La dimensión del tiempo parece estar atrayendo una gran atención, a juzgar por la cantidad de películas recientes que ponen el énfasis en ella; Regreso al Futuro, Terminator, Peggy Sue se Casó, etcétera. El libro de Stephen Hawking "Breve Historia del Tiempo" (1989) fue un best-seller y se convirtió, aún más sorprendentemente, en una popular película. Destaca además la cantidad de libros dedicados al tiempo; son muchos también los que no, pero que aun así destacan la palabra en sus títulos, como "El Color del Tiempo: Claude Monet" de Virginia Spate (1992). Tales referencias tienen que ver, aun indirectamente, con el pánico, el golpe ante la consciencia del tiempo, el atemorizador sentir de nuestro ser atado a él. El tiempo es cada vez más una manifestación clave del estrangulamiento y la humillación que caracterizan la existencia moderna. Ilumina este paisaje deformado al completo, y lo hará de forma incluso más ruda hasta que este paisaje y las fuerzas que le dan forma sean alterados hasta ser irreconocibles.
Mi contribución a esta materia tiene poco que ver con la fascinación que ejerce el tiempo sobre los productores del TV y los directores de cine, o con el actual interés académico en las concepciones geológicas del tiempo, la historia de la tecnología del reloj o la sociología del tiempo, ni con las observaciones personales y consejos sobre su uso. Ninguno de estos aspectos ni excesos del tiempo merecen tanta atención como el significado y la lógica internos del tiempo; ya que a pesar del hecho de que la característica del tiempo de generar reacciones de perplejidad se ha convertido, según la estimación de John Michon, en "casi una obsesión intelectual" (1988), nuestra sociedad es sencillamente incapaz de manejarse con él.
Con el tiempo nos enfrentamos a un enigma filosófico, a un misterio psicológico, y a un puzzle de lógica. Considerando el tratamiento común del concepto de la abstracción del tiempo como si tuviera una existencia concreta y material, no resulta sorprendente que algunos hayan dudado de su existencia desde que la humanidad empezó a distinguir el "tiempo en sí mismo" de los cambios visibles y tangibles en el mundo. Como señaló Michael Ende (1984): "Hay en el mundo un gran secreto que es aun así algo ordinario Todos nosotros somos parte de él, todo el mundo es consciente de él, pero muy pocos piensan sobre él alguna vez. La mayor parte de nosotros tan sólo lo aceptan y nunca se preguntan sobre él. Este secreto, es el tiempo".
Pero, ¿qué es el "tiempo"? Spengler declaró que a nadie debería permitírsele preguntar. El físico Richard Feynman (1988) respondió, "No me preguntes. Es demasiado difícil para pensar sobre ello". Ni empíricamente ni en la teoría el laboratorio tiene el poder de hallar el flujo del tiempo, puesto que no existe instrumento que pueda registrar su paso. Pero, ¿por qué tenemos una sensación tan fuerte de que el tiempo pasa irremediablemente y en una determinada dirección, si realmente no es así? ¿Por qué tiene esta "ilusión" tal poder sobre nosotros? Del mismo modo podríamos preguntarnos por qué la alienación tiene tal poder sobre nosotros. El paso del tiempo nos es íntimamente familiar, el concepto del tiempo es burlonamente esquivo; ¿por qué debería este hecho parecer bizarro, en un mundo cuya supervivencia depende de la mistificación de sus categorías más básicas?
Hemos ido cogidos de la mano con este proceso de dar substancia al tiempo; de tal modo que parece un hecho de la naturaleza, un poder que existiera por derecho propio. El crecimiento de nuestro sentido del tiempo -la aceptación del tiempo- es un proceso de adaptación a un mundo en que cada vez es más común conceder substancia "real" a conceptos abstractos. Es una dimensión construída, el aspecto más elemental de la cultura. La naturaleza inexorable del tiempo proporciona el modelo definitivo de dominación.
Cuanto más avanzamos en el tiempo, más empeora. Habitamos una era de desintegración de la experiencia, según Adorno. La presión del tiempo, como la de su progenitor esencial, la división del trabajo, fragmenta y dispersa todo tras él. Uniformidad, equivalencia y separación, son productos laterales de la fuerza bruta del tiempo. Belleza y significado del mundo que aún-no-es-cultura, dados de forma intrínseca, se mueven sin pausa hacia su aniquilación bajo un reloj único tan ancho como una cultura. La aserción de Paul Ricoeur (1985) de que "no somos capaces de producir un concepto del tiempo que sea a la vez cosmológico, biológico, histórico e individual", falla cuando pretende captar el proceso de convergencia de estas dimensiones.
Respecto a este concepto "ficticio" que sostiene y acompaña a todas las formas de encarcelamiento, como bien indicó Bernard Aaronson (1972), "el mundo está lleno de propaganda apoyando su existencia". Escribió el poeta Denise Levertov (1974) que "Toda consciencia es consciencia del tiempo", mostrando la profundidad con la que nos encontramos alienados en el tiempo. Nos hemos militarizado bajo su imperio, a medida que el tiempo y la alienación siguen profundizando en su intrusión, su ruptura de las bases de nuestra vida diaria. "¿Significa esto," se pregunta David Carr (1988), "que la 'lucha' en nuestra existencia consiste en superar el tiempo en sí mismo?". Quizá sea exáctamente este el último enemigo a sobrepasar.
Para entendernos con este adversario omnipresente pero al tiempo fantasma, es quizá más sencillo hablar de lo que el tiempo no es. No es sinónimo, por razones bastante obvias, de cambio. Tampoco es secuencia de cambios, ni órden de sucesión. El perro de Pavlov, por ejemplo, debe haber aprendido que el sonido de una campana era seguido de su alimentación; ¿de qué otro modo podría haber sido condicionado a salivar ante el sonido? Pero a pesar de ese efecto de causalidad los perros no poseen una consciencia del tiempo, por lo que el antes y el después no pueden considerarse constituídos como tiempo.
De alguna forma tienen relación con esto los inadecuados intentos para tenerlo todo en cuenta,... excepto nuestro inevitable sentido del tiempo. El neurólogo Gooddy (1988), bastante en la línea de Kant, lo describe como una de nuestras cosas "subconscientes asumidas sobre el mundo". Algunos lo han descrito, sin resultar de mucha más ayuda, como un producto de la imaginación; y el filósofo J.J.C. Smart (1980) decidió que era un sentimiento que "surge de la confusión metafísica". McTaggart (1908), F.H. Bradley (1930) y Dummett (1978) han estado entre los pensadores del siglo XX que se han decidido contra la experiencia del tiempo por sus características contradictorias desde un punto de vista lógico, pero parece bastante claro que la presencia del tiempo tiene causas bastante más profundas que la mera confusión mental.
No hay nada siquiera remotamente similar al tiempo. Es tan antinatural y a la vez tan universal como la alienación. Chacalos (1988) apunta que el presente es una noción tan intratable y confusa como el tiempo en sí. ¿Qué es el presente? Sabemos que siempre es ahora; uno está confinado dentro de él, y no puede experimentar ninguna otra "parte" del tiempo. Sin embargo, hablamos de esas otras partes con toda confianza; aquellas que llamamos "pasado" y "futuro". Pero mientras que las cosas que existen en otro lugar del espacio que no es este siguen existiendo, las cosas que no existen ahora, como observa Sklar (1992), no existen en absoluto.
El tiempo fluye necesariamente; sin su paso no habría sentido del tiempo. Sea lo que sea lo que fluye, sin embargo, fluye respecto al tiempo. Es decir, que el tiempo fluye respecto de sí mismo, lo cual no tiene sentido respecto al hecho de que nada puede fluir respecto de sí. No tenemos vocabulario disponible para la explicación abstracta del tiempo, excepto un vocabulario en que el tiempo ya se encuentra pre-supuesto, implícito. Lo que es necesario es cuestionar todas estas cosas dadas. La metafísica, con unas limitaciones que le ha impuesto la división del trabajo desde su nacimiento, es demasiado estrecha para tal labor.
¿Qué es lo que causa que el tiempo fluya, qué es lo que lo mueve hacia el futuro? Sea lo que sea, ha de encontrarse más allá de nuestro tiempo, ha de ser más profundo y poderoso. Ha de depender como lo indicó Conly (1975), de "fuerzas elementales que están operando continuamente".
William Spanos (1987) ha destacado que ciertas palabras en Latín para "cultura" no sólo significan agricultura o domesticación, sino que son traducciones de los términos en Griego para la imagen espacial del tiempo. Somos, en la base, "atadores de tiempo" en el léxico de Alfred Korzybski (1948); la especie, debido a esta característica, crea una clase simbólica de vida, un mundo artificial. Este atar-el-tiempo se revela en un "enorme aumento en el control sobre la naturaleza". El tiempo se convierte en real porque tiene consecuencias, y esta eficacia nunca ha sido más dolorosamente visible que ahora.
La vida, en su trazado más sencillo, se dice que es un viaje a través del tiempo; un viaje a través de la alienación es uno de los secretos más públicos. "Ningún reloj golpea para el que se encuentra feliz", dice un proverbio alemán. El paso del tiempo, una vez sin sentido, es ahora el ritmo inevitable que nos restringe y coarta, espejando a la ciega autoridad en sí misma. Guyau (1890) determinó el flujo del tiempo como "la distinción entre lo que uno necesita y lo que uno tiene" y por tanto "donde se hace incipiente el remordimiento". Carpe diem, dice la máxima, pero la civilización nos fuerza siempre a hipotecar el presente al futuro.
El tiempo se dirige continuamente hacia una mayor rigidez de la regularidad y la universalidad. El mundo tecnológico del Capital cartografía su proceso a su través, no podría existir en su ausencia. "La importancia del tiempo", escribió Bertrand Russell (1929), descansa "más en su relación con nuestros deseos que en su relación con la verdad". Hay un ánsia que es tan palpable como el tiempo; y la negación del deseo no puede ser organizada de forma más definitiva que a través de la vasta construcción que llamamos tiempo.
El tiempo, como la tecnología, nunca es neutral; está, como bien juzgó Castoriadis (1991), "siempre apropiándose de significado". Todo lo que personas como Ellul {N del T: Jacques Ellul, filósofo y teólogo crítico con la tecnología} han dicho sobre la tecnología, de hecho, se aplica y con más profundidad al tiempo. Ambas condiciones son pervasivas, omnipresentes, básicas, y en general se toman como existentes de por sí como la propia alienación. El tiempo, como la tecnología, no es sólo un hecho determinante sino también un elemento cuya función es envolver; en el sentido de que es el envoltorio en que la sociedad dividida se desarrolla. Así, requiere que sus sujetos sufran, sean "realistas", serios, y sobre todo, devotos al trabajo. Es autónomo en su aspecto de totalidad, como la tecnología; va hacia adelante para siempre por sí mismo, sin necesidad de nada externo.
Pero al igual que la división del trabajo que precede y pone en movimiento al tiempo y a la tecnología, se trata de un fenómeno socialmente aprendido. Los humanos, y el resto del mundo, se encuentran sincronizados respecto al tiempo y a su manifestación técnica, en lugar de ser al revés. En el núcleo de toda esta dimensión -tal y como lo es a la alienación per se-, se encuentra el sentimiento de ser un espectador impotente. Todo rebelde, por consiguiente, también se rebela contra el tiempo y su severa constancia. La redención ha de implicar, en un sentido muy fundamental, la redención respecto al tiempo.
El Tiempo y el Mundo Simbólico
"El tiempo es el accidente entre accidentes", según Epicuro. Examinándolo más de cerca, sin embargo, su génesis resulta menos misteriosa. Muchos han pensado, de hecho, que nociones como "el pasado", "el presente" y "el futuro" son más lingüísticas que reales o físicas. El teórico neo-freudiano Lacan, por ejemplo, decidió que la experiencia del tiempo es esencialmente un efecto del lenguaje. Una persona sin lenguaje seguramente no tendría sensación del paso del tiempo. R.A.Wilson (1980), acercándose bastante más a la cuestión, sugirió que el lenguaje habría comenzado por la necesidad de expresar el tiempo simbólico. Gosseth (1972) argumentó que el sistema de tiempos verbales encontrado en los lenguajes indo-europeos se desarrolló a la vez que una consciencia de un tiempo universal o abstracto. El tiempo y el lenguaje son co-términos, decidió Derrida (1982): "estar en uno es estar en el otro". El tiempo es una construcción simbólica inmediatamente anterior, relativamente hablando, a todas las demás, y que necesita el lenguaje para actualizarse.
Paul Valery (1962) se refirió a la caída de la especie en el tiempo como señal de una alienación de la naturaleza; "a través de una forma de abuso, el hombre crea el tiempo", escribió. En la época carente de tiempo antes de su caída, que ha sido con mucha diferencia la mayor parte de nuestra existencia como humanos, la vida, se ha dicho a menudo, tenía un ritmo pero no una progresión. Era el estado en el que el alma podía "recolectar, en su ser completo" en palabras de Rousseau, en la ausencia de estructuras temporales, "donde el tiempo no es nada para el alma". Las actividades en sí, habitualmente del tipo del ocio, eran los puntos de referencia antes del tiempo y la civilización; la naturaleza proveía de las señales necesarias, de forma bastante independiente al "tiempo". La humanidad ha debido ser consciente de recuerdos y propósitos mucho antes de que se hicieran distinciones explícitas entre pasado, presente y futuro (Fraser, 1988). Más allá, tal como estimó el lingüista Whorf (1956), "las comunidades pre-literarias [primitivas], lejos de ser subracionales, podrían mostrar a la mente humana funcionando en un plano superior y más complejo de racionalidad que la de los hombres civilizados".
La inmensamente oculta clave para el mundo simbólico es el tiempo; de hecho, se encuentra en el origen de la actividad simbólica humana. El tiempo por tanto ocasiona la primera alienación, la ruta fuera de la riqueza y completitud aborígen. "Fuera de la simultaneidad de la experiencia, el evento del Lenguaje," dice Charles Simic (1971) "es emerger hacia el tiempo lineal". Investigadores como Zohar (1982) consideran que las facultades de la telepatía y la precognición han sido sacrificadas por la evolución en la vida simbólica. Si esto suena absurdo, el sobrio positivista Freud (1932) vio la telepatía como de forma bastante posible "el método original arcaico a través del que los individuos se entienden unos a otros". Si la percepción y apercepción del tiempo se relacionan con la misma esencia de la vida cultural (Gurevich, 1976), el advenimiento de este sentido del tiempo y su cultura concomitante representan un empobrecimiento, incluso una desfiguración, mediante el tiempo.
Las consecuencias de esta intrusión del tiempo a través del lenguaje, indican que este último no es menos inocente, neutral, o libre de prejuicios, que lo anterior. El tiempo no es sólo, como dijo Kant, la fundación de todas nuestras representaciones, sino que, por este hecho, es también la fundación de nuestra adaptación a un mundo cualitativamente reducido, simbólico. Nuestra experiencia en este mundo se encuentra bajo una presión omnipresente para ser representación, para ser casi inconscientemente degradada en símbolos y medidas. "El tiempo," escribió el místico alemán Meister Eckhart, "es lo que impide que la luz nos alcance".
La consciencia del tiempo es lo que nos permite manejarnos con nuestro entorno simbólicamente; no hay tiempo apartado de esta hostil alienación. Es a través de una simbolización progresiva que el tiempo se internaliza, como si fuera algo dado; es retirado de la esfera de la producción cultural consciente. "El tiempo se convierte en humano en la medida en que se actualiza en la narrativa", es otra forma de decirlo (Ricoeur 1984). La creciente simbolización en este proceso constituye un firme estrangulamiento del deseo instintivo; la represión desarrolla el despliegue del sentido del tiempo. La inmediatez le deja paso, sustituida por las mediaciones que hacen posible la historia; el lenguaje está en la primera línea de fuego.
Uno empieza a ver a través de banalidades como "el tiempo es una cualidad incomprensible intrínseca al mundo" (Sebba 1991). Número, arte, religión, hacen su aparición en este mundo "intrínseco"; fenómenos sin existencia física de una vida en la que se pretende hacerlos reales. Estos ritos emergentes, como sostiene Gurevitch (1964), llevan a "la producción de nuevos contenidos simbólicos, apoyando la percepción de dirección, de avance del tiempo". Los símbolos, incluyendo por supuesto el tiempo, tienen ahora vida propia, en esta progresión acumulativa e interactiva. "La Realidad del Tiempo y la Existencia de Dios", de David Braine (1988) es ilustrativo; argumenta que es precisamente la realidad del tiempo lo que prueba la existencia de Dios, la perfecta lógica de la civilización.
Todo ritual es un intento, a través del simbolismo, de regresar al estado sin tiempo. El ritual es un gesto de abstracción respecto de ese estado; sin embargo, se trata de un paso en falso que tan sólo aleja más. La "carencia del tiempo" de los números es parte de esta trayectoria, y contribuye mucho al "tiempo" como concepto fijo. De hecho, Blumenberg (1983) parece dar en la diana al asegurar que "el tiempo no se mide como algo que ha estado siempre presente; al contrario, es producido, por primera vez, a través de su medición". Para expresar el tiempo debemos, de alguna forma, cuantificarlo; el número es por tanto esencial. Incluso cuando el tiempo ya ha hecho su aparición, una existencia social dividida más lentamente trabaja en pos de su progresiva consideración como real a través del mero uso del número. El sentido del tiempo que pasa no es vívidamente aceptado por las gentes tribales, por ejemplo, quienes no lo marcan con calendarios ni relojes.
Tiempo: un significado original de la palabra en el antiguo griego es división. Número, cuando se añade a tiempo, potencia la división o separación. Los no-civilizados a menudo han considerado "mala suerte" contar criaturas vivientes, y generalmente se resisten a adoptar la práctica (por ejemplo, Dobrizhoffer 1822). La intuición para el número no era precisamente espontánea e inevitable, pero "ya se hallaba presente en las civilizaciones tempranas", informa Schimmel (1992); "uno siente como si los números son una realidad que parecería que tuviese un fuerte campo magnético a su alrededor". No es sorprendente que entre las antiguas culturas con un surgir del sentido del tiempo más fuerte -egipcia, babilonia, maya- veamos los números asociados con figuras rituales y deidades; de hecho, los mayas y los babilonios ambos tenían números-dioses (Barrow 1992).
Más tarde el reloj, con su rostro de números, animó a la sociedad a abstraer y cuantificar la experiencia del tiempo aún más. Cada reloj que mide el tiempo es una medida que une al que observa el reloj al "flujo del tiempo". Y nosotros descuidadamente nos engañamos pensando que sabemos lo que el tiempo es porque sabemos qué hora es. Si nos deshicieramos de los relojes, nos recuerda Shallis (1982), el tiempo objetivo también desaparecería. Más fundamental, si nos deshiciéramos de la especialización y la tecnología, la alienación desaparecería.
La matematización de la naturaleza fue la base de la que surgió el racionalismo moderno y la ciencia en el Oeste. Esto apareció a partir de los deseos del número y la medida en conexión con enseñanzas similares sobre el tiempo, al servicio del capitalismo mercantil. La continuidad del número y el tiempo como un lugar geométrico fueron fundamentales para la Revolución Científica, que proyectó el dictado de Galileo para medir todo aquello que es medible y hacer medible lo que no lo es. El tiempo matemáticamente divisible es necesario para la conquista de la naturaleza, e incluso para los rudimentos de la tecnología moderna.
A partir de entonces, el tiempo simbólico basado en números se hizo terriblemente real, una construcción abstracta "deprivada de, e incluso contraria a, toda experiencia interna y externa humana" (Syzamosi 1986). Bajo esta presión, el dinero y el lenguaje, la mercadería y la información, se han vuelto firmemente menos distinguibles, y la división del trabajo más extrema.
Simbolizar es expresar la consciencia del tiempo, puesto que el símbolo encarna la estructura del tiempo (Darby 1982). Más clara aún es la formulación de Meerloo: "Entender un símbolo y su desarrollo es entender en un pequeño destello la historia humana". El contraste es la vida del no civilizado; vivida en un inmenso presente que no puede trasladarse a la reducida expresión del momento que nos trae el presente matemático. A medida que lo contínuo dejó camino a una dependencia en aumento de sistemas de símbolos significantes (lenguaje, número, arte, ritual, mito) halaldos forzosamente fuera del ahora, la siguiente abstracción, la historia, empezó a desarrollarse. El tiempo histórico no es más inherente a la realidad que las formas del tiempo más tempranas y caóticas; es, al contrario, una imposición sobre ella.
En un contexto llevado poco a poco a estados cada vez más sintéticos, la observación astronómica se llena de nuevos significados. En alguna ocasión perseguida por su propio valor, llega a proveer el vehículo para realizar rituales y coordinar las actividades de una sociedad compleja. Con la ayuda de las estrellas, el año y sus divisiones existen como instrumentos de la autoridad organizativa (Leach 1954). La creación de un calendario es básica respecto a la formación de una civilización. El calendario fue el primer artefacto simbólico que regulaba la conducta social a través de la medida del paso del tiempo. Y la cuestión aquí no se halla en nuestro control del tiempo, sino en su opuesto: el control a través del tiempo, en un mundo de una alienación muy real. Uno recuerda que nuestra palabra "calendario" viene de las calendas latinas, el primer día del mes, cuando habían de resolverse las cuentas de negocios.
Hora de Rezar, Hora de Trabajar
"Ningún momento es enteramente presente", dijo el estoico Crisifo, mientras el concepto del tiempo avanzaba aún más gracias a la subyacente doctrina judeocristiana de un camino lineal e irreversible entre la Creación y la Salvación. Esta visión del tiempo esencialmente histórica es el núcleo central de la Cristiandad; todas las nociones básicas de un tiempo medible en una sóla dirección pueden encontrarse en los escritos del siglo quinto de San Agustín. Con la difusión de la nueva religión, la regulación estricta del tiempo en el plano práctico era necesaria para ayudar a mantener la disciplina de la vida monástica. Las campanas que llamaban a los monjes a rezar ocho horas al día se escuchaban mucho más allá de los confines del monasterio, y así una regulación del tiempo fue impuesta en la sociedad en general. La población siguió mostrando una "fuerte indiferencia sobre el tiempo" a través de la era feudal, según Marc Bloch (1940), pero no es casual que los primeros relojes públicos adornaran las catedrales en el Oeste. Es de destacar a este respecto el hecho de que la existencia de horas precisas para rezar se convirtiera en la principal externalización de la creencia medieval islámica.
La invención del reloj mecánico fue uno de los giros más importantes en la historia de la ciencia y la tecnología; de hecho, de todo el arte y cultura humanos (Synge 1959). La mejora en su exactitud proporcionó a la autoridad grandes oportunidades para la opresión. Un devoto temprano de los relojes mecánicos elaborados, por ejemplo, fue el Duque Gian Galeazzo Visconti, descrito en 1381 como "un gobernante sedado pero industrioso, con un gran amor por el órden y la precisión" (Fraser, 1988). Como escribió Weizenbaum (1976), el reloj empezó a crear "literalmente una nueva realidad,... que fue y sigue siendo una versión empobrecida de la anterior".
Se introdujo un cambio cualitativo. Incluso cuando nada sucedía, el tiempo no dejaba de fluir. A partir de aquella época, los hechos se localizaron en este envoltorio homogéneo, esta fuente de medidas objetivas; y este movimiento lineal provocó resistencia. Los más extremos fueron los movimientos milenaristas que aparecieron en varias partes de Europa entre los siglos XIV y XVII. Habitualmente se concretaron en movimientos de clases desfavorecidas que pretendían recrear el estado igualitario original de la naturaleza y que se oponían explícitamente al tiempo histórico. Estas explosiones utópicas fueron destruídas, pero restos de los conceptos anteriores del tiempo persistieron como un estrato "inferior", más profundo, de la consciencia del pueblo en muchas áreas.
Durante el Renacimiento, el dominio por parte del tiempo alcanzó un nuevo nivel a medida que los relojes públicos fueron marcando las veinticuatro horas del día y se añadieron nuevas agujas para marcar los segundos. El gran descubrimiento de la época fue un sentido de la dominante presencia del tiempo, y nada lo retrata más gráficamente que la figura del Padre Tiempo. El arte del Renacimiento fusionó al dios griego Cronos con el romano Saturno para crear la deidad que representa el poder del Tiempo, armada con una mortal escita simbolizando su asociación con la agricultura y la domesticación. El Baile de la Muerte y otros artefactos que recuerdan el final de la vida precedieron al Padre tiempo, pero el tema se convierte en el tiempo en lugar de la muerte.
El siglo XVII fue el primero en el que la gente se consideró a sí misma como parte de un determinado siglo. El "Nacimiento Masculino del Tiempo" (1603) y "Un Discurso Acerca de un Nuevo Planeta" (1605) de Francis Bacon, abrazaron la profundización en esta dimensión y mostraron cómo un sentido aumentado del tiempo podía servir al nuevo espíritu científico. "Elegir el tiempo es ahorrar tiempo", escribió, así como "La verdad es la hija del tiempo". Descartes le siguió, introduciendo la idea del tiempo como carente de límites; este autor fue uno de los primeros defensores de la idea moderna del progreso, cercanamente relacionada a la del tiempo lineal sin límites. Esto quedaría expresado de una forma muy característica en su famosa invitación para convertirnos en "maestros y poseedores de la naturaleza".
El universo mecanicista de Newton fue el logro supremo de la Revolución Científica en el siglo diecisiete, y se basó en su concepción de "el tiempo Absoluto, verdadero y metamático, respecto de sí y de su propia naturaleza, fluyendo sin variación alguna, ni relación con nada eterno". El tiempo es entonces el gran gobernante; no da cuentas a nadie, no es influido por nada, y es totalmente independiente del entorno: consiste en el modelo perfecto de una autoridad imposible de asaltar, y que garantiza una alienación imposible de alterar. La física clásica de Newton de hecho sigue siendo, a pesar de los avances científicos, la que da lugar al concepto dominante del tiempo.
El aspecto de un tiempo abstracto e independiente, encontró su paralelo en la aparición de una clase trabajadora creciente, formalmente libre, forzada a vender su fuerza de trabajo como un bien abstracto en el mercado. Antes de la llegada de las fábricas pero aún sujeta al poder disciplinario del tiempo, esta fuerza de trabajo era el opuesto al Tiempo de la monarquía: libre e independiente pero tan sólo en nombre. Según afirma Foucault (1973), fue a partir de este momento que el Oeste se convirtió en una "sociedad carcelaria". Quizá más al grano va el proverbio balcánico, "un reloj es un cerrojo".
En 1749 Rousseau tiró su reloj, un rechazo simbólico de la ciencia y civilización modernas. Más acordes con el espíritu de los tiempos, sin embargo, fueron los regalos de cincuenta y un relojes a Maria Antonieta en su matrimonio. La palabra "watch" en inglés es ciertamente apropiada, puesto que la gente tendría que "observar" (watch) el tiempo más y más; los relojes -watches- acabarían por convertirse en uno de los principales productos de la era industrial.
William Blake y Goethe atacaron a Newton, símbolo de la nueva era y su ciencia, por su distanciamiento de la vida respecto a lo sensual, su reducción de lo natural a lo medible. El ideólogo capitalista Adam Smith, por otro lado, se hizo eco de Newton y lo impulsó, pidiendo un establecimiento profundo de las rutinas. Smith, como Newton, trabajó bajo el hechizo de un tiempo cada vez más poderoso y sin remordimientos, promoviendo una división del trabajo aún mayor así como el concepto del progreso absoluto.
Los Puritanos habían proclamado como el primer y en principio mayor de los pecados el hecho de "perder el tiempo" (Weber, 1921); esto se convirtió, un siglo después, en el "tiempo es dinero" de Ben Franklin. El sistema de producción en fábricas fue iniciado por fabricantes de relojes, y el reloj fue el símbolo del órden, la disciplina y la represión, requeridos para crear un proletariado industrial.
El gran sistema de Hegel a principios del siglo XIX fue el heraldo del "empuje en el tiempo" que es el de la Historia; el tiempo es nuestro "destino y necesidad", declaró. Postone (1993) destacó que el "progreso" del tiempo abstracto se encuentra estrechamente relacionado con el "progreso" del capitalismo como forma de vida. Oleadas de industrialismo ahogaron la resistencia de los luditas; evaluando este periodo en general, Lyotard (1988) afirmó que "la enfermedad del tiempo se hizo entonces incurable".
Una sociedad de clases cada vez más compleja requiere un sistema incluso mayor de señales de tiempo. Las luchas contra el tiempo, como apuntaron Thompson (1967) y Hohn (1984), fueron sustituídas por luchas "sobre" el tiempo; es decir, la resistencia a ser encadenado al tiempo y a sus demandas inherentes fue derrotada, y sustituida generalmente por disputas acerca de un determinio justo de los horarios o la duración de la jornada laboral (en un discurso en la Primera Internacional el 28 de Julio de 1868 Karl Marx abogó, por cierto, por la edad de nueve años como el momento de empezar a trabajar).
El reloj descendió de la catedral al juzgado, al banco y a la estación de ferrocarriles, y por último al bolsillo y a la muñeca de cada ciudadano decente. El tiempo debía volverse más "democrático" para colonizar realmente la subjetividad. El sometimiento de la naturaleza externa, como entendieron Adorno y otros, es exitoso tan sólo en la medida en que se conquista la naturaleza interna. El despliegue de las fuerzas de producción, por decirlo de otra manera, dependía de la victoria del tiempo en su larga guerra contra una consciencia más libre. El industrialismo trajo consigo una extensión pública más completa del tiempo, desarrollando el que sería su rostro más depredador hasta el momento. Fue esto lo que Giddens (1981) vio como "la clave para las transformaciones más profundas de la vida social del día a día consecuencia de la extensión del capitalismo".
"El tiempo desfila", en un mundo cada vez más dependiente del tiempo y de un tiempo cada vez más unificado. Un único y enorme reloj pende sobre el mundo y lo domina. Lo invade todo; en su corte no hay apelación posible. La estandarización del tiempo a nivel mundial señala la victoria de la sociedad mecanizada, un universalismo que deshace las particularidades del mismo modo en que los ordenadores dirigen hacia la homogenización del pensamiento.
Paul Virilio (1986) ha llegado tan lejos como para preveer que "la pérdida del espacio material lleva al gobierno exclusivo del tiempo". Una noción más provocativa invierte el nacimiento de la historia respecto a la madurez del tiempo. De hecho, según Virilio (1991), nos encontramos ya viviendo dentro de un sistema de temporalidad tecnológica en el que la historia ha sido eclipsada; "la cuestión principal se convierte cada vez menos en nuestra relación con la historia; se trata de nuestra relación con el tiempo".
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