Los  geógrafos dicen que hay dos clases de islas. Se trata de una valiosa  indicación para la imaginación porque ésta encuentra en ella una  confirmación de lo que, por otra parte, ya sabía. Este no es el único  caso en el que la ciencia hace la mitología más material, y la mitología  hace la ciencia más animada. Las islas continentales son islas  accidentales, islas derivadas: separadas de un continente, nacidas de  una desarticulación, de una erosión, de una fractura, sobreviven al  hundimiento de lo que las retenía. Las islas oceánicas son islas  originarias, esenciales: unas veces están constituidas de corales,  presentándonos un verdadero organismo; otras veces surgen de erupciones  submarinas, trayendo al aire libre un movimiento de las profundidades;  algunas emergen lentamente, otras en cambio desaparecen y vuelven a  aparecer, no hay tiempo de anexarlas. Estas dos clases de islas,  originarias y continentales, atestiguan una profunda oposición entre el  océano y la tierra. Unas nos recuerdan que el mar está sobre la tierra,  aprovechando el menor hundimiento de las estructuras más elevadas; otras  nos recuerdan que la tierra aún está allí, bajo el mar, reuniendo sus  fuerzas para romper la superficie. Reconozcamos que los elementos se  aborrecen en general, tienen horror los unos de los otros. No hay en  esto nada tranquilizador. Por eso, que una isla esté desierta debe  parecernos filosóficamente normal. El hombre no puede vivir bien y  seguro más que suponiendo concluido (o al menos dominado) el combate  viviente entre la tierra y el agua. Estos dos elementos, él quiere  llamarlos “padre” y “madre”, distribuyendo los sexos al capricho de su  ensoñación. Debe mediopersuadirse de que no existe combate de esta  clase, y medioprocurar que no exista más. La existencia de las islas es,  de una u otra manera, la negación de tal punto de vista, de tal  esfuerzo y de tal convicción. Nunca dejará de asombrarnos que Inglaterra  esté poblada; el hombre no puede vivir en una isla más que olvidando lo  que ella representa. Las islas están antes que el hombre, y después.
Pero  todo lo que la geografía nos decía sobre estas dos clases de islas, la  imaginación ya lo sabía por su propia cuenta y de otra manera. El  impulso del hombre que lo atrae hacia las islas repite el doble  movimiento que produce las islas en sí mismas. Soñar con islas, con  angustia o alegría poco importa, es soñar que uno se separa, que se está  ya separado, lejos de los continentes, que se está solo y perdido, o  bien es soñar que se vuelve a empezar de cero, que se re-crea [recrée] 1  , que se recomienza. Hay islas derivadas, pero la isla es también  aquello hacia lo que se deriva, y hay islas originarias, pero la isla es  también el origen, el origen radical y absoluto. Separación y  re-creación [recréation] sin duda no se excluyen: hay que ocuparse  cuando se está separado, así como vale más separarse cuando se quiere  re-crear, pero una de las dos tendencias domina siempre. Así, el  movimiento de la imaginación de las islas repite el movimiento de su  producción, pero no tiene el mismo objeto. Es el mismo movimiento, pero  no el mismo móvil. Ya no es la isla la que se separa del continente, es  el hombre quien se encuentra separado del mundo al estar en la isla. Ya  no es la isla la que se crea desde el fondo de la tierra a través de las  aguas, es el hombre quien re-crea el mundo a partir de la isla y sobre  las aguas. El hombre, pues, repite por su cuenta ambos movimientos de la  isla, y puede asumirlos en una isla que carezca justamente de este  movimiento: se puede derivar hacia una isla sin embargo original, y  crear en una isla solamente derivada. Bien vista la cuestión, he aquí  una nueva razón por la cual toda isla es y permanece teóricamente  desierta.
Para  que una isla deje de estar desierta, en efecto, no basta con que esté  habitada. Si bien es cierto que el movimiento del hombre hacia y en la  isla repite el movimiento de la isla antes de los hombres, si bien los  hombres pueden ocuparla, ella sigue estando desierta, más desierta aún,  por más que ellos estén suficientemente –es decir, absolutamente–  separados, por más que sean suficientemente –es decir, absolutamente–  creadores. Sin duda, esto no es nunca realmente así, si bien el náufrago  se aproxima a tal condición. Pero para que sea así, no hay sino que  llevar a la imaginación el movimiento que conduce al hombre hacia la  isla. Sólo en apariencia tal movimiento viene a romper el desierto de la  isla; en verdad repite y prolonga el impulso que la producía como isla  desierta; lejos de comprometerlo, lo lleva a su perfección, a su cima.  Bajo ciertas condiciones que lo atan al movimiento mismo de las cosas,  el hombre no rompe el desierto, lo sacraliza. Los hombres que llegan a  la isla la ocupan realmente y la pueblan; pero en verdad, si estuvieran  suficientemente separados, si fueran suficientemente creadores,  solamente le darían a la isla una imagen dinámica de sí misma, una  conciencia del movimiento que la ha producido, al punto que, a través  del hombre, la isla tomaría finalmente conciencia de sí como desierta y  sin hombres. La isla sería solamente el sueño del hombre, y el hombre la  pura conciencia de la isla. Para esto, una vez más, una sola condición:  sería necesario que el hombre restableciera el movimiento que lo  conduce a la isla, movimiento que prolonga y repite el impulso que la  producía. Entonces la geografía sería una con lo imaginario. Tanto que  para la pregunta favorita de los antiguos exploradores: “¿qué seres  existen en la isla desierta?”, la única respuesta sería que el hombre ya  existe en ella, pero un hombre poco común, un hombre absolutamente  separado, absolutamente creador: en una palabra, una Idea de hombre, un  prototipo, un hombre que sería casi un dios, una mujer que sería una  diosa, un gran Amnésico, un Artista puro, conciencia de la Tierra y del  Océano, un enorme ciclón, una bella hechicera, una estatua de la Isla de  Pascua. He aquí al hombre que se precede a sí mismo. Tal criatura en la  isla desierta sería la isla desierta misma en tanto se imagina y se  refleja en su movimiento primero. Conciencia de la tierra y del océano,  tal es la isla desierta, lista para recomenzar el mundo. Pero puesto que  los hombres por más que quieran no son idénticos al movimiento que los  arrastra hacia la isla, puesto que no se unen al impulso que la produce,  encuentran siempre la isla desde fuera, y de hecho, su presencia  contraría al desierto. La unidad de la isla desierta y de su habitante  no es pues real, sino imaginaria, como la idea de ver tras el telón  cuando uno no está detrás. Por lo demás, es dudoso que la imaginación  individual pueda por sí misma elevarse hasta esta admirable identidad;  veremos que es precisa la imaginación colectiva en lo que ésta tiene de  más profundo, en los ritos y las mitologías.
En  los hechos mismos se hallará la confirmación –al menos negativa– de  todo esto, si se piensa en lo que una isla desierta es realmente,  geográficamente. La isla, y con mayor razón la isla desierta, son  nociones extremadamente pobres o débiles desde el punto de vista de la  geografía; no tienen más que un débil tenor científico. Esto en su  honor. No hay ninguna unidad objetiva en el conjunto de las islas. Menos  aún en las islas desiertas. Probablemente la isla desierta puede tener  un suelo extremadamente pobre. En cuanto desierta, puede ser un  desierto, pero no necesariamente. Si el verdadero desierto está  inhabitado, es en la medida en que no presenta las condiciones de  derecho que harían posible la vida, vida vegetal, animal o humana. Por  el contrario, que la isla desierta esté inhabitada sigue siendo un hecho  que depende sólo de las circunstancias, es decir, de los alrededores.  La isla es lo que el mar rodea, y éste lo que la limita; es como un  huevo. Huevo del mar, ella está rodeada. Todo sucede como si la isla  hubiera puesto su desierto alrededor de sí, fuera de sí. Lo que está  desierto, tal es el océano que la rodea. Es en virtud de las  circunstancias, por razones diferentes al principio del cual ella  depende, que los navíos pasan a lo lejos y no se detienen. Está  abandonada [désertée], pero no es un desierto [désert]. De manera que en  sí misma puede contener los más vivos recursos, la fauna más ágil, la  flora más colorida, los alimentos más asombrosos, los salvajes más  vivaces, y el náufrago como su más precioso fruto, en fin, por un  instante, el barco que viene a buscarlo; y aún con todo ello, no es  menos la isla desierta. Para modificar esta situación sería necesario  operar una redistribución general de los continentes, del estado de los  mares, de las líneas de navegación.
Es  decir, una vez más, que la esencia de la isla desierta es imaginaria y  no real, mitológica y no geográfica. En consecuencia, su destino está  sometido a las condiciones humanas que hacen posible una mitología. La  mitología no nace de una simple voluntad, y los pueblos muy pronto dejan  de comprender sus mitos. Es en ese momento que comienza la literatura.  La literatura es el intento de interpretar muy ingeniosamente los mitos  que ya no se comprenden, en el momento en que ya no se los comprende  porque ya no se sabe soñarlos ni reproducirlos. La literatura es la  contienda [le concours]2 de los contrasentidos que la conciencia opera  natural y necesariamente sobre los temas del inconsciente; como toda  contienda, ella tiene su precio. Sería necesario mostrar cómo en este  sentido la mitología colapsa y muere en dos novelas clásicas de la isla  desierta, Robinson y Suzanne. Suzanne et le Pacifique3 pone el acento  sobre el aspecto separado de las islas, sobre la separación de la joven  que se encuentra en ella; Robinson pone el acento sobre el otro aspecto,  el de la creación, el del recomienzo. Es cierto que, en estos dos  casos, la manera en la cual la mitología colapsa es muy diferente. Con  la Suzanne de Giraudoux la mitología sufre la más bella muerte, la más  graciosa. Con Robinson, la más pesada. Difícilmente uno imagina una  novela más aburrida, es una tristeza ver todavía a los niños leerla. La  visión del mundo de Robinson reside exclusivamente en la propiedad,  nunca se ha visto un propietario tan moralizante. La re-creación mítica  del mundo a partir de la isla desierta es sustituida por la  recomposición de la vida cotidiana burguesa a partir de un capital. Todo  es sacado del barco, nada es inventado, todo es penosamente llevado y  aplicado a la isla. El tiempo no es sino el tiempo necesario al capital  para producir un beneficio al concluir un trabajo. Y la función  providencial de Dios es la de garantizar la renta. Dios reconoce a los  suyos, la gente honesta, porque tienen bellas propiedades, a los malos  porque tienen malas propiedades, mal conservadas. El compañero de  Robinson no es Eva, sino Viernes, dócil al trabajo, feliz de ser  esclavo, hastiado demasiado pronto de la antropofagia. Todo lector  sensato soñaría con verlo comerse finalmente a Robinson. Esta novela  representa la mejor ilustración de la tesis que afirma el vínculo del  capitalismo y el protestantismo. Robinson Crusoé desarrolla el colapso y  la muerte de la mitología en el puritanismo. Todo cambia con Suzanne.  Con ella la isla desierta es un conservatorio de objetos ya fabricados,  de objetos lujosos. La isla contiene en sí inmediatamente lo que la  civilización ha tardado siglos en producir, en perfeccionar, en madurar.  Pero también con Suzanne la mitología muere, ciertamente de manera  parisina. Suzanne no tiene nada por re-crear, la isla desierta le da el  doble de todos los objetos de la ciudad, de todas las vitrinas de los  almacenes, doble inconsistente separado de lo real puesto que no alcanza  la solidez que los objetos toman ordinariamente en las relaciones  humanas en el seno de las ventas y de las compras, de los intercambios y  de los regalos. Es una muchacha insulsa; su compañero no es Adán, son  más bien jóvenes cadáveres, y cuando reencuentre a los hombres vivos,  los amará con un amor uniforme, a la manera de los curas, como si el  amor fuera el umbral mínimo de su percepción.
Se  trata de reencontrar la vida mitológica de la isla desierta. Sin  embargo, en el colapso mismo, Robinson nos da una indicación: necesitaba  ante todo un capital. En cuanto a Suzanne, ella estaba de antemano  separada. Y ni el uno ni la otra podían finalmente ser el elemento de  una pareja. Es preciso restituir estas tres indicaciones a su pureza  mitológica, y volver al movimiento de la imaginación que hace de la isla  desierta un modelo, un prototipo del alma colectiva. Ante todo es  cierto que, a partir de la isla desierta, no se opera la creación misma  sino la re-creación, no el comienzo sino el recomienzo. Ella es el  origen, pero el origen segundo. A partir de ella todo recomienza. La  isla es el mínimo necesario para este recomienzo, el material  sobreviviente del primer origen, el núcleo o el huevo irradiante que  debe bastar para re-producirlo todo. Esto supone, evidentemente, que la  formación del mundo tenga lugar en dos tiempos, en dos niveles,  nacimiento y renacimiento, que el segundo sea tan necesario y esencial  como el primero, es decir, que el primero esté necesariamente  comprometido, nacido para un reinicio y ya re-negado en una catástrofe.  No hay un segundo nacimiento porque haya habido una catástrofe, sino a  la inversa, hay catástrofe después del origen porque debe haber, desde  el origen, un segundo nacimiento. Podemos encontrar en nosotros mismos  la fuente de este tema: para juzgar la vida, la consideramos no en su  producción, sino en su reproducción. Entre los seres vivos, hasta ahora  no ha tenido lugar el animal del cual se ignore su modo de reproducción.  No basta que todo comience, es preciso que todo se repita, una vez  concluido el ciclo de las combinaciones posibles. El segundo momento no  es el que sucede al primero, sino la reaparición del primero cuando el  ciclo de los otros momentos ha concluido. El segundo origen es, por  tanto, más esencial que el primero, porque nos da la ley de la serie, la  ley de la repetición de la cual el primero nos daba solamente los  momentos. Pero este tema, aún más que en nuestras ensoñaciones, se  manifiesta en todas las mitologías. Es bien conocido como mito del  diluvio. El arca se detiene en el único lugar de la tierra que no está  sumergido, lugar circular y sagrado desde el cual el mundo recomienza.  Es una isla o una montaña, ambos a la vez: la isla es una montaña  marina, la montaña una isla todavía seca. He aquí la primera creación  presa en una re-creación, concentrada en una tierra santa en medio del  océano. Segundo origen del mundo más importante que el primero, tal es  la isla santa: muchos mitos nos dicen que allí se encuentra un huevo, un  huevo cósmico. Como la isla forma un segundo origen, está confiada al  hombre, no a los dioses. Ella está separada, separada por todo el  espesor del diluvio. El océano y el agua, en efecto, son el principio de  una segregación tal que, en las islas santas, se constituyen  comunidades exclusivamente femeninas como las de Circe y Calipso.  Después de todo, el comienzo partía de Dios y de una pareja, pero no así  el recomienzo, que parte de un huevo, la maternidad mitológica que es a  menudo una partenogénesis4 . La idea de un segundo origen confiere todo  su sentido a la isla desierta, supervivencia de la isla santa en un  mundo que tarda en recomenzar. En el ideal del recomienzo hay algo que  precede al comienzo mismo, que lo repite para volverlo más profundo y  hacerlo retroceder en el tiempo. La isla desierta es la materia de esto  inmemorial o de lo más profundo.
Traducción: Carlos Enrique Restrepo
1.  He traducido el verbo francés recréer y el sustantivo recréation  respectivamente por “re-crear” y “re-creación”. El sentido de estas  expresiones es “volver a crear”, “crear de nuevo”, que hay que  diferenciar del verbo récréer (“recrear”) [N. del T.].
2  Traduzco le concours por “la contienda”, pero también puede ser “la  concurrencia”; sólo que esta palabra pierde cierto matiz disputativo [N.  del T.].
3  J. Giraudoux, Suzanne et le Pacifique, París, Grasset, 1922; reeditada  en Œuvres romanesques complètes, Vol. I, París, Gallimard, Collection  “Bibliotèque de la Pléyade”, 1990.
4  Reproducción sin fecundación en una especie sexuada; desarrollo de un  organismo a partir de un huevo no fertilizado [N. del T.].
Texto  manuscrito de los años 50, inicialmente destinado a un número especial  consagrado a las islas desiertas por la revista Nouveau Fémina. Este  texto nunca fue publicado. Figura en la bibliografía esbozada por  Deleuze en 1989 bajo la rúbrica “Diferencia y Repetición” [N. del E.].  Gilles Deleuze. L’île déserte et autres textes. (Textes et  entretiens 1953-1974). Édition préparée par David Lapoujade. París. Les  Éditions de Minuit, Collection “Paradoxe”, 2002, 416 p., pp. 11-17.
 
 
 
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