¿Hasta qué punto podemos decir que estamos viviendo realmente? A medida que la cultura parece marchitarse y su bálsamo resulta cada vez menor, incapaz de ayudar a nuestras vidas llenas de preocupaciones, se nos lleva a analizar con más profundidad estos tiempos estériles y la función en ellos de la propia cultura.
Un angustiado Ted Sloan pregunta (1996), “¿Cuál es el problema con la modernidad? ¿Por qué la sociedad moderna tiene tantas dificultades para producir adultos capaces de intimidad, trabajo, goce, vida ética…? ¿Por qué los signos de una vida dañada prevalecen tanto?”. Según David Morris (1994), “El dolor crónico y la depresión, a menudo enlazados y ocasionalmente incluso considerados como un sólo problema, constituyen una crisis inmensa en el centro de la vida postmoderna.” Tenemos el ciberespacio y la realidad virtual, comunicación computerizada instantánea en la aldea global: pero aun así, ¿nos hemos sentido alguna vez tan aislados y empobrecidos?
Tal y como Freud predijo cuando indicó que la plenitud de la civilización implicaría una infelicidad neurótica universal, las corrientes anti-civilización están creciendo en respuesta a la miseria psíquica que nos envuelve. Así, la vida simbólica, esencia de la civilización, empieza a ponerse en el punto de mira.
Podría decirse que este elemento tan familiar -y artificial- es el menos entendido; pero la necesidad sentida dirige hacia allá el análisis, y muchos de nosotros nos sentimos arrojados al fondo de una forma de existencia que empeora constantemente. De la sensación de ser atrapados y limitados por los símbolos surge la tesis de que la medida en que el pensamiento y la emoción están atados al simbolismo es la medida en que la ausencia llena nuestro mundo interno y destruye el externo.
Parece que hayamos caído literalmente en la ‘representación’, y sólo ahora estamos sondeando completamente sus consecuencias, y sus profundidades. Como una forma de falsificación, los símbolos primero mediaron con la realidad y luego la sustituyeron. En el presente, vivimos entre símbolos en un grado mayor del que lo hacemos con nuestros cuerpos o directamente los unos con los otros.
Cuanta más relación del individuo existe con este sistema de representación interna, mayor es la distancia que nos separa de la realidad. Se inhiben otras conexiones, otras perspectivas cognitivas -y esto es decir poco-, a medida que la comunicación simbólica y su enorme abanico de instrumentos dedicados a llevar a cabo esta representación han ido cumpliendo un papel de alienación de la realidad que nos rodea y la traición contra esta.
Esta distorsión concomitante, este alzamiento de la representación, este distanciamiento, son ideológicos en un sentido primario; cada ideología posterior es un eco de la primera. Debord describía la sociedad contemporánea asignándole la prohibición de la vida en favor de su representación: imágenes que ahora conducen nuestras vidas. Pero este no es un problema nuevo. Ha habido un imperialismo, un expansionismo de la cultura desde el principio. ¿Y cuánto ha conquistado ya? La filosofía hoy en día dice que es el lenguaje el que piensa y habla. ¿Pero durante cuánto tiempo ha sido así? La simbolización es lineal, sucesiva, sustitutiva; no puede abrirse a su objeto por completo en un instante. Su razón instrumental es tan solo esta: manipulativa y buscando dominar. Su forma de actuar es “que a represente a b”, en lugar de “que a sea b”. El lenguaje se basa en el esfuerzo por conceptualizar e igualar lo que no es igual, ignorando y ahogando por tanto cualquier diversidad, la riqueza de lo variable.
El simbolismo es un imperio extenso y profundo, que refleja y hace coherente un punto de vista del mundo, y que es en sí un punto de vista acerca del mundo basado en la retirada de cualquier significado inmediato e inteligible.
James Shreeve, al final de su “Enigma de Neanderthal” (1995), nos ilustra una bella alternativa al ser simbólico. Meditando acerca de cómo podría haber sido una consciencia anterior no-simbólica, concibe interesantes e importantes posibilidades:
“… mientras que los dioses modernos podrían habitar la tierra, el búfalo, o la hierba, el espíritu de Neanderthal era el animal o la hierba, la cosa y su alma percibidos como una única fuerza vital, sin necesidad de distinguirlos con nombres separados. De forma parecida, la ausencia de una expresión artística no evita el conocimiento de lo que es artístico en el mundo. Los neanderthales no pintaron sus cuevas con imágenes de animales. Pero quizá no necesitaban destilar la vida en representaciones, al haber sido ya reveladas sus esencias a sus sentidos. La visión de un rebaño corriendo era suficiente para inspirar una hirviente emoción de belleza. No tenían percusión ni flautas de hueso, pero eran transportados a través de los ritmos del viento, de la tierra, y del latir del corazón de los otros.”
En lugar de celebrar la comunión cognitiva con el mundo que sugiere Shreeve que disfrutamos alguna vez, y mucho menos embarcarnos en un proyecto para recuperarla, el uso de símbolos es por supuesto considerado como la gran cima de la cognición humana. Goethe dijo, “todo es un símbolo”, mientras despegaba el capitalismo industrial, piedra de toque de la mediación y la alienación. Más o menos a la vez, Kant decidió que la pregunta clave de la filosofía era, “¿cuál es la base de la relación de lo que en nosotros llamamos ‘representación’ respecto al objeto?”. Desafortunadamente, legó para el pensamiento moderno una noción atemporal; que no estamos constituidos como capaces de entender la realidad directamente. Dos siglos después (1982), Emmanuel Levinas se quedó bastante más cerca al decir que “la filosofía, es la consciencia de la ruptura de la consciencia”.
Eli Sagan habló en 1985 por muchos otros al declarar que la necesidad de simbolizar y vivir en un mundo simbólico es, como la agresión, una necesidad humana tan básica que “sólo puede negarse con el coste de un serio desorden psíquico”. Sin embargo, la necesidad de símbolos -y esta forma de violencia- no siempre existieron. Más bien, tienen sus orígenes en la frustración y fragmentación de una completitud anterior, en el proceso de domesticación del que surgió la civilización. Aparentemente acelerado por un crecimiento en aceleración gradual de división del trabajo que empezó a surgir en el Paleolítico Superior, la cultura emergió como tiempo, lenguaje, arte, número, y después agricultura.
La palabra “cultura” deriva del latín “cultura”, que se refiere al cultivo de la tierra; esto es, la domesticación de las plantas y los animales — y de paso, de nosotros. Un espíritu de innovación y ansiedad sin descanso ha estado con nosotros desde entonces, como formas simbólicas en constante cambio que intentan arreglar lo que no puede ser revestido sin el rechazo de lo simbólico y su mundo enajenado.
Siguiendo a Durkheim, Leslie White escribió en 1949: “La conducta humana es una conducta simbólica. El símbolo es el universo de la humanidad”. Ya es hora de empezar a ver tales pronunciamientos como ideología, al servicio de la falsificación elemental que subyace a esa falsa consciencia que pretende abarcarlo todo. Pero si no hay un mundo simbólico completamente desarrollado, según reclama Northrop Frye (1981), la “cartografía de nuestra libertad” del antropólogo Clifford Geertz (1965) queda más cerca de la verdad al decir que somos habitualmente dependientes de “la guía proporcionada por los sistemas de símbolos significantes”. Aún más cerca se halla Cohen (1974), quien observó que “los símbolos son esenciales para el desarrollo y mantenimiento del órden social”. El conjunto de símbolos representa el órden social y el lugar del individuo en él, una fórmula que siempre deja sin cuestionar la aparición de este supuesto “acuerdo”: ¿cómo fue ordenada nuestra conducta a través de la simbolización?
La cultura surgió y floreció a través de la dominación de la naturaleza, su crecimiento una medida de esa maestría progresiva que se desplegó con la división aún mayor del trabajo. Malinowski (1962) entendió el simbolismo como alma de la civilización, principalmente en la forma del lenguaje como una forma de coordinar la acción, como técnica de estandarización, y para dar reglas para la conducta social, ritual, e industrial.
Es nuestra caída desde una simplicidad y la plenitud de la vida experimentada directamente, la que deja un hueco que lo simbólico nunca puede cubrir. Esto es lo que siempre está siendo tapado por capas de consuelos culturales, caminos civilizados que nunca recuperan la totalidad perdida. En un sentido profundo, sólo lo que se reprime se simboliza, ya que sólo lo reprimido necesita serlo: la magnitud de la simbolización testifica cuanto ha sido reprimido, enterrado, pero posiblemente aún recuperable.
Durante mucho tiempo, de forma imperceptible, la división del trabajo avanzó hasta erosionar la autonomía del individuo y una forma de relación social cara-a-cara. El virus destinado a alzarse como civilización comenzó así; una tésis apoyada por todos que ahora nos hace sus víctimas. De la alienación inicial a la civilización avanzada, el recorrido está marcado por el aumento constante de la dependencia, el tratamiento de las abstracciones como si poseyeran existencia material, la burocratización, la desolación espiritual, y la estéril tecnificación.
No es de extrañar que la cuestión del origen del pensamiento simbólico, el mismísimo aire que respira la civilización, surja con alguna fuerza. Preguntarnos por qué la cultura debería siquiera existir parece, cada vez más, una buena forma de plantearlo. Especialmente, dada la enorme antigüedad de la inteligencia humana ahora cuyo sentido está establecido principalmente por la persuasiva demostración de Thomas Wynn (1989), considerando esta inteligencia como lo que hizo que fabricáramos herramientas de piedra hace cerca de un millón de años. Hay un abismo temporal muy evidente entre esta capacidad humana establecida y el principio de la cultura simbólica, con muchos miles de generaciones entre medias.
La cultura es un asunto bastante reciente. El arte rupestre más antiguo, por ejemplo, es de hace unos 30.000 años, y la agricultura sólo empezó a sistematizarse hace 10.000. El elemento que faltaba durante el enorme intervalo en que nuestra capacidad intelectual era la suficiente para dar lugar a la simbolización pero no la producía, fue un cambio en nuestra relación con la naturaleza. Parece plausible que hubiera en este intervalo, de alguna forma que quizá nunca seamos capaces de entender, una negativa a intentar controlar la naturaleza. Quizá fue que el cambio se dio cuando se introdujo esta lucha por el dominio, probablemente de forma inconsciente y mediante una división gradual del trabajo, cuando la simbolización de las experiencias empezó a enraizar.
Pero se argumenta a menudo que la violencia de los primitivos -sacrificios humanos, canibalismo, caza-de-cabezas, esclavitud, etcétera- sólo puede ser domesticada por la cultura/civilización simbólica. La respuesta simple a este estereotipo del primitivo es que la violencia organizada no fue eliminada por la cultura, sino que más bien comenzó con ella. William J.Perry estudió (1927) varios grupos del Nuevo Mundo y notó un fuerte contraste entre los grupos agricultores y los no domesticados. Vio que estos últimos “eran inmensamente inferiores en cultura, pero carecían de las horribles costumbres [de los otros]”. Mientras que virtualmente toda sociedad que adoptó una relación de domesticación con la naturaleza a lo largo del globo fue objeto de prácticas violentas, los no agricultores no conocieron la violencia organizada. Los antropólogos se han centrado bastante sobre los indios de la costa noroeste como una extraña excepción a esta regla: aunque eran esencialmente pescadores, en un determinado momento empezaron a utilizar esclavos y establecieron una sociedad muy jerárquica. Incluso aquí, de todas formas, estaba presente la domesticación: en forma del uso de perros y tabaco como un cultivo menor.
Sucumbimos a la objetificación y dejamos que una red cultural nos controle y nos indique como vivir, como si esto fuera un desarrollo natural. Es cualquier cosa excepto eso, y deberíamos tener claro qué es lo que nos han dado de hecho la cultura y la civilización, y qué se han llevado.
El filósofo Richard Rorty (1979) describió la cultura como un conglomerado de pretensiones de conocimiento. En el reino del ser simbólico se desprecian los sentidos, debido a su separación y atrofia sistemáticos bajo la civilización. Lo sensual no se considera una fuente legítima de búsqueda de la verdad.
Hubo una vez en que los humanos permitimos una recepción completa y apreciativa a lo percibido por los sentidos, lo que en alemán se llama ‘umwelt’, o el mundo que nos rodea. Heinz Werner (1940, 1963) argumentó que originalmente la percepción se reunía en torno a un único sentido, antes de que las divisiones en sociedad rompieran la unidad sensorial. Las gentes que sobreviven sin agricultura a menudo exhiben en el uso de los sentidos, una consciencia sensorial y una implicación mucho mayores que los de los individuos domesticados. (E.Carpenter 1980). Abundan impresionantes ejemplos: como los bosquimanos, quienes pueden ver las cuatro lunas de Júpiter sin ayuda tecnológica y pueden oir un avión de un sólo motor a setenta millas de distancia (Farb, 1978).
La cultura simbólica inhibe la comunicación humana bloqueando o suprimiendo los canales de consciencia sensorial. Una existencia cada vez más tecnológica, nos empuja a desdeñar la mayor parte de lo que podríamos experimentar. Acuden a la mente las palabras de William Blake:
“Si las puertas de la percepción fueran purificadas, todo aparecería al hombre como es, infinito. Ya que el hombre se ha cerrado, hasta ver las cosas a través de las estrechas grietas de su caverna.”
Laurens van der Post (1958) describió lo que consideraba comunicación telepática entre los Kung en Africa, inspirando a Richard Coan (1987) a caracterizar tales posibilidades como “representativas de alternativas de comunicación, en lugar de un preludio al tipo de civilización en la que vivimos”.
En 1623 William Drummond escribió; “Qué dulces contenidos goza el alma a través de los sentidos. Son las puertas y ventanas de su conocimiento, los órganos de su deleite”. De hecho, el “Yo”, si no el “alma”, no existe en ausencia de las sensaciones corporales; no hay estados conscientes no sensoriales. Pero es evidente cómo han sido domesticados nuestros sentidos en una atmósfera cultural simbólica: sometidos, separados, dispuestos en una reveladora jerarquía. La visión, bajo el yugo de la perspectiva lineal moderna, reina debido a que es el menos próximo, el más distanciador de los sentidos. Ha sido el medio por el que el individuo ha sido transformado en un espectador, y el mundo en un espectáculo; y el cuerpo un objeto o especimen. La primacía de lo visual no es accidental, puesto que una elevación de la importancia de este sentido no sólo sitúa al observador fuera de lo que ve, sino que permite construir la base del principio de control o dominación. El oído como el centro de los sentidos sería mucho menos adecuado para la domesticación, ya que rodea y penetra al hablante tanto como al que escucha.
Otros sentidos son aún más despreciados. El olfato, que sólo pierde su importancia al ser suprimido por la cultura, fue una vez una forma vital de conexión con el mundo. La literatura sobre la cognición ignora casi por completo el sentido del olfato, estando su papel tan reducido en los humanos. Es, después de todo, bastante poco útil para el propósito de la dominación; considerando cómo el olfato puede de forma directa traer de la memoria incluso recuerdos muy distantes, quizá es incluso una forma de habilidad anti-dominación. Lewis Thomas (1983) indicó que “el acto de oler algo, cualquier cosa, se parece bastante al hecho de pensar en sí mismo”. Si no lo es, muy posiblemente lo fue, y debería serlo de nuevo.
Las experiencias o prácticas táctiles son otro área sensorial donde hemos retrocedido a favor de sustitutos simbólicos compensatorios. El sentido del tacto de hecho ha disminuido en una existencia a larga distancia, sintética, ocupada por el trabajo. Hay poco tiempo o escaso énfasis en la estimulación o comunicación táctiles, incluso si tal cosa lleva a consecuencias claramente negativas. Sensibilidad y delicadeza se pierden, y es bien conocido que aquellos niños que experimentan poco contacto físico y caricias, se desarrollan más lentamente y sufren una atrofia en sus expresiones emocionales.
Tocar por definición implica sentir, ser “tocado” es sentirse afectado emocionalmente, un recordatorio de la antigua potencia del sentido del tacto. La renovación de esta categoría de la sensación en un mundo re-sensitizado, traería una dirección de mejora en la vida, en dirección opuesta a la tendencia actual: como Tommy gritaba en la ópera de The Who del mismo nombre, “mírame, siénteme, tócame, sáname…”
Como con los animales y las plantas, la tierra, los ríos, y las emociones humanas, los sentidos quedan aislados y sometidos. La noción de Aristóteles de un plan “adecuado” del universo dictaba que “cada sentido tenga su esfera propia”.
Freud, Marcuse y otros, vieron que la civilización demanda la sublimación o represión de los placeres de los sentidos que causan proximidad, de modo que el individuo pueda ser así convertido en un instrumento del trabajo. El control social, a través de la red simbólica, arranca deliberadamente la importancia del cuerpo y lo inhibe. Un contra-mundo alienado, estrangulado por una aun mayor división del trabajo, humilla las sensaciones somáticas propias y distrae de forma fundamental respecto a los ritmos básicos de la vida propia.
La división definitiva entre cuerpo y mente, adjudicada a Descartes en sus formulaciones en el siglo XVII, es el epicentro de la sociedad moderna. Aquello a lo que se ha considerado la gran “ansiedad cartesiana” sobre el espectro del caos moral e intelectual, fue resuelto en favor de la supresión de la dimensión sensual y pasional de la existencia humana. De nuevo, vemos la urgencia domesticadora que subyace a la cultura, el miedo a no tener el control, ahora atacando a los sentidos. Mientras que la ciencia y la tecnología tienen una licencia teórica para proceder sin límites, el conocimiento sensual se erradica a través de pretensiones de verdad o conocimiento.
Viendo lo que este pacto ha traido, una profunda reacción está amaneciendo contra la vasta empresa de lo simbólico que invade cada parte de nosotros. “Si no recuperamos pronto el sentido”, como juzgó David Howes (1991), “habremos perdido para siempre la oportunidad de construir alguna alternativa con significado a la pseudo-existencia que tomamos como “vida” en nuestra actual ‘Civilización de la Imagen’ “. La tarea de la crítica debería ser, principalmente, ayudarnos a ver qué se necesitará para alcanzar un lugar en el que estemos realmente presentes para los otros y para el mundo.
La primera separación parece haber sido el sentido del tiempo, que nos trae la pérdida de la sensación de estar presentes para nosotros mismos. El crecimiento de esta sensación es indistinguible de la alienación en sí misma. Si, como indicó Levi-Strauss, “la característica principal de la mente salvaje es la inexistencia del tiempo”, vivir en el aquí y ahora es algo que perdemos a través de la mediación de las intervenciones culturales. El tiempo presente es diferido por lo simbólico, y este rechazo del instante contingente marca el nacimiento del tiempo. Caemos bajo el hechizo de lo que Eliade llamó el “terror de la historia” a medida que las representaciones se oponen con efectividad al tirón de la experiencia perceptual inmediata.
El Mito del Eterno Retorno de Mircea Eliade (1954) destaca el miedo que todas las sociedades primitivas han tenido de la historia, del paso del tiempo. Por otro lado, las voces de la civilización han intentado celebrar nuestra inmersión en esta construcción cultural tan básica. Leroi-Gourhan (1964), por ejemplo, vio en la orientación al tiempo “quizá el acto humano por excelencia”. Nuestras percepciones han acabado tan gobernadas por el tiempo y saturadas de él que es difícil imaginar su ausencia general: por los mismos motivos es tan difícil ver, en este punto, una existencia social no dividida, no alienada, no simbólica.
La historia, según Peterson y Goodall (1993), está marcada por una amnesia sobre nuestros orígenes. Sus estimulantes Visiones de Caliban también apuntaban que nuestro gran olvido bien podría haber comenzado con el lenguaje, el mecanismo originador del mundo simbólico. La lingüista comparativa Mary LeCron Foster (1978, 1980) cree que el lenguaje tiene quizá menos de 50.000 años de antigüedad, y surgió con los primeros impulsos hacia el arte, el ritual, y la diferenciación social. La simbolización verbal es el principal método para establecer, definir y mantener, el mundo cultural y la estructura de nuestros pensamientos.
Como dijo Hegel alguna vez, cuestionar el lenguaje es cuestionar la existencia. Es muy importante, aun así, resistir tales excesos y ver la distinción entre la importancia cultural del lenguaje y sus inherentes limitaciones. Sostener que nosotros y el mundo somos creaciones lingüísticas es tan sólo otra forma de decir cuan pervasiva y controladora es la cultura simbólica. Pero Hegel va mucho más allá, y la afirmación de George Herbert Mead (1934) de que para tener una mente uno ha de tener un lenguaje es similarmente hiperbólica y falsa.
El lenguaje transforma el significado, y la comunicación no es su sinónimo. El pensamiento, como entendió Vendler (1967), es esencialmente independiente del lenguaje. Estudios sobre pacientes y otros que carecían de todos los aspectos del habla y el lenguaje demuestran que el intelecto permanece poderoso incluso en la ausencia de tales elementos (Lecours y Joanette 1980; Donald 1991). La afirmación de que el lenguaje facilita enormemente el pensamiento es también cuestionable, tal y como no ha sido demostrado por experimentos formales con niños y adultos (G.Cohen, 1977). El lenguaje no es una condición necesaria para el pensamiento (ver Kersetz 1988, Jansons 1988).
La comunicación verbal es una parte del movimiento que aleja de la realidad social cara a cara, haciendo posible la separación física. La palabra siempre se sitúa entre la gente que desea conectar entre sí, facilitando la disminución de lo que no se necesita hablado para ser dicho. Que hemos declinado de un estado no-lingüístico empieza a parecer un punto de vista sano. Esta intuición puede descansar tras el juicio de George W.Morgan en 1968, que “nada, de hecho, está más sujeto a sospecha y depreciación en nuestro mundo desencantado que la palabra”.
Fuera de la civilización, la comunicación abarcaba todos los sentidos, una condición enlazada a las características clave del cazador-recolector de apertura y cooperación. La capacidad de leer y escribir nos introdujo en la sociedad de sentidos divididos y reducidos, y tomamos como si fuera un estado natural esta deprivación sensorial, tal y como tomamos por natural esa capacidad de lectura y escritura.
La cultura y la tecnología existen debido al lenguaje. Muchos han visto el habla como un método de coordinación del trabajo, es decir, como una parte esencial de la técnica de producción. El lenguaje es crítico para la formación de las reglas de trabajo y el intercambio que acompaña a su división, con las especializaciones y estandarizaciones de la economía naciente como líneas paralelas a las del lenguaje. Guiados ahora por la simbolización, un nuevo tipo de pensamiento toma el control, situándose en la cultura y la tecnología. La interdependencia del lenguaje y la tecnología es al menos tan obvia como la del lenguaje y la cultura, y resulta en un acelerado control sobre el mundo natural intrínsecamente similar al control introducido sobre el que una vez fue un individuo sensual y autónomo.
Noam Chomsky, líder en teoría del lenguaje, comete un grave y reaccionario error retratando el lenguaje como un aspecto “natural” de la “naturaleza humana esencial”, innata e independiente de la cultura (1966b, 1992). Su perspectiva cartesiana ve la mente como una máquina abstracta que está destinada a manipular cadenas de símbolos. Conceptos como orígenes o alienación no tienen lugar en este estéril tecno-esquema. Lieberman (1975) proporciona una corrección concisa y fundamental: “El lenguaje humano sólo puede haber evolucionado en relación con la totalidad de la condición humana.”
El sentido original de la palabra ‘definir’ es, del Latin, limitar o poner un final. El lenguaje parece a menudo cerrar una experiencia, no ayudarnos a estar abiertos a la experiencia. Cuando soñamos, lo que sucede no se expresa en palabras, tal y como los enamorados se comunican más profundamente sin simbolización verbal. ¿Qué ha hecho el lenguaje avanzar que haya hecho avanzar el espíritu humano? En 1976, von Glasersfeld se preguntaba, “si en algún tiempo futuro, parecerá aún tan obvio que el lenguaje ha mejorado la supervivencia de la vida en este planeta”.
El simbolismo numérico tiene también una importancia fundamental en el desarrollo de un mundo cultural. En muchas sociedades primitivas era y es considerado como mala suerte contar criaturas vivas, actitud cercana a la noción primitiva común de que nombrar a otro es obtener poder sobre esa persona. Contar, como nombrar, es parte del proceso de domesticación. La división del trabajo se presta a lo cuantificable, opuesto a lo que es completo en sí, único, sin fragmentar. El número es también necesario para la abstracción inherente en el intercambio de bienes y es prerrequisito para el despegue de la ciencia y la tecnología. La urgencia de medir trae un tipo deforme de conocimiento que no busca entender su objeto, sino que busca su control.
El sentimiento de que “la única forma en que podemos aprehender las cosas es a través del arte”, es una opinión común que subraya nuestra dependencia de los símbolos y la representación. “El hecho de que originalmente todo arte era ’sagrado’ ” (Eliade, 1985), esto es, perteneciente a una esfera separada, testifica acerca de su estado original, de su función.
El Arte es una de las formas más tempranas de la expresividad ideológica y ritual, desarrollada junto con las prácticas religiosas diseñadas con el objetivo de unir una vida comunal que empezaba a fragmentarse. Era un elemento clave para facilitar la integración social y la diferenciación económica (Dickson, 1990), probablemente mediante la codificación de información para indicar pertenencia, posición, y estatus (Lumsden y Wilson, 1983). Antes de este tiempo, en algún lugar durante el Paleolítico Superior, los mecanismos para la cohesión social eran innecesarios; la división del trabajo, roles dintintos, y territorialidad, parecen no haber existido durante mucho tiempo. A medida que la tensión y la ansiedad emergieron en la vida social, el arte y el resto de la cultura se alzaron a la vez en respuesta a su inquietante presencia.
Como la religión, el arte surgió de este desasosiego, sin duda sutil pero poderosamente inquietante en su novedad y en su gradual usurpación. En 1900, Hirn escribió sobre una insatisfacción temprana que motivó su búsqueda artística por una “expresión más completa y más llena” como “compensación por las nuevas deficiencias de la vida”. Las soluciones culturales, sin embargo, no plantean las profundas dislocaciones de las que las propias “soluciones” culturales son una parte. Al contrario, como personajes tan diversos como Henry Miller y Theodor Adorno han concluido, no habría necesidad de arte en un mundo desalienado. Lo que el arte ha sido incapaz de capturar y expresar en su lucha es esa misma “realidad”, y en su búsqueda el contínuo olvido del carácter de falso antídoto de la cultura.
Arte es lenguaje y por tanto es evidentemente ritual, entre las más tempranas instituciones simbólicas y culturales. Los comentarios de Julia Kristeva (1989) en “la cercana relación entre la gramática y el ritual” y los estudios de los rituales védicos de Frits Staal (1982,1986,1988), mostraban que la sintaxis podía explicar por completo la forma y significado del ritual. Como advirtió Christ Knight (1996), el habla y el ritual son “aspectos interdependientes de un único dominio simbólico”.
Esencial para la aparición de la cultura en los asuntos humanos, el ritual no es sólo una forma de ordenar o prescribir las emociones; es también una formalización de lo que está íntimamente enlazada con las jerarquías y el dominio formal sobre los individuos. Todas las sociedades tribales y civilizaciones tempranas conocidas tenían organizaciones jerárquicas construidas sobre una estructura ritual y un sistema conceptual que encajara con esta.
Los ejemplos sobre el enlace entre ritual y desigualdad, desarrollados incluso antes de la agricultura son muchos (Gans 1985, Conkey 1984). Los ritos funcionan como una válvula de seguridad para la descarga de tensiones generadas por las emergentes divisiones en la sociedad y el trabajo, para crear y mantener la cohesión social. Antes no había necesidad de mecanismos para unificar lo que, en un contexto carente de división del trabajo, no se encontraba dividido ni estratificado.
Se ha dicho a menudo que la función del símbolo es la de revelar estructuras de lo real que son innacesibles a la observación empírica. Más al grano, en términos de los procesos de la cultura y la civilización, se encuentra sin embargo el argumento de Abner Cohen (1981, 1993) de que el simbolismo y el disftaz ritual, mistifican y santifican tareas y roles fastidiosos y los hacen parecer deseables. O, como indicó Parkin (1992), la naturaleza obligatoria del ritual embota la autonomía natural de los individuos poniéndolos al servicio de la autoridad.
De forma ostensiblemente opuesta a la enajenación, el contra-mundo de los rituales públicos se dispone opuesto a la dirección histórica. Pero de nuevo esto es un engaño, puesto que el ritual facilita el establecimiento del órden cultural, cuna de la teoría y práctica alienadas. Las estructuras de autoridad rituales juegan una parte importante en la organización de la producción (división del trabajo) y empujan activamente la domesticación. Las categorías simbólicas se crean para controlar lo salvaje y extraño; así, la dominación de la mujer surge en un desarrollo llevado a su cénit con la agricultura, cuando las mujeres se convierten principalmente en bestias de carga y/o objetos sexuales. Parte de este giro fundamental es un movimiento hacia el territorialismo y la guerra; Johnson y Earle (1987) discutieron la correspondencia entre este movimiento y la importancia creciente del ceremonialismo.
Según James Shreeve (1995), “en los registros etnográficos, dondequiera que encuentres desigualdad, se justifica invocando a lo sagrado”. De forma parecida, dice Eliade (1985) que todo simbolismo fue originalmente simbolismo religioso. La desigualdad social parece estar acompañada por una subyugación en la esfera no-humana. M.Reinach (citado en Radin, 1927) dijo: “gracias a la magia, el hombre hace su ofensiva contra el mundo objetivo”. Cassirer (1955) lo indicó de esta forma: “La Naturaleza no produce nada sin ceremonias”.
De la acción ritual surgió el chamán, quien no sólo fue el primer especialista debido a su papel en este área, sino el primer practicante cultural en general. El arte más temprano era llevado a cabo por los chamanes, según asumían el liderazgo ideológico y diseñaban el contenido de los rituales.
Este especialista original se convirtió en el regulador de las emociones grupales, y a medida que la potencia del chamán aumentaba, hubo un descenso correlativo en la vitalidad psíquica del resto del grupo (Lommel, 1967). La autoridad centralizada, y probablemente también la religión, surgieron de la posición elevada del chamán. El espectro de la complejidad social se encarnaba en este individuo que manejaba el poder simbólico. Cada líder y jefe se desarrolló desde la primacía de esta figura en las vidas del resto del grupo.
La religión, como el arte, contribuyó a una gramática simbólica común que necesitaban tanto el nuevo órden social, como sus ansiedades y fisuras. La palabra religión se basa en la latina “religare”, atar o ceñir, y un tallo verbal griego que denota atención al ritual, fé en las reglas. La integración social, requerida por primera vez, es evidente como ímpetu para la religión.
Se trata de la respuesta a las inseguridades y las tensiones, prometiendo una resolución y trascendencia a través de lo simbólico. La religión no encuentra base para su existencia antes del giro equivocado tomado hacia la cultura y lo civilizado (domesticado). El filósofo americano George Santayana lo resumió bien con su “otro mundo en que vivir es lo que se quiere decir cuando se habla de religión”.
Desde “Los orígenes del Hombre” de Darwin (1871), hemos entendido que la evolución humana se aceleró inmensamente en cuanto a la cultura en un tiempo de cambios fisiológicos insignificantes. Así, el ser simbólico no dependió, no tuvo que esperar de los dones adecuados, para evolucionar. Ahora podemos ver con Clive Gamble (1994), que el concepto de intención en la acción humana no llegó con la domesticación/agricultura/civilización.
Los habitantes nativos del Desierto del Kalahari en Africa, tal y como fue estudiado por Laurens van der Post (1976), vivieron en “un estado de absoluta confianza, dependencia e interdependencia con la naturaleza”, que era “bastante más agradable con ellos que lo que haya sido con cualquier otra civilización”. El igualitarismo y la compartición de bienes eran las cualidades principales de la vida del cazador-recolector (G.Isaac 1976, Ingold 1987, 1988, Erdal y Whiten 1992, etc), más adecuadamente llamada vida del recolector-cazador, es decir, esencialmente de forrajeo. De hecho, la mayor parte de esta dieta consistía en plantas, y no hay una evidencia concluyente de la caza anterior al Paleolítico Superior (Binford 1984, 1985).
Una mirada instructiva a las sociedades primitivas contemporáneas es el trabajo de Colin Turnbull (1961, 1965), sobre los pigmeos del bosque Ituri y sus vecinos Bantú. Los pigmeos son recolectores, viviendo sin religión ni cultura. Son considerados ignorantes e inmorales por sus los Bantú, basados en la agricultura, pero disfrutan de un individualismo y una libertad mucho mayor. Para el fastidio de los Bantú, los pigmeos se burlan irreverentemente de sus ritos solemnes y su sentido del pecado. Rechazando el territorialismo, y mucho menos los lugares privados, “se mueven libremente en un mundo social sin cartografiar, sin sistematizar, sin fronteras”, según Mary Douglas (1973).
La vasta era anterior a la llegada del ser simbólico, es una realidad inmensamente prominente, y un signo de interrogación para algunos. Comentando sobre este “periodo de más de un millón de años de duración”, Tim Ingold (1993) lo llamó “uno de los enigmas más profundos conocidos para la ciencia arqueológica”. Pero la longevidad de esta época estable, no-cultural, tiene una explicación sencilla: como conjeturó F.Goodman (1988), “era una existencia tan armoniosa y una adaptación tan exitosa, que no se alteró materialmente durante miles de años”.
La cultura triunfó al fin con la domesticación. El alcance de la vida se estrechó, se especializó, forzosamente divorciado de su estado de gracia y libertad espontánea anteriores. El asalto de una orientación simbólica ante lo natural también tuvo inmediatos resultados hacia el exterior. Pinturas rupestres tempranas, encontradas a 125 millas de la fuente de agua más cercana en el Sahara, muestran a gente nadando. Los elefantes eran aún relativamente comunes en algunas zonas costeras mediterráneas en el 500 A.C. según escribió Herodoto. El historiador Clive Ponting (1992) ha mostrado que cada civilización ha socavado la salud de su entorno.
Finalmente, el cultivo no proporcionó una calidad superior o más fiable de comida (M.N.Cohen 1989, Walker y Shipman 1996), y sin embargo introdujo enfermedades de todo tipo, prácticamente desconocidas fuera de la civilización (Burkett 1978, Freund 1982), y desigualdad sexual (M.Ehrenberg 1989b, A.Getty 1996). El libro de Frank Waters sobre los Hopi (1963) nos muestra un cuadro tremendo de la división del trabajo y la pobreza de lo simbólico: “Más y más, comerciaron cosas que no necesitaban, y cuantos más bienes poseían, más deseaban. Esto era muy serio; puesto que no se dieron cuenta de que estaban alejándose, paso a paso, de la buena vida que se les había dado”.
Un capítulo pertinente de “Los Tiempos Antes de la Historia” por Colin Tudge (1996) lleva un título que habla como si fuera todo un volúmen: “El fin del Edén: los cultivos”. Gran parte de la distinción epistemológica asubyacente se revela en este contraste por Ingold (1993): “En pocas palabras, mientras que para los granjeros y pastores la herramienta es un instrumento de control, para los cazadores y recolectores sería más adecuado considerarlo un instrumento de revelación”. Y sostiene Horkheimer (1972), en términos del coste psíquico de la domesticación/dominación de la naturaleza: “la destrucción de la vida interior es lo que el hombre ha de pagar como precio por no tener respeto por ninguna vida más allá de la suya.” La violencia dirigida hacia fuera es al mismo tiempo infligida espiritualmente, y el mundo exterior se transforma, se desarraiga, tal como con toda seguridad el campo perceptual estaba sujeto a una redefinición fundamental. Ciertamente, la Naturaleza no ordenó la civilización; más bien al contrario.
Hoy está de moda, por no decir que es obligatorio, sostener que la cultura siempre ha existido y siempre existirá. Aunque es demostrable que hubo una extremadamente larga era no-simbólica humana, quizá cien veces tan larga como la de la civilización, y que la cultura sólo ha ganado a expensas de la naturaleza, uno oye por todas partes que lo simbólico -como la alienación- es eterno. Así, las cuestiones sobre el origen y el destino no tienen sentido. Nada puede ser trazado más allá que lo semiótico en lo que todo está atrapado.
Pero los límites de la racionalidad dominante y los costes de la civilización son demasiado visibles para nosotros como para aceptar esta especie de retirada. Desde la ascensión de lo simbólico, los humanos han intentado a través de la participación en la cultura recuperar una autenticidad en la que una vez vivimos. Como encontró Thomas McFarland (1987), “la cultura principalmente testifica acerca de la ausencia de significado, no su presencia”.
El consumo masivo e insatisfactorio, insertado entre los dictados de la producción y el control social, reina cada día como consuelo para esta ausencia de significado, y la cultura es ciertamente en si misma una elección de consumo. En su base, es la división del trabajo lo que ordena nuestra totalidad simbólica falsa e inhabilitadora. “El aumento de la especialización…” escribió Peter Lomas (1996), “mina la confianza en nuestra capacidad ordinaria para vivir”.
Estamos encerrados en la lógica cultural que convierte todo en objeto, ya que aquellos que aconsejan nuevos rituales y formas de representación como ruta a una existencia re-encantada fallan completamente en sus conclusiones. Difícilmente más de lo que ha fallado durante tanto tiempo puede ser la respuesta. Levi-Strauss (1978) se refirió al “tipo de sabiduría que [las gentes primitivas] practicaban espontáneamente y el rechazo de lo que, en el mundo moderno, es la locura real”.
O bien la salud no-simbolizante que una vez existía en todas sus dimensiones, o bien la locura y la muerte. La cultura nos ha llevado a traicionar nuestro propio espíritu y completitud aborigen, en un reino cada vez más degradado de estrangulación sintética, aisladora, empobrecida. Lo que no quiere decir que no haya más placeres cada día, sin los cuales perderíamos nuestra humanidad. Pero a medida que nuestro empeño se hace más profundo, vislumbramos cuánto ha de ser borrado para nuestra redención.
Un angustiado Ted Sloan pregunta (1996), “¿Cuál es el problema con la modernidad? ¿Por qué la sociedad moderna tiene tantas dificultades para producir adultos capaces de intimidad, trabajo, goce, vida ética…? ¿Por qué los signos de una vida dañada prevalecen tanto?”. Según David Morris (1994), “El dolor crónico y la depresión, a menudo enlazados y ocasionalmente incluso considerados como un sólo problema, constituyen una crisis inmensa en el centro de la vida postmoderna.” Tenemos el ciberespacio y la realidad virtual, comunicación computerizada instantánea en la aldea global: pero aun así, ¿nos hemos sentido alguna vez tan aislados y empobrecidos?
Tal y como Freud predijo cuando indicó que la plenitud de la civilización implicaría una infelicidad neurótica universal, las corrientes anti-civilización están creciendo en respuesta a la miseria psíquica que nos envuelve. Así, la vida simbólica, esencia de la civilización, empieza a ponerse en el punto de mira.
Podría decirse que este elemento tan familiar -y artificial- es el menos entendido; pero la necesidad sentida dirige hacia allá el análisis, y muchos de nosotros nos sentimos arrojados al fondo de una forma de existencia que empeora constantemente. De la sensación de ser atrapados y limitados por los símbolos surge la tesis de que la medida en que el pensamiento y la emoción están atados al simbolismo es la medida en que la ausencia llena nuestro mundo interno y destruye el externo.
Parece que hayamos caído literalmente en la ‘representación’, y sólo ahora estamos sondeando completamente sus consecuencias, y sus profundidades. Como una forma de falsificación, los símbolos primero mediaron con la realidad y luego la sustituyeron. En el presente, vivimos entre símbolos en un grado mayor del que lo hacemos con nuestros cuerpos o directamente los unos con los otros.
Cuanta más relación del individuo existe con este sistema de representación interna, mayor es la distancia que nos separa de la realidad. Se inhiben otras conexiones, otras perspectivas cognitivas -y esto es decir poco-, a medida que la comunicación simbólica y su enorme abanico de instrumentos dedicados a llevar a cabo esta representación han ido cumpliendo un papel de alienación de la realidad que nos rodea y la traición contra esta.
Esta distorsión concomitante, este alzamiento de la representación, este distanciamiento, son ideológicos en un sentido primario; cada ideología posterior es un eco de la primera. Debord describía la sociedad contemporánea asignándole la prohibición de la vida en favor de su representación: imágenes que ahora conducen nuestras vidas. Pero este no es un problema nuevo. Ha habido un imperialismo, un expansionismo de la cultura desde el principio. ¿Y cuánto ha conquistado ya? La filosofía hoy en día dice que es el lenguaje el que piensa y habla. ¿Pero durante cuánto tiempo ha sido así? La simbolización es lineal, sucesiva, sustitutiva; no puede abrirse a su objeto por completo en un instante. Su razón instrumental es tan solo esta: manipulativa y buscando dominar. Su forma de actuar es “que a represente a b”, en lugar de “que a sea b”. El lenguaje se basa en el esfuerzo por conceptualizar e igualar lo que no es igual, ignorando y ahogando por tanto cualquier diversidad, la riqueza de lo variable.
El simbolismo es un imperio extenso y profundo, que refleja y hace coherente un punto de vista del mundo, y que es en sí un punto de vista acerca del mundo basado en la retirada de cualquier significado inmediato e inteligible.
James Shreeve, al final de su “Enigma de Neanderthal” (1995), nos ilustra una bella alternativa al ser simbólico. Meditando acerca de cómo podría haber sido una consciencia anterior no-simbólica, concibe interesantes e importantes posibilidades:
“… mientras que los dioses modernos podrían habitar la tierra, el búfalo, o la hierba, el espíritu de Neanderthal era el animal o la hierba, la cosa y su alma percibidos como una única fuerza vital, sin necesidad de distinguirlos con nombres separados. De forma parecida, la ausencia de una expresión artística no evita el conocimiento de lo que es artístico en el mundo. Los neanderthales no pintaron sus cuevas con imágenes de animales. Pero quizá no necesitaban destilar la vida en representaciones, al haber sido ya reveladas sus esencias a sus sentidos. La visión de un rebaño corriendo era suficiente para inspirar una hirviente emoción de belleza. No tenían percusión ni flautas de hueso, pero eran transportados a través de los ritmos del viento, de la tierra, y del latir del corazón de los otros.”
En lugar de celebrar la comunión cognitiva con el mundo que sugiere Shreeve que disfrutamos alguna vez, y mucho menos embarcarnos en un proyecto para recuperarla, el uso de símbolos es por supuesto considerado como la gran cima de la cognición humana. Goethe dijo, “todo es un símbolo”, mientras despegaba el capitalismo industrial, piedra de toque de la mediación y la alienación. Más o menos a la vez, Kant decidió que la pregunta clave de la filosofía era, “¿cuál es la base de la relación de lo que en nosotros llamamos ‘representación’ respecto al objeto?”. Desafortunadamente, legó para el pensamiento moderno una noción atemporal; que no estamos constituidos como capaces de entender la realidad directamente. Dos siglos después (1982), Emmanuel Levinas se quedó bastante más cerca al decir que “la filosofía, es la consciencia de la ruptura de la consciencia”.
Eli Sagan habló en 1985 por muchos otros al declarar que la necesidad de simbolizar y vivir en un mundo simbólico es, como la agresión, una necesidad humana tan básica que “sólo puede negarse con el coste de un serio desorden psíquico”. Sin embargo, la necesidad de símbolos -y esta forma de violencia- no siempre existieron. Más bien, tienen sus orígenes en la frustración y fragmentación de una completitud anterior, en el proceso de domesticación del que surgió la civilización. Aparentemente acelerado por un crecimiento en aceleración gradual de división del trabajo que empezó a surgir en el Paleolítico Superior, la cultura emergió como tiempo, lenguaje, arte, número, y después agricultura.
La palabra “cultura” deriva del latín “cultura”, que se refiere al cultivo de la tierra; esto es, la domesticación de las plantas y los animales — y de paso, de nosotros. Un espíritu de innovación y ansiedad sin descanso ha estado con nosotros desde entonces, como formas simbólicas en constante cambio que intentan arreglar lo que no puede ser revestido sin el rechazo de lo simbólico y su mundo enajenado.
Siguiendo a Durkheim, Leslie White escribió en 1949: “La conducta humana es una conducta simbólica. El símbolo es el universo de la humanidad”. Ya es hora de empezar a ver tales pronunciamientos como ideología, al servicio de la falsificación elemental que subyace a esa falsa consciencia que pretende abarcarlo todo. Pero si no hay un mundo simbólico completamente desarrollado, según reclama Northrop Frye (1981), la “cartografía de nuestra libertad” del antropólogo Clifford Geertz (1965) queda más cerca de la verdad al decir que somos habitualmente dependientes de “la guía proporcionada por los sistemas de símbolos significantes”. Aún más cerca se halla Cohen (1974), quien observó que “los símbolos son esenciales para el desarrollo y mantenimiento del órden social”. El conjunto de símbolos representa el órden social y el lugar del individuo en él, una fórmula que siempre deja sin cuestionar la aparición de este supuesto “acuerdo”: ¿cómo fue ordenada nuestra conducta a través de la simbolización?
La cultura surgió y floreció a través de la dominación de la naturaleza, su crecimiento una medida de esa maestría progresiva que se desplegó con la división aún mayor del trabajo. Malinowski (1962) entendió el simbolismo como alma de la civilización, principalmente en la forma del lenguaje como una forma de coordinar la acción, como técnica de estandarización, y para dar reglas para la conducta social, ritual, e industrial.
Es nuestra caída desde una simplicidad y la plenitud de la vida experimentada directamente, la que deja un hueco que lo simbólico nunca puede cubrir. Esto es lo que siempre está siendo tapado por capas de consuelos culturales, caminos civilizados que nunca recuperan la totalidad perdida. En un sentido profundo, sólo lo que se reprime se simboliza, ya que sólo lo reprimido necesita serlo: la magnitud de la simbolización testifica cuanto ha sido reprimido, enterrado, pero posiblemente aún recuperable.
Durante mucho tiempo, de forma imperceptible, la división del trabajo avanzó hasta erosionar la autonomía del individuo y una forma de relación social cara-a-cara. El virus destinado a alzarse como civilización comenzó así; una tésis apoyada por todos que ahora nos hace sus víctimas. De la alienación inicial a la civilización avanzada, el recorrido está marcado por el aumento constante de la dependencia, el tratamiento de las abstracciones como si poseyeran existencia material, la burocratización, la desolación espiritual, y la estéril tecnificación.
No es de extrañar que la cuestión del origen del pensamiento simbólico, el mismísimo aire que respira la civilización, surja con alguna fuerza. Preguntarnos por qué la cultura debería siquiera existir parece, cada vez más, una buena forma de plantearlo. Especialmente, dada la enorme antigüedad de la inteligencia humana ahora cuyo sentido está establecido principalmente por la persuasiva demostración de Thomas Wynn (1989), considerando esta inteligencia como lo que hizo que fabricáramos herramientas de piedra hace cerca de un millón de años. Hay un abismo temporal muy evidente entre esta capacidad humana establecida y el principio de la cultura simbólica, con muchos miles de generaciones entre medias.
La cultura es un asunto bastante reciente. El arte rupestre más antiguo, por ejemplo, es de hace unos 30.000 años, y la agricultura sólo empezó a sistematizarse hace 10.000. El elemento que faltaba durante el enorme intervalo en que nuestra capacidad intelectual era la suficiente para dar lugar a la simbolización pero no la producía, fue un cambio en nuestra relación con la naturaleza. Parece plausible que hubiera en este intervalo, de alguna forma que quizá nunca seamos capaces de entender, una negativa a intentar controlar la naturaleza. Quizá fue que el cambio se dio cuando se introdujo esta lucha por el dominio, probablemente de forma inconsciente y mediante una división gradual del trabajo, cuando la simbolización de las experiencias empezó a enraizar.
Pero se argumenta a menudo que la violencia de los primitivos -sacrificios humanos, canibalismo, caza-de-cabezas, esclavitud, etcétera- sólo puede ser domesticada por la cultura/civilización simbólica. La respuesta simple a este estereotipo del primitivo es que la violencia organizada no fue eliminada por la cultura, sino que más bien comenzó con ella. William J.Perry estudió (1927) varios grupos del Nuevo Mundo y notó un fuerte contraste entre los grupos agricultores y los no domesticados. Vio que estos últimos “eran inmensamente inferiores en cultura, pero carecían de las horribles costumbres [de los otros]”. Mientras que virtualmente toda sociedad que adoptó una relación de domesticación con la naturaleza a lo largo del globo fue objeto de prácticas violentas, los no agricultores no conocieron la violencia organizada. Los antropólogos se han centrado bastante sobre los indios de la costa noroeste como una extraña excepción a esta regla: aunque eran esencialmente pescadores, en un determinado momento empezaron a utilizar esclavos y establecieron una sociedad muy jerárquica. Incluso aquí, de todas formas, estaba presente la domesticación: en forma del uso de perros y tabaco como un cultivo menor.
Sucumbimos a la objetificación y dejamos que una red cultural nos controle y nos indique como vivir, como si esto fuera un desarrollo natural. Es cualquier cosa excepto eso, y deberíamos tener claro qué es lo que nos han dado de hecho la cultura y la civilización, y qué se han llevado.
El filósofo Richard Rorty (1979) describió la cultura como un conglomerado de pretensiones de conocimiento. En el reino del ser simbólico se desprecian los sentidos, debido a su separación y atrofia sistemáticos bajo la civilización. Lo sensual no se considera una fuente legítima de búsqueda de la verdad.
Hubo una vez en que los humanos permitimos una recepción completa y apreciativa a lo percibido por los sentidos, lo que en alemán se llama ‘umwelt’, o el mundo que nos rodea. Heinz Werner (1940, 1963) argumentó que originalmente la percepción se reunía en torno a un único sentido, antes de que las divisiones en sociedad rompieran la unidad sensorial. Las gentes que sobreviven sin agricultura a menudo exhiben en el uso de los sentidos, una consciencia sensorial y una implicación mucho mayores que los de los individuos domesticados. (E.Carpenter 1980). Abundan impresionantes ejemplos: como los bosquimanos, quienes pueden ver las cuatro lunas de Júpiter sin ayuda tecnológica y pueden oir un avión de un sólo motor a setenta millas de distancia (Farb, 1978).
La cultura simbólica inhibe la comunicación humana bloqueando o suprimiendo los canales de consciencia sensorial. Una existencia cada vez más tecnológica, nos empuja a desdeñar la mayor parte de lo que podríamos experimentar. Acuden a la mente las palabras de William Blake:
“Si las puertas de la percepción fueran purificadas, todo aparecería al hombre como es, infinito. Ya que el hombre se ha cerrado, hasta ver las cosas a través de las estrechas grietas de su caverna.”
Laurens van der Post (1958) describió lo que consideraba comunicación telepática entre los Kung en Africa, inspirando a Richard Coan (1987) a caracterizar tales posibilidades como “representativas de alternativas de comunicación, en lugar de un preludio al tipo de civilización en la que vivimos”.
En 1623 William Drummond escribió; “Qué dulces contenidos goza el alma a través de los sentidos. Son las puertas y ventanas de su conocimiento, los órganos de su deleite”. De hecho, el “Yo”, si no el “alma”, no existe en ausencia de las sensaciones corporales; no hay estados conscientes no sensoriales. Pero es evidente cómo han sido domesticados nuestros sentidos en una atmósfera cultural simbólica: sometidos, separados, dispuestos en una reveladora jerarquía. La visión, bajo el yugo de la perspectiva lineal moderna, reina debido a que es el menos próximo, el más distanciador de los sentidos. Ha sido el medio por el que el individuo ha sido transformado en un espectador, y el mundo en un espectáculo; y el cuerpo un objeto o especimen. La primacía de lo visual no es accidental, puesto que una elevación de la importancia de este sentido no sólo sitúa al observador fuera de lo que ve, sino que permite construir la base del principio de control o dominación. El oído como el centro de los sentidos sería mucho menos adecuado para la domesticación, ya que rodea y penetra al hablante tanto como al que escucha.
Otros sentidos son aún más despreciados. El olfato, que sólo pierde su importancia al ser suprimido por la cultura, fue una vez una forma vital de conexión con el mundo. La literatura sobre la cognición ignora casi por completo el sentido del olfato, estando su papel tan reducido en los humanos. Es, después de todo, bastante poco útil para el propósito de la dominación; considerando cómo el olfato puede de forma directa traer de la memoria incluso recuerdos muy distantes, quizá es incluso una forma de habilidad anti-dominación. Lewis Thomas (1983) indicó que “el acto de oler algo, cualquier cosa, se parece bastante al hecho de pensar en sí mismo”. Si no lo es, muy posiblemente lo fue, y debería serlo de nuevo.
Las experiencias o prácticas táctiles son otro área sensorial donde hemos retrocedido a favor de sustitutos simbólicos compensatorios. El sentido del tacto de hecho ha disminuido en una existencia a larga distancia, sintética, ocupada por el trabajo. Hay poco tiempo o escaso énfasis en la estimulación o comunicación táctiles, incluso si tal cosa lleva a consecuencias claramente negativas. Sensibilidad y delicadeza se pierden, y es bien conocido que aquellos niños que experimentan poco contacto físico y caricias, se desarrollan más lentamente y sufren una atrofia en sus expresiones emocionales.
Tocar por definición implica sentir, ser “tocado” es sentirse afectado emocionalmente, un recordatorio de la antigua potencia del sentido del tacto. La renovación de esta categoría de la sensación en un mundo re-sensitizado, traería una dirección de mejora en la vida, en dirección opuesta a la tendencia actual: como Tommy gritaba en la ópera de The Who del mismo nombre, “mírame, siénteme, tócame, sáname…”
Como con los animales y las plantas, la tierra, los ríos, y las emociones humanas, los sentidos quedan aislados y sometidos. La noción de Aristóteles de un plan “adecuado” del universo dictaba que “cada sentido tenga su esfera propia”.
Freud, Marcuse y otros, vieron que la civilización demanda la sublimación o represión de los placeres de los sentidos que causan proximidad, de modo que el individuo pueda ser así convertido en un instrumento del trabajo. El control social, a través de la red simbólica, arranca deliberadamente la importancia del cuerpo y lo inhibe. Un contra-mundo alienado, estrangulado por una aun mayor división del trabajo, humilla las sensaciones somáticas propias y distrae de forma fundamental respecto a los ritmos básicos de la vida propia.
La división definitiva entre cuerpo y mente, adjudicada a Descartes en sus formulaciones en el siglo XVII, es el epicentro de la sociedad moderna. Aquello a lo que se ha considerado la gran “ansiedad cartesiana” sobre el espectro del caos moral e intelectual, fue resuelto en favor de la supresión de la dimensión sensual y pasional de la existencia humana. De nuevo, vemos la urgencia domesticadora que subyace a la cultura, el miedo a no tener el control, ahora atacando a los sentidos. Mientras que la ciencia y la tecnología tienen una licencia teórica para proceder sin límites, el conocimiento sensual se erradica a través de pretensiones de verdad o conocimiento.
Viendo lo que este pacto ha traido, una profunda reacción está amaneciendo contra la vasta empresa de lo simbólico que invade cada parte de nosotros. “Si no recuperamos pronto el sentido”, como juzgó David Howes (1991), “habremos perdido para siempre la oportunidad de construir alguna alternativa con significado a la pseudo-existencia que tomamos como “vida” en nuestra actual ‘Civilización de la Imagen’ “. La tarea de la crítica debería ser, principalmente, ayudarnos a ver qué se necesitará para alcanzar un lugar en el que estemos realmente presentes para los otros y para el mundo.
La primera separación parece haber sido el sentido del tiempo, que nos trae la pérdida de la sensación de estar presentes para nosotros mismos. El crecimiento de esta sensación es indistinguible de la alienación en sí misma. Si, como indicó Levi-Strauss, “la característica principal de la mente salvaje es la inexistencia del tiempo”, vivir en el aquí y ahora es algo que perdemos a través de la mediación de las intervenciones culturales. El tiempo presente es diferido por lo simbólico, y este rechazo del instante contingente marca el nacimiento del tiempo. Caemos bajo el hechizo de lo que Eliade llamó el “terror de la historia” a medida que las representaciones se oponen con efectividad al tirón de la experiencia perceptual inmediata.
El Mito del Eterno Retorno de Mircea Eliade (1954) destaca el miedo que todas las sociedades primitivas han tenido de la historia, del paso del tiempo. Por otro lado, las voces de la civilización han intentado celebrar nuestra inmersión en esta construcción cultural tan básica. Leroi-Gourhan (1964), por ejemplo, vio en la orientación al tiempo “quizá el acto humano por excelencia”. Nuestras percepciones han acabado tan gobernadas por el tiempo y saturadas de él que es difícil imaginar su ausencia general: por los mismos motivos es tan difícil ver, en este punto, una existencia social no dividida, no alienada, no simbólica.
La historia, según Peterson y Goodall (1993), está marcada por una amnesia sobre nuestros orígenes. Sus estimulantes Visiones de Caliban también apuntaban que nuestro gran olvido bien podría haber comenzado con el lenguaje, el mecanismo originador del mundo simbólico. La lingüista comparativa Mary LeCron Foster (1978, 1980) cree que el lenguaje tiene quizá menos de 50.000 años de antigüedad, y surgió con los primeros impulsos hacia el arte, el ritual, y la diferenciación social. La simbolización verbal es el principal método para establecer, definir y mantener, el mundo cultural y la estructura de nuestros pensamientos.
Como dijo Hegel alguna vez, cuestionar el lenguaje es cuestionar la existencia. Es muy importante, aun así, resistir tales excesos y ver la distinción entre la importancia cultural del lenguaje y sus inherentes limitaciones. Sostener que nosotros y el mundo somos creaciones lingüísticas es tan sólo otra forma de decir cuan pervasiva y controladora es la cultura simbólica. Pero Hegel va mucho más allá, y la afirmación de George Herbert Mead (1934) de que para tener una mente uno ha de tener un lenguaje es similarmente hiperbólica y falsa.
El lenguaje transforma el significado, y la comunicación no es su sinónimo. El pensamiento, como entendió Vendler (1967), es esencialmente independiente del lenguaje. Estudios sobre pacientes y otros que carecían de todos los aspectos del habla y el lenguaje demuestran que el intelecto permanece poderoso incluso en la ausencia de tales elementos (Lecours y Joanette 1980; Donald 1991). La afirmación de que el lenguaje facilita enormemente el pensamiento es también cuestionable, tal y como no ha sido demostrado por experimentos formales con niños y adultos (G.Cohen, 1977). El lenguaje no es una condición necesaria para el pensamiento (ver Kersetz 1988, Jansons 1988).
La comunicación verbal es una parte del movimiento que aleja de la realidad social cara a cara, haciendo posible la separación física. La palabra siempre se sitúa entre la gente que desea conectar entre sí, facilitando la disminución de lo que no se necesita hablado para ser dicho. Que hemos declinado de un estado no-lingüístico empieza a parecer un punto de vista sano. Esta intuición puede descansar tras el juicio de George W.Morgan en 1968, que “nada, de hecho, está más sujeto a sospecha y depreciación en nuestro mundo desencantado que la palabra”.
Fuera de la civilización, la comunicación abarcaba todos los sentidos, una condición enlazada a las características clave del cazador-recolector de apertura y cooperación. La capacidad de leer y escribir nos introdujo en la sociedad de sentidos divididos y reducidos, y tomamos como si fuera un estado natural esta deprivación sensorial, tal y como tomamos por natural esa capacidad de lectura y escritura.
La cultura y la tecnología existen debido al lenguaje. Muchos han visto el habla como un método de coordinación del trabajo, es decir, como una parte esencial de la técnica de producción. El lenguaje es crítico para la formación de las reglas de trabajo y el intercambio que acompaña a su división, con las especializaciones y estandarizaciones de la economía naciente como líneas paralelas a las del lenguaje. Guiados ahora por la simbolización, un nuevo tipo de pensamiento toma el control, situándose en la cultura y la tecnología. La interdependencia del lenguaje y la tecnología es al menos tan obvia como la del lenguaje y la cultura, y resulta en un acelerado control sobre el mundo natural intrínsecamente similar al control introducido sobre el que una vez fue un individuo sensual y autónomo.
Noam Chomsky, líder en teoría del lenguaje, comete un grave y reaccionario error retratando el lenguaje como un aspecto “natural” de la “naturaleza humana esencial”, innata e independiente de la cultura (1966b, 1992). Su perspectiva cartesiana ve la mente como una máquina abstracta que está destinada a manipular cadenas de símbolos. Conceptos como orígenes o alienación no tienen lugar en este estéril tecno-esquema. Lieberman (1975) proporciona una corrección concisa y fundamental: “El lenguaje humano sólo puede haber evolucionado en relación con la totalidad de la condición humana.”
El sentido original de la palabra ‘definir’ es, del Latin, limitar o poner un final. El lenguaje parece a menudo cerrar una experiencia, no ayudarnos a estar abiertos a la experiencia. Cuando soñamos, lo que sucede no se expresa en palabras, tal y como los enamorados se comunican más profundamente sin simbolización verbal. ¿Qué ha hecho el lenguaje avanzar que haya hecho avanzar el espíritu humano? En 1976, von Glasersfeld se preguntaba, “si en algún tiempo futuro, parecerá aún tan obvio que el lenguaje ha mejorado la supervivencia de la vida en este planeta”.
El simbolismo numérico tiene también una importancia fundamental en el desarrollo de un mundo cultural. En muchas sociedades primitivas era y es considerado como mala suerte contar criaturas vivas, actitud cercana a la noción primitiva común de que nombrar a otro es obtener poder sobre esa persona. Contar, como nombrar, es parte del proceso de domesticación. La división del trabajo se presta a lo cuantificable, opuesto a lo que es completo en sí, único, sin fragmentar. El número es también necesario para la abstracción inherente en el intercambio de bienes y es prerrequisito para el despegue de la ciencia y la tecnología. La urgencia de medir trae un tipo deforme de conocimiento que no busca entender su objeto, sino que busca su control.
El sentimiento de que “la única forma en que podemos aprehender las cosas es a través del arte”, es una opinión común que subraya nuestra dependencia de los símbolos y la representación. “El hecho de que originalmente todo arte era ’sagrado’ ” (Eliade, 1985), esto es, perteneciente a una esfera separada, testifica acerca de su estado original, de su función.
El Arte es una de las formas más tempranas de la expresividad ideológica y ritual, desarrollada junto con las prácticas religiosas diseñadas con el objetivo de unir una vida comunal que empezaba a fragmentarse. Era un elemento clave para facilitar la integración social y la diferenciación económica (Dickson, 1990), probablemente mediante la codificación de información para indicar pertenencia, posición, y estatus (Lumsden y Wilson, 1983). Antes de este tiempo, en algún lugar durante el Paleolítico Superior, los mecanismos para la cohesión social eran innecesarios; la división del trabajo, roles dintintos, y territorialidad, parecen no haber existido durante mucho tiempo. A medida que la tensión y la ansiedad emergieron en la vida social, el arte y el resto de la cultura se alzaron a la vez en respuesta a su inquietante presencia.
Como la religión, el arte surgió de este desasosiego, sin duda sutil pero poderosamente inquietante en su novedad y en su gradual usurpación. En 1900, Hirn escribió sobre una insatisfacción temprana que motivó su búsqueda artística por una “expresión más completa y más llena” como “compensación por las nuevas deficiencias de la vida”. Las soluciones culturales, sin embargo, no plantean las profundas dislocaciones de las que las propias “soluciones” culturales son una parte. Al contrario, como personajes tan diversos como Henry Miller y Theodor Adorno han concluido, no habría necesidad de arte en un mundo desalienado. Lo que el arte ha sido incapaz de capturar y expresar en su lucha es esa misma “realidad”, y en su búsqueda el contínuo olvido del carácter de falso antídoto de la cultura.
Arte es lenguaje y por tanto es evidentemente ritual, entre las más tempranas instituciones simbólicas y culturales. Los comentarios de Julia Kristeva (1989) en “la cercana relación entre la gramática y el ritual” y los estudios de los rituales védicos de Frits Staal (1982,1986,1988), mostraban que la sintaxis podía explicar por completo la forma y significado del ritual. Como advirtió Christ Knight (1996), el habla y el ritual son “aspectos interdependientes de un único dominio simbólico”.
Esencial para la aparición de la cultura en los asuntos humanos, el ritual no es sólo una forma de ordenar o prescribir las emociones; es también una formalización de lo que está íntimamente enlazada con las jerarquías y el dominio formal sobre los individuos. Todas las sociedades tribales y civilizaciones tempranas conocidas tenían organizaciones jerárquicas construidas sobre una estructura ritual y un sistema conceptual que encajara con esta.
Los ejemplos sobre el enlace entre ritual y desigualdad, desarrollados incluso antes de la agricultura son muchos (Gans 1985, Conkey 1984). Los ritos funcionan como una válvula de seguridad para la descarga de tensiones generadas por las emergentes divisiones en la sociedad y el trabajo, para crear y mantener la cohesión social. Antes no había necesidad de mecanismos para unificar lo que, en un contexto carente de división del trabajo, no se encontraba dividido ni estratificado.
Se ha dicho a menudo que la función del símbolo es la de revelar estructuras de lo real que son innacesibles a la observación empírica. Más al grano, en términos de los procesos de la cultura y la civilización, se encuentra sin embargo el argumento de Abner Cohen (1981, 1993) de que el simbolismo y el disftaz ritual, mistifican y santifican tareas y roles fastidiosos y los hacen parecer deseables. O, como indicó Parkin (1992), la naturaleza obligatoria del ritual embota la autonomía natural de los individuos poniéndolos al servicio de la autoridad.
De forma ostensiblemente opuesta a la enajenación, el contra-mundo de los rituales públicos se dispone opuesto a la dirección histórica. Pero de nuevo esto es un engaño, puesto que el ritual facilita el establecimiento del órden cultural, cuna de la teoría y práctica alienadas. Las estructuras de autoridad rituales juegan una parte importante en la organización de la producción (división del trabajo) y empujan activamente la domesticación. Las categorías simbólicas se crean para controlar lo salvaje y extraño; así, la dominación de la mujer surge en un desarrollo llevado a su cénit con la agricultura, cuando las mujeres se convierten principalmente en bestias de carga y/o objetos sexuales. Parte de este giro fundamental es un movimiento hacia el territorialismo y la guerra; Johnson y Earle (1987) discutieron la correspondencia entre este movimiento y la importancia creciente del ceremonialismo.
Según James Shreeve (1995), “en los registros etnográficos, dondequiera que encuentres desigualdad, se justifica invocando a lo sagrado”. De forma parecida, dice Eliade (1985) que todo simbolismo fue originalmente simbolismo religioso. La desigualdad social parece estar acompañada por una subyugación en la esfera no-humana. M.Reinach (citado en Radin, 1927) dijo: “gracias a la magia, el hombre hace su ofensiva contra el mundo objetivo”. Cassirer (1955) lo indicó de esta forma: “La Naturaleza no produce nada sin ceremonias”.
De la acción ritual surgió el chamán, quien no sólo fue el primer especialista debido a su papel en este área, sino el primer practicante cultural en general. El arte más temprano era llevado a cabo por los chamanes, según asumían el liderazgo ideológico y diseñaban el contenido de los rituales.
Este especialista original se convirtió en el regulador de las emociones grupales, y a medida que la potencia del chamán aumentaba, hubo un descenso correlativo en la vitalidad psíquica del resto del grupo (Lommel, 1967). La autoridad centralizada, y probablemente también la religión, surgieron de la posición elevada del chamán. El espectro de la complejidad social se encarnaba en este individuo que manejaba el poder simbólico. Cada líder y jefe se desarrolló desde la primacía de esta figura en las vidas del resto del grupo.
La religión, como el arte, contribuyó a una gramática simbólica común que necesitaban tanto el nuevo órden social, como sus ansiedades y fisuras. La palabra religión se basa en la latina “religare”, atar o ceñir, y un tallo verbal griego que denota atención al ritual, fé en las reglas. La integración social, requerida por primera vez, es evidente como ímpetu para la religión.
Se trata de la respuesta a las inseguridades y las tensiones, prometiendo una resolución y trascendencia a través de lo simbólico. La religión no encuentra base para su existencia antes del giro equivocado tomado hacia la cultura y lo civilizado (domesticado). El filósofo americano George Santayana lo resumió bien con su “otro mundo en que vivir es lo que se quiere decir cuando se habla de religión”.
Desde “Los orígenes del Hombre” de Darwin (1871), hemos entendido que la evolución humana se aceleró inmensamente en cuanto a la cultura en un tiempo de cambios fisiológicos insignificantes. Así, el ser simbólico no dependió, no tuvo que esperar de los dones adecuados, para evolucionar. Ahora podemos ver con Clive Gamble (1994), que el concepto de intención en la acción humana no llegó con la domesticación/agricultura/civilización.
Los habitantes nativos del Desierto del Kalahari en Africa, tal y como fue estudiado por Laurens van der Post (1976), vivieron en “un estado de absoluta confianza, dependencia e interdependencia con la naturaleza”, que era “bastante más agradable con ellos que lo que haya sido con cualquier otra civilización”. El igualitarismo y la compartición de bienes eran las cualidades principales de la vida del cazador-recolector (G.Isaac 1976, Ingold 1987, 1988, Erdal y Whiten 1992, etc), más adecuadamente llamada vida del recolector-cazador, es decir, esencialmente de forrajeo. De hecho, la mayor parte de esta dieta consistía en plantas, y no hay una evidencia concluyente de la caza anterior al Paleolítico Superior (Binford 1984, 1985).
Una mirada instructiva a las sociedades primitivas contemporáneas es el trabajo de Colin Turnbull (1961, 1965), sobre los pigmeos del bosque Ituri y sus vecinos Bantú. Los pigmeos son recolectores, viviendo sin religión ni cultura. Son considerados ignorantes e inmorales por sus los Bantú, basados en la agricultura, pero disfrutan de un individualismo y una libertad mucho mayor. Para el fastidio de los Bantú, los pigmeos se burlan irreverentemente de sus ritos solemnes y su sentido del pecado. Rechazando el territorialismo, y mucho menos los lugares privados, “se mueven libremente en un mundo social sin cartografiar, sin sistematizar, sin fronteras”, según Mary Douglas (1973).
La vasta era anterior a la llegada del ser simbólico, es una realidad inmensamente prominente, y un signo de interrogación para algunos. Comentando sobre este “periodo de más de un millón de años de duración”, Tim Ingold (1993) lo llamó “uno de los enigmas más profundos conocidos para la ciencia arqueológica”. Pero la longevidad de esta época estable, no-cultural, tiene una explicación sencilla: como conjeturó F.Goodman (1988), “era una existencia tan armoniosa y una adaptación tan exitosa, que no se alteró materialmente durante miles de años”.
La cultura triunfó al fin con la domesticación. El alcance de la vida se estrechó, se especializó, forzosamente divorciado de su estado de gracia y libertad espontánea anteriores. El asalto de una orientación simbólica ante lo natural también tuvo inmediatos resultados hacia el exterior. Pinturas rupestres tempranas, encontradas a 125 millas de la fuente de agua más cercana en el Sahara, muestran a gente nadando. Los elefantes eran aún relativamente comunes en algunas zonas costeras mediterráneas en el 500 A.C. según escribió Herodoto. El historiador Clive Ponting (1992) ha mostrado que cada civilización ha socavado la salud de su entorno.
Finalmente, el cultivo no proporcionó una calidad superior o más fiable de comida (M.N.Cohen 1989, Walker y Shipman 1996), y sin embargo introdujo enfermedades de todo tipo, prácticamente desconocidas fuera de la civilización (Burkett 1978, Freund 1982), y desigualdad sexual (M.Ehrenberg 1989b, A.Getty 1996). El libro de Frank Waters sobre los Hopi (1963) nos muestra un cuadro tremendo de la división del trabajo y la pobreza de lo simbólico: “Más y más, comerciaron cosas que no necesitaban, y cuantos más bienes poseían, más deseaban. Esto era muy serio; puesto que no se dieron cuenta de que estaban alejándose, paso a paso, de la buena vida que se les había dado”.
Un capítulo pertinente de “Los Tiempos Antes de la Historia” por Colin Tudge (1996) lleva un título que habla como si fuera todo un volúmen: “El fin del Edén: los cultivos”. Gran parte de la distinción epistemológica asubyacente se revela en este contraste por Ingold (1993): “En pocas palabras, mientras que para los granjeros y pastores la herramienta es un instrumento de control, para los cazadores y recolectores sería más adecuado considerarlo un instrumento de revelación”. Y sostiene Horkheimer (1972), en términos del coste psíquico de la domesticación/dominación de la naturaleza: “la destrucción de la vida interior es lo que el hombre ha de pagar como precio por no tener respeto por ninguna vida más allá de la suya.” La violencia dirigida hacia fuera es al mismo tiempo infligida espiritualmente, y el mundo exterior se transforma, se desarraiga, tal como con toda seguridad el campo perceptual estaba sujeto a una redefinición fundamental. Ciertamente, la Naturaleza no ordenó la civilización; más bien al contrario.
Hoy está de moda, por no decir que es obligatorio, sostener que la cultura siempre ha existido y siempre existirá. Aunque es demostrable que hubo una extremadamente larga era no-simbólica humana, quizá cien veces tan larga como la de la civilización, y que la cultura sólo ha ganado a expensas de la naturaleza, uno oye por todas partes que lo simbólico -como la alienación- es eterno. Así, las cuestiones sobre el origen y el destino no tienen sentido. Nada puede ser trazado más allá que lo semiótico en lo que todo está atrapado.
Pero los límites de la racionalidad dominante y los costes de la civilización son demasiado visibles para nosotros como para aceptar esta especie de retirada. Desde la ascensión de lo simbólico, los humanos han intentado a través de la participación en la cultura recuperar una autenticidad en la que una vez vivimos. Como encontró Thomas McFarland (1987), “la cultura principalmente testifica acerca de la ausencia de significado, no su presencia”.
El consumo masivo e insatisfactorio, insertado entre los dictados de la producción y el control social, reina cada día como consuelo para esta ausencia de significado, y la cultura es ciertamente en si misma una elección de consumo. En su base, es la división del trabajo lo que ordena nuestra totalidad simbólica falsa e inhabilitadora. “El aumento de la especialización…” escribió Peter Lomas (1996), “mina la confianza en nuestra capacidad ordinaria para vivir”.
Estamos encerrados en la lógica cultural que convierte todo en objeto, ya que aquellos que aconsejan nuevos rituales y formas de representación como ruta a una existencia re-encantada fallan completamente en sus conclusiones. Difícilmente más de lo que ha fallado durante tanto tiempo puede ser la respuesta. Levi-Strauss (1978) se refirió al “tipo de sabiduría que [las gentes primitivas] practicaban espontáneamente y el rechazo de lo que, en el mundo moderno, es la locura real”.
O bien la salud no-simbolizante que una vez existía en todas sus dimensiones, o bien la locura y la muerte. La cultura nos ha llevado a traicionar nuestro propio espíritu y completitud aborigen, en un reino cada vez más degradado de estrangulación sintética, aisladora, empobrecida. Lo que no quiere decir que no haya más placeres cada día, sin los cuales perderíamos nuestra humanidad. Pero a medida que nuestro empeño se hace más profundo, vislumbramos cuánto ha de ser borrado para nuestra redención.
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