofos sólo son amigos y no sabios, mucho les cuesta abandonar la doxa.
La doxa es un tipo de proposición que se presenta de la manera siguiente: dada un situación vivida perceptivo-afectiva (por ejemplo, se sirve queso en la mesa del banquete), alguien extrae una cualidad pura (por ejemplo, el olor apestoso); pero al mismo tiempo que abstrae esta cualidad, él mismo se identifica con un sujeto genérico que experimenta una afección común (la sociedad de quienes odian el queso, que rivaliza en este sentido con aquellos a quienes les gusta, las más de las veces en función de otra cualidad). Así pues, la «discusión» trata de la elección de la cualidad perceptiva abstracta, y de la potencia del sujeto genérico afectado. Por ejemplo, odiar el queso ¿significa privarse de ser un sibarita? Pero «sibarita» ¿es acaso una afección genéricamente envidiable? ¿No habría que decir acaso que aquellos a quienes les gusta el queso, y todos los sibaritas, apestan ellos mismos? A menos que sean los enemigos del queso quienes apesten. Ocurre como con el chiste que contaba Hegel, de la tendera a la que le dicen: «Sus huevos están podridos, vieja», y que responde: «Podrido estará usted, y su madre, y su abuela»: la opinión es un pensamiento abstracto, y el insulto desempeña un papel eficaz en esta abstracción, porque la opinión expresa las funciones generales de unos estados particulares.’ Extrae de la percepción una cualidad abstracta y de la afección una potencia general: toda opinión ya es política en este sentido. Por este motivo tantas discusiones pueden enunciarse del modo siguiente: «Yo, como hom-
* Se refiere a Richard Rorty, filósofo norteamericano neopragmaticista que concibe el contraste de ideas en la filosofía como una conversación. (N. del T.)
1. Sobre el pensamiento abstracto y el juicio popular, cf. el texto breve de Hegel ¿Quién piensa abstracto? (Samtliche Werke, XX, págs. 445-450).
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bre, estimo que todas las mujeres son infieles», «Yo, como mujer, pienso que los hombres son unos mentirosos».
La opinión es un pensamiento que se ciñe estrechamente a la forma de la recognición: recognición de una cualidad en la percepción (contemplación), recognición de un grupo en la afección (reflexión), recognición de un rival en la posibilidad de otros grupos y de otras cualidades (comunicación). Otorga a la recognición de lo verdadero una extensión y unos criterios que por naturaleza son los de una «ortodoxia»: será verdad una opinión que coincida con la del grupo al que se pertenece cuando se la dice, cosa que queda manifiesta en determinados concursos: tiene usted que decir su opinión, pero usted «gana» (dice la verdad) siempre y cuando haya dicho lo mismo que la mayoría de los que participan en el concurso. La opinión en su esencia es voluntad de mayoría, y habla ya en nombre de una mayoría. Incluso el hombre de la «paradoja» sólo se expresa con tantos guiños, y con tanta estúpida seguridad en sí mismo, porque pretende expresar la opinión secreta de todo el mundo, y ser el portavoz de lo que los demás no se atreven a decir. Y eso que tan sólo se trata del primer paso del reino de la opinión: ésta triunfa cuando la cualidad escogida deja de ser la condición de constitución de un grupo, y no es más que la imagen o la «marca» de un grupo constituido que determina él mismo el modelo perceptivo y afectivo, la cualidad y la afección que cada cual tiene que adquirir. Entonces el marketing se presenta como el concepto mismo: (
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EJEMPLO XI
¿Qué tiene que ver esta situación con los griegos? Se suele decir, desde Platón, que los griegos oponen la filosofía como saber que todavía incluye las ciencias, y la opinión-doxa, que ellos remiten a los sofistas y a los retóricos. Pero nosotros hemos aprendido que no se trataba de una simple oposición tan clara. ¿Cómo iban los filósofos a poseer el saber, ellos que no pueden ni quieren restaurar el saber de los sabios, y que únicamente son amigos? ¿Y cómo iba a ser la opinión totalmente asunto de los sofistas ya que ésta recibe un valor-de-verdad?
Además, parece efectivamente que los griegos tenían una idea de la ciencia bastante clara que no se confundía con la filosofía: se trataba de un conocimiento de la causa y de la definición, ya entonces de una especie de función. Entonces, el problema se reducía a: ¿cómo se puede llegar a las definiciones, a estas premisas del silogismo científico o lógico? Pues gracias a la dialéctica: una investigación que tendía, sobre un tema dado, a determinar entre las opiniones cuáles eran las más verosímiles por la cualidad que extraían, las más sabias por los sujetos que las proferían. Incluso en Aristóteles, la dialéctica de las opiniones era necesaria para determinar las proposiciones científicas posibles, y en Platón la «opinión verdadera» era el requisito del saber y de las ciencias. Parménides ya no planteaba el saber y la opinión como dos vías disyuntivas.' Demócratas o no, los griegos oponían menos el saber y la opinión de lo que se debatían entre las opiniones, y de lo que se oponían unos a otros, de lo que rivalizaban unos con otros en el elemento de la mera opinión. Lo que los filósofos reprochaban a los sofistas consistía menos en atenerse a la doxa que en elegir equivocadamente la cualidad que había que extraer de las percepciones y el sujeto genérico que había que sacar de las afecciones, de tal modo que los sofistas no podían alcanzar lo que había de «verdadero» en una opinión: permanecían prisioneros de las variaciones de la vivencia. Los filósofos reprochaban a los sofistas que se atuviesen a cualquier cualidad sensible, en relación con un hom-
1. Marcel Detienne pone de manifiesto que los filósofos apelan a un saber que no se confunde con la antigua sabiduría, y a una opinión que no se confunde con la de los sofistas: Les maItres de vérite dans la Grèce archaique, Ed. Maspero, cap. VI, págs. 131 y siguientes. (Hay versión española: Los maestros de la verdad en la Grecia antigua, Madrid: Taurus, 1981.)
2. Cf. el famoso análisis de Heidegger y de Beaufret (Le poeme de Parménide, PUF., págs. 31-34).
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bre individual, o en relación con el-genero humano, o en relación con el nomos de la ciudad (tres interpretaciones del Hombre como potencia, o «medida de todas las cosas»). Pero ellos, los filósofos platónicos, tenían una respuesta extraordinaria que les permitía, eso pensaban, seleccionar las opiniones. Había que elegir la cualidad que era como el despliegue de lo Bello en una situación vivencial determinada, y tomar como sujeto genérico al Hombre inspirado por el Bien. Las cosas tenían que desplegarse dentro de lo bello, y sus usuarios que inspirarse en el bien para que la opinión alcanzara lo Verdadero. No era fácil en cada caso. Lo bello en la Naturaleza y el bien en las mentes eran lo que iba a definir la filosofía como función de la vida variable. Así, la filosofía griega es el momento de lo bello; lo bello y el bien son las funciones cuyo valor de verdad es la opinión. Había que llevar la percepción hasta la belleza de lo percibido (dokounta) y la afección hasta la prueba del bien (dokimôs) para alcanzar la opinión verdadera: ésta ya no sería la opinión cambiante y arbitraria, sino una opinión originaria, una proto-opinión que nos remitiría a la patria olvidada del concepto, como en la gran trilogía platónica, el amor del Banquete, el delirio del Fedro, la muerte del Fedón. Por el contrario, allí donde lo sensible se presentara sin belleza, reducido a la ilusión, y la mente sin bien, entregada al mero placer, la propia opinión permanecería sofística y falsa -el queso tal vez, el barro, el pelo...-. No obstante, ¿acaso esta búsqueda apasionada de la opinión verdadera no conduce a los platónicos a una aporía, la misma que se expresa en el diálogo más sorprendente, el Teeteto? Es necesario que el saber sea trascendente, que se sume a la opinión y se distinga de ella para convertirla en verdadera, pero también es necesario que sea inmanente para que la opinión sea verdad como opinión. La filosofía griega sigue todavía ligada a esta antigua Sabiduría siempre dispuesta a volver a desplegar su trascendencia, a pesar de que ya no conserve de ella más que la amistad, la afección. Hace falta la inmanencia, pero que sea inmanente a algo trascendente, la idealidad. Lo bello y el bien siempre nos reconducen a la trascendencia. Es como si la opinión verdadera todavía reclamara un saber que sin embargo ha destituido.
¿No vuelve a iniciar acaso la fenomenología una tentativa análoga? Pues también ella va en busca de opiniones originarias que nos vinculen al mundo como a nuestra patria (Tierra). Y necesita lo bello y el bien para que éstas no se confundan con la opinión empírica variable, y para que la percepción y la afección alcancen
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su valor de verdad: se trata esta vez de lo bello en el arte y de la constitución de la humanidad en la historia. La fenomenología necesita al arte como la lógica a la ciencia; Erwin Strauss, Merleau-Ponty o Maldiney necesitan de Cézanne o de la pintura china. La vivencia no convierte al concepto en otra cosa que en una opinión empírica como tipo psicosociológico. Es necesario por lo tanto que la inmanencia de lo vivido a un sujeto trascendental convierta la opinión en una proto-opinión en cuya constitución entran el arte y la cultura, y que se expresa como un acto de trascendencia de este sujeto en lo vivido (comunicación), de tal modo que forme una comunidad de los amigos. Pero el sujeto trascendental husserliano, ¿no oculta acaso al hombre europeo cuyo privilegio consiste en «europeizar» sin cesar, como el griego «helenizaba», es decir en superar los límites de las demás culturas conservadas como tipos psicosociales? ¿No nos encontramos entonces reconducidos a la mera opinión del Capitalista medio, el gran Superior, el Ulises moderno cuyas percepciones son tópicos, y cuyas afecciones son marcas, en un mundo de comunicación convertido en marketing, del que ni tan sólo Cézanne o Van Gogh pueden escapar? La distinción entre lo originario y lo derivado no basta por sí misma para hacernos salir del mero dominio de la opinión, y la Urdoxa no nos eleva hasta el concepto. Como en la aporía platónica, jamás la fenomenología ha tenido tanta necesidad de una sabiduría superior, de una «ciencia rigurosa», como cuando nos invitaba sin embargo a renunciar a ella. La fenomenología pretendía renovar nuestros conceptos, dándonos percepciones y afecciones que nos hicieran nacer al mundo: no como bebés o como homínidos, sino como seres de derecho cuyas proto-opiniones serían los cimientos de este mundo. Pero no se lucha contra los tópicos perceptivos y afectivos si no se lucha también contra la maquinaria que los produce. Invocando la vivencia primordial, haciendo de la inmanencia una inmanencia a un sujeto, la fenomenología no podía impedir que el sujeto formara únicamente unas opiniones que ya elaborarían el tópico a partir de las nuevas percepciones y afecciones prometidas. Seguiríamos evolucionando dentro de la forma de la recognición; invocaríamos el arte, pero sin llegar jamás a los conceptos capaces de enfrentarse al afecto y al percepto artísticos. Los griegos con sus ciudades y la fenomenología con nuestras sociedades occidentales tienen probablemente razón al considerar la opinión como una de las condiciones de la filosofía. Pero ¿encontrará la filosofía la vía que lleva al concepto invocando el arte como el medio de profundizar la opinión, y
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de descubrir opiniones originarias, o bien hay que darle la vuelta a la opinión con el arte, elevarla al movimiento infinito que la sustituye precisamente por el concepto?
La confusión del concepto con la función resulta devastadora para el concepto filosófico en varios aspectos. Convierte a la ciencia en el concepto por excelencia, que se expresa en la proposición científica (el primer prospecto). Sustituye el concepto filosófico por un concepto lógico, que se expresa en las proposiciones de hecho (segundo prospecto). Deja al concepto filosófico una parte reducida o degenerada, que éste se gana a pulso en el dominio de la opinión (tercer prospecto), sacando partido de su amistad con una sabiduría superior o una ciencia rigurosa. Pero el concepto no tiene cabida en ninguno de estos tres sistemas discursivos. El concepto no es una función de la vivencia, como tampoco es una función científica o lógica. La irreductibilidad de los conceptos a las funciones sólo se descubre cuando, en vez de confrontarlos de forma indeterminada, se compara lo que constituye la referencia de éstas con lo que hace la consistencia de aquéllos. Los estados de cosas, los objetos o cuerpos, los estados vividos forman las referencias de función, mientras que los acontecimientos constituyen la consistencia de concepto. Estos son los términos que hay que considerar desde el punto de vista de una reducción posible.
EJEMPLO XII
Éste es el tipo de comparación que parece corresponder a la investigación emprendida por Badiou, particularmente interesante en el pensamiento contemporáneo. Se propone escalonar en una línea ascendente una serie de factores que van de las funciones a los conceptos. Parte de una base, neutralizada tanto respecto a los conceptos como a las funciones: una multiplicidad cualquiera presentada como Conjunto elevable al infinito. La primera instancia es la situación, cuando el conjunto se refiere a unos elementos que son sin duda multiplicidades, pero que están sometidos a un régimen del «cuenta por uno» (cuerpos u objetos, unidades de la situación). En segundo lugar, los estados de situación son los subconjuntos, siempre en exceso respecto a los elementos del conjunto o a los objetos
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de la situación; pero este exceso del estado ya no se deja jerarquizar como en Cantor, es «inasignable», siguiendo una «línea de errancia», conforme al desarrollo de la teoría de los conjuntos. Sin olvidar que tiene que ser re-presentado en la situación, esta vez como «indiscernible» al mismo tiempo que la situación se vuelve casi completa: la línea de errancia forma aquí cuatro figuras, cuatro bucles como funciones genéricas (científica, artística, política o dóxica, amorosa o vivida), a las que corresponden unas producciones de «verdades». Pero tal vez se llegue entonces a una conversión de inmanencia de la situación, conversión del exceso al vacío que va a introducir de nuevo lo trascendente: es el emplazamiento del acontecimiento (site événementiel), que se sitúa al borde del vacío en la situación, y que ya no comporta unidades, sino singularidades como elementos que dependen de las funciones anteriores. Finalmente surge (o desaparece) el propio acontecimiento, menos como una singularidad que como un punto aleatorio separado que se suma o se resta al emplazamiento, en la trascendencia del vacío o en LA verdad como vacío, sin que quepa decidir respecto a la pertenencia del acontecimiento a la situación en la que se halla su emplazamiento (lo indecidible). Tal vez, por el contrario, haya una intervención como una tirada de dados sobre el emplazamiento que califica el acontecimiento y hace que entre en la situación, una potencia de «hacer» el acontecimiento. Y es que el acontecimiento es el concepto, o la filosofía como concepto, que se distingue de las cuatro funciones anteriores, a pesar de que reciba de ellas unas condiciones, y se las imponga a su vez -que el arte sea fundamentalmente «poema», y la ciencia, conjuntista, y que el amor sea el inconsciente de Lacan, y que la política se sustraiga a la opinión-doxa.1
Partiendo de una base neutralizada, el conjunto, que señala una multiplicidad cualquiera, Badiou establece una línea, única a pesar de ser muy compleja, sobre la cual las funciones y el concepto van a ir escalonándose, éste por encima de aquéllas: así pues la filosofía parece flotar dentro de una trascendencia vacía, concepto incondicionado que encuentra en las funciones la totalidad de sus condiciones genéricas (ciencia, poesía, política y amor). No nos encontramos, bajo la apariencia de lo múltiple, ante el retorno a una vieja concepción de la filosofía superior? Nos parece que la teoría de las
1. Alain Badiou, L'être et l'événement, y Manfeste pour la philosophie, Ed. du Seuil. La teoría de Badiou es muy compleja; tememos haberla sometido a unas simplificaciones excesivas.
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multiplicidades no resiste la hipótesis de una multiplicidad cualquiera (hasta las matemáticas están hartas del conjuntismo). Las multiplicidades, se requieren por lo menos dos, dos tipos, desde el principio. Y no porque el dualismo tenga más valor que la unidad; pero la multiplicidad es precisamente lo que ocurre entre ambos. Así, ambos tipos no estarán ciertamente uno encima de otro, sino uno junto a otro, uno contra otro, cara a cara o espalda contra espalda. Las funciones y los conceptos, los estados de cosas actuales y los acontecimientos virtuales son dos tipos de multiplicidades que no se distribuyen sobre una línea de errancia, sino que se refieren a dos vectores que se cruzan, uno en función del cual los estados de cosas actualizan los acontecimientos, y el otro según el cual los acontecimientos absorben (o mejor aún adsorben) los estados de cosas.
Los estados de cosas salen del caos virtual bajo unas condiciones constituidas por el límite (referencia): son actualidades, aunque todavía no sean cuerpos ni tan sólo cosas, unidades o conjuntos. Son masas de variables independientes, partículas-trayectorias o signos-velocidades. Son mezclas. Estas variables determinan unas singularidades, en la medida en que entran en unas coordenadas, y se encuentran cogidas en unas relaciones según las cuales una de ellas depende de un gran número de otras, o inversamente muchas de ellas dependen de una. A un estado de cosas semejante se encuentra asociada una potencia (la importancia de la fórmula leibniziana mv2 se debe a que introduce una potencia en el estado de cosas). Ocurre que el estado de cosas actualiza una virtualidad caótica arrastrando con él un espacio que, sin duda, ha dejado de ser virtual, pero responde todavía a su origen y sirve de correlato propiamente indispensable al estado. Por ejemplo, en la actualidad del núcleo atómico, el nucleón todavía está cerca del caos y se encuentra rodeado por una nube de partículas virtuales emitidas y reabsorbidas constantemente; pero, a un nivel más extremo de la actualización, el electrón está relacionado con un fotón potencial que interactúa sobre el nucleón para formar un estado nuevo de la materia nuclear. No se puede separar un estado de cosas de la potencia a través de la cual opera, y sin la que no tendría actividad o evolución (por ejemplo, catálisis). A través de esta potencia puede afrontar accidentes,
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adyunciones, ablaciones o incluso proyecciones, tal como ya vemos en las figuras geométricas; o bien perder y ganar variables, extender singularidades hasta la vecindad de otras nuevas; o bien seguir bifurcaciones que lo transforman; o bien pasar por un espacio de las fases cuyo número de dimensiones aumenta con las variables suplementarias; o bien sobre todo individuar cuerpos en el campo que forma con la potencia. Ninguna de estas operaciones se lleva a cabo sola, todas constituyen «problemas». Y el privilegio de lo vivo consiste en reproducir desde dentro la potencia asociada en la cual actualiza su estado e individualiza su cuerpo. Pero, en cualquier ámbito, el paso de un estado de cosas a un cuerpo por mediación de una potencia, o más bien la división de los cuerpos individuados en el estado de cosas subsistente, representa un momento esencial. Se pasa en este caso de la mezcla a la interacción. Y por último, las interacciones de los cuerpos condicionan una sensibilidad, una proto-perceptibilidad y una proto-afectividad que se expresa ya en los observadores parciales ligados al estado de cosas, aunque sólo completen su actualización en lo vivo. Lo que se llama «percepción» ya no es un estado de cosas, sino un estado del cuerpo en tanto que inducido por otro cuerpo, y «afección» es el paso de este estado a otro en tanto que aumento o disminución del exponente-potencia (potentiel-puissance), bajo la acción de otros cuerpos: ninguno es pasivo, sino que todo es interacción, incluso la gravedad. Esta era la definición que daba Spinoza de la «affectio» y del «affectus» para los cuerpos cogidos en un estado de cosas, y que Whitehead volvía a recuperar cuando hacía de cada cosa una «prehensión» de otras cosas, y del paso de una prehensión a otra un «feeling» positivo o negativo. La interacción se vuelve comunicación. El estado de cosas («público») era la mezcla de los datos actualizados por el mundo en su estado anterior, mientras que los cuerpos son nuevas actualizaciones cuyos estados «privados» dan a su vez estados de cosas para cuerpos nuevos.' Incluso no vivas, o mejor no orgánicas, las cosas tienen una vivencia, porque son percepciones y afecciones.
Cuando la filosofía se compara con la ciencia, suele suceder
1. Cf. Whitehead, Process and Reality, Free Press, págs. 22-26.
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que proponga de ésta una imagen demasiado simple que provoca las carcajadas de los científicos. Sin embargo, aun cuando la filosofía tiene derecho a presentar de la ciencia una imagen carente de valor científico (por conceptos), nada tiene que ganar asignándole unos límites que los científicos superan continuamente en sus procederes más elementales. Así, cuando la filosofía remite a la ciencia a lo «ya hecho», y se queda para sí el «haciéndose», como Bergson o como la fenomenología, especialmente Erwin Strauss, no sólo se corre el riesgo de reducir la filosofía a una mera vivencia, sino que se presenta de la ciencia una mala caricatura: probablemente Paul Klee presenta una visión más acertada cuando dice que, emprendiéndola con lo funcional, las matemáticas y la física toman por objeto la propia formación, y no la forma acabada. Más aún, cuando se comparan las multiplicidades filosóficas y las multiplicidades científicas, las multiplicidades conceptuales y las multiplicidades funcionales, tal vez resulte excesivamente sumario definir estas últimas mediante conjuntos. Los conjuntos, como hemos visto, sólo poseen interés como actualización del límite; dependen de las funciones y no a la inversa, y la función es el verdadero objeto de la ciencia.
En primer lugar, las funciones son funciones de estados de cosas, y constituyen entonces proposiciones científicas en tanto que primer tipo de prospectos: sus argumentos son variables independientes sobre las que se ejercen unas puestas en coordinación y unas potencializaciones que determinan sus relaciones necesarias. En segundo lugar, las funciones son funciones de cosas, objetos o cuerpos individuados, que constituyen proposiciones lógicas. Sus argumentos son términos singulares tomados como átomos lógicos independientes, sobre los que se ejercen descripciones (estado de cosas lógico) que determinan sus predicados. En tercer lugar, las funciones de vivencia tienen como argumentos percepciones y afecciones, y constituyen opiniones (doxa como tercer tipo de prospecto): tenemos opiniones sobre cada cosa que percibimos y que nos afecta, hasta tal punto que las ciencias del hombre pueden ser consideradas como una amplia doxología,
1. Klee, Théorie de l'art modern e, Ed. Gonthier, págs. 48-49. (Hay versión española: Teoría del arte moderno, Buenos Aires, 1971.)
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pero las propias cosas son opiniones genéricas en la medida en que tienen percepciones y afecciones moleculares, en el sentido en el que el organismo más elemental se forma una proto-opinión con respecto al agua, al carbono y a las sales de los que dependen su estado y su potencia. Así es la senda que desciende de lo virtual a los estados de cosas y a las demás actualidades: no nos topamos con conceptos en esta senda, sino con funciones. La ciencia desciende de la virtualidad caótica a los estados de cosas y cuerpos que la actualizan; no obstante, el anhelo de unificarse en un sistema actual ordenado la impulsa menos que un deseo de no alejarse demasiado del caos, de hurgar en las potencias para captar y arrastrar consigo una parte de lo que la obsesiona, el secreto del caos a sus espaldas, la presión de lo virtual.
Ahora bien, si recorremos la línea en sentido inverso, de los estados de cosas a lo virtual, no será la misma línea porque no es el mismo virtual (del mismo modo también se puede descender por ella sin que se confunda con la anterior). Lo virtual ya no es la virtualidad caótica, sino la virtualidad que se ha vuelto consistente, una entidad que se forma en el plano de inmanencia que secciona el caos. Es lo que se llama el Acontecimiento, o la parte en todo lo que se sucede de lo que escapa a su propia actualización. El acontecimiento no es el estado de cosas en absoluto, se actualiza en un estado de cosas, en un cuerpo, en una vivencia, pero tiene una parte tenebrosa y secreta que se resta o se suma a su actualización incesantemente: a la inversa del estado de cosas, no empieza ni acaba, sino que ha adquirido o conservado el movimiento infinito al que da consistencia. Es lo virtual lo que se distingue de lo actual, pero un virtual que ya no es caótico, que se ha vuelto consistente o real en el plano de inmanencia que lo arranca del caos. Real sin ser actual, ideal sin ser abstracto. Diríase que es trascendente porque sobrevuela el estado de cosas, pero la mera inmanencia es lo que le confiere la capacidad de sobrevolarse a sí mismo en sí mismo y en el plano. Lo que es trascendente, tras-descendente, es más bien el estado de cosas en el
1. La ciencia no sólo experimenta la necesidad de ordenar el caos, sino de verlo, de tocarlo, de hacerlo; cf. James Gleick, La théoríe du chaos, Ed. Albin Michel. Gules Chátelet muestra cómo las matemáticas y la física tratan de retener algo de una esfera de lo virtual: Les enjeux du mobile, de próxima publicación.
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que se actualiza, pero, hasta en este estado de cosas, es mera inmanencia de lo que no se actualiza o de lo que permanece indiferente a la actualización, ya que su realidad no depende de ello. El acontecimiento es inmaterial, incorpóreo, invivible: reserva pura. De los dos pensadores que más han profundizado en el acontecimiento, Péguy y Blanchot, uno dice que hay que distinguir, por una parte, entre el estado de cosas, realizado o en potencia de realización, relacionado por lo menos potencialmente con mi cuerpo, conmigo mismo, y, por la otra, el acontecimiento, que su propia realidad no puede realizar, lo interminable que no cesa ni empieza, que no termina ni tampoco sucede, que permanece sin relación conmigo y mi cuerpo sin relación con él, el movimiento infinito, y el otro, entre, por una parte, el estado de cosas a lo largo del cual pasamos, nosotros mismos y nuestro cuerpo, y, por la otra, el acontecimiento en el cual nos hundimos o volvemos a emerger, lo que vuelve a empezar sin jamás haber empezado ni concluido, lo internal inmanente.1
A lo largo de un estado de cosas, incluso nebulosa o flujo, tratamos de aislar unas variables pertenecientes a tal o cual instante, de ver cuándo intervienen en ellas nuevas variables a partir de una potencia, en qué relaciones de dependencia pueden entrar, a través de qué singularidades pasan, qué umbrales superan, qué bifurcaciones toman. Trazamos las funciones del estado de cosas: las diferencias entre lo local y lo global son interiores al dominio de las funciones (por ejemplo, en función de que todas las variables independientes puedan ser eliminadas excepto una). Las diferencias entre lo físico-matemático, lo lógico y la vivencia pertenecen también a las funciones (según que se cojan los cuerpos en las singularidades de estados de cosas, o como términos singulares ellos mismos, o de acuerdo con los umbrales singulares de percepción y de afección de uno a otro). Un sistema actual, un estado de cosas o un ámbito de función se define de todos modos como un tiempo entre dos instantes, o tiempos entre muchos instantes. Por este motivo, cuando Bergson dice que entre dos instantes, por muy próximos que estén, siempre hay
1. Péguy, Cho, Gallimard, págs. 230, 265. Blanchot, L'espace littéraire, Gallimard, págs. 104, 155, 160.
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tiempo, sigue sin salir todavía del ámbito de las funciones y no hace más que introducir un poco de vivencia.
Pero cuando ascendemos hacia lo virtual, cuando nos volvemos hacia la virtualidad que se actualiza en el estado de cosas, descubrimos una realidad completamente distinta en la que ya no tenemos que buscar lo que sucede de un punto a otro, de un instante a otro, porque desborda cualquier función posible. Dicho en lenguaje corriente, que cabe poner en boca de un científico, el acontecimiento «no se preocupa del sitio en el que está, y le importa un comino saber cuánto tiempo hace que lleva existiendo», de tal modo que el arte e incluso la filosofía pueden aprehenderlo mejor que la ciencia.> Ya no resulta que el tiempo está entre dos instantes, sino que el acontecimiento es un entretiempo: el entre-tiempo no es lo eterno, pero tampoco es tiempo, es devenir. El entre-tiempo, el acontecimiento siempre es un tiempo muerto, en el que nada sucede, una espera infinita que ya ha pasado infinitamente, espera y reserva. Este tiempo muerto no viene después de lo que sucede, coexiste con el instante o el tiempo del accidente, pero como la inmensidad del tiempo vacío en el que todavía se lo percibe como venidero y ya pasado, en la extraña indiferencia de una intuición intelectual. Todos los entre-tiempos se superponen, mientras que los tiempos se suceden. En cada acontecimiento hay muchos componentes heterogéneos, siempre simultáneos, puesto que cada uno es un entretiempo, todos en el entre-tiempo que los hace comunicar por zonas de indiscernibilidad, de indecidibilidad: son variaciones, modulaciones, intermezzi, singularidades de un orden nuevo infinito. Cada componente de acontecimiento se actualiza o se efectúa en un instante, y el acontecimiento en el tiempo que transcurre entre estos instantes; pero nada ocurre en la virtualidad que sólo tiene entre-tiempos como componentes y un acontecimiento como devenir compuesto. Nada sucede allí, pero todo deviene, de tal modo que el acontecimiento tiene el privilegio de volver a empezar cuando el tiempo ha transcurrido.2 Nada sucede, y no obs-
1. Gleick, La théorie du chaos, pág. 236.
2. Sobre el entre-tiempo, cf. un artículo muy intenso de Groethuysen, «Acerca de algunos aspectos del tiempo», Recherche5 philo5ophiques, V,
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tante todo cambia, porque el devenir no cesa de pasar una y otra vez por sus componentes y de volver a traer el acontecimiento que se actualiza en otro lugar, en otro momento. Cuando el tiempo pasa y se lleva el instante, siempre hay un entre-tiempo para volver a traer el acontecimiento. Es un concepto que aprehende el acontecimiento, su devenir, sus variaciones inseparables, mientras que una función capta un estado de cosas, un tiempo y unas variables, con sus relaciones según el tiempo. El concepto posee una potencia de repetición, que se distingue de la potencia discursiva de la función. En su producción y su reproducción, el concepto posee la realidad de un virtual, de un incorpóreo, de un impasible, a la inversa de las funciones de estado actual, de las funciones de cuerpo y vivencia. Establecer un concepto no es lo mismo que trazar una función, a pesar de que haya movimiento en ambos lados, a pesar de que haya transformaciones y creaciones tanto en un caso como en el otro. Los dos tipos de multiplicidades se entrecruzan.
El acontecimiento sin duda no se compone sólo de variaciones inseparables, él mismo es inseparable del estado de cosas, de los cuerpos y de la vivencia en los que se actualiza o se efectúa. Pero también se dirá lo contrario: tampoco el estado de cosas es separable del acontecimiento que desborda no obstante su actualización por todas partes. Tanto hay que retroceder hasta el acontecimiento que da su consistencia virtual al concepto como hay que descender hasta el estado de cosas actual que da sus referencias a la función. De todo lo que un sujeto puede vivir, del cuerpo que le pertenece, de los cuerpos y objetos que se distinguen del suyo, y del estado de cosas o del campo fisicomatemático que los determinan, se desprende un vaho que no se les parece, y que toma el campo de batalla, la batalla y la herida como los componentes o variaciones de un acontecimiento puro, en el que únicamente subsiste una alusión a lo que concierne a nuestros estados. La filosofía como gigantesca alusión. Se actualiza o se efectúa el acontecimiento cada vez que se lo introduce, deliberadamente o no, en un
1935-1936: «Todo acontecimiento está por así decirlo en el tiempo en el que no ocurre nada…» Toda la obra novelesca de Lernet-Holonia transcurre en entretiempos.
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estado de cosas, pero se lo contra-efectúa cada vez que se lo abstrae de los estados de cosas para extraer de él un concepto. Hay una dignidad del acontecimiento que siempre ha sido inseparable de la filosofía como «amor fati»: igualarse con el acontecimiento, o volverse hijo de los propios acontecimientos: «Mi herida existía antes que yo, he nacido para encarnarla.»1 He nacido para encarnarla como acontecimiento porque he sabido desencarnarla como estado de cosas o situación vivida. No hay más ética que el amor fati de la filosofía. La filosofía siempre es entre-tiempo. Al que contra-efectúa el acontecimiento, Mallarmé lo llamaba el Mimo, porque esquiva el estado de cosas y «se limita a una alusión perpetua sin romper el hielo».2 Semejante mimo no reproduce el estado de cosas, como tampoco imita la vivencia, no da una imagen sino que construye el concepto. No busca la función de lo que sucede, sino que extrae el acontecimiento o la parte de lo que no se deja actualizar, la realidad del concepto. No desear lo que ocurre, con esta falsa voluntad que se queja y se defiende, y que se pierde en la mímica, sino llevar la queja y la furia hasta el punto en el que se vuelven contra lo que ocurre, para establecer el acontecimiento, extraerlo, sacarlo en el concepto vivo. La filosofía no tiene más objetivo que volverse digna del acontecimiento, y quien contra-efectúa el acontecimiento es precisamente el personaje conceptual. Mimo es un nombre ambiguo. El es el personaje conceptual efectuando el movimiento infinito. Desear la guerra contra las guerras futuras y pasadas, la agonía contra todas las muertes, y la herida contra todas las cicatrices, en nombre del devenir y no de lo eterno: únicamente en este sentido el concepto agrupa.
Se desciende de los virtuales a los estados de cosas actuales, se sube de los estados de cosas a los virtuales, sin poder aislarlos unos de otros. Pero de este modo no se sube y se desciende por la misma línea: la actualización y la contra-efectuación no son dos segmentos de la misma línea, sino líneas diferentes. Si nos atenemos a las funciones científicas de estados de cosas, diremos que no se dejan aislar de un virtual que actualizan, sino que este
1. Joe Bousquet, Les Capitales, Le Cerele du livre, pág. 103.
2. Mallarmé, «Mímica», Euvres, La Pléiade, pág. 310.
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virtual se presenta primero como una nebulosa o una niebla, o incluso como un caos, una virtualidad caótica antes que como la realidad de un acontecimiento ordenado en el concepto. Por este motivo, para la ciencia, a menudo la filosofía parece recubrir un mero caos, que impulsa a ésta a decirle: sólo tenéis elección entre el caos y yo, la ciencia. La línea de actualidad establece un plano de referencia que secciona el caos: saca de él unos estados de cosas que, ciertamente, actualizan también en sus coordenadas los acontecimientos virtuales, pero sólo conservan de ellos unos potenciales ya en vías de actualización, que forman parte de las funciones. Inversamente, si consideramos los conceptos filosóficos de acontecimientos, su virtualidad remite al caos, pero en un plano de inmanencia que lo secciona a su vez, y del que sólo extrae la consistencia o realidad de lo virtual. En cuanto a los estados de cosas demasiado densos, resultan sin duda adsorbidos, contra-efectuados por el acontecimiento, pero sólo encontramos alusiones a él en el plano de inmanencia y en el acontecimiento. Por lo tanto ambas líneas son inseparables pero independientes, cada una completa en sí misma: son como los envoltorios de dos planos tan diversos. La filosofía sólo puede hablar de la ciencia por alusión, y la ciencia sólo puede hablar de la filosofía como de una nube. Si ambas líneas son inseparables, es en su suficiencia respectiva, y los conceptos filosóficos intervienen tan poco en la constitución de las funciones científicas como las funciones intervienen en la de los conceptos. Es en su plena madurez, y no en el proceso de su constitución, cuando los conceptos y las funciones se cruzan necesariamente, en tanto que cada cual sólo está creado por sus propios medios, en cada caso un plano, unos elementos, unos agentes. Por este motivo siempre resulta nefasto que los científicos hagan filosofía sin medios realmente filosóficos o que los filósofos hagan ciencia sin medios efectivamente científicos (no hemos pretendido hacerlo).
El concepto no reflexiona sobre la función, como tampoco la función se aplica al concepto. Concepto y función deben cruzarse, cada cual según su línea. Las funciones riemannianas de espacio, por ejemplo, nada nos dicen de un concepto de espacio riemanniano propio de la filosofía. En la medida en que la filosofía es apta para crearlo, tendremos el concepto de una función.
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De igual modo, el número irracional se define por una función como límite común de dos series de racionales de las cuales una no tiene máximo, o la otra no tiene mínimo; el concepto, por el contrario, no remite a series de números sino a sucesiones de ideas que vuelven a encadenarse por encima de un hueco (en vez de encadenarse por prolongación). Cabe asimilar la muerte a un estado de cosas científicamente determinable, como función de variables independientes, o como función de estado vivido, pero también se presenta como un mero acontecimiento cuyas variaciones son coextensivas a la vida: ambos aspectos muy diferentes se encuentran en Bichat. Goethe construye un concepto de color grandioso, con las variaciones inseparables de luz y de sombra, las zonas de indiscernibilidad, los procesos de intensificación que ponen de manifiesto hasta qué punto hay también en filosofía experimentaciones, mientras que Newton había construido la función de variables independientes o la frecuencia. Si la filosofía tiene una necesidad fundamental de la ciencia que le es contemporánea, es porque la ciencia topa sin cesar con la posibilidad de conceptos, y porque los conceptos comportan necesariamente alusiones a la ciencia que no son ejemplos, ni aplicaciones, ni siquiera reflexiones. ¿Existen inversamente funciones de conceptos, funciones propiamente científicas? Es como preguntar si la ciencia, como pensamos, necesita del mismo modo e intensamente a la filosofía. Pero sólo los científicos están capacitados para dar respuesta a esta cuestión.
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7. PERCEPTO, AFECTO Y CONCEPTO
El joven sonreirá en el lienzo mientras éste dure. La sangre late debajo de la piel de este rostro de mujer, y el viento mueve una rama, un grupo de hombres se prepara para partir. En una novela o en una película, el joven dejará de sonreír, pero volverá a hacerlo siempre que nos traslademos a tal página o a tal momento. El arte conserva, y es lo único en el mundo que se conserva. Conserva y se conserva en sí (quid juris?), aunque de hecho no dure más que su soporte y sus materiales (quid factil), piedra, lienzo, color químico, etc. La joven conserva la pose que tenía hace cinco mil años, un ademán que ya no depende de lo que hizo. El aire conserva el movimiento, el soplo y la luz que tenía aquel día del año pasado, y ya no depende de quien lo inhalaba aquella mañana. El arte no conserva del mismo modo que la industria, que añade una sustancia para conseguir que la cosa dure. La cosa se ha vuelto desde el principio independiente de su «modelo», pero también lo es de los demás personajes eventuales, que son a su vez ellos mismos cosas-artistas, personajes de pintura que respiran esta atmósfera de pintura. Del mismo modo que también es independiente del espectador o del oyente actuales, que no hacen más que sentirla a posteriori, si poseen la fuerza para ello. ¿Y el creador entonces? La cosa es independiente del creador, por la auto-posición de lo creado que se conserva en sí. Lo que se conserva, la cosa o la obra de arte, es un bloque de sensaciones, es decir un compuesto de perceptos y de afectos.
Los perceptos ya no son percepciones, son independientes de
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un estado de quienes los experimentan; los afectos ya no son sentimientos o afecciones, desbordan la fuerza de aquellos que pasan por ellos. Las sensaciones, perceptos y afectos son seres que valen por sí mismos y exceden cualquier vivencia. Están en la ausencia del hombre, cabe decir, porque el hombre, tal como ha sido cogido por la piedra, sobre el lienzo o a lo largo de palabras, es él mismo un compuesto de perceptos y de afectos. La obra de arte es un ser de sensación, y nada más: existe en sí.
Los acordes son afectos. Consonantes o disonantes, los acordes de tonos o de colores son los afectos de música o de pintura. Rameau destacaba la identidad del acorde y del afecto. El artista crea bloques de perceptos y de afectos, pero la única ley de la creación consiste en que el compuesto se sostenga por sí mismo. Que el artista consiga que se sostenga en pie por sí mismo es lo más difícil. Se requiere a veces una gran dosis de inverosimilitud geométrica, de imperfección física, de anomalía orgánica, desde la perspectiva de un modelo supuesto, desde la perspectiva de las percepciones y de las afecciones experimentadas, pero estos errores sublimes acceden a la necesidad del arte si son los medios internos de sostenerse en pie (o sentado, o tumbado). Hay una posibilidad pictórica que nada tiene que ver con la posibilidad física, y que confiere a las posturas más acrobáticas la fuerza de sostenerse en pie. Por el contrario, hay tantas obras que aspiran a ser arte que no se sostienen en pie ni un instante. Sostenerse en pie por sí mismo no es tener un arriba y un abajo, no es estar derecho (pues hasta las casas se tambalean y se inclinan), sino únicamente es el acto mediante el cual el compuesto de sensaciones creado se conserva en sí mismo. Un monumento, pero el monumento puede caber en unos pocos trazos o en cuatro líneas, como un poema de Emily Dickinson. Del esbozo de un viejo asno derrengado, «qué maravilla!, con dos trazos ya está hecho, pero asentados sobre bases inmutables», en los que la sensación refuerza más aún la evidencia de los muchos años de «trabajo persistente, tenaz y altanero».1 El modo menor
1. Edith Wharton, Les metteurs en scmne, Ed. 10-18, pág. 263. (Se trata de un pintor académico y mundano que renuncia a la pintura tras haber descubierto un pequeño cuadro de uno de sus contemporáneos desconocido: «Y yo, yo no había creado ninguna de mis obras, sencillamente las había adoptado…»)
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en música constituye una prueba tanto más esencial cuanto que plantea al músico el desafío de arrancarlo de sus combinaciones efímeras para volverlo sólido y duradero, autoconservante, incluso en posturas acrobáticas. El sonido ha de estar tan contenido en su extinción como en su producción y desarrollo. A través de su admiración por Pissarro, por Monet, lo que Cézanne reprochaba a los impresionistas era que la mezcla óptica de los colores no bastaba para hacer un compuesto suficientemente «sólido y duradero como el arte de los museos», como «la perpetuidad de la sangre» en Rubens.1 Es una manera de hablar, porque Cézanne no añade nada que pudiera conservar el impresionismo, busca otra solidez, otras bases y otros bloques.
El problema de saber si las drogas ayudan al artista a crear estos seres de sensación, si forman parte de los medios interiores, si nos conducen realmente a las «puertas de la percepción», si nos entregan a los perceptos y los afectos, recibe una respuesta general en la medida en que los compuestos bajo efectos de las drogas resultan las más de las veces extraordinariamente frágiles y desmenuzables, incapaces de conservarse a sí mismos y se deshacen al mismo que tiempo que se hacen o se los contempla. También puede uno admirar los dibujos realizados por niños, o mejor dicho sentirse emocionado: pero muy pocas veces se sostienen, y sólo se asemejan a cuadros de Klee o de Miró cuando no se los contempla detenidamente. Las pinturas de dementes, por el contrario, suelen sostenerse, pero siempre y cuando estén atiborradas y no subsista ningún vacío en ellas. Sin embargo los bloques necesitan bolsas de aire y de vacío, pues hasta el vacío es sensación, cualquier sensación se compone con el vacío componiéndose consigo misma, todo se sostiene en la tierra y en el aire, y conserva el vacío, se conserva en el vacío conservándose a sí mismo. Un lienzo puede estar cubierto del todo, hasta tal punto que ni siquiera el aire pase ya, sólo será una obra de arte siempre y cuando conserve no obstante, como dice el pintor chino, suficientes vacíos para que puedan retozar
1. Conversations avec Cézanne, Ed. Macula (Gasquet), pág. 121.
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en ellos unos caballos (aunque sólo fuera por la variedad de planos). 1
Se pinta, se esculpe, se compone, se escribe con sensaciones. Se pintan, se esculpen, se componen, se escriben sensaciones. Las sensaciones como perceptos no son percepciones que remitirían a un objeto (referencia): si a algo se parecen, es por un parecido producido por sus propios medios, y la sonrisa en el lienzo está hecha únicamente con colores, trazos, sombra y luz. Pues si la similitud puede convertirse en una obsesión para la obra de arte, es porque la sensación sólo se refiere a su material: es el percepto o el afecto del propio material, la sonrisa de óleo, el ademán de terracota, el impulso de metal, lo achaparrado de la piedra románica y lo elevado de la piedra gótica. El material es tan diverso en cada caso (el soporte del lienzo, el agente del pincel o de la brocha, el color en el tubo) que resulta difícil decir dónde empieza y dónde acaba la sensación de hecho; la preparación del lienzo, la huella del pelo del pincel forman evidentemente parte de la sensación, y otras muchas cosas más acá. Cómo iba a poder conservarse la sensación sin un material capaz de durar, y, por muy corto que sea el tiempo, este tiempo es considerado como una duración; veremos cómo el plano del material sube irresistiblemente e invade el plano de composición de las propias sensaciones, hasta formar parte de él o ser indiscernible. Se dice en este sentido que el pintor es pintor, y sólo un pintor, «con el color aprehendido como tal como cuando se lo extrae del tubo, con la huella de todos y cada uno de los pelos del pincel», con ese azul que no es un azul de agua sino «un azul de pintura líquida». Y sin embargo la sensación no es lo mismo que el material, por lo menos por derecho. Lo que por derecho se conserva no es el material, que sólo constituye la condición de hecho, sino, mientras se cumpla esta condición (mientras el lienzo, el color o la piedra no se deshagan en polvo), lo que se conserva en sí es el percepto o el afecto. Aun cuando el material sólo durara unos segundos, daría a la sensación el poder de existir y de conservarse en sí en la eternidad que coexiste con esta breve dura-
1. Cf. François Cheng, Vide et plein, Ed du Seuil, pág. 63 (Cita del pintor Huang Pin-Hung).
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ción. Mientras el material dure, la sensación goza de una eternidad durante esos mismos instantes. La sensación no se realiza en el material sin que el material se traslade por completo a la sensación, al percepto o al afecto. Toda la materia se vuelve expresiva. Es el afecto lo que es metálico, cristalino, pétreo, etc., y la sensación no está coloreada, es coloreante, como dice Cézanne. Por este motivo quien sólo es pintor también es algo más que pintor, porque «hace que surja ante nosotros, sobresaliendo del lienzo fijo», no la similitud, sino la sensación pura «de la flor torturada, del paisaje lacerado por el sable, arado y prensado», devolviendo «el agua de la pintura a la naturaleza».’ Sólo se cambia de un material a otro, como del violín al piano, del pincel a la brocha, del óleo al pastel en tanto en cuanto lo exija el compuesto de sensaciones. Y por muy grande que sea el interés del artista por la ciencia, jamás un compuesto de sensaciones se confundirá con las «mezclas» del material que la ciencia determina en los estados de cosas, como eminentemente pone de manifiesto la «mezcla óptica» de los impresionistas.
La finalidad del arte, con los medios del material, consiste en arrancar el percepto de las percepciones de objeto y de los estados de un sujeto percibiente, en arrancar el afecto de las afecciones como paso de un estado a otro. Extraer un bloque de sensaciones, un mero ser de sensación. Para ello hace falta un método, que varía con cada autor y que forma parte de la obra: basta con comparar a Proust y a Pessoa, en quien la búsqueda de la sensación como ser inventa procedimientos diferentes.2 Los escritores no se encuentran al respecto en una situación diferente de los pintores, de los músicos, de los arquitectos. El material particular de los escritores son las palabras, y la sintaxis, la sintaxis creada que
1. Artaud, Van Gogh, le suicidé de la société, Gallimard, edición a cargo de
Paule Thevenin, págs. 74, 82 (hay versión española: Van Gogh: el suicida de la sociedad, Madrid: Fundamentos, 1983): «Pintor, y sólo pintor, Van Gogh, cogió los medios de la mera pintura y no los superó… pero lo maravilloso es que este pintor que sólo es pintor.., también es entre todos los pintores natos el que más nos hace olvidar que estamos tratando de pintura…»
2. José Gil dedica un capítulo a los procedimientos mediante los cuales Pessoa extrae el percepto a partir de percepciones vividas, particularmente en la «Oda marítima» (Fernando Pessoa ou la métaphysique des sensations, Ed. de la Différence, cap. II).
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sube irresistiblemente en su obra y pasa a la sensación. Para salir e las percepciones vividas no basta evidentemente con la memoria, que sólo invoca percepciones antiguas, ni con una memoria involuntaria que añade la reminiscencia como factor conservante el presente. La memoria interviene muy poco en el arte (incluso sobre todo en Proust). Bien es verdad que toda obra de arte es un monumento, pero el monumento no es en este caso lo que conmemora un pasado, sino un bloque de sensaciones presentes que sólo ellas mismas deben su propia conservación, y otorgan al acontecimiento el compuesto que lo conmemora. El acto del monumento no es la memoria, sino la fabulación. No se escribe con recuerdos de la infancia, sino por bloques de infancia que son devenires-niño del presente. La música está llena de ellos. No hace falta memoria, sino un material complejo que no se encuentra en la memoria, sino en las palabras, en los sonidos: «Memoria, odio.» Sólo se alcanza el percepto o el afecto como seres autónomos y suficientes que ya nada deben a quienes los experimentan o los han experimentado: Combray tal como jamás fue vivido, como jamás es ni será, Combray como catedral o monumento.
Y aun cuando los métodos son muy diferentes, no sólo según las artes sino según cada autor, se puede no obstante caracterizar grandes tipos monumentales, o «variedades» de compuestos de sensación: la vibración que caracteriza la sensación simple (aunque ya es duradera o compuesta, porque sube o baja, implica una diferencia de nivel constitutiva, sigue una cuerda invisible más nerviosa que cerebral); el abrazo o el cuerpo a cuerpo (cuando Los sensaciones resuenan una dentro de la otra entrelazándose tan estrechamente en un cuerpo a cuerpo que tan sólo es ya de energías»); el retraimiento, la división, la distensión (cuando por e1 contrario dos sensaciones se alejan, se aflojan, pero para estar an sólo ya unidas por la luz, el aire o el vacío que penetran entre ellas o dentro de ellas como una cuña, a la vez tan densa y tan ligera que se va extendiendo en todos los sentidos a medida que la distancia crece, y forma un bloque que ya no necesita ningún sostén). Vibrar la sensación, acoplar la sensación, abrir o rendir, vaciar la sensación. La escultura presenta estos tipos casi n estado puro, con sus sensaciones de piedra, de mármol o de neta! que vibran siguiendo el orden de los tiempos fuertes y de
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los tiempos débiles, de las protuberancias y de los huecos, sus poderosos cuerpo a cuerpo que los entrelazan, su disposición de los grandes vacíos de un grupo al otro y dentro de un mismo grupo en el que ya no se puede saber si es la luz, si es el aire lo que esculpe o lo que es esculpido.
La novela ha alcanzado a menudo el percepto: no la percepción de la landa, sino la landa como percepto en Hardy; los perceptos oceánicos de Melville; los perceptos urbanos o los del espejo en Virginia Woolf. El paisaje ve. En general, ¿qué gran escritor no ha sabido crear estos seres de sensación que conservan dentro de sí el momento de un día, el grado de calor de un momento (las colinas de Faulkner, la estepa de Tolstói o la de Chéjov)? El percepto es el paisaje de antes del hombre, en la ausencia del hombre. Pero, en todos estos casos, ¿por qué decirlo así, puesto que el paisaje no es independiente de las percepciones supuestas de los personajes, y, por mediación de ellos, de las percepciones y recuerdos del autor? ¿Y cómo podría existir la ciudad sin el hombre o antes de él, el espejo sin la anciana que se refleja en él aun cuando no se está mirando? Es el enigma (que se ha comentado a menudo) de Cézanne: «el hombre ausente, pero por completo en el paisaje». Los personajes sólo pueden existir, y el autor sólo los puede crear, porque no perciben sino que han entrado en el paisaje y forman ellos mismos parte del compuesto de sensaciones. Es Acab en efecto quien tiene las percepciones de la mar, pero sólo las tiene porque ha entrado en una relación con Moby Dick que le hace volverse ballena, y forma un compuesto de sensaciones que ya no tiene necesidad de nadie: Océano. Es Mrs. Dalloway quien percibe la ciudad, pero porque ha entrado en la ciudad, como «una hoja de cuchillo a través de todas las cosas» y se vuelve ella misma imperceptible. Los afectos son precisamente estos devenires no humanos del hombre como los perceptos (ciudad incluida) son los paisajes no humanos de la naturaleza. «Está pasando un minuto del mundo», no lo conservaremos sin «volvernos él mismo», dice Cézanne.
1. Cézanne, op. cit., pág. 113. Cf. Erwin Strauss, Du sens des sens, Ed. Milion, pág. 519: «Todos los grandes paisajes tienen un carácter visionario. La visión es lo que se vuelve visible de lo invisible… El paisaje es invisible, porque cuanto más lo conquistamos, más nos perdemos en él. Para llegar al paisaje, te
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No se está en el mundo, se deviene con el mundo, se deviene contemplándolo. Todo es visión, devenir. Se deviene universo. Devenires animal, vegetal, molecular, devenir cero. Kleist fue sin duda quien más escribió por afectos, empleándolos como piedras o armas, aprehendiéndolos en devenires de petrificación brusca o de aceleración infinita en el devenir-perra de Pentesilea y sus perceptos alucinados. Es cierto en todas las artes: ¿qué extraños devenires provoca la música a través de sus «paisajes melódicos» y sus «personajes rítmicos», como dice Messiaen, componiendo en un mismo ser de sensación lo molecular y lo cósmico, las estrellas, los átomos y los pájaros? ¿Qué terror obsesiona la mente de Van Gogh, prisionera de un devenir girasol? Cada vez hace falta el estilo -la sintaxis de un escritor, los modos y ritmos de un músico, los trazos y los colores de un pintor- para elevarse de las percepciones vividas al percepto, de las afecciones vividas al afecto.
Insistimos sobre el arte de la novela porque es fuente de un malentendido: mucha gente cree que se puede hacer una novela con las percepciones y afecciones propias, recuerdos o archivos, viajes y obsesiones, hijos y padres, personajes interesantes que ha podido conocer y sobre todo el personaje interesante que forzosamente ella misma es (quién no lo es?), y por último las opiniones propias para que todo fragüe. Se suele invocar, llegado el caso, a grandes autores que no habrían hecho más que contar sus vidas, Thomas Wolfe o Miller. Por lo general se obtienen obras compuestas de elementos diversos en las que los personajes se agitan mucho, pero a la búsqueda de un padre que tan sólo está dentro de uno mismo: la novela del periodista. Cuando una labor realmente artística brilla por su ausencia, no se nos suele ahorrar nada. No es necesario transformar mucho la crueldad de lo que se ha podido contemplar, ni el desespero por el que se ha pa-
nemos que sacrificar, tanto como nos sea posible, cualquier determinación temporal, espacial, objetiva; pero este abandono no sólo alcanza el objetivo, nos
afecta a nosotros mismos en la misma medida. En el paisaje, dejamos de ser seres históricos, es decir seres por sí mismos objetivables. No tenemos memoria para el paisaje, tampoco la tenemos para nosotros en el paisaje. Soñamos de día y con los ojos abiertos. Somos sustraídos al mundo objetivo pero también a nosotros mismos. Es el sentir.»
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sado, para plasmar una vez más la opinión que generalmente se desprende acerca de las dificultades para comunicar. Rossellini vio en ello una razón para renunciar al arte: el arte se había dejado invadir en exceso por el infantilismo y la crueldad, ambas cosas a la vez, cruel y quejumbroso, lastimero y satisfecho, de tal modo que más valía renunciar.’ Lo más interesante es que Rossellini veía la misma invasión en la pintura. Pero en primer lugar la literatura es la que siempre ha mantenido este equívoco con la vivencia. Puede suceder incluso que se tenga un gran sentido de la observación y mucha imaginación: ¿es posible escribir con percepciones, afecciones y opiniones? Hasta en las novelas menos autobiográficas vemos cómo se enfrentan, se cruzan las opiniones de una multitud de personajes, siendo cada opinión función de las percepciones y afecciones de cada cual, de acuerdo con su posición social y sus aventuras individuales, tomando el conjunto dentro de una amplia corriente que sería la opinión del autor, pero dividiéndose ésta para rebotar sobre los personajes, y ocultándose para que el lector pueda formarse la suya propia: así incluso empieza la gran teoría de la novela de Bajtin (menos mal que no se queda en eso, que es lo que precisamente constituye la base «paródica» de la novela…).
La fabulación creadora nada tiene que ver con un recuerdo incluso amplificado, ni con una obsesión. De hecho, el artista, el novelista incluido, desborda los estados perceptivos y las fases afectivas de la vivencia. Es un vidente, alguien que deviene. ¿Cómo podría contar lo que le ha sucedido, o lo que imagina, puesto que es una sombra? Ha visto en la vida algo demasiado grande, demasiado intolerable también, y los estrechos abrazos de la vida con lo que la amenaza, de tal modo que el rincón de naturaleza que percibe, o los barrios de la ciudad, y sus personajes, acceden a una visión que compone a través de ellos los perceptos de esta vida, de este momento, haciendo estallar las percepciones vividas en una especie de cubismo, de simultaneísmo, de luz cruda o crepuscular, de púrpura o de azul, que no tienen ya más objeto y sujeto que ellos mismos. «Llamamos estilos», decía Giacometti, «a esas visiones detenidas en el tiempo y en el
1. Rossellini, Le cinéma révélé, Ed. de I’Étoilc, págs. 80-82.
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espacio.» De lo que siempre se trata es de liberar la vida allí donde está cautiva, o de intentarlo en un incierto combate. La muerte del puercoespín en Lawrence, la muerte del topo en Kafka, constituyen actos de novelista casi insoportables; y a veces requieren tumbarse por el suelo, como también lo hace el pintor para alcanzar el «motivo», es decir el percepto. Los perceptos pueden ser telescópicos o microscópicos, otorgan a los personajes y a los paisajes dimensiones de gigantes, como si estuvieran henchidos de una vida que ninguna percepción vivida puede alcanzar. Grandeza de Balzac. Poco importa que estos personajes sean mediocres o no: se tornan gigantes, como Bouvard y Pécuchet, Bloom y Molly, Mercier y Camier, sin dejar de ser lo que son. A fuerza de mediocridad, a fuerza incluso de estulticia o de infamia, pueden volverse no ya simples (nunca lo son) sino gigantescos. Incluso los enanos o los tullidos: toda fabulación es fabricación de gigantes.’ Mediocres o grandiosos, están demasiado vivos para ser vivibles o vividos. Thomas Wolfe extrae de su padre a un gigante, y Miller, de la ciudad, un planeta negro. Wolfe puede describir a los hombres del viejo Catawha a través de sus opiniones estúpidas y de su manía de discutir; lo que hace es erigir el monumento secreto de su soledad, de su desierto, de su tierra eterna y de sus vidas olvidadas, desapercibidas. Como Faulkner, que puede exclamar: ¡Oh, hombres de Yoknapatawpha…! Se dice que el novelista monumental «se inspira» a su vez de lo vivido, y es cierto; M. de Charlus se parece mucho a Montesquiou, pero entre Montesquiou y M. de Charlus, echadas las cuentas, existe más o menos la misma relación que entre el perro-animal que ladra y el Perro constelación celeste.
¿Cómo hacer para que un momento del mundo se vuelva duradero o que exista por sí mismo? Virginia Woolf da una respuesta que tanto vale para la pintura o la música como para la escritura: «Saturar cada átomo», «Eliminar todo lo que es escoria, muerte y superfluidad», todo lo que se adhiere a nuestras percep-
1. En el capítulo II de Les deux sources, Bergson analiza la fabulación como una facultad visionaria muy diferente de la imaginación, que consiste en crear dioses y gigantes, «fuerzas semipersonales o presencias eficaces». Se ejerce en primer lugar en las religiones, pero se desarrolla libremente en el arte y la literatura.
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ciones corrientes y vividas, todo lo que constituye el alimento del novelista mediocre, no conservar más que la saturación que nos da un percepto, «Incluir en el momento el absurdo, los hechos, lo sórdido, pero tratados en transparencia», «Meterlo todo y no obstante saturar».1 Por haber alcanzado el percepto como «el manantial sagrado», por haber visto la Vida en lo vivo o lo Vivo en lo vivido, el novelista o el pintor regresan con los ojos enrojecidos y sin aliento. Son atletas: no unos atletas que hubieran moldeado sus cuerpos y cultivado la vivencia, aunque muchos escritores no hayan resistido la tentación de ver en los deportes un medio de incrementar el arte y la vida, sino más bien unos atletas insólitos del tipo «campeón de ayunos» o «gran Nadador» que no sabía nadar. Un Atletismo que no es orgánico o muscular, sino «un atletismo afectivo», que sería el doble inorgánico del otro, un atletismo del devenir que revela únicamente unas fuerzas que no son las suyas, «espectro plástico».2 Los artistas son como los filósofos en este aspecto. Tienen a menudo una salud precaria y demasiado frágil, pero no por culpa de sus enfermedades ni de sus neurosis, sino porque han visto en la vida algo demasiado grande para cualquiera, demasiado grande para ellos, y que los ha marcado discretamente con el sello de la muerte. Pero este algo también es la fuente o el soplo que los hace vivir a través de las enfermedades de la vivencia (lo que Nietzsche llama salud). «Algún día tal vez se sabrá que no había arte, sino sólo medicina … ».3
No supera menos el afecto las afecciones de lo que el percepto supera las percepciones. El afecto no es el paso de un estado vivido a otro, sino el devenir no humano del hombre. Acab no imita a Moby Dick, y Pentesilea no «hace» la perra: no es una imitación, una simpatía vivida ni tan sólo una identificación imaginaria. No es una similitud, aunque haya similitud.
1. Virginia Woolf Journal d’un écrivain, Ed. 10-18, I, pág. 230. (Hay verSión española: Diario de una escritora, Barcelona: Lumen, 1982.)
2. Artaud, Le théátre et son double (IEuvres completes, Gallimard, IV, pág. 154). (Hay versión española: El texto y su doble, Barcelona: Edhasa, 1981)
3. Le Clézio, HA!, Ed. Flammarion, pág. 7 («Soy un indio.., aunque no sepa cultivar maíz ni tallar una piragua…»). En un texto famoso, Michaux hablaba de la «salud» propia del arte: postfacio a «Mes proprietés», La nuit remue, Gallimard, pág. 193.
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Pero precisamente no es más que una similitud plasmada. Es más bien una contigüidad extrema, en un abrazo de dos sensaciones sin similitud, o por el contrario en el alejamiento de una luz que las aprehende a las dos en un mismo reflejo. André Dhôtel supo poner a sus personajes en extraños devenires-vegetales, devenir árbol o devenir áster: no es que, dice, uno se transforme en el otro, sino que algo pasa de uno a otro.’ Este algo sólo puede ser precisado como sensación. Es una zona de indeterminación, de indiscernibilidad, como si cosas, animales y personas (Acab y Moby Dick, Pentesilea y la perra) hubieran alcanzado en cada caso ese punto en el infinito que antecede inmediatamente a su diferenciación natural. Es lo que se llama un afecto. En Pierre ou les ambigüités, Pierre alcanza la zona en la que ya no se puede distinguir de su medio hermana Isabelle, y se vuelve mujer. Únicamente la vida crea zonas semejantes en las que se arremolinan los vivos, y únicamente el arte puede alcanzarlas y penetrar en ellas en su empresa de cocreación. Y es que resulta que el propio arte vive de estas zonas de indeterminación, en cuanto el material entra en la sensación, como en una escultura de Rodin. Son bloques. La pintura necesita algo más que la destreza del dibujante que marcaría la similitud de formas humana y animal, y nos haría asistir a su transformación: se requiere por el contrario la potencia de un fondo capaz de disolver las formas, y de imponer la existencia de una zona de estas características en la que ya no se sabe quién es animal y quién es humano, porque algo se yergue como el triunfo o el monumento de su indistinción; como en Goya, o incluso en Daumier, en Redon. Hace falta que el artista cree los procedimientos y los materiales sintácticos o plásticos necesarios para tamaña empresa, que recrea por doquier las marismas primitivas de la vida (la utilización del aguafuerte y del aguatinta en Goya). El afecto, por supuesto, no lleva a cabo un regreso a los orígenes como si volviéramos a encontrar, en términos de semejanza, la persistencia de un hombre bestial o primitivo por debajo del civilizado. En los ambientes templados de nuestra civilización es donde actualmente actúan y prosperan las zonas ecuatoriales o glaciares que escapan a la diferenciación de los géneros,
1. André Dhôtel, Terres de mémoire, Ed. Universitaires, págs. 225-226.
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de los sexos, de los órdenes y de los reinos. Sólo se trata de nosotros, aquí y ahora; pero lo que en nosotros es animal, vegetal, mineral o humano, ya no se distingue, aunque nosotros salgamos particularmente beneficiados en distinción. El máximo de determinación escapa como un rayo de este bloque de vecindad.
Precisamente porque las opiniones son funciones de la vivencia, pretenden tener un cierto conocimiento de las afecciones. Las opiniones son óptimas para las pasiones del hombre y su eternidad. Pero, como subrayaba Bergson, tenemos la impresión de que la opinión desconoce los estados afectivos, y de que agrupa o separa los que no deberían agruparse o separarse.1 Ni siquiera basta, como hace el psicoanálisis, con dar objetos prohibidos a las afecciones inventariadas, ni con sustituir las zonas de indeterminación por meras ambivalencias. Un gran novelista es ante todo un artista que inventa afectos desconocidos o mal conocidos, y los saca a la luz como el devenir de sus personajes: los estados crepusculares de los caballeros en las novelas de Chrétien de Troyes (en relación con un concepto eventual de caballería), los estados de «reposo» casi catatónicos que se confunden con el deber según Madame de Lafayette (en relación con un concepto de quietismo)…, hasta los estados de Beckett, como afectos tanto más grandiosos cuanto que son pobres en afecciones. Cuando Zola sugiere a sus lectores: «Cuidado, lo que mis personajes experimentan no son remordimientos», no tenemos que ver en ello la expresión de una tesis fisiologista, sino la asignación de nuevos afectos que emergen con la creación de personajes en el naturalismo, el Mediocre, el Perverso, la Bestia (y lo que Zola llama instinto no se separa de un devenir-animal). Cuando Emily Brontë esboza el lazo que une a Heathcliff y a Catherine, inventa un afecto violento que sobre todo no debe ser confundido con el amor, como una fraternidad entre dos lobos. Cuando Proust parece describir con tanta minuciosidad los celos, inventa un afecto porque invierte sin cesar el orden que la opinión supone en las afecciones, según el cual los celos serían una consecuencia desdichada del amor: para él, por el contrario,
1. Bergson, La pensée et le mouvant, Ed. du Centenaire, págs. 1293-1294. (Hay versión española: El pensamiento y lo moviente, Madrid: Espasa-Calpe, 1976.)
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son finalidad, destino, y, si hay que amar, es para poder estar celoso, siendo los celos el sentido de los signos, el afecto como semiología. Cuando Claude Simon describe el prodigioso amor pasivo de la mujer-tierra esculpe un afecto de arcilla, puede decir: «Es mi madre», y le creemos ya que lo dice, pero una madre a la que ha hecho pasar dentro de la sensación, y a la que erige un monumento tan original que ya no es con su hijo real con quien tiene una relación asignable, sino más lejos, con un personaje de creación, con el Eula de Faulkner. De este modo, de un escritor a otro, los grandes afectos creadores pueden concatenarse o derivar en compuestos de sensaciones que se transforman, vibran, se abrazan o se resquebrajan: son estos seres de sensación quienes ponen de manifiesto la relación del artista con un público, la relación de las obras de un mismo artista o incluso una eventual afinidad de artistas entre sí.1 El artista siempre añade variedades nuevas al mundo. Los seres de sensación son variedades, como los seres de concepto son variedades, y los seres de función, variables.
De todo arte habría que decir: el artista es presentador de afectos, inventor de afectos, creador de afectos, en relación con los perceptos o las visiones que nos da. No sólo los crea en su obra, nos los da y nos hace devenir con ellos, nos toma en el compuesto. Los girasoles de Van Gogh son devenires, como los cardos de Durero o las mimosas de Bonnard. Redon tituló una litografía: «Tal vez hay una visión primera intentada en la flor». La flor ve. Puro y mero terror: «¿Ves ese girasol que mira hacia dentro por la ventana de la habitación? Se pasa el día mirando dentro de mi casa.»’ Una historia floral de la pintura es como la creación reiniciada y continuada sin cesar de los afectos y de los perceptos de las flores. El arte es el lenguaje de las sensaciones tanto cuando pasa por las palabras como cuando pasa por los colores, los sonidos o las piedras. El arte no tiene opinión. El arte desmonta la organización triple de las percepciones, afecciones y opiniones, y la sustituye por un monumento compuesto de perceptos, de afectos y de blo-
1. Estas tres cuestiones surgen con frecuencia en Proust: especialmente Le temps retro uvé, La Pléiade, III, págs. 895- 896 (sobre la vida, la visión y el arte como creación de universo).
2. Lowry, Au-dessous du volcan, Ed. Buchet-Chastel, pág. 203. (Hay versión española: Bajo el volcán, México: ERA, 1980.)
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ques de sensaciones que hacen las veces de lenguaje. El escritor emplea palabras, pero creando una sintaxis que las hace entrar en la sensación, o que hace tartamudear a la lengua corriente, o estremecerse, o gritar, o hasta cantar: es el estilo, el «tono», el lenguaje de las sensaciones, o la lengua extranjera en la lengua, la que reclama un pueblo futuro, oh, gentes del viejo Catawba, oh, gentes de Yoknapatawpha. El escritor retuerce el lenguaje, lo hace vibrar, lo abraza, lo hiende, para arrancar el percepto de las percepciones, el afecto de las afecciones, la sensación de la opinión, con vistas, eso esperamos, a ese pueblo que todavía falta. «Mi memoria no es de amor, sino de hostilidad, y se empeña no en reproducir sino en alejar el pasado… ¿Qué quería decir mi familia? No lo sé. Era tartamuda de nacimiento y sin embargo tenía algo que decir. Sobre mí mismo y sobre muchos de mis contemporáneos, pesa el tartamudeo del nacimiento. Hemos aprendido no a hablar sino a balbucear, y sólo prestando el oído al ruido creciente del siglo, y una vez blanqueados por la espuma de su cresta, hemos adquirido una lengua.»’ Precisamente, ésa es la tarea de todo arte, y la pintura, la música arrancan por igual de los colores y de los sonidos los acordes nuevos, los paisajes plásticos o melódicos, los personajes rítmicos que las elevan hasta el canto de la tierra y el grito de los hombres: lo que constituye el tono, la salud, el devenir, un bloque visual y sonoro. Un monumento no conmemora, no honra algo que ocurrió, sino que susurra al oído del porvenir las sensaciones persistentes que encarnan el acontecimiento: el sufrimiento eternamente renovado de los hombres, su protesta recreada, su lucha siempre retomada. ¿Resultaría acaso todo en vano porque el sufrimiento es eterno, y porque las revoluciones no sobreviven a su victoria? Pero el éxito de una revolución sólo reside en la revolución misma, precisamente en las vibraciones, los abrazos, las aperturas que dio a los hombres en el momento en que se llevó a cabo, y que componen en sí un monumento siempre en devenir, como esos túmulos a los que cada nuevo viajero añade una piedra. La victoria de una revolución es inmanente, y consiste en los nuevos lazos que instaura entre
1. Mandeistam, Le bruit du temps, Ed. L’Age d’homme, pág. 77.
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los hombres, aun cuando éstos no duren más que su materia en fusión y muy pronto den paso a la división, a la traición.
Las figuras estéticas (y el estilo que las crea) nada tienen que ver con la retórica. Son sensaciones: perceptos y afectos, paisajes y rostros, visiones y devenires. Pero ¿no definimos acaso el concepto filosófico a través del devenir, y casi con los mismos términos? Sin embargo las figuras estéticas no son idénticas a los personajes conceptuales. Tal vez pasen unos dentro de los otros, en un sentido o en el otro, como Igitur o como Zaratustra, pero en la medida en la que hay sensaciones de conceptos y conceptos de sensaciones. No se trata del mismo devenir. El devenir sensible es el acto a través del cual algo o alguien incesantemente se vuelve otro (sin dejar de ser lo que es), girasol o Acab, mientras que el devenir conceptual es el acto a través del cual el propio acontecimiento común burla lo que es. Éste es la heterogeneidad comprendida en una forma absoluta, aquél la alteridad introducida en una materia de expresión. El monumento no actualiza el acontecimiento virtual, sino que lo incorpora o lo encarna: le confiere un cuerpo, una vida, un universo. Así es como Proust definía el arte-monumento a través de esta vida superior a la «vivencia», de sus «diferencias cualitativas», de sus «universos» que construyen sus propios límites, sus alejamientos y sus acercamientos, sus constelaciones, los bloques de sensaciones que arrastran, universo-Rembrandt o universo-Debussy. Estos universos no son virtuales ni actuales, son posibles, lo posible como categoría estética («Un poco de posible, si no me ahogo»), la existencia de lo posible, mientras que los acontecimientos son la realidad de lo virtual, formas de un pensamiento-Naturaleza que sobrevuelan todos los universos posibles, lo que no significa decir que el concepto antecede de derecho la sensación: incluso un concepto de sensación tiene que ser creado con sus propios medios, y una sensación existe en su universo posible sin que el concepto exista necesariamente en su forma absoluta.
¿Se puede asimilar la sensación a una opinión originaria, Urdoxa como fundación del mundo o base inmutable? La fenomenología busca la sensación en unos «a priori materiales», perceptivos y afectivos, que trascienden las percepciones y afecciones experimentadas: el amarillo de Van Gogh, o las sensaciones in-
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natas de Cézanne. La fenomenología tiene que volverse fenomenología del arte, como hemos visto, porque la inmanencia de la vivencia a un sujeto trascendente necesita expresarse en unas funciones trascendentes que no sólo determinan la experiencia en general, sino que atraviesan aquí y ahora la vivencia misma, y se encarnan en ella constituyendo sensaciones vivas. El ser de la sensación, el bloque del percepto y el afecto, surgirá como la unidad o la reversibilidad del que siente y de lo sentido, su entrelazamiento íntimo, del mismo modo que dos manos que se juntan: la carne es lo que va a extraerse a la vez del cuerpo vivido, del mundo percibido, y de la intencionalidad de uno a otro demasiado vinculada todavía a la experiencia, mientras que la carne nos da el ser de la sensación, y es portadora de la opinión originaria diferenciada del juicio de experiencia. Carne del mundo y carne del cuerpo como correlatos que se intercambian, coincidencia optima.1 Un extraño Carnismo propicia esta última peripecia de la fenomenología y la sume en el misterio de la encarnación: es una noción pía y sensual a la vez, una mezcla de sensualidad y de religión, sin la que, tal vez, la carne no se sostendría por sí misma (iría bajando por los huesos, como en las figuras de Bacon). La pregunta de saber si la carne es adecuada para el arte puede formularse así: ¿es la carne capaz de llevar el percepto y el afecto, de constituir el ser de sensación, o bien por el contrario es ella la que ha de ser llevada, y pasar a otras fuerzas de vida?
La carne no es la sensación, aunque participe en su revela-
1. A partir de la Phénoménologie de l’expérience esthétique (PUF., 1953) (hay versión española: Fenomenología de la experiencia estética, Madrid: Fernando Torres, 1982), Mikel Dufrenne ya hacía una especie de analítica de los a priori perceptivos y afectivos que fundaban la sensación como relación entre el cuerpo y el mundo. Permanecía próximo a Erwin Strauss. Pero ¿existe un ser de la sensación que podría manifestarse en la carne? Por esa vía andaba Merleau-Ponty en Le visible et l’invisible: Dufrenne planteaba muchas reservas respecto a una ontología de la carne de características semejantes (L’ceil et l’oreille, Ed. L’Hexagone). Recientemente, Didier Franck retomó el tema de Merleau-Ponty demostrando la importancia decisiva de la carne según 1-leideger y ya según Husserl (Heidegger et le probleme de l’espace, Chair et corps, Ed. de Minuit). Todo este problema se sitúa en el centro de una fenomenología del arte. Tal vez el libro todavía inédito de Foucault Les aveux de la chair nos podría aportar información respecto a los orígenes más generales de la noción de la carne, y respecto a su importancia entre los Padres de la Iglesia.
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ción. Corrimos demasiado diciendo que la sensación encarna. La pintura hace la carne ora con el encarnado (superposiciones de rojo y de blanco), ora con tonos rotos (yuxtaposición de opuestos en proporciones desiguales). Pero lo que constituye la sensación es el devenir-animal, vegetal, etc., que asciende por debajo de las superficies de encarnado, en el desnudo más grácil, más delicado, como la presencia del animal despellejado, de una fruta mondada, Venus del espejo; o que surge en la fusión, la cocción, el flujo de tonos rotos, como la zona de indiscernibilidad entre la bestia y el hombre. Tal vez formaría una nebulosa o un caos, si no existiera un segundo elemento para hacer que la carne se sostenga. La carne no es más que el termómetro de un devenir. La carne es demasiado tierna. El segundo elemento es menos el hueso o la osamenta que la casa, la estructura. El cuerpo prospera en la casa (o un equivalente, un manantial, un bosquecillo). Ahora bien, lo que define la casa son sus «lienzos de pared», es decir los planos de orientaciones diversas que confieren a la carne su armazón: plano delantero y plano trasero, lienzos de pared horizontales, verticales, izquierdo, derecho, derechos o inclinados, rectilíneos o curvados …1 Estos lienzos son paredes, pero también son suelos, puertas, ventanas, puertas vidrieras, espejos, que dan precisamente a la sensación el poder de sostenerse por sí misma dentro de unos «marcos» autónomos. Son las facetas del bloque de sensación. Hay sin duda dos signos que ponen d manifiesto la genialidad de los grandes pintores, así como su humildad: el respeto, casi terrorífico, con que se acercan al color y penetran en él; el esmero con que llevan a cabo la unión entre los lienzos de pared o los planos, de la que depende el tipo de profundidad. Sin este respeto y este esmero, la pintura no vale nada, sin trabajo, sin pensamiento. Lo difícil no es unir las manos, sino los planos. Hacer que sobresalgan unos planos que se unen, o por el contrario hundirlos, cortarlos. Ambos problemas, la arquitectura de los planos y el régimen del color, suelen confundirse a menudo. La unión de los planos horizontales y verticales en Cé-
1. Como pone de manifiesto Georges Didi-Huberman, la carne engendra una «duda»: está demasiado cerca del caos; lo que origina la necesidad de una complementariedad entre la «encarnación» y el «lienzo de pared», terna esencial de La peinture incarnée, que retorna y amplía en Devant l’image, Ed. de Minuit.
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zanne: «¡Los planos en el color, los planos! El sitio coloreado donde el alma de los planos se fusiona…» No hay dos grandes pintores, ni siquiera dos grandes obras, que operen del mismo modo. Existen no obstante tendencias en un pintor: en Giacometti, por ejemplo, los planos horizontales que huyen son distintos a derecha e izquierda, y parecen unirse en el objeto (la carne de la manzanita), pero como una pinza que la estirara hacia atrás y la hiciera desaparecer, si no hubiera un plano vertical del que sólo vemos el filo sin espesor que la fija, que la retiene en el último momento, que le da una existencia duradera, como un alfiler alargado que la atraviesa, y la volverá filiforme a su vez. La casa forma parte de todo un devenir. Es vida, «vida no orgánica de las cosas». Bajo todas las modalidades posibles, la unión de los planos con sus miles de orientaciones es lo que define la casa-sensación. La propia casa (o su equivalente) es la unión finita de los planos coloreados.
El tercer elemento es el universo, el cosmos. Y no sólo la casa abierta comunica con el paisaje, a través de una ventana o de un espejo, sino que la casa más cerrada también se abre sobre un universo. La casa de Monet está incesantemente en trance de ser engullida por las fuerzas vegetales de un jardín desenfrenado, cosmos de rosas. Un universo-cosmos no es carne. Tampoco son lienzos de pared, trozos de plano que se unen, planos orientados de forma diversa, a pesar de que el empalme de todos los planos en el infinito pueda llegar a constituirlo. Pero el universo se presenta en el límite como el color liso, el gran plano único, el vacío coloreado, el infinito monocromo. La puerta vidriera, como en Matisse, no se abre más que sobre un color liso negro. La carne, o mejor dicho la figura, ya no es el morador del lugar, de la casa, sino el morador de un universo que soporta la casa (devenir). Es como un paso de lo finito a lo infinito, pero también del territorio a la desterritorialización. Es en efecto el momento de lo infinito: de los infinitos infinitamente variados. En Van Gogh, en Gauguin, en el Bacon actual, se ve surgir la tensión inmediata de la carne y del color liso, de los flujos de tonos rotos y de la superficie infinita de un color puro y homogéneo, chillón y saturado («en vez de pintar la pared banal del mezquino apartamento, pinto el infinito, hago un simple fondo con el azul más
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vivo, más intenso …»).1 Bien es verdad que el color liso monocromo es algo distinto de un fondo. Y cuando la pintura quiere volver a empezar partiendo de cero, construyendo el percepto como un mínimo ante el vacío, o acercándolo al máximo al concepto, procede por monocromía liberada de cualquier casa o de cualquier carne. Particularmente el azul, que es lo que se encarga del infinito, y que hace del percepto una «sensibilidad cósmica», o lo más conceptual que hay en la naturaleza, o lo más «proposicional», el color cuando el hombre está ausente, el hombre convertido en color; pero si el azul (o el negro, o el blanco) es perfectamente idéntico en el cuadro, o de un cuadro a otro, es el pintor quien se vuelve azul «Yves, el monocromo»- siguiendo un mero afecto que hace que el universo bascule en el vacío, y no deje al pintor por excelencia nada más por hacer.’
El vacío coloreado, o más bien coloreante, ya es fuerza. La mayoría de los grandes cuadros monocromos de la pintura moderna ya no necesitan recurrir a ramitos murales, sino que presentan variaciones sutiles e imperceptibles (sin embargo constitutivas de un percepto), ora porque están cortados o ribeteados por un lado por una banda, una cinta, un lienzo de pared de otro color o de otro tono, que cambian la intensidad del color liso por vecindad o alejamiento, ora porque presentan unas figuras lineales o circulares casi virtuales, entonadas, ora porque están agujereados o hendidos: se trata de problemas de unión, en este caso también, pero singularmente ampliados. Resumiendo, el color
1. Van Gogh, carta a Theo, Correspondance complete, Gallimard-Grasset, III, pág. 165. (Hay versión española: Cartas a Theo, Barcelona: Barral Editores, 1984.) Los tonos rotos y su relación con el color liso son un tema frecuente en la correspondencia. Como en Gauguin, carta a Schuffenecker, del 8 de octubre de 1888, Lettres, Ed. Grasset, pág. 140: «He hecho un retrato mío para Vincent… Creo que es de lo mejor que he hecho: absolutamente incomprensible (por ejemplo) de tan abstracto… El dibujo es algo muy especial, abstracción completa… El color es un color muy alejado de la naturaleza; imagínese un recuerdo difuso de una vasija de barro retorcida por un gran fuego. Todos los rojos, los violetas, rayados por los destellos del fuego como un horno cegador para la mirada, sede de las luchas en el pensamiento del pintor. Todo ello sobre un fondo cromado salpicado de ramos infantiles. Habitación de jovencita pura.») Es la representación del «colorista arbitrario» según Van Gogh.
2. Ver Artstudio, n.° 16, «Monochromes» (sobre Klein, artículos de Geneviève Monnier y de Denys Riout; y sobre las «vicisitudes actuales del monocromo», el artículo de Pierre Sterckx).
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liso vibra, se estrecha o se hiende, porque es portador de fuerzas vislumbradas. Y eso es lo que hacía la pintura abstracta para empezar: convocar las fuerzas, llenar el color liso de las fuerzas que contiene, mostrar en sí mismas las fuerzas invisibles, erigir figuras de apariencia geométrica, pero que ya sólo serían fuerzas, fuerza de gravitación, de gravedad, de rotación, de torbellino, de explosión, de expansión, de germinación, fuerza del tiempo (como cabe decir de la música que hace que se oiga la fuerza sonora del tiempo, por ejemplo con Messiaen, o de la literatura, con Proust, que hace leer y concebir la fuerza ilegible del tiempo). ¿No es ésa acaso la definición del percepto personificado: volver sensibles las fuerzas insensibles que pueblan el mundo, y que nos afectan, que nos hacen devenir? Cosa que Mondrian consigue mediante diferencias simples entre los lados de un cuadrado, y Kandinsky mediante las «tensiones» lineales, y Kupka mediante los planos curvos alrededor de un punto. De los tiempos más remotos nos llega lo que Worringer llamaba la línea septentrional, abstracta e infinita, línea de universo que forma cintas y correas, ruedas y turbinas, toda una «geometría viva» «que eleva hasta la intuición las fuerzas mecánicas», que constituye una poderosa vida no orgánica» El objeto eterno de la pintura: pintar las fuerzas, como Tintoretto.
¿Acabaremos tal vez por volver a encontrar la casa y el cuerpo? Y es que el color liso infinito es a menudo aquello a lo que se abre la ventana o la puerta; o bien es la pared de la propia casa, o el suelo. Van Gogh y Gauguin salpican el color liso con ramitos de flores para convertirlo en el empapelado de la pared sobre el que destaca el rostro de tonos rotos. Y en efecto, la casa no nos protege de las fuerzas cósmicas, como mucho las filtra, las selecciona. Las convierte a veces en fuerzas bondadosas: la pintura nunca ha mostrado la fuerza de Arquímedes, la fuerza de empuje del agua sobre un cuerpo grácil que flota en la bañera de la casa, como lo consiguió Bonnard en el «Desnudo en el baño». Pero también las fuerzas más maléficas pueden entrar por la puerta, entornada o cerrada: las propias fuerzas cósmicas provocan las zonas de indiscernibiljdad en los tonos rotos de un rostro,
1. Worringer, L’art goihique, Gallimard.
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abofeteándolo, arañándolo, fundiéndolo en todos los sentidos, y estas zonas de indiscernibilidad desvelan las fuerzas ocultas en el color liso (Bacon). Se da una complementariedad plena, un abrazo de las fuerzas como perceptos y de los devenires como afectos. La línea de fuerza abstracta, según Worringer, abunda en motivos de animales. A las fuerzas cósmicas o cosmogenéticas corresponden unos devenires-animales, vegetales, moleculares: hasta que el cuerpo se desvanezca en el color liso o vuelva a fundirse en la pared, o, inversamente, que el color liso se tuerza y se revuelva en la zona de indiscernibilidad del cuerpo. Resumiendo, el ser de sensación no es la carne, sino el compuesto de fuerzas no humanas del cosmos, de los devenires no humanos del hombre, y de la casa ambigua que los intercambia y los ajusta, los hace girar como veletas. La carne es únicamente el revelador que desaparece en lo que revela: el compuesto de sensaciones. Como cualquier pintura, la pintura abstracta es sensación, y sólo sensación. En Mondrian, la habitación es lo que accede al ser de sensación dividiendo mediante lienzos de pared coloreados el plano vacío infinito que a cambio le devuelve un infinito de apertura.’ En Kandinsky, las casas constituyen una de las fuentes de la abstracción que consiste menos en figuras geométricas que en trayectos dinámicos y líneas de errancia, «caminos que andan» por los alrededores. En Kupka, primero es en los cuerpos donde el pintor recorta unas cintas o unos lienzos de pared coloreados que abrirán al vacío los planos curvos que los pueblan volviéndose sensaciones cosmogenéticas. ¿Se trata de la sensación espiritual, o ya de un concepto vivo: la habitación, la casa, el universo? El arte abstracto y después el arte conceptual plantean directamente la cuestión que obsesiona a toda la pintura: su relación con el concepto, su relación con la función.
El arte empieza tal vez con el animal, o por lo menos con el animal que delimita un territorio y hace una casa (ambos son co-
1. Mondrian, «Realidad natural y realidad abstracta>) (en Seuphor, Piet Mondrian, sa vie, son oeuvre, Ed. Flammarion): sobre la habitación y su despliegue. Michel Butor analizó este despliegue de la habitación en cuadrados o rectángulos, y la apertura a un cuadrado interior vacío y blanco como «promesa de habitación futura»: Repertoire III, «El cuadrado y su morador», Ed. de Minuit, págs. 307-309, 314-315.
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rrelativos o incluso se confunden a veces con lo que se llama un hábitat). Con el sistema territorio-casa, muchas funciones orgánicas se transforman, sexualidad, procreación, agresividad, alimentación, pero no es esta transformación lo que explica la aparición del territorio y de la casa, sería más bien la inversa: el territorio implica la emergencia de cualidades sensibles puras, sensibilia que dejan de ser únicamente funcionales y se vuelven rasgos de expresión, haciendo posible una transformación de las funciones.1 Esta expresión sin duda está ya difusa en la vida, y se puede decir que la modesta azucena silvestre celebra la gloria de los cielos. Pero con el territorio y la casa es cuando se vuelve constructiva, y erige los monumentos rituales de una misa animal que celebra las cualidades antes de extraer de ellas causalidades y finalidades nuevas. Esta emergencia ya es arte, no sólo por el tratamiento de los materiales exteriores sino por las posturas y colores del cuerpo, por los cantos y los gritos que marcan el territorio. Es un chorro de rasgos, de colores y de sonidos, inseparables en tanto que se vuelven expresivos (concepto filosófico de territorio). El Scenopoietes dentirostris, pájaro de los bosques lluviosos de Australia, hace caer del árbol las hojas que corta cada mañana, las gira para que su cara interna más pálida contraste con la tierra, se construye de este modo un escenario como un «ready-made», y se pone a cantar justo encima, en una liana o una ramita, con un canto complejo compuesto de sus propias notas y de las de otros pájaros que imita en los intervalos, mientras saca la base amarilla de las plumas debajo del pico: es un artista completo.2 No son las sinestesias en plena carne, sino los bloques de sensaciones en el territorio, los colores, posturas y sonidos los que esbozan una obra de arte total. Estos bloques sonoros son estribillos; pero también hay estribillos posturales y de colores; y las posturas y los colores siempre se introducen en los estribillos. Reverencias y posturas erguidas, rondas, trazos de colores. Todo el estribillo en su conjunto es el ser de sensación. Los monumentos son estribillos. En este sentido, el
1. Pensamos que en esto consiste el error de Lorena, pretender explicar el territorio por una evolución de las funciones: L’agression, Ed. Flammarion. (Hay versión española: Sobre la agresión, Madrid: Siglo XXI, 1985.)
2. Marshall, Bowler Birds, Oxford at the Clarendon Press; Gilliord, Birds of Paradise and Bowler Birds, Weidenfeld.
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arte nunca dejará de estar obsesionado por el animal. El arte de Kafka constituirá la meditación más profunda sobre el territorio y la casa, la madriguera, las posturas-retrato (la cabeza inclinada del habitante con la barbilla hundida en el pecho, o por el contrario «el gran vergonzoso» que agujerea el techo con su cráneo anguloso), los sonidos-música (los perros que son músicos por sus propias posturas, Josefina, la ratita cantante de la que jamás se sabrá si canta, Gregorio, que une su piar al violín de su hermana dentro de una relación compleja habitación-casa-territorio). No hace falta nada más para hacer arte: una casa, unas posturas, unos colores y unos cantos, a condición de que todo esto se abra y se yerga hacia un vector loco como el mango de una escoba de bruja, una línea de universo o de desterritorialización. «Perspectiva de una habitación con sus moradores» (Klee).
Cada territorio, cada hábitat, une sus planos o sus lienzos de pared no sólo espaciotemporales, sino cualitativos: por ejemplo una postura y un canto, un canto y un color, unos perceptos y unos afectos. Y cada territorio engloba o secciona territorios de otras especies, o intercepta unos trayectos de animales sin territorio, formando uniones interespecíficas. En este sentido Uexkühl, bajo un primer aspecto, desarrolla una concepción de la Naturaleza melódica, polifónica, contrapuntística. No sólo el canto de un pájaro tiene sus relaciones de contrapunto, sino que puede encontrar otras con el canto de otras especies, y puede a su vez él mismo imitar estos otros cantos como si se tratara de ocupar el mayor número de frecuencias. La tela de araña contiene «un retrato muy sutil de la mosca» que le sirve de contrapunto. La concha como casa del molusco se vuelve, cuando éste ha muerto, el contrapunto del ermitaño que la convierte en su propio hábitat, gracias a su cola que no es natatoria, sino prensil, y le permite capturar la concha vacía. La garrapata está orgánicamente construida de forma que encuentra su contrapunto en el mamífero indeterminado que pasa por debajo de su rama, como las hojas del roble están dispuestas como tejas para las gotas del agua de lluvia que gotean. No se trata de una concepción finalista sino melódica, en la que ya no se sabe lo que es arte o lo que es naturaleza («la técnica natural»): hay contrapunto cada vez que una melodía interviene como «motivo» en otra melodía, como en las
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bodas del moscardón y de la boca del lobo. Estas relaciones de contrapunto unen planos, forman compuestos de sensaciones, bloques, y determinan devenires. Pero no sólo estos compuestos melódicos determinados constituyen la naturaleza, ni siquiera generalizados; también es necesario, bajo otro aspecto, un plano de composición sinfónica infinito: de la Casa al universo. De la endosensación a la exo-sensación. Y es que el territorio no se limita a aislar y a juntar, se abre hacia unas fuerzas cósmicas que suben de dentro o que provienen de fuera, y vuelven sensibles su efecto sobre el morador. Un plano de composición del roble lleva o comporta la fuerza de desarrollo de la bellota y la fuerza de formación de las gotas, o de la garrapata, lleva la fuerza de la luz capaz de atraer al animal al extremo de una rama, a una altura suficiente, y la fuerza de la gravedad con la que se deja caer sobre el mamífero que pasa, y entre ambas nada, un vacío aterrador que puede durar años si el mamífero no pasa.’ Y ora las fuerzas se funden unas dentro de otras en sutiles transiciones, se descomponen apenas vislumbradas, ora alternan o se enfrentan. Ora se dejan seleccionar por el territorio, y las más bondadosas son las que entran en la casa. Ora lanzan una llamada misteriosa que arranca al morador del territorio, y lo precipita en un viaje irresistible, como los pinzones que se juntan de repente a millones o las langostas que emprenden caminando una peregrinación inmensa en el fondo del agua. Ora caen sobre el territorio y lo trastocan, maléficas, restaurando el caos del que apenas acababan de salir. Pero siempre, si la naturaleza es como el arte, es porque conjuga de todas las maneras estos dos elementos vivos: la Casa y el Universo, lo Heimlich y lo Unheimlich, el territorio y la desterritorialización, los compuestos melódicos finitos y el gran plano de composición infinito, el estribillo pequeño y el grande.
El arte no empieza con la carne, sino con la casa; por este motivo la arquitectura es la primera de las artes. Cuando Dubuffet trata de delimitar un estado determinado de arte bruto, se vuelve primero hacia la casa, y toda su obra se yergue entre la ar-
1. Cf. la obra maestra de J. von Uexkühl, Mondes animaux et monde humain, Théorie de la signification, Ed. Gonthier (págs. 137-142: «El contrapunto, causa del desarrollo y de la morfogénesis»).
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quitectura, la escultura y la pintura. Y, ateniéndonos a la forma, a arquitectura más inteligente hace sin cesar planos, lienzos de pared, y los junta. Por este motivo cabe definirla por el «marco», in encaje de marcos con diversas orientaciones, que se impondrá las demás artes, de la pintura al cine. Se ha presentado la prehistoria del cuadro como pasando por el fresco en el marco de la pared, por la vidriera en el marco de la ventana, por el mosaico en el marco del suelo: «El marco es el ombligo que relaciona el cuadro con el monumento del que es la reducción», como el marco gótico con sus columnitas, su ojiva y su aguja calada.1 Al hacer de la arquitectura el primer arte del marco, Bernard Cache puede enumerar cierto número de formas cuadrantes que no prejuzgan ningún contenido concreto ni función del edificio: la pared que aísla, la ventana que capta o selecciona (en contacto con el territorio), el suelo-piso que conjura o enrarece («enrarecer el relieve de la tierra para dejar campo libre a las trayectorias humanas»), el techo que envuelve la singularidad del lugar («el techo inclinado sitúa el edificio sobre una colina…»). Encajar estos marcos o unir todos estos planos, lienzo de pared, lienzo de ventana, lienzo de suelo, lienzo de pendiente, es un sistema compuesto, pletórico de puntos y de contrapuntos. Los marcos y sus uniones sostienen los compuestos de sensaciones, hacen que se sostengan las figuras, se confunden con su hacer-que-se-sostenga, su propia forma de sostenerse. Tenemos aquí las caras de un dado de sensación. Los marcos o los lienzos de pared no son coordenadas, pertenecen a los compuestos de sensaciones cuyas facetas, interfaces, constituyen. Pero, por muy extensible que sea el sistema, falta todavía un amplio plano de composición que opere una especie de desmarcaje de acuerdo con unas líneas de fuga que sólo pasan por el territorio para abrirlo hacia el universo, que va de la casa-territorio a la ciudad-cosmos, y que disuelve ahora la identidad del lugar en variación de la Tierra, ya que una ciudad tiene más unos vectores que plisan la línea abstracta del relieve que un lugar. En este plano de composición como «un espacio vectorial abstracto» se trazan unas figuras geo-
1. Henry van de Velde, Déblaiement d’art, Archives d’architecture moderne, pág. 20.
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métricas, cono, prisma, diedro, plano estricto, que ya no son más que fuerzas cósmicas capaces de fundirse, de transformarse, de enfrentarse, de alternar, mundo anterior al hombre, aun cuando esté producido por el hombre.1 Hay ahora que separar los planos, para relacionarlos más con sus intervalos que unos con otros y para crear afectos nuevos.2 Pero resulta, como hemos visto, que la pintura seguía el mismo movimiento. El marco o el borde del cuadro es en primer lugar el envoltorio exterior de una sucesión de marcos o de lienzos de pared que se juntan, operando contrapuntos de líneas y de colores, determinando compuestos de sensaciones. Pero el cuadro también se encuentra atravesado por una fuerza de desmarcaje que lo abre hacia un plano de composición o un campo de fuerzas infinito. Estos procedimientos pueden ser muy variados, incluso en el nivel del marco exterior: formas irregulares, lados que no se juntan, marcos pintados o punteados de Seurat, cuadrados sobre la punta de Mondrian, todo lo que confiere al cuadro el poder de salirse del lienzo. El gesto del pintor nunca permanece dentro del marco, se sale del marco y no se inicia con él.
No parece que la literatura y particularmente la novela se encuentren en una situación distinta. Lo que cuenta no son las opiniones de los personajes en función de sus tipos sociales y de su carácter, como en las novelas malas, sino las relaciones de contrapunto en las que intervienen, y los compuestos de sensaciones que estos personajes experimentan en carne propia o hacen experimentar, en sus devenires y en sus visiones. El contrapunto no sirve para referir conversaciones, reales o ficticias, sino para hacer aflorar la insensatez de cualquier conversación, de cualquier diálogo, incluso interior. Todo esto es lo que el novelista tiene
1. Respecto a todos estos puntos, el análisis de las formas marcantes y de la
ciudad-cosmos (ejemplo de Lausana), cf. Bernard Cache, L’ameublement du territoire (de próxima publicación).
2. Pascal Bonitzer fue quien formó el concepto de desmarcaje, para poder imponer en el cine unas relaciones nuevas entre los planos (Cahiers du cinéma, n.° 284, enero de 1978): planos «sueltos, triturados o fragmentados», gracias a los cuales el cinc se convierte en arte liberándose de las emociones más comunes que amenazaban con impedir su desarrollo estético, y produciendo afectos nuevos (Le champ aveugle, Ed. Cahiers du cinéma-Gallimard, «sistema de las emociones»).
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que extraer de las percepciones, afecciones y opiniones de sus «modelos» psicosociales, que se trasladan por completo a los perceptos y a los afectos a los que el personaje debe ser elevado sin conservar más vida que ésta. Cosa que implica un extenso plano e composición, no preconcebido en abstracto, sino que se construye a medida que la obra va avanzando, abriendo, removiendo, deshaciendo y volviendo a hacer unos compuestos cada vez más imitados en función de la penetración de las fuerzas cósmicas. La teoría de la novela de Bakhtin va en este sentido, demostrando, de Rabelais a Dostoievski, la coexistencia de compuestos contrapuntísticos, polifónicos y plurivocales con un plano de composición arquitectónico o sinfónico».1 Un novelista como Dos Passos alcanzó una maestría inaudita en el arte del contrapunto con los compuestos que forma entre personajes, noticias de actualidad, biografías, objetivos de cámara, y al mismo tiempo un plano de composición que se amplía hasta el infinito y acaba por arrastrarlo todo a la Vida, a la Muerte, la ciudad-cosmos. Y si siempre volvemos a Proust, es porque, más que nadie, hizo que ambos elementos casi fueran sucesivos, a pesar de estar presentes uno dentro de otro; el plano de composición va separándose poco a poco, para la vida, para la muerte, de los compuestos de sensación que va erigiendo en el transcurso del tiempo perdido, hasta aparecer en sí mismo con el tiempo recobrado, habiéndose vuelto sensibles la fuerza o mejor dicho las fuerzas del tiempo puro. Todo empieza con unas Casas, cuyos lienzos de pared cada ;ual tiene que unir, y hacer que se sostengan unos compuestos, Combray, la mansión de los Guermantes, el salón de los Verdurin, y las casas se juntan solas siguiendo unos interfaces, pero ya hay en ello un Cosmos planetario, visible con un telescopio, que las arruina o las transforma, y las absorbe en un infinito del color liso. Todo empieza con unos estribillos, de los que cada uno, como la frasecita de la sonata de Vinteuil, se compone no sólo en sí mismo sino con otras sensaciones variables, la de una transeúnte desconocida, la del rostro de Odette, la del follaje del bosque de Boulogne, y todo concluye en el infinito en el gran Estri-
1. Bajtin, Esthétique et théorie du roman, Gallimard. (Hay versión española: Teoría y estética de la novela, Madrid: Taurus, 1989.)
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billo, la frase del septeto en perpetua metamorfosis, el canto de los universos, el mundo de antes o de después del hombre. Proust convierte cada cosa terminada en un ser de sensación, que se conserva siempre, pero fugándose en un plano de composición del Ser: «seres de fuga»…
EJEMPLO XIII
No parece que la música se encuentre en una situación distinta, tal vez incluso la encarne con más fuerza todavía. Se dice sin embargo que el sonido no tiene marco. Pero no por ello los compuestos de sensaciones, los bloques sonoros, poseen menos lienzos de pared o formas enmarcantes que en cada caso deben juntarse para garantizar cierto cierre. Los casos más sencillos son el aire melódico, que es un estribillo monofónico; el motivo, que ya es polifónico, puesto que un elemento de una melodía interviene en el desarrollo de otra y hace contrapunto; el tema, como objeto de modificaciones armónicas mediante las líneas melódicas. Estas tres formas elementales construyen la casa sonora y su territorio. Corresponden a las tres modalidades de un ser de sensación, ya que el aire es una vibración, el motivo un abrazo, un acoplamiento, mientras que el tema no concluye sin aflojar, hendir y también abrir. En efecto, el fenómeno musical más importante que surge a medida que los compuestos de sensaciones sonoras se van volviendo más complejos, consiste en que su conclusión o cierre (por unión de sus marcos, de sus lienzos de pared) va acompañada de una posibilidad de apertura hacia un plano de composición que poco a poco se hace ilimitado. Los seres de música son como los vivos según Bergson, que compensan su clausura individuante mediante una apertura compuesta de modulación, repetición, transposición, yuxtaposición… Si se considera la sonata, hallamos en ella una forma enmarcadora particularmente rígida, basada en un bitematismo, y cuyo primer movimiento presenta los lienzos de pared siguientes: exposición del primer tema, transición, exposición del segundo tema, desarrollos sobre el primer o el segundo tema, coda, desarrollo del primer tema con modulación, etc. Se trata de toda una casa con sus habitaciones. Aunque de este modo el primer movimiento más bien forma una celda, y no es frecuente que un gran músico se atenga a la forma canónica; los demás movimientos pueden abrirse, en especial el segundo, por el tema y la variación, hasta que Liszt fije una fusión de los movimientos en el «poema sinfónico». La sonata se presenta entonces más bien como
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una forma-encrucijada, en la que, de la unión de los lienzos de pared musicales, de la conclusión de los compuestos sonoros, nace la apertura de un plano de composición.
Al respecto, el viejo procedimiento de tema y variación, que conserva el marco armónico del tema, deja paso a una especie de desmarcaje cuando el piano engendra los estudios de composición (Chopin, Schumann, Liszt): se trata de un nuevo momento esencial, porque la labor creadora ya no se ejerce sobre los compuestos sonoros, motivos y temas, aun a costa de extraer un plano de ellos, sino, por el contrario, directamente sobre el propio plano de composición, para hacer que surjan de él unos compuestos mucho más libres y desmarcados, casi unos agregados incompletos o sobrecargados, en desequilibrio permanente. Es el «color» del sonido lo que cada vez cuenta más. Pasamos de la Casa al Cosmos (de acuerdo con la fórmula que retomará la obra de Stockhausen). La labor del plano de composición se desarrolla en dos direcciones que acarrearán una desagregación del marco tonal: los inmensos colores lisos de la variación continua que hacen que se abracen y se unan las fuerzas que se han vuelto sonoras, en Wagner, o bien los tonos rotos que separan y dispersan las fuerzas combinando sus pasajes reversibles, en Debussy. Universo-Wagner, universo-Debussy. Todos los aires, todos los estribillos, enmarcantes o enmarcados, infantiles, domésticos, profesionales, nacionales, territoriales, son arrastrados hasta el gran Estribillo, un poderoso canto de la tierra -la desterritorializada que se eleva con Mahier, Berg o Bartók. Y sin duda, cada vez, el plano de composición engendra nuevos cercados, como en la serie. Pero, cada vez, el gesto del músico consiste en desmarcar, encontrar la apertura, retomar el plano de composición, de acuerdo con la fórmula que obsesiona a Boulez: trazar una transversal irreductible tanto a la vertical armónica como a la horizontal melódica que arrastre unos bloques sonoros a la individuación variable, pero también abrirlos o hendirlos en un espaciotiempo que determine su densidad y su recorrido en el plano.1 El gran estribillo
1. Boulez, especialmente Points de Tepe re, Ed. Bourgois-Le Seuil, págs. 159 y siguientes (Pensez la mus ique aujourd’hui, Ed. Gonthier, págs. 59-62). lay versión española: Puntos de referencia, Barcelona: Gedisa, 1984.) La extensión de la serie a las duraciones, intensidades y timbres no es un acto de cerdo, sino por el contrario una apertura de lo que se cerraba en la serie de las alturas.
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se eleva a medida que uno se aleja de la casa, aun cuando sea para volver, puesto que ya nadie nos reconocerá cuando volvamos.
Composición, composición, ésa es la única definición del arte. La composición es estética, y lo que no está compuesto no es una obra de arte. No hay que confundir sin embargo la composición técnica, el trabajo del material que implica a menudo una intervención de la ciencia (matemáticas, física, química, anatomía) con la composición estética, que es el trabajo de la sensación. Únicamente este último merece plenamente el nombre de composición, y una obra de arte jamás se hace mediante la técnica o para la técnica. Por supuesto, la técnica engloba muchas cosas que se individualizan según cada artista y cada obra: las palabras y la sintaxis en literatura; no sólo el lienzo en pintura, sino su preparación, los pigmentos, las mezclas, los métodos de perspectiva; o bien los doce sonidos de la música occidental, los instrumentos, las escalas, las alturas… Y la relación entre ambos planos, el plano de composición técnica y el plano de composición estética, no deja de variar históricamente. Supongamos dos estados oponibles en la pintura al óleo: en un primer caso, el lienzo se prepara mediante un fondo blanco con tiza, sobre el cual se dibuja y se lava el dibujo (esbozo), por último se pone el color, las sombras y las luces. En el otro caso, el fondo se va espesando cada vez más, opaco y absorbente, hasta el punto de que se colorea al lavarlo y que el trabajo se realiza bien empastado sobre una gama parda en la que los «arrepentimientos» sustituirán al esbozo: el pintor pintará sobre color, y después con color junto al color, volviéndose los colores paulatinamente acentos, y estando la arquitectura garantizada por «el contraste de los complementarios y la concordancia de los análogos» (Van Gogh); por y en el color se encontrará la arquitectura, aun cuando haya que renunciar a los acentos para reconstituir grandes unidades coloreantes. Bien es verdad que Xavier de Langlais ve en la totalidad de este segundo caso una dilatada decadencia que cae en lo efímero y no consigue restaurar una arquitectura: el cuadro se ensombrece, se deslustra o se cuartea rápidamente.1 Y sin duda este
1. Xavier de Langlais, La technique de la peinture a l’huile, Ed. Flamma
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comentario plantea, por lo menos negativamente, la cuestión del progreso en el arte, puesto que Langlais considera que la decadencia se inicia ya después de Van Eyck (en cierta medida como para algunos la música se detiene con el canto gregoriano, o la filosofía con Santo Tomás). Pero se trata de un comentario técnico que concierne exclusivamente a los materiales: además de que la duración de los materiales es algo muy relativo, la sensación pertenece a otro orden, y posee una existencia en sí mientras los materiales duren. La relación de la sensación con los materiales debe por lo tanto evaluarse dentro de los límites de la duración de los materiales, fuere cual fuere. Si hay progresión en el arte, es porque el arte sólo puede vivir creando perceptos nuevos y afectos nuevos como otros tantos rodeos, regresos, líneas divisorias, cambios de niveles y de escalas… Desde esta perspectiva, la distinción de dos estados de la pintura al óleo adquiere un aspecto completamente distinto, que es estético y ya no técnico: esta distinción no se reduce evidentemente a «representativo o no>), puesto que ningún arte, ninguna sensación han sido jamás representativos.
En el primer caso, la sensación se realiza en el material, y no existe al margen de esta realización. Diríase que la sensación (el compuesto de sensaciones) se proyecta sobre el plano de composición técnica bien preparado, de tal modo que el plano de composición estética acaba recubriéndolo. Es necesario por lo tanto que el propio material comprenda unos mecanismos de perspectiva gracias a los cuales la sensación proyectada no sólo se realiza cubriendo el cuadro, sino siguiendo una profundidad. El arte goza entonces de una apariencia de trascendencia, que se expresa no en una cosa que tiene que representar, sino en el carácter paradigmático de la proyección y en el carácter «simbólico» de la perspectiva. La Figura es como la fabulación según Bergson: tiene un origen religioso. Pero, cuando se vuelve estética, su trascendencia sensitiva entra en una oposición soterrada o abierta con la trascendencia supra-sensible de las religiones.
rion. (Y Goethe, Traité des couleurs, Ed. Triades, párrafos 902-909.) (Hay versión española: Tratado de los colores, en Obras completas, Madrid: 1961)
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En el segundo caso, la sensación ya no se realiza en los materiales, más bien los materiales penetran en la sensación. Por supuesto, la sensación tampoco existe al margen de esta penetración, y el plano de composición técnica tampoco tiene más autonomía que en el primer caso: nunca vale para sí mismo. Pero diríase ahora que sube en el plano de composición estética, y le da un espesor propio, como dice Damisch, independiente de cualquier perspectiva y profundidad. En este momento las figuras del arte se liberan de una trascendencia aparente o de un modelo paradigmático, y confiesan su ateísmo inocente, su paganismo. Y sin duda entre estos dos casos, estos dos estados de la sensación, estos dos extremos de la técnica, las transiciones, las combinaciones y las coexistencias se van haciendo constantemente (por ejemplo el trabajo muy empastado de Tiziano o de Rubens): se trata más de polos abstractos que de movimientos realmente diferentes. Aun así, la pintura moderna, incluso cuando se limita al óleo y al disolvente, se vuelve cada vez más hacia el segundo polo, y hace subir y penetrar los materiales «en el espesor» del plano de composición estética. Por este motivo resulta tan erróneo definir la sensación en la pintura moderna como asunción de una planeidad visual pura: el error procede tal vez de que el espesor no necesita ser fuerte o profundo. Se ha podido decir de Mondrian que era un pintor del espesor; y a Seurat, cuando define la pintura como «el arte de ahuecar una superficie», le basta con basarse en las rugosidades de la hoja de papel Canson. Se trata de una pintura que ya no tiene fondo, porque «lo que hay debajo» emerge: la superficie es ahuecable o el plano de composición adquiere espesor en la medida en que los materiales suben, independientemente de una profundidad o perspectiva, independientemente de las sombras y hasta del orden cromático del color (el coloreador arbitrario). Ya no se recubre, se hace subir, acumular, apilar, atravesar, levantar, doblar. Es una promoción del suelo, y la escultura puede volverse plana, puesto que el plano se estratifica. Ya no se pinta «encima», sino «debajo». El arte informal, con Dubuffet, ha llevado muy lejos estas nuevas potencias de textura, esta elevación del suelo; y también el expresionismo abstracto, el arte minimalista, procediendo por empapamientos, fibras, hojaldres, o empleando tarlatana o tul, de
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tal modo que el pintor pueda pintar por detrás de su cuadro, en un estado de ceguera. Con Hantai, los plegados ocultan a la visión del pintor lo que muestran a los ojos del espectador una vez desplegados. De todos modos y en todos sus estados, la pintura es pensamiento: la visión es mediante el pensamiento, y el ojo piensa, más aún de lo que escucha.
Hubert Damisch ha convertido el espesor del plano en un verdadero concepto, mostrando que «el trenzado podría en efecto cumplir, para la pintura del futuro, un cometido análogo al que fue el de la perspectiva», lo cual no es propio de la pintura, puesto que Damisch establece de nuevo la misma distinción en el nivel del plano arquitectónico, cuando Scarpa por ejemplo rechaza el movimiento de la proyección y los mecanismos de perspectiva para inscribir los volúmenes en el espesor del propio plano. Y de la literatura a la música, se afirma un espesor que no se deja reducir a ninguna profundidad formal. Se trata de un rasgo característico de la literatura moderna, cuando las palabras y la sintaxis suben en el plano de composición, y lo ahuecan, en vez de llevar a cabo una puesta en perspectiva. Y la música cuando renuncia tanto a la proyección como a las perspectivas que imponen la altura, el temperamento y el cromatismo, para conferir al plano sonoro un espesor singular del que dan fe elementos muy diversos: la evolución de los estudios para piano, que dejan de ser únicamente técnicos para convertirse en «estudios de composición» (con la amplitud que les da Debussy); la importancia decisiva que adquiere la orquestación en Berlioz; la subida de los timbres en Stravinski y en Boulez; la proliferación de los afectos de percusión con los metales, las pieles y las maderas, y su aleación con los instrumentos de viento para constituir bloques inseparables del material (Varèse); la redefinición del percepto en función del ruido, del sonido bruto y complejo (Cage); no sólo la ampliación del cromatismo a otros componentes aparte de la altura, sino la tendencia a una aparición no cromática del sonido en un continuo infinito (música electrónica o electroacústica).
No hay más que un plano, en el sentido de que el arte no comporta más plano que el de la composición estética: el plano técnico en efecto está necesariamente recubierto o absorbido por
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el plano de composición estética. Con esta condición la materia se hace expresiva: el compuesto de sensaciones se realiza en los materiales, o los materiales penetran en el compuesto, pero siempre de manera que se sitúan en un plano de composición propiamente estética. Hay muchos problemas técnicos en el arte, y la ciencia puede intervenir en su solución; pero sólo se plantean en función de los problemas de composición estética que conciernen a los compuestos de sensaciones y al plano al que se remiten necesariamente con sus materiales. Toda sensación es una pregunta, aun cuando sólo el silencio responda. El problema en el arte consiste siempre en encontrar qué monumento hay que erigir en un plano determinado, o qué plano hay que despejar por debajo de un monumento determinado, o ambas cosas a la vez: de este modo en Klee el «monumento en el límite del país fértil» y el «monumento en país fértil». No hay acaso tantos planos diferentes como universos, como autores o hasta incluso como obras? De hecho, los universos, tanto de un arte a otro como en el mismo arte, pueden derivarse los unos de los otros, o bien entrar en relaciones de captura y formar constelaciones de universos, independientemente de toda derivación, pero también dispersarse en nebulosas o sistemas estelares diferentes, bajo unas distancias cualitativas que ya no son de espacio y tiempo. Sobre estas líneas de fuga los universos se concatenan o se separan, de tal modo que el plano puede ser único al mismo tiempo que los universos pueden ser múltiples irreductibles.
Todo sucede (la técnica incluida) entre los compuestos de sensaciones y el plano de composición estética. Pero éste no se sitúa antes, ya que no es deliberado o preconcebido, ni nada tiene que ver con un programa, pero tampoco se sitúa después, a pesar de que su toma de conciencia se efectúe progresivamente y surja a menudo a posteriori. La ciudad no se sitúa después que la casa, ni el cosmos después que el territorio. El universo no se sitúa después que la figura, y la figura es aptitud de universo. Hemos ido de la sensación compuesta al plano de composición, pero para reconocer su estricta coexistencia o su complementandad, ya que una cosa no progresa más que a través de la otra. La sensación compuesta, que se compone de perceptos y de afectos, desternitorializa el sistema de la opinión que reunía las percep-
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ciones y las afecciones dominantes en un medio natural, histórico y social. Pero la sensación compuesta se reterritorializa en el plano de composición, porque erige en él sus casas, porque se presenta en él en marcos encajados o en lienzos de pared agrupados que circunscriben sus componentes, paisajes convertidos en meros perceptos, personajes convertidos en meros afectos. Y al mismo tiempo el plano de composición arrastra la sensación a una desterritorialización superior, haciéndola pasar por una especie de desmarcaje que la abre y la hiende en un cosmos infinito. Como en Pessoa, una sensación en un plano no ocupa un lugar sin extenderlo, distenderlo a la totalidad de la Tierra, y liberar todas las sensaciones que contiene: abrir o hendir, igualar lo infinito. Tal vez sea esto lo propio del arte, pasar por lo finito, para volver a encontrar, volver a dar lo infinito.
Lo que define el pensamiento, las tres grandes formas del pensamiento, el arte, la ciencia y la filosofía, es afrontar siempre el caos, establecer un plano, trazar un plano sobre el caos. Pero la filosofía pretende salvar lo infinito dándole consistencia: traza un plano de inmanencia, que lleva a lo infinito acontecimientos o conceptos consistentes, por efecto de la acción de personajes conceptuales. La ciencia, por el contrario, renuncia a lo infinito para conquistar la referencia: establece un plano de coordenadas únicamente indefinidas, que define cada vez unos estados de cosas, unas funciones o unas proposiciones referenciales, por efecto de la acción de unos observadores parciales. El arte se propone crear un finito que devuelva lo infinito: traza un plano de composición, que a su vez es portador de los monumentos o de las sensaciones compuestas, por efecto de unas figuras estéticas. Damisch analizó precisamente el cuadro de Klee, «Igual infinito». No se trata por supuesto de una alegoría, sino del ademán de pintar que se presenta como pintura. Nos parece que las manchas pardas que bailan en el borde y que atraviesan el lienzo son el paso infinito del caos; la disposición de la siembra de puntos sobre la tela, dividida por unos palitos, es la sensación compuesta finita, pero se abre sobre el plano de composición que nos restituye lo infinito, = ∞. No hay que pensar sin embargo que el arte es como una síntesis de la ciencia y la filosofía, de la vía finita y la vía infinita. Las tres vías son específicas, tan directas unas
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como otras, y se diferencian por la naturaleza del plano y de lo que lo ocupa. Pensar es pensar mediante conceptos, o bien mediante funciones, o bien mediante sensaciones, y uno de estos pensamientos no es mejor que otro, o más plena, más completa, más sintéticamente «pensamiento». Los marcos del arte no son coordenadas científicas, como tampoco las sensaciones son conceptos o a la inversa. Los dos intentos recientes de acercar el arte a la filosofía son el arte abstracto y el arte conceptual; pero no sustituyen el concepto por la sensación, sino que crean sensaciones y no conceptos. El arte abstracto únicamente trata de afinar la sensación, de desmaterializarla, trazando un plano de composición arquitectónica en el que se volvería un mero ser espiritual, una materia resplandeciente pensante y pensada, y ya no una sensación de mar o de árbol, sino una sensación del concepto de mar o del concepto de árbol. El arte conceptual se propone una desmaterialización opuesta, por generalización, instaurando un plano de composición suficientemente neutralizado (el catálogo en el que figuran unas obras que no se han expuesto, el terreno cubierto por su propio mapa, los espacios abandonados sin arquitectura, el plano «flatbed») para que todo adquiera un valor de sensación reproducible al infinito: las cosas, las imágenes o los clichés, las proposiciones, una cosa, su fotografía a la misma escala y en el mismo lugar, su definición sacada del diccionario. No es nada seguro sin embargo, en este último caso, que se alcance así la sensación ni el concepto, porque el plano de composición propende a volverse «informativo», y porque la sensación depende de la mera «opinión» de un espectador al que pertenece la decisión eventual de «materializar» o no, es decir de decidir si aquello es o no es arte. Tanto esfuerzo para volver a encontrarse en el infinito con las percepciones y las afecciones comunes, y reducir el concepto a una doxa del cuerpo social o de la gran metrópoli americana.
Los tres pensamientos se cruzan, se entrelazan, pero sin síntesis ni identificación. La filosofía hace surgir acontecimientos con sus conceptos, el arte erige monumentos con sus sensaciones, la ciencia construye estados de cosas con sus funciones. Una tupida red de correspondencias puede establecerse entre los planos. Pero la red tiene sus puntos culminantes allí donde la propia
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sensación se vuelve sensación de concepto o de función, el concepto, concepto de función o de sensación, y la función, función de sensación o de concepto. Y uno de los elementos no surge sin que el otro pueda estar todavía por llegar, todavía indeterminado o desconocido. Cada elemento creado en un plano exige otros elementos heterogéneos, que todavía están por crear en los otros planos: el pensamiento como heterogénesis. Bien es verdad que estos puntos culminantes comportan dos peligros extremos: o bien retrotraernos a la opinión de la cual pretendíamos escapar, o bien precipitarnos en el caos que pretendíamos afrontar.
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CONCLUSIÓN
DEL CAOS AL CEREBRO
Sólo pedimos un poco de orden para protegernos del caos. No hay cosa que resulte más dolorosa, más angustiante, que un pensamiento que se escapa de sí mismo, que las ideas que huyen, que desaparecen apenas esbozadas, roídas ya por el olvido o precipitadas en otras ideas que tampoco dominamos. Son variabilidades infinitas cuyas desaparición y aparición coinciden. Son velocidades infinitas que se confunden con la inmovilidad de la nada incolora y silenciosa que recorren, sin naturaleza ni pensamiento. Es el instante del que no sabemos si es demasiado largo o demasiado corto para el tiempo. Recibimos latigazos que restallan como arterias. Incesantemente extraviamos nuestras ideas. Por este motivo nos empeñamos tanto en agarrarnos a opiniones establecidas. Sólo pedimos que nuestras ideas se concatenen de acuerdo con un mínimo de reglas constantes, y jamás la asociación de ideas ha tenido otro sentido, facilitarnos estas reglas protectoras, similitud, contigüidad, causalidad, que nos permiten poner un poco de orden en las ideas, pasar de una a otra de acuerdo con un orden del espacio y del tiempo, que impida a nuestra «fantasía» (el delirio, la locura) recorrer el universo en un instante para engendrar de él caballos alados y dragones de fuego. Pero no existiría un poco de orden en las ideas si no hubiera también en las cosas o estado de cosas un anticaos objetivo: «Si el cinabrio fuera ora rojo, ora negro, ora ligero, ora pesado…, mi imaginación no encontraría la ocasión de recibir en el pensamiento el pesado cinabrio con la re~
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presentación del color rojo.»1 Y por último, cuando se produce el encuentro de las cosas y el pensamiento, es necesario que la sensación se reproduzca como la garantía o el testimonio de su acuerdo, la sensación de pesadez cada vez que sopesamos el cinabrio, la de rojo cada vez que lo contemplamos, con nuestros órganos del cuerpo que no perciben el presente sin imponerle la conformidad con el pasado. Todo esto es lo que pedimos para forjarnos una opinión, como una especie de «paraguas» que nos proteja del caos.
De todo esto se componen nuestras opiniones. Pero el arte, la ciencia, la filosofía exigen algo más: trazan planos en el caos. Estas tres disciplinas no son como las religiones que invocan dinastías de dioses, o la epifanía de un único dios para pintar sobre el paraguas un firmamento, como las figuras de una Urdoxa, de la que derivarían nuestras opiniones. La filosofía, la ciencia y el arte quieren que desgarremos el firmamento y que nos sumerjamos en el caos. Sólo a este precio le venceremos. Y tres veces vencedor crucé el Aqueronte. El filósofo, el científico, el artista parecen regresar del país de los muertos. Lo que el filósofo trae del caos son unas variaciones que permanecen infinitas, pero convertidas en inseparables, en unas superficies o en unos volúmenes absolutos que trazan un plano de inmanencia secante: ya no se trata de asociaciones de ideas diferenciadas, sino de reconcatenaciones por zona de indistinción en un concepto. El científico trae del caos unas variables convertidas en independientes por desaceleración, es decir por eliminación de las demás variabilidades cualesquiera susceptibles de interferir, de tal modo que las variables conservadas entran bajo unas relaciones determinables en una función: ya no se trata de lazos de propiedades en las cosas, sino de coordenadas finitas en un plano secante de referencia que va de las probabilidades locales a una cosmología global. El artista trae del caos unas variedades que ya no constituyen una reproducción de lo sensible en el órgano, sino que erigen un ser de lo sensible, un ser de la sensación, en un plano de composición anorgánica capaz de volver a dar lo infinito. La lucha con
1. Kant, Crítica de la razón pura, Analítica, «De la síntesis de la reproducción en la imaginación».
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el caos que Cézanne y Klee han mostrado en acción en la pintura, en el corazón de la pintura, vuelve a surgir de otra manera en la ciencia, en la filosofía: siempre se trata de vencer el caos mediante un plano secante que lo atraviesa. El pintor pasa por una catástrofe, o por un arrebol, y deja sobre el lienzo el rastro de este paso, como el del salto que le lleva del caos a la composición.1 Las propias ecuaciones matemáticas no gozan de una certidumbre apacible que sería como la sanción de una opinión científica dominante, sino que salen de un abismo que hace que el matemático «salte a pies juntillas sobre los cálculos», prevea otros que no puede efectuar y no alcance la verdad sin «darse golpes a uno y otro lado».2 El pensamiento filosófico no reúne sus conceptos dentro de la amistad sin estar también atravesado por una fisura que los reconduce al odio o los dispersa en el caos existente, donde hay que recuperarlos, buscarlos, dar un salto. Es como si se echara una red, pero el pescador siempre corre el riesgo de verse arrastrado y encontrarse en mar abierto cuando pensaba llegar a puerto. Las tres disciplinas proceden por crisis o sacudidas, de manera diferente, y la sucesión es lo que permite hablar de «progresos» en cada caso. Diríase que la lucha contra el caos no puede darse sin afinidad con el enemigo, porque hay otra lucha que se desarrolla y adquiere mayor importancia, contra la opinión que pretendía no obstante protegernos del propio caos.
En un texto violentamente poético, Lawrence describe lo que hace la poesía: los hombres incesantemente se fabrican un paraguas que les resguarda, en cuya parte inferior trazan un firmamento y escriben sus convenciones, sus opiniones; pero el poeta, el artista, practica un corte en el paraguas, rasga el propio firmamento, para dar entrada a un poco del caos libre y ventoso y para enmarcar en una luz repentina una visión que surge a través de la rasgadura, primavera de Wordsworth o manzana de Cézanne, silueta de Macbeth o de Acab. Entonces
1. Sobre Cézanne y el caos, cf. Gasquet, en Conversations avec Cézanne; sobre Klee ye! caos, cf. la «note sur le point gris» en Théorie de l’art moderne, Ed. Gonthier. Y los análisis de Henri Maldiney, Regard Parole Espace, Ed. L’Age d’homme, págs. 150-151, 183-185.
2. Galois, en Dalmas, Evariste Galois, págs. 121, 130.
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aparece la multitud de imitadores que restaura el paraguas con un paño que vagamente se parece a la visión, y la multitud de glosadores que remiendan la hendidura con opiniones: comunicación. Siempre harán falta otros artistas para hacer otras rasgaduras, llevar a cabo las destrucciones necesarias, quizá cada vez mayores, y volver a dar así a sus antecesores la incomunicable novedad que ya no se sabía ver. Lo que significa que el artista se pelea menos contra el caos (al que llama con todas sus fuerzas, en cierto modo) que contra los «tópicos» de la opinión.1 El pintor no pinta sobre una tela virgen, ni el escritor escribe en una página en blanco, sino que la página o la tela están ya tan cubiertas de tópicos preexistentes, preestablecidos, que hay primero que tachar, limpiar, laminar, incluso desmenuzar para hacer que pase una corriente de aire surgida del caos que nos aporte la visión. Cuando Fontana corta el lienzo coloreado de un navajazo, no es el color lo que hiende de este modo, al contrario, nos hace ver el color liso del color puro a través de la hendidura. El arte efectivamente lucha con el caos, pero para hacer que surja una visión que lo ilumine un instante, una Sensación. Hasta las casas…: las casas tambaleantes de Soutine salen del caos, tropezando a uno y otro lado, impidiéndose mutuamente que se desmoronen de nuevo; y la casa de Monet surge como una hendidura a través de la cual el caos se vuelve la visión de las rosas. Hasta el encarnado más delicado se abre en el caos, como la carne en el despellejado.2 Una obra de caos no es ciertamente mejor que una obra de opinión, el arte se compone tan poco de caos como de opinión; pero, si se pelea contra el caos, es para arrebatarle las armas que vuelve contra la opinión, para vencerla mejor con unas armas de eficacia comprobada. Incluso porque el cuadro está en primer lugar cubierto de tópicos, el pintor tiene que afrontar el caos y acelerar las destrucciones, para producir una sensación que desafíe cualquier opinión, cualquier tópico (durante cuánto tiempo?). El arte no es el caos, sino una composición del caos que da la visión o sensa-
1. Lawrence, «El caos en la poesía», en Lawrence, Cahiers de l’Herne, págs. 189-191.
2. Didi-Huberman, La peinture incarnée, págs. 120-123: sobre la carne y el caos.
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ción, de tal modo que constituye un caosmos, como dice Joyce, un caos compuesto -y no previsto ni preconcebido-. El arte transforma la variabilidad caótica en variedad caoidea, por ejemplo el arrebol gris-negro y verde de El Greco; el arrebol dorado de Turner o el arrebol rojo de Staél. El arte lucha con el caos, pero para hacerlo sensible, incluso a través del personaje más encantador, el paisaje más encantado (Watteau).
Un movimiento similar, sinuoso, serpentino, anima tal vez la ciencia. Una lucha contra el caos parece pertenecerle esencialmente cuando hace pasar la variabilidad desacelerada bajo unas constantes o unos límites, cuando la relaciona de este modo con unos centros de equilibrio, cuando la somete a una selección que sólo conserva un número pequeño de variables independientes en unos ejes de coordenadas, cuando instaura entre estas variables unas relaciones cuyo estado futuro puede determinarse a partir del presente (cálculo determinista), o por el contrario cuando hace intervenir tantas variables a la vez que el estado de cosas es únicamente estadístico (cálculo de probabilidades). Se hablará en este sentido de una opinión propiamente científica conquistada sobre el caos como de una comunicación definida ora por unas informaciones iniciales, ora por unas informaciones a gran escala, y que va las más de las veces de lo elemental a lo compuesto, o bien del presente al futuro, o bien de lo molecular a lo molar. Pero, en este caso también, la ciencia no puede evitar experimentar una profunda atracción hacia el caos al que combate. Si la desaceleración es el fino ribete que nos separa del caos oceánico, la ciencia se aproxima todo lo que puede a las olas más cercanas, estableciendo unas relaciones que se conservan con la aparición y la desaparición de las variables (cálculo diferencial); la diferencia se va haciendo cada vez más pequeña entre el estado caótico en el que la aparición y la desaparición de una variabilidad se confunden, y el estado semicaótico que presenta una relación como el límite de las variables que aparecen o desaparecen. Como dice Michel Serres a propósito de Leibniz, «existirían dos infraconscientes: uno, el más profundo, estaría estructurado como un conjunto cualquiera, mera multiplicidad o posibilidad en general, mezcla aleatoria de signos; el otro, el menos profundo, estaría recubierto de esquemas combinatorios de
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esta multiplicidad …».1 Cabría concebir una serie de coordenadas o de espacios de fases como una sucesión de tamices, de los que el anterior sería cada vez relativamente un estado caótico y el siguiente un estado caoideo, de tal modo que se pasaría por unos umbrales caóticos en vez de ir de lo elemental a lo compuesto. La opinión nos presenta una ciencia que anhelaría la unidad, la unificación de sus leyes, y que hoy en día seguiría aún buscando una comunidad de las cuatro fuerzas. Todavía es más obstinado, sin embargo, el anhelo de captar un pedazo de caos aun cuando las fuerzas más diversas se agiten en él. La ciencia daría toda la unidad racional a la que aspira a cambio de un trocito de caos que pudiera explorar.
El arte toma un trozo de caos en un marco, para formar un caos compuesto que se vuelve sensible, o del que extrae una sensación caoidea como variedad; pero la ciencia toma uno en un sistema de coordenadas y forma un caos referido que se vuelve Naturaleza, y del que extrae una función aleatoria y unas variables caoideas. De este modo uno de los aspectos más importantes de la física matemática moderna surge en unas transiciones hacia el caos bajo los efectos de los atractores «extraños» o caóticos: dos trayectorias contiguas en un sistema determinado de coordenadas no permanecen así, y divergen de forma exponencial antes de aproximarse mediante operaciones de estiramiento y de repliegue que se repiten, y que seccionan el caos.2 Si los atractores de equilibrio (puntos fijos, ciclos límites, toros) expresan en efecto la lucha de la ciencia con el caos, los atractores extraños desvelan su profunda atracción por el caos, así como la constitución de un caosmos interior a la ciencia moderna (cosas todas ellas que de un modo un otro se detectaban en los períodos anteriores, especialmente en la fascinación por las turbulencias). Nos encontramos pues ante una conclusión análoga a aquella a la que nos llevaba el arte: la lucha con el caos no es más que el instrumento de una lucha más profunda contra la opinión, pues de la
1. Serres, Le système de Leibniz, PUF., I, pág. 111 (y sobre la sucesión de
los tamices, págs. 120-123).
2. Sobre los atractores extraños, las variables independientes y las «vías
hacia el caos», Prigogin y Stengers, Entre le temps et l’éternzté, Ed. Fayard, cap. IV. Y Gleick, La théorie du chaos, td. Albio Michel.
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opinión procede la desgracia de los hombres. La ciencia se vuelve contra la opinión que le confiere un sabor religioso de unidad o de unificación. Pero también se revuelve en sí misma contra la opinión propiamente científica en tanto que Urdoxa que consiste ora en la previsión determinista (el Dios de Laplace), ora en la evaluación probabilitaria (el demonio de Maxwell): desvinculándose de las informaciones iniciales y de las informaciones a gran escala, la ciencia sustituye la comunicación por unas condiciones de creatividad definidas a través de los efectos singulares de las fluctuaciones mínimas. Lo que es creación son las variedades estéticas o las variables científicas que surgen en un plano capaz de seccionar la variabilidad caótica. En cuanto a las seudociencias que pretenden considerar los fenómenos de opinión, los cerebros artificiales que utilizan conservan como modelos unos procesos probabilitarios, unos atractores estables, toda una lógica de la recognición de las formas, pero tienen que alcanzar estados caoideos y atractores caóticos para comprender a la vez la lucha del pensamiento contra la opinión y la degeneración del pensamiento en la propia opinión (una de las vías de evolución de los ordenadores va en el sentido de asumir un sistema caótico o caotizante).
Esto lo confirma el tercer caso, ya no la variedad sensible ni la variable funcional, sino la variación conceptual tal y como se presenta en filosofía. La filosofía a su vez lucha con el caos como abismo indiferenciado u océano de la disimilitud. No hay que concluir por ello que la filosofía se alinea junto a la opinión, ni que ésta pueda sustituirla. Un concepto no es un conjunto de ideas asociadas como una opinión. Tampoco es un orden de razones, una serie de razones ordenadas que podrían, llegado el caso, constituir una especie de Urdoxa racionalizada. Para alcanzar el concepto, ni tan sólo basta con que los fenómenos se sometan a unos principios análogos a los que asocian las ideas, o las cosas, a los principios que ordenan las razones. Como dice Michaux, lo que es suficiente para las «ideas corrientes» no lo es para las «ideas vitales», las que hay que crear. Las ideas sólo son asociables como imágenes, y sólo son ordenables como abstracciones; para llegar al concepto, tenemos que superar ambas cosas, y que llegar lo más rápidamente posible a objetos mentales
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determinables como seres reales. Era ya lo que mostraban Spinoza o Fichte: tenemos que utilizar ficciones y abstracciones, pero sólo en cuanto sea necesario para acceder a un plano en el que iríamos de ser real en ser real y procederíamos mediante construcción de conceptos.’ Hemos visto cómo podía alcanzarse este resultado en la medida en que unas variaciones se volvían inseparables siguiendo unas zonas de vecindad o de indiscernibilidad: dejan entonces de ser asociables según los caprichos de la imaginación, o discernibles y ordenables según las exigencias de la razón, para formar auténticos bloques conceptuales. Un concepto es un conjunto de variaciones inseparables que se produce o se construye en un plano de inmanencia en tanto que éste secciona la variabilidad caótica y le da consistencia (realidad). Por lo tanto un concepto es un estado caoideo por excelencia; remite a un caos que se ha vuelto consistente, que se ha vuelto Pensamiento, caosmos mental. ¿Y qué sería pensar si el pensamiento no se midiera incesantemente con el caos? La Razón sólo nos muestra su verdadero rostro cuando «truena dentro de su cráter». Hasta el cogito no es más que una opinión, una Urdoxa en el mejor de los casos, mientras no se extraigan de él las variaciones inseparables que lo convierten en un concepto, siempre y cuando se renuncie a buscar en él un paraguas o un refugio, se deje de suponer una inmanencia que se haría a sí mismo, para plantearlo él mismo por el contrario en un plano de inmanencia al que pertenece y que le devuelve al mar abierto. Resumiendo, el caos tiene tres hijas en función del plano que lo secciona: son las Caoideas, el arte, la ciencia y la filosofía, como formas del pensamiento o de la creación. Se llaman caoideas las realidades producidas en unos planos que seccionan el caos.
La junción (que no la unidad) de los tres planos es el cerebro. Por supuesto, cuando el cerebro es considerado como una función determinada se presenta a la vez como un conjunto complejo de conexiones horizontales y de integraciones verticales que reaccionan unas con otras, como ponen de manifiesto los «mapas» cerebrales. Entonces la pregunta es doble: ¿las conexio-
1. Cf. Guéroult, L’évolution et la structure de la Doctrine de la science chez Fichte, Ed. Les Belles Lettres, I, pág. 174.
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nes están preestablecidas, como guiadas por rieles, o se hacen y de deshacen en campos de fuerzas? ¿Y los procesos de integración son centros jerárquicos localizados, o más bien formas (Gestalten) que alcanzan sus condiciones de estabilidad en un campo del que depende la posición del propio centro? La importancia de la teoría de la Gestalt al respecto incide tanto en la teoría del cerebro como en la concepción de la percepción, puesto que se opone directamente al estatuto del córtex tal como se presentaba desde el punto de vista de los reflejos condicionados. Pero, independientemente de las perspectivas consideradas, no resulta difícil mostrar que unos caminos, ya hechos o haciéndose, unos centros, mecánicos o dinámicos, se topan con dificultades del mismo tipo. Unos caminos ya hechos que se van siguiendo progresivamente implican un trazado previo, pero unos trayectos que se constituyen en un campo de fuerzas proceden mediante resoluciones de tensión que también actúan progresivamente (por ejemplo la tensión de aproximación entre la fovea y el punto luminoso proyectado sobre la retina, ya que ésta posee una estructura análoga a la de un área cortical): ambos esquemas suponen un «plan», que no un objetivo o un programa, sino un sobrevuelo de la totalidad del campo. Esto es lo que la teoría de la Gestalt no explica, como tampoco el mecanismo explica el premontaje.
No hay que sorprenderse de que el cerebro, tratado como objeto constituido de ciencia, sólo pueda ser un órgano de formación y de comunicación de la opinión: y es que las conexiones progresivas y las integraciones centradas siguen bajo el estrecho modelo de la recognición (gnosis y praxis, «es un cubo», «es un lápiz»…), y la biología del cerebro se alinea en este caso siguiendo los mismos postulados que la lógica más terca. Las opiniones son formas que se imponen, como las burbujas de jabón según la Gestalt, habida cuenta de unos medios, de unos intereses, de unas creencias y de unos obstáculos. Parece entonces difícil tratar la filosofía, el arte e incluso la ciencia como «objetos mentales», meros ensamblajes de neuronas en el cerebro objetivado, puesto que el modelo irrisorio de la recognición los acantona en la doxa. Si los objetos mentales de la filosofía, del arte y de la ciencia (es decir las ideas vitales) tuvieran un lugar, éste estaría en lo más profundo de las hendiduras sinápticas, en los hia-
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tos, los intervalos y los entretiempos de un cerebro inobjetivable, allí donde penetrar para buscarlos sería crear. Sería un poco como en la regulación de una pantalla de televisión cuyas intensidades hicieran surgir lo que escapa al poder de definición objetivo. Es como decir que el pensamiento, hasta bajo la forma que toma activamente en la ciencia, no depende de un cerebro hecho de conexiones y de integraciones orgánicas: según la fenomenología, dependería de las relaciones del hombre con el mundo, con las que el cerebro concuerda necesariamente porque procede de ellas, como las excitaciones proceden del mundo y las reacciones del hombre, incluso en sus incertidumbres y sus flaquezas. «El hombre piensa y no el cerebro»; pero este movimiento ascendente de la fenomenología que supera el cerebro hacia un Ser en el mundo, bajo una crítica doble del mecanismo y el dinamismo, no nos saca de la esfera de las opiniones, sólo nos lleva a una Urdoxa planteada como opinión originaria o sentido de los sentidos.’
¿No se situará el punto de inflexión en otro lugar, allí donde el cerebro es «sujeto», se vuelve sujeto? El cerebro es el que piensa y no el hombre, siendo el hombre únicamente una cristalización cerebral. Se hablará del cerebro como Cézanne del paisaje: el hombre ausente, pero todo él dentro del cerebro… La filosofía, el arte, la ciencia no son los objetos mentales de un cerebro objetivado, sino los tres aspectos bajo los cuales el cerebro se vuelve sujeto, Pensamiento-cerebro, los tres planos, las balsas con las que se sumerge en el caos y se enfrenta a él. ¿Cuáles son los caracteres de este cerebro que ya no se define por unas conexiones y unas integraciones secundarias? No es un cerebro detrás del cerebro, sino primero un estado de sobrevuelo sin distancia, a ras de suelo, autosobrevuelo al que ninguna sima, ningún pliegue ni hiato se le escapa. Es una «forma verdadera», primaria, como la definía Ruyer: no una Gestalt ni una forma percibida, sino una forma en sí que no remite a ningún punto de vista exterior, como tampoco la retina o el área estriada del córtex remite a otra, una forma consistente absoluta que se
1. Jean-Clet Martin, Variation (de próxima publicación).
2. Erwin Strauss, Du sens des sens, Ed. Millon, parte III.
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sobrevuela independientemente de cualquier dimensión suplementaria, que por lo tanto no exige ninguna trascendencia, que sólo tiene un lado independientemente del número de sus dimensiones, que permanece copresente a todas sus determinaciones sin proximidad ni alejamiento, que las recorre a velocidad infinita, sin velocidad límite, y que hace de ellas otras tantas variaciones inseparables a las que confiere una equipotencialidad sin confusión.1 Hemos visto que ése era el estatuto del concepto como mero acontecimiento o realidad de lo virtual. Y sin duda los conceptos no se reducen a un único y mismo cerebro, puesto que cada uno de ellos constituye un «dominio de sobrevuelo», y los pasos de un concepto a otro permanecen irreductibles mientras que un nuevo concepto no vuelva necesaria a su vez la copresencia o la equipotencialidad de las determinaciones. Tampoco se puede decir que todo concepto es un cerebro. Pero el cerebro, bajo este primer aspecto de forma absoluta, se presenta en efecto como la facultad de los conceptos, es decir como la facultad de su creación, al mismo tiempo que establece el plano de inmanencia en el que los conceptos se sitúan, se desplazan, cambian de orden y de relaciones, se renuevan y se crean sin cesar. El cerebro es el espíritu mismo. Al mismo tiempo que el cerebro se vuelve sujeto, o mejor dicho «superjeto» de acuerdo con el término de Whitehead, el concepto se vuelve el objeto en tanto que creado, el acontecimiento o la propia creación, y la filosofía, el plano de inmanencia que sustenta los conceptos y que el cerebro traza. Así pues, los movimientos cerebrales engendran personajes conceptuales.
Es el cerebro quien dice Yo, pero Yo es otro. No es el mismo cerebro que el de las conexiones e integraciones segundas, aun cuando no haya trascendencia. Y este Yo no sólo es el «yo concibo» del cerebro como filosofía, también es el «yo siento» del cerebro como arte. La sensación no es menos cerebro que el concepto. Si se consideran las conexiones nerviosas excitación-reacción y las integraciones cerebrales percepción-acción,
1. Ruyer, Néo-finalisme, PUF., caps. VII-X. En toda su obra, Ruyer lleva a cabo una doble crítica del mecanismo y el dinamismo (Gestalt), diferente de la de la fenomenología.
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no nos preguntaremos en qué momento del camino ni en qué nivel aparece la sensación, pues ésta está supuesta y se mantiene alejada. El alejamiento no es lo contrario del sobrevuelo, sino un correlato. La sensación es la propia excitación, no en tanto que ésta se prolonga progresivamente y pasa a la reacción, sino en tanto que se conserva a sí misma o conserva sus vibraciones. La sensación contrae las vibraciones de lo excitante en una superficie nerviosa o en un volumen cerebral: la anterior no ha desaparecido aún cuando aparece la siguiente. Es su forma de responder al caos. La propia sensación vibra porque contrae vibraciones. Se conserva a sí misma porque conserva unas vibraciones: es Monumento. Resuena porque hace resonar sus armónicos. La sensación es la vibración contraída, que se ha vuelto calidad, variedad. Por este motivo se llama en este caso al cerebro-sujeto alma o fuerza, puesto que únicamente el alma conserva contrayendo lo que la materia disipa, o irradia, hace avanzar, refleja, refracta o convierte. Así pues, buscaremos en vano la sensación mientras nos limitemos a unas reacciones y a las excitaciones que éstas prolongan, a unas acciones y a las percepciones que éstas reflejan: y es que el alma (o mejor dicho la fuerza), como decía Leibniz, no hace nada o no actúa, sino que únicamente está presente, conserva; la contracción no es una acción, sino una pasión pura, una contemplación que conserva lo que precede en lo que sigue.’ Por lo tanto la sensación se sitúa en otro plano que los mecanismos, los dinamismos y las finalidades: es un plano de composición, en el que la sensación se forma contrayendo lo que la compone, y componiéndose con otras sensaciones que contrae a su vez. La sensación es contemplación pura, pues es por contemplación como uno contrae, en la contemplación de uno mismo a medida que se contemplan los elementos de los que se procede. Contemplar es crear, misterio de la creación pasiva, sensación. La sensación llena el plano de composición, y se llena de sí misma llenándose de lo que contempla: es «enjoyment», y «selfenjoyment». Es un sujeto, o más bien un injeto. Plotino podía definir todas las cosas como contemplaciones, no sólo los hombres
1. Hume, en el Tratado de la Naturaleza humana, define la imaginación a través de esta contemplación-contracción pasiva (parte III, sección 14).
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y los animales, sino las plantas, la tierra y las rocas. No son Ideas lo que contemplamos por concepto, sino elementos de la materia, por sensación. La planta contempla contrayendo los elementos de los que procede, la luz, el carbono y las sales, y se llena ella misma de colores y de olores que califican cada vez su variedad, su composición: es sensación en sí.1 Como si las flores se sintieran a sí mismas sintiendo lo que las compone, intentos de visión o de olfato primeros, antes de ser percibidos o incluso sentidos por un agente nervioso y cerebrado.
Las rocas y las plantas carecen por supuesto de sistema nervioso. Pero si las conexiones nerviosas y las integraciones cerebrales suponen una fuerza-cerebro como facultad de sentir coexistente a los tejidos, resulta verosímil suponer también una facultad de sentir que coexiste con los tejidos embrionarios, y que se presenta en la Especie como cerebro colectivo; o con los tejidos vegetales en las «especies menores». Y las propias afinidades químicas y causalidades físicas remiten a unas fuerzas primarias capaces de conservar sus largas cadenas contrayendo sus elementos y haciéndolos resonar: la más mínima causalidad permanece ininteligible sin esta instancia subjetiva. Todo organismo no es cerebrado, y toda vida no es orgánica, pero hay en todo unas fuerzas que constituyen unos microcerebros, o una vida inorgánica de las cosas. Si la espléndida hipótesis de un sistema nervioso de la Tierra no resulta imprescindible, como para Fechner o Conan Doyle, es porque la fuerza de contraer o de conservar, es decir de sentir, sólo se presenta como un cerebro global en relación con unos elementos directamente contraídos y con un modo de contracción determinados que difieren según los ámbitos y constituyen precisamente unas variedades irreductibles. Pero, a fin de cuentas, son los mismos elementos últimos y la misma fuerza algo alejada los que constituyen un único plano de composición que sustenta todas las variedades del Universo. El vitalismo siempre ha tenido dos interpretaciones posibles: la de una Idea que actúa, pero que no es, que por lo tanto sólo actúa
1. El gran texto de Plotino sobre las contemplaciones está al principio de Las Enéadas, III, 8. Desde Hume a Butler y a Whitehead, los empíricos recuperarán el tema, decantándolo hacia la materia: de ahí su neoplatonismo.
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desde el punto de vista de un conocimiento cerebral exterior (de Kant a Claude Bernard); o la de una fuerza que es pero que no actúa, que por lo tanto es un mero Sentir interno (de Leibniz a Ruyer). Si nos parece que la segunda interpretación es la que se impone, es porque la contracción que conserva siempre está descolgada con respecto a la acción o incluso al movimiento, y se presenta como una mera contemplación sin conocimiento, lo cual resulta manifiesto hasta en el campo cerebral por excelencia, el del aprendizaje o de la formación de las costumbres: a pesar de que todo parece que ocurre en conexiones de integraciones progresivamente activas, de una prueba a la siguiente, es necesario, como demostraba Hume, que las pruebas o los casos, las ocurrencias, se contraigan en una «imaginación») contemplante, mientras permanecen diferenciados tanto con respecto a las acciones como con respecto al conocimiento; e incluso cuando se es una rata, es por contemplación como se «contrae» una costumbre. Todavía queda por descubrir, por debajo del ruido de las acciones, esas sensaciones creadoras interiores o esas contemplaciones silenciosas que abogan por un cerebro.
Estos dos primeros aspectos o estratos del cerebro-sujeto, tanto la sensación como el concepto, son muy frágiles. No sólo desconexiones y desintegraciones objetivas, sino una fatiga inmensa hacen que las sensaciones, una vez se han vuelto pastosas, dejen escapar los elementos y las vibraciones que cada vez les cuesta más y más contraer. La vejez es esta fatiga misma: entonces, o bien es una caída en el caos mental, fuera del plano de composición, o bien es un repliegue sobre opiniones establecidas, tópicos que ponen de manifiesto que un artista ya no tiene nada más que decir, puesto que ya no es capaz de crear sensaciones nuevas, que ya no sabe cómo conservar, contemplar, contraer. El caso de la filosofía es ligeramente diferente, a pesar de que dependa de una fatiga similar; en este caso, incapaz de mantenerse en el plano de inmanencia, el pensamiento fatigado ya no puede soportar las velocidades infinitas del tercer género que miden, como lo haría un torbellino, la copresencia del concepto en todos sus componentes intensivos a la vez (consistencia); el pensamiento es remitido a las velocidades relativas que sólo se refieren a la sucesión del movimiento de un punto a otro, de un
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componente extensivo a otro, de una idea a otra, y que miden meras asociaciones sin poder reconstituir el concepto. Y sin duda puede suceder que estas velocidades relativas sean muy grandes, hasta el punto de que simulan lo absoluto; sólo son sin embargo velocidades variables de opinión, de discusión o de «réplicas ocurrentes», como suele suceder entre los jóvenes infatigables cuya rapidez de espíritu se alaba, pero también entre los ancianos cansados que prosiguen opiniones desaceleradas y mantienen discusiones que no llevan a ninguna parte hablando a solas, en el interior de sus cabezas vaciadas, como un remoto recuerdo de sus antiguos conceptos a los que todavía se agarran para no volver a sumergirse totalmente en el caos.
Sin duda las causalidades, las asociaciones, las integraciones nos inspiran opiniones y creencias, como dice Hume, que son formas de esperar y de reconocer algo («objetos mentales» incluidos): va a llover, el agua va a hervir, es el camino más corto, es la misma figura bajo otro aspecto… Pero, pese a que semejantes opiniones se cuelen a veces entre las proposiciones científicas, no forman parte de ellas, y la ciencia somete estos procesos a operaciones de otra naturaleza que constituyen una actividad de conocer, y remiten a una facultad de conocimiento como tercer estrato de un cerebro-sujeto, no menos creador que los otros dos. El conocimiento no es una forma, ni una fuerza, sino una función: «yo funciono». El sujeto se presenta ahora como un «ejeto», porque extrae unos elementos cuya característica principal es la distinción, el discernimiento: límites, constantes, variables, funciones, todos estos functores o prospectos que forman los términos de la proposición científica. Las proyecciones geométricas, las sustituciones y transformaciones algebraicas no consisten en reconocer algo a través de las variaciones, sino en distinguir unas variables y unas constantes, o en discernir progresivamente los términos que tienden hacia unos límites sucesivos. Del mismo modo, cuando se asigna una constante en una operación científica, no se trata de contraer unos casos o unos momentos en una misma contemplación, sino de establecer una relación necesaria entre factores que permanecen independientes. En este sentido, los actos fundamentales de la facultad científica de conocer nos han parecido que son los siguientes: establecer unos límites que
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marquen una renuncia a las velocidades infinitas, y que tracen un plano de referencia; asignar unas variables que se organicen en series que tiendan hacia esos límites; coordinar las variables independientes de forma que establezcan entre ellas o sus límites unas relaciones necesarias de las que dependen unas funciones distintas, siendo el plano de referencia una coordinación en acto; determinar las mezclas o estados de cosas que se refieren a las coordenadas, y a los que las funciones se refieren. No basta con decir que estas operaciones del conocimiento científico son funciones del cerebro; las propias funciones son los pliegues de un cerebro que traza las coordenadas variables de un plano de conocimiento (referencia) y que envía a todas partes a observadores parciales.
Hay todavía otra operación que pone de manifiesto precisamente la persistencia del caos, no sólo alrededor del plano de referencia o de coordinación, sino en los rodeos de su superficie variable que siempre se vuelve a poner en juego. Se trata de las operaciones de bifurcación y de individuación: si los estados de cosas están sometidos a ellas es porque son inseparables de potenciales que toman del propio caos, y a los que no actualizan sin correr el riesgo de resultar dislocados o sumergidos. Corresponde por lo tanto a la ciencia poner de manifiesto el caos en el que el propio cerebro se sumerge como sujeto de conocimiento. El cerebro constituye sin cesar límites que determinan funciones de variables en unas áreas particularmente extensas; las relaciones entre estas variables (conexiones) presentan un carácter aún más incierto y aventurado, no sólo en las sinapsis eléctricas que evidencian un caos estadístico, sino en las sinapsis químicas que remiten a un caos determinista).1 Hay menos centros cerebrales que puntos, concentrados en un área, diseminados en otra; y «osciladores», moléculas oscilantes que pasan de un punto a otro. Hasta en un modelo lineal como el de los reflejos condicionados, Erwin Strauss mostraba que lo esencial era comprender los intermediarios, los hiatos y los vacíos. Los paradigmas arborificados
1. Burns, The Uncertain Nervous System, Ed. Arnold. Y Steven Rose, Le cerveau conscient, Ed. Le Seuil, pág. 84: «El sistema nervioso es incierto, probabilista, por lo tanto interesante.»
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del cerebro dejan paso a figuras rizomáticas, sistemas acentrados, redes de autómatas finitos, estados caoideos. Este caos queda sin duda oculto por el reforzamiento de los flujos generadores de opinión, bajo la acción de las costumbres o de los modelos de recognición; pero se volverá aún más sensible si se toman en consideración por el contrario procesos creadores y las bifurcaciones que éstos implican. Y la individuación, en el estado de cosas cerebral, es tanto más funcional cuanto que sus variables no son sus propias células, ya que éstas mueren incesantemente sin renovarse, convirtiendo el cerebro en un conjunto de pequeños muertos que introducen en nosotros la muerte incesante. Remite a un potencial que se actualiza sin duda en las vinculaciones determinables que resultan de las percepciones, pero más aún en el efecto libre que varía según la creación de los conceptos, de las sensaciones o de las propias funciones.
Los tres planos son irreductibles con sus elementos: plano de inmanencia de la filosofía, plano de composición del arte, plano de referencia o de coordinación de la ciencia; forma del concepto, fuerza de la sensación, función del conocimiento; conceptos y personajes conceptuales, sensaciones y figuras estéticas, funciones y observadores parciales. Para cada plano se plantean problemas análogos: ¿en qué sentido y cómo el plano, en cada caso, es uno o múltiple, qué unidad, qué multiplicidad? Pero todavía más importantes nos parecen ahora los problemas de interferencia entre planos que se juntan en el cerebro. Un primer tipo de interferencia surge cuando un filósofo trata de crear el concepto de una sensación, o de una función (por ejemplo un concepto propio del espacio riemanniano, o un número irracional…); o bien un científico, unas funciones de sensaciones, como Fechner o en las teorías del color o del sonido, e incluso unas funciones de conceptos, como muestra Lautman para las matemáticas en tanto que éstas actualizarían unos conceptos virtuales; o bien cuando un artista crea meras sensaciones de conceptos, o de funciones, como se ve en las variedades de arte abstracto o en Klee. La regla en todos estos casos es que la disciplina que interfiere debe proceder con sus propios medios. Por ejemplo, cuando se habla de la belleza intrínseca de una figura geométrica, de una operación o de una demostración, pero esta belleza carece de todo elemento es-
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tético mientras se la defina con criterios tomados de la ciencia, tales como proporción, simetría, disimetría, proyección, transformación: eso es lo que demostró Kant con tanta fuerza.’ Es necesario que la función sea aprehendida en una sensación que le confiera unos perceptos y unos afectos compuestos exclusivamente por el arte, en un plano de creación específica que la sustraiga a toda referencia (el cruce de las líneas negras o las capas de color en los ángulos rectos de Mondrian; o bien la aproximación al caos por sensación de atractores extraños de Noland o de Shirley Jaffe).
Son por lo tanto interferencias extrínsecas, porque cada disciplina se mantiene en su propio plano y emplea sus elementos propios. Pero un segundo tipo de interferencia es intrínseco cuando unos conceptos y unos personajes conceptuales parecen salir de un plano de inmanencia que les correspondería, para meterse en otro plano entre las funciones y los observadores parciales, o entre las sensaciones y las figuras estéticas; y de igual modo en los demás casos. Estos deslizamientos son tan sutiles como el de Zaratustra en la filosofía de Nietzsche o el de Igitur en la poesía de Mallarmé, que nos encontramos en unos planos complejos difíciles de calificar. A su vez los observadores parciales introducen en la ciencia unos sensibilia que están a veces muy cerca de las figuras estéticas en un plano mixto.
También hay, por último, interferencias ilocalizables. Y es que cada disciplina distinta está a su manera relacionada con un negativo: hasta la ciencia está relacionada con una no ciencia que le devuelve sus efectos. No sólo se trata de decir que el arte debe formarnos, despertarnos, enseñarnos a sentir, a nosotros que no somos artistas, y la filosofía enseñarnos a concebir, y la ciencia a conocer. Semejantes pedagogías sólo son posibles si cada una de las disciplinas por su cuenta está en una relación esencial con el No que la concierne. El plano de la filosofía es prefilosófico mientras se lo considere en sí mismo, independientemente de los conceptos que acabarán ocupándolo, pero la no filosofía se encuentra allí donde el plano afronta el caos. La filosofía necesita una no filosofía que la comprenda, necesita una
1. Kant, Critique du jugement, párrafo 62.
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comprensión no filosófica, como el arte necesita un no arte, y la ciencia una no ciencia.1 No lo necesitan como principio, ni como fin en el que estarían destinados a desaparecer al realizarse, sino a cada instante de su devenir y de su desarrollo. Ahora bien, si los tres No se distinguen todavía respecto a un plano cerebral, ya no se distinguen respecto al caos en el que el cerebro se sumerge. En esta inmersión, diríase que emerge del caos la sombra del ((pueblo venidero», tal y como el arte lo reivindica, pero también la filosofía y la ciencia: pueblo-masa, pueblo-mundo, pueblo-cerebro, pueblo-caos. Pensamiento no pensante que yace en los tres, como el concepto no conceptual de Klee o el silencio interior de Kandinsky. Ahí es donde los conceptos, las sensaciones, las funciones se vuelven indecidibles, al mismo tiempo que la filosofía, el arte y la ciencia indiscernibles, como si compartieran la misma sombra, que se extiende a través de su naturaleza diferente y les acompaña siempre.
1. François Larurelle propone de la no filosofía una comprensión en tanto que «real (de) la ciencia», más allá del objeto de conocimiento: Philosophie et
non-philosophie, Ed. Mardaga. Pero no se percibe por qué este real de la ciencia no es también no ciencia.
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ÍNDICE
Introducción. Así pues la pregunta 7
I. FILOSOFÍA
1. ¿Qué es un concepto? 21
2. El plano de inmanencia 39
3. Los personajes conceptuales 63
4. Geofilosofía 86
II. FILOSOFÍA, CIENCIA LÓGICA Y ARTE
5. Functores y conceptos 117
6. Prospectos y conceptos 136
7. Percepto, afecto y concepto 164
Conclusión. Del caos al cerebro 202

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