martes, 21 de junio de 2011

La violencia de lo global. (Jean Baudrillard)

El terrorismo de hoy no es producto de la historia tradicional del anarquismo, del nihilismo, o del fanatismo. Es, en cambio, el compañero contemporáneo de la globalización. Para identificar sus rasgos principales, es necesario realizar una breve genealogía de la globalización; particularmente, de su relación con lo singular y lo universal.
La analogía entre los términos “global”[2] y “universal” esengañosa. La universalización tiene que ver con los derechos humanos, la libertad, la cultura y la democracia. Contrariamente, la globalización se refiere a la tecnología, el mercado, el turismo y la información. La globalización parece ser irreversible, considerando que es probable que la universalización vaya de salida. Al menos parece estar retirándose como un sistema de valores que se desarrolló en el contexto de la modernidad Occidental y no podía compararse con cualquier otra cultura. Toda cultura que deviene universal pierde su singularidad y muere.
Eso fue lo que ocurrió a todas aquellas culturas que destruimos asimilándolas por la vía de la fuerza. Pero esto también es cierto para nuestra propia cultura, a pesar de su pretensión de considerarse universalmente válida. La única diferencia es que las otras culturas murieron debido a su singularidad, lo cual es una muerte bonita. Nosotros estamos muriendo porque estamos perdiendo nuestra propia singularidad y exterminando todos nuestros valores. Y ésta es una muerte más bien fea.
Creemos que el fin ideal de cualquier valor es volverse universal. Pero realmente no evaluamos el peligro mortal que representa semejante búsqueda. Lejos de ser un movimiento de elevación, hay en cambio una tendencia en picada hacia el grado cero de todos los valores. En el Iluminismo se veía la universalización como crecimiento ilimitado y progreso prospectivo. Hoy, contrariamente, la universalización existe como un dispositivo predeterminado y se expresa como un escape hacia adelante, que se plantea como meta alcanzar un valor común mínimo. Éste precisamente es, hoy, el destino de los derechos humanos, la democracia y la libertad. Su expansión es, en realidad, su expresión más débil.
La universalización se desvanece debido a la globalización. La globalización de los intercambios pone fin a la universalización de los valores. Esto marca el triunfo del pensamiento único [3] por encima del pensamiento universal. Lo que se globaliza, en primera instancia, es el mercado, la profusión de los intercambios y de toda clase de productos, el flujo perpetuo de dinero. Culturalmente, la globalización da paso a la promiscuidad de signos y valores, a una forma de pornografía fáctica. A decir verdad, la diseminación global de todo y de nada a través de las redes es pornográfica. Ya no hay necesidad alguna de obscenidad sexual. Todo lo que usted tiene es una cópula interactiva global. Y, como resultado de todo esto, ya no hay ninguna diferencia entre lo global y lo universal. Lo universal se ha globalizado, y los derechos humanos circulan exactamente como cualquier otro producto global (petróleo o capital, por ejemplo).
El paso de lo universal a lo global ha dado lugar a una homogeneización constante, pero también a una fragmentación perpetua. La dislocación, no la localización, ha reemplazado a la centralización. El excentricismo, no la descentralización, ha tomado el lugar que en algún momento ocupó la concentración. Igualmente, la discriminación y la exclusión no son simplemente consecuencias accidentales de la globalización, sino resultados lógicos propios de la globalización. De hecho, la presencia de la globalización nos hace preguntarnos si la universalización ya no ha sido destruida por su propia masa crítica. También nos hace preguntarnos si la universalidad y la modernidad alguna vez existieron fuera de algunos discursos oficiales o de algunos sentimientos morales que gozaban de cierta popularidad. Para nosotros, hoy, el espejo de nuestra universalización moderna se ha roto. Pero esto realmente puede ser una oportunidad. En los fragmentos de este espejo roto, toda clase de singularidades reaparece. Esas singularidades que creíamos en peligro de extinción están sobreviviendo; y las que creíamos que estaban perdidas, se reavivan.
Cuando los valores universales pierden su autoridad y legitimidad, las cosas se radicalizan. Cuando las creencias universales se introdujeron como los únicos valores posibles en cuanto mediadiores culturales, era bastante fácil para tales creencias incorporar singularidades como modos de diferenciación en una cultura universal que se jactaba de ser la abanderada de la diferencia. Pero ya no pueden hacerlo, pues la irradiación triunfante de la globalización ha erradicado todas las formas de diferenciación y todos los valores universales que defendían la diferencia. Así, la globalización ha dado lugar a una cultura absolutamente indiferente. Desde el momento en que lo universal desapareció, una tecno-estructura global omnipotente ha quedado sola para ejercer su dominio. Pero esta tecno-estructura tiene ahora que afrontar las nuevas singularidades que, sin la presencia de la universalización para acunarlas, están listas para extenderse libre y salvajemente.
La historia dio a la universalización su oportunidad. Hoy, sin embargo, enfrentada al orden global, por un lado, y con singularidades insurgentes flotantes, por el otro, los conceptos de libertad, democracia y derechos humanos parecen atroces. Son los fantasmas del pasado de la universalización. La universalización solía promover una cultura caracterizada por los conceptos de transcendencia, subjetividad, conceptualización, realidad y representación. Contrariamente, hoy la cultura global virtual ha reemplazado los conceptos universales por las pantallas, las redes, la inmanencia, los números y un espacio-tiempo continuo y sin profundidad.[4] En lo universal, había todavía espacio para una referencia natural al mundo, al cuerpo o al pasado. Había una suerte de tensión dialéctica o movimiento crítico que halló su materialidad en la violencia histórica y revolucionaria. Pero la expulsión de esta negatividad crítica abrió las puertas a otra forma de violencia: la violencia de lo global. Esta nueva violencia se caracteriza por la supremacía de la eficacia técnica y la positividad, por la organización total, la circulación integral y la equivalencia de todos los intercambios. Adicionalmente, la violencia de lo global pone fin al rol social del intelectual (una idea muy afín al Iluminismo y a la universalización), pero también al papel del activista cuyo destino solía estar atado a las ideas de oposición crítica y violencia histórica.
¿Es fatal la globalización? Algunas veces, en el pasado, las culturas distintas a la nuestra fueron capaces de escapar a la fatalidad del intercambio indiferente. Hoy, sin embargo, ¿dónde está el punto crítico entre lo universal y lo global? ¿Hemos alcanzado el punto de no retorno? ¿Qué vértigo empuja al mundo a borrar la Idea? ¿Y qué es el vértigo sino eso que, al mismo tiempo, parece forzar a las personas a querer actualizar incondicionalmente la Idea?
Lo universal era una Idea. Pero cuando se actualizó en lo global, desapareció como una Idea, cometió suicidio y desapareció como un fin en sí mismo. Puesto que la humanidad es ahora su propia inmanencia, después de haber tomado el lugar dejado por un Dios muerto, el ser humano se ha vuelto la única modalidad de referencia y es el soberano. Pero esta humanidad ya no tiene finalidad alguna. Libre de sus enemigos anteriores, la humanidad ahora tiene que crear a los enemigos desde dentro, lo cual, de hecho, produce una amplia variedad de metástasis inhumanas.
De allí, precisamente, proviene la violencia de lo global. Es el producto de un sistema que rastrea cualquier forma de negatividad y de singularidad, incluyendo la muerte: última forma de la singularidad. Es la violencia de una sociedad donde el conflicto está prohibido, dónde la muerte no está permitida. Es una violencia que, en un sentido, pone fin a la violencia misma, y se esfuerza por establecer un mundo donde todo lo que se relacione con lo natural debe desaparecer (sea que se encuentre en el cuerpo, el sexo, el nacimiento o la muerte). Mejor que llamarla violencia global, deberíamos llamarla virulencia global. Esta forma de violencia es en verdad viral. Se mueve por contagio, procede por reacción en cadena, y poco a poco destruye nuestros sistemas inmunológicos y nuestras capacidades de resistencia.
Pero el juego todavía no ha terminado. La globalización no ha ganado completamente. Contra semejante poder de disolución y de homogeneización, las fuerzas heterogéneas — no las fuerzas simplemente diferentes, sino las claramente antagónicas- están surgiendo por todas partes. Detrás de las fuertes reacciones contra la globalización, que van en aumento, y las formas sociales y políticas de resistencia a lo global, encontramos más que simples expresiones nostálgicas de la negación. Encontramos un revisionismo aplastante vis-à-vis entre la modernidad y el progreso, un rechazo no sólo a la tecno-estructura global, sino también al sistema mental de la globalización, que asume un principio de equivalencia entre todas las culturas.
Este tipo de reacción puede asumir ciertos aspectos violentos, anormales e irracionales desde la perspectiva de nuestros modos de pensamiento ilustrados y tradicionales. Esta reacción puede asumir formas colectivas tanto étnicas como religiosas y lingüísticas. Pero también puede tomar la forma de arranques emocionales individuales o, incluso, de neurosis. En todo caso, sería un error recriminar esas reacciones considerándolas como absolutamente populistas, arcaicas o, incluso, terroristas. Hoy en día, todo lo que tiene cualidad de evento está comprometido contra la universalidad abstracta de lo global,[5] y esto también incluye la propia oposición del Islam a los valores Occidentales (debido a que el Islam es la más poderosa respuesta a esos valores que es considerado, hoy, el enemigo número uno de Occidente).
¿Quién puede derrotar el sistema global? Ciertamente no el movimiento de la anti-globalización cuyo único objetivo es disminuir lentamente la desregulación global. El impacto político de este movimiento puede ser muy importante. Pero su impacto simbólico carece de valor. Esta oposición del movimiento no es más que una materia interior que el sistema dominante puede controlar fácilmente. Las alternativas positivas no pueden derrotar el sistema dominante; pero las singularidades que no son ni positivas ni negativas, sí pueden. Las singularidades no son alternativas. Representan un orden simbólico diferente. No soportan juicios de valor o realidades políticas. Pueden ser lo mejor o lo peor. No pueden “regularizarse” por medio de una acción histórica colectiva.[6] Derrotan cualquiera pensamiento único dominante.
Incluso, no se presentan a sí mismas como el único contra-pensamiento. Simplemente, crean su propio juego e imponen sus propias reglas. No todas las singularidades son violentas. Algunas singularidades lingüísticas, artísticas, corpóreas o culturales son bastante sutiles. Pero otras, como el terrorismo, pueden ser violentas. La singularidad del terrorismo, venga con su propia extinción las singularidades de aquellas culturas que pagaron el precio de la imposición de un poder global único.
Realmente, no estamos hablando aquí de un “choque de civilizaciones”, sino, en cambio, de casi una confrontación antropológica entre la cultura universal indiferenciada y todo lo demás que, en cualquier dominio, retiene una calidad de alteridad irreducible. Desde la perspectiva del poder global (en cuanto fundamentalista en sus creencias como cualquier ortodoxia religiosa), cualquier forma de diferencia y singularidad es herejía. Las fuerzas singulares sólo tienen la opción de unirse al sistema global (por voluntad o por fuerza) o perecer.
La misión de Occidente (o más bien del Occidente pasado, puesto que perdió sus propios valores hace mucho tiempo atrás) es usar todos los medios disponibles para subyugar a todas las culturas bajo el principio brutal de equivalencia cultural. Una vez que una cultura ha perdido sus valores, sólo puede buscar venganza atacando los valores de los otros. Más allá de sus objetivos políticos o económicos, las guerras como la de Afganistán [7] apuntan a normalizar el salvajismo y a alinear todos los territorios. La meta es librarse de cualquier zona reactiva, y colonizar y domesticar tanto geográfica como mentalmente cualquier territorio salvaje y de resistencia.
El establecimiento de un sistema global es el resultado de unos celos intensos. Son los celos de una cultura indiferente y de baja definición, hacia las culturas con una definición más alta; son los celos de un sistema desencantado y desintensificado hacia los ambientes culturales de alta intensidad; y, finalmente, son los celos de una sociedad des-sacralizada hacia las formas sacrificiales. Según este sistema dominante, cualquier forma reaccionaria es virtualmente terrorista. (Según esta lógica, podríamos decir, incluso, que las catástrofes naturales también son formas de terrorismo. Accidentes tecnológicos de marca mayor, como Chernobyl, son al mismo tiempo un acto terrorista y un desastre natural. La fuga de gas tóxico en Bhopal, India, otro accidente tecnológico, también podría ser un acto terrorista. Cualquier caída de avión también puede ser asumida por cualquier grupo terrorista.
La característica dominante de los eventos irracionales es que pueden imputarse a cualquiera o se les puede asignar cualquier motivación; hasta cierto punto, cualquier cosa que podamos considerar como criminal, incluso un frente frío o un terremoto. Esto no es nuevo. En el terremoto de Tokio en 1923, miles de coreanos fueron asesinados porque se pensó que eran responsables del desastre. En un sistema intensamente integrado como el nuestro, todo puede tener un efecto similar de desestabilización. Todo conduce hacia el fracaso de un sistema que alega ser infalible. Desde nuestro punto de vista, atrapados como estamos dentro de los imperativos racionales y programáticos de este sistema, podemos incluso pensar que la peor catástrofe es, realmente, la infalibilidad del sistema mismo). Tomemos por caso a Afganistán.
El hecho de que, sólo dentro de este país, todas los formas reconocidas de libertades y expresiones “democráticas” — desde la música y latelevisión hasta la habilidad de ver la cara de una mujer — estaban prohibidas, y la posibilidad de que ese país pudiera tomar un camino totalmente opuesto a lo que nosotros llamamos civilización (no importa qué principios religiosos invocara), era inaceptable para el “mundolibre”. La dimensión universal de la modernidad no puede negarse. Desde la perspectiva de Occidente, de su modelo consensual y de su manera única de pensar, es un crimen no percibir la modernidad como la fuente obvia del Bien, como el ideal natural de humanidad. También es un crimen cuando la universalidad de nuestros valores y de nuestras prácticas se encuentra bajo sospecha por algunos individuos que, cuando revelan sus dudas, son inmediatamente calificados de fanáticos.
Sólo un análisis que enfatice en la lógica de la obligación simbólica puede dar cuenta de esta confrontación entre lo global y lo singular. Para entender el odio del resto del mundo contra Occidente, deben invertirse las perspectivas. El odio de los pueblos no-occidentales no está basado en el hecho que Occidente les robó todo y nunca dio nada de vuelta. Más bien, se basa en el hecho que ellos recibieron todo, pero nunca les fue permitido devolver algo. Este odio no fue causado por expropiación o explotación, sino más bien por humillación. Y éste precisamente es el tipo de odio que explica los ataques terroristas del 11 de septiembre. Fueron actos de humillación que respondían a otros actos de humillación.
Lo peor que puede ocurrirle al poder global no es que sea atacado o destruido, sino sufrir una humillación. El poder global fue humillado el 11 de septiembre porque los terroristas infligieron algo que el sistema global no puede devolver. Las represalias militares sólo fueron medios de contestación física. Pero, el 11 de septiembre, el poder global fue derrotado simbólicamente. La guerra es una respuesta a una agresión, pero no a un desafío simbólico. Un desafío simbólico se acepta y se rechaza cuando el otro se humilla a cambio (pero esto no puede funcionar cuando el otro es aplastado por las bombas o encerrado tras las rejas en Guantánamo). La regla fundamental de la obligación simbólica estipula que la base de cualquier forma de dominación es la ausencia total de cualquier contrapartida, de cualquier retorno.[8]
El don unilateral es un acto de poder. Y el Imperio del Bien, la violencia del Bien, es precisamente ser capaz de dar sin que haya posibilidad alguna de dar algo a cambio. Esto es lo que quiere decir estar en el lugar de Dios. O estar en la posición del Amo que permite al esclavo vivir a cambio de su trabajo (pero el trabajo no es una contrapartida simbólica, y la única respuesta del esclavo es, en un futuro, rebelarse o morir). Dios solía permitir cierto espacio para el sacrificio. En el orden tradicional, siempre era posible devolver algo a Dios, o a la naturaleza, o a cualquier entidad superior por medio del sacrificio.
Eso aseguraba un equilibrio simbólico entre los seres y las cosas. Pero hoy ya no tenemos a nadie a quien devolverle nada, no hay a quien podamos pagar la deuda simbólica. Esta es la maldición de nuestra cultura. No es que el don sea imposible, sino que la contrapartida sí lo es. Todas las formas sacrificiales han sido neutralizadas y removidas (lo que queda en cambio es una parodia del sacrificio, que es visible en todas las instancias contemporáneas de victimización).
Así, estamos en la situación irremediable de tener que recibir, siempre recibir, ya no de Dios o de la naturaleza, sino por medio de un mecanismo tecnológico de intercambio generalizado y de gratificación común. Todo, virtualmente, se nos da, y, guste o no, nos hemos ganado un derecho a todo. Somos similares al esclavo cuya vida ha sido liberada, pero, no obstante, está limitado por una deuda imposible de pagar. Esta situación puede durar un buen tiempo, pues es la base misma del intercambio en este orden económico.
Más aún, siempre llega un momento en el cual la regla fundamental se pule y un retorno negativo responde inevitablemente a la transferencia positiva; un tiempo en el cual tiene lugar una reacción violenta contra esa vida cautiva, esa existencia protegida, esa saturación de ser. Esta reversión puede tomar la forma de un acto de violencia abierto (como el terrorismo), pero también de una rendición impotente (lo cual es más característico de nuestra modernidad), de un odio a sí mismo, y de remordimiento; dicho de otra manera, de todas esas pasiones negativas que son formas degradadas de la contrapartida imposible.
Lo que odiamos en nosotros mismos — el oscuro objeto de nuestro resentimiento — es nuestro exceso de realidad, poder y comodidad, nuestra disponibilidad universal, nuestro logro definido, el tipo de destino que El Gran Inquisidor de Dostoievski tenía en reserva para las masas domesticadas. Y esta es exactamente la parte de nuestra cultura que los terroristas encuentran repulsiva (lo cual también explica el apoyo que reciben y la fascinación que son capaces de ejercer).
El apoyo al terrorismo no sólo se basa en la desesperación de aquellos que han sido humillados y ofendidos. También se basa en la desesperación invisible de aquellos que han sido privilegiados por la globalización, sobre nuestra propia sumisión ante una tecnología omnipotente, ante una realidad virtual aplastante, ante un imperio de redes y programas que probablemente están en proceso de redibujar los contornos regresivos de toda la raza humana, de una humanidad que se ha vuelto “global”. (Después de todo, ¿no es la supremacía de la especie humana por sobre el resto de la vida en la tierra la imagen en espejo de la dominación de Occidente por sobre el resto del mundo?). Esta desesperación invisible, nuestra desesperación invisible, está desesperanzada en la medida en que es el resultado de la realización de todos nuestros deseos.
Así, pues, si el terrorismo se deriva de este exceso de realidad y de este intercambio imposible de realidad, si es el producto de una profusión sin contrapartida o retorno posibles, y si emerge de una resolución forzada de los conflictos, la ilusión de liberarse de él como si fuera un mal objetivo, está completa.[9] Pues, en su absurdidad y sin-sentido, el terrorismo es el juicio y la condena de nuestra propia sociedad.
Notas—————
[1] Inicialmente publicado como “La Violence du Mondial,” en Jean Baudrillard, Power Inferno (París: Galilea, 2002), pp. 63-83.
[2] “Mondial” es el término francés para “global” en el texto original.
[3] “Pensée unique” en francés.
[4] “Espace-temps sans dimension ” en francés.
[5] “Contre cette universalité abstraite ” en francés.
[6] “On ne peut pas les fédérer dans une action historique d’ensemble” en francés.
[7] Baudrillard se refiere aquí a la guerra americana contra Afganistán en el otoño de 2001 como consecuencia de los ataques del 11 de septiembre.
[8] “L’absence de contrepartie ” en francés.
[9] Énfasis en el texto original.

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