Madonna, “¿Nos estamos divirtiendo aún?”, periódicos de supermercado,  Milli Vanilli (1), realidad virtual, “shop ’till you drop [compra hasta  caer rendido], la Gran Aventura de PeeWee∞ (2), el “empowerment” [lo que  permite hacer algo lo mejor posible] del New Age/Computer (3),  mega-tiendas, Talking Heads (4), películas basadas en tiras cómicas,  consumo “verde”. Una construcción de lo resueltamente superficial y  cínico. Anuncio de Toyota: “Nuevos valores: ahorro, cuidado personal…  todas esas cosas”. Almacén al por menor: “Contenidos de Estilo”; “Why  ask Why? Try Bud Dry” [¿Por qué preguntar por qué? Prueba Bud Dry];  mirar la televisión interminablemente mientras nos burlamos de ella.  Incoherencia, fragmentación, relativismo –hasta e incluyendo el  desmantelamiento de la propia noción de significado (¿porqué el récord  de la racionalidad ha sido tan pobre?); adopción de lo marginal,  mientras se ignora cuán fácilmente los márgenes se han puesto de moda.  “La muerte del sujeto” y “la crisis de la representación”.
Posmodernismo. Originariamente un tema de la estética, ha colonizado  “áreas cada vez más amplias”, según Ernesto Laclau, “hasta convertirse  en el nuevo horizonte de nuestra experiencia cultural, filosófica y  política”. “La creciente convicción”, como la tiene Richard Kearney, “de  que la cultura humana tal como la hemos conocido… ha llegado ahora a su  fin”. Especialmente en los EE.UU., es la intersección de la filosofía  postestructuralista con la cada vez más amplia condición de la sociedad:  un ethos especializado y, mucho más importante, la llegada de lo que la  sociedad industrial moderna había anticipado. El posmodernismo es la  contemporaneidad, un embrollo de soluciones a plazos en todos los  niveles, donde destacan la ambigüedad, la negativa a examinar los  orígenes o los fines, tanto como el rechazo de los planteamientos de  oposición, “el nuevo realismo”. Al no significar nada y no ir a parte  alguna, el pm [posmodernismo] es un milenarismo invertido, una  realización de conjunto del sistema de “vida” tecnológico del capital  universal. No resulta accidental que la Universidad de Carnegie-Mellon,  que en los años 80 fue la primera en exigir que todos los estudiantes  estuvieran equipados con ordenadores, estableciera “el primer programa  de estudios postestructuralista del país”.
El narcisismo del consumidor y un “¿qué más da?” universal señalan el  fin de la filosofía como tal y el esbozo de un paisaje, de acuerdo con  Kroker y Cook, de “desintegración y decadencia sobre la irradiación de  fondo de la parodia, el kitsch y el agotamiento”. Henry Kariel concluye  que “para el posmodernismo, es sencillamente demasiado tarde para  oponerse al impulso de la sociedad industrial”. Superficie, novedad,  contingencia: no hay ningún fundamento a mano para criticar nuestra  crisis. Si el posmodernismo típico se resiste a conclusiones  generalizables, en favor de un supuesto pluralismo y de una perspectiva  abierta, también es razonable (si se nos permite utilizar tal palabra)  predecir que si y mientras vivimos en una cultura completamente pm, ya  no sabremos cómo formular eso.
La primacía del lenguaje y el fin del sujeto
Desde el punto de vista del pensamiento sistemático, la creciente  preocupación por el lenguaje es un factor clave explicable por el clima  pm de enfoques estrechos y de retroceso. El llamado “descenso al  lenguaje”, o “giro lingüístico”, ha impuesto la presunción  posmodernista-postestructuralista de que el lenguaje constituye el mundo  humano y el mundo humano la totalidad del mundo. Principalmente en este  siglo [el siglo XX], el lenguaje fue ocupando la parte central de la  filosofía, entre figuras tan diversas como Wittgenstein, Quine,  Heidegger o Gadamer, en tanto crecía la atención hacia la teoría de la  comunicación, la lingüística y la cibernética, y los lenguajes  informáticos demostraban un énfasis similar durante décadas en la  ciencia y la tecnología. Este bien pronunciado giro hacia el lenguaje  fue adoptado por Foucault como un “salto decisivo hacia una forma de  pensamiento completamente nueva”. De una manera menos positiva, se lo  puede explicar al menos parcialmente desde la perspectiva del pesimismo  que siguió al declive del impulso de oposición de los años 60. La década  del 70 fue testigo de un alarmante repliegue dentro de lo que Edward  Said llamó el “laberinto de la textualidad”, como opuesto a la ocasional  actividad intelectual rebelde del período anterior.
Quizá no sea paradójico que el “fetiche de lo textual”, como señaló Ben  Agger, “desplegara su atracción en una época en que los intelectuales  eran despojados de sus palabras”. El lenguaje se degrada cada vez más,  vaciado de sentido, sobre todo en su uso público. Ya no se puede confiar  en las palabras, y esto forma parte de una amplia corriente  antiteórica, detrás de la cual se oculta una derrota mucho mayor que la  de los ´60: la de la herencia completa de la racionalidad de la  Ilustración. Hemos dependido del lenguaje como de la doncella  supuestamente fiel y transparente de la razón, ¿y adónde nos ha llevado?  Auschwitz, Hiroshima, miseria psíquica de las masas, destrucción  inminente del planeta, por mencionar sólo unas pocas cosas. Abrazamos el  posmodernismo, con sus vueltas evidentemente extravagantes y  fragmentadas. Saints and Postmodernism (1990), de Edith Wyschograd, no  sólo da testimonio de la ubicuidad del “enfoque” pm –no hay, en  apariencia, ningún campo fuera de su alcance-, sino que además  reflexiona convincentemente sobre la nueva orientación: “El  posmodernismo, como estilo discursivo ‘filosófico’ y ‘literario’, no  puede apelar francamente a las técnicas de la razón, instrumentos ellas  mismas de la teoría, sino que debe forjar nuevos y necesariamente  misteriosos medios para socavar los fervores de la razón”.
El antecedente inmediato del posmodernismo/postestructuralismo,  imperante en los años 50 y buena parte de los 60, se organizó en torno a  la centralidad que otorgaba al modelo lingüístico. El estructuralismo  aportó la premisa de que el lenguaje constituye nuestro único medio para  acceder al mundo de los objetos y de la experiencia y su ensanche; de  que el significado surge completamente del juego de las diferencias  dentro de sistemas de signos culturales. Levi-Strauss, por ejemplo,  explicó que la clave de la antropología yace en el descubrimiento de  leyes sociales inconscientes (por ejemplo, aquellas que regulan los  vínculos matrimoniales y de parentesco), que están estructuradas como el  lenguaje. Fue el lingüista suizo Saussure quien subrayó, en un paso muy  influyente para el posmodernismo, que el significado no reside en una  relación entre una proposición y aquello a lo que se refiere, sino en la  relación de unos signos con otros. La creencia saussuriana en la  naturaleza cerrada, autorreferencial del lenguaje, implica que todo está  determinado dentro de éste, llevando al abandono de nociones extrañas  como alienación, ideología, represión, etc., y concluyendo que lenguaje y  conciencia son prácticamente lo mismo.
Dentro de esta trayectoria, que rechaza la concepción del lenguaje como  un medio externo desplegado por la conciencia, aparece el también muy  influyente neofreudiano Jacques Lacan. Para él, no sólo la conciencia  está impregnada completamente por el lenguaje y no existe por sí misma  aparte del lenguaje; incluso “el inconsciente está estructurado como un  lenguaje”.
Pensadores anteriores, Nietzsche y Heidegger especialmente, ya habían  sugerido que un lenguaje diferente o una relación modificada con el  lenguaje podía traer de algún modo nuevas e importantes intuiciones. Con  el giro lingüístico de los tiempos más recientes, hasta el concepto de  un individuo que piensa como base del conocimiento llegó a ser dudoso.  Saussure descubrió que “el lenguaje no es una función del sujeto  hablante”, sino que por el contrario es el que le da voz a éste,  ocupando así la primacía. Roland Barthes, cuya carrera se desarrolla en  los períodos estructuralista y postestructuralista, decidió que “es el  lenguaje el que habla, no el autor”, observación a la que se equipara la  de Althusser de que la historia es “un proceso sin sujeto”.
Si el sujeto es visto esencialmente como una función del lenguaje, la  sofocante mediación de éste y la del orden simbólico en general  ascienden al primer lugar de la agenda. Así, el posmodernismo se flagela  tratando de comunicar lo que se encuentra más allá del lenguaje, “para  mostrar lo inmostrable”. Mientras tanto, dada la duda radical  introducida en cuanto a la disponibilidad para nosotros de un referente  en el mundo exterior al lenguaje, lo real desaparece de la reflexión.  Jacques Derrida, la figura central del ethos posmodernista, procede como  si la conexión entre las palabras y el mundo fuera arbitraria. El  objeto mundo no desempeña ningún papel para él. El agotamiento del  modernismo y la aparición del posmodernismo requieren, antes de volver a  Derrida, unos pocos comentarios más sobre los precursores y el cambio  más amplio en la cultura. El posmodernismo plantea cuestiones sobre la  comunicación y el significado, de manera que la categoría de la  estética, al menos, se convierte en problemática. Para el modernismo,  con su feliz creencia en la representación, el arte y la literatura  mantienen como mínimo cierta promesa de aportar una visión de  realización y armonía. Hasta el fin del modernismo, la “alta cultura”  fue considerada como un depósito de sabiduría moral y espiritual. Ahora  no parece existir tal creencia, al revelar quizá la ubicuidad de la  cuestión del lenguaje el vacío dejado por el fracaso de los otros  candidatos a unos comienzos promisorios para la imaginación humana. En  los años 60 el modernismo pareció haber alcanzado el fin de su  desarrollo, abriendo paso el canon austero de su pintura (por ejemplo,  Rothko o Reinhardt) a los esponsales del acrítico pop art con la cultura  de consumo comercial vernácula. El posmodernismo, y no sólo en las  artes, es el modernismo sin las esperanzas y sueños que hicieron  soportable la modernidad.
En las artes visuales, se verifica una extendida tendencia “fast food”,  en la dirección de un entretenimiento fácilmente consumible. Howard Fox  observa que “tal vez la artificiosidad sea la principal cualidad del  arte posmoderno”. Una decadencia o agotamiento del desarrollo se observa  también en las sombrías pinturas de Eric Fischl, donde a menudo cierto  horror parece acechar bajo la superficie. Esta cualidad vincula a  Fischl, pintor pm esencial de Norteamérica, a la igualmente siniestra  Twin Peaks y a la figura pm esencial de la televisión, David Lynch. La  imagen, desde Warhol, es autoconscientemente una mercancía reproducible  mecánicamente y ésta es la razón de fondo tanto de la superficialidad  como de la nota común espectral y ominosa.
El eclecticismo tan frecuentemente notado del posmodernismo es un  reciclaje arbitrario de fragmentos de aquí y de allá, especialmente del  pasado, que a menudo asume la forma de la parodia y del kitsch.  Desmoralizado, desrealizado, deshistorizado, el arte ya no puede tomarse  a sí mismo en serio. La imagen no se refiere ya en primer lugar a algún  “original”, situado en alguna parte del mundo “real”; se refiere, y de  manera creciente, sólo a otras imágenes. Así, refleja lo perdidos que  estamos, cuán separados de la naturaleza, en el mundo cada vez más  mediado del capitalismo tecnológico.
El término posmodernismo se aplicó por primera vez, en los años 70, a la  arquitectura. Christopher Jencks escribió sobre una propuesta  antiprograma y propluralista, el abandono del sueño modernista de la  forma pura en favor de la escucha de “los múltiples lenguajes de la  gente”. Más honestas son la celebración de Las Vegas de Robert Venturi y  la admisión por parte de Piers Gough de que la arquitectura pm no se  interesa más por la gente de lo que lo hizo la arquitectura modernista.  Los arcos y columnas puestos en los compartimientos modernistas son una  frágil fachada de la travesura y la individualidad, que ciertamente no  transforma las concentraciones anónimas de riqueza y poder por debajo.
Los escritores posmodernistas cuestionan los fundamentos mismos de la  literatura, en vez de seguir creando la ilusión de un mundo externo. La  novela reorienta su atención sobre sí misma. Donald Barthelme, por  ejemplo, escribe historias que parecen recordarle siempre al lector que  son artificios. Al protestar contra la exposición, el punto de vista y  otros patrones de la representación, la literatura pm exhibe su  incomodidad con las formas suavizadas y domesticadas por los productos  culturales. Mientras el distante mundo se vuelve más artificial y su  sentido menos sujeto a nuestro control, el nuevo planteamiento revelaría  más bien la ilusión aun a costa de no decir ya nada. Aquí y en todas  partes el arte lucha contra sí mismo, y sus anteriores exigencias de  ayudarnos a comprender el mundo se desvanecen, en tanto el concepto de  imaginación incluso pierde su fuerza.
Para algunos, la pérdida de la voz narrativa o el punto de vista es  equivalente a la pérdida de nuestra capacidad para situarnos a nosotros  mismos históricamente. Para los posmodernistas esta pérdida representa  cierta liberación. Raymond Federman, por ejemplo, ensalza en la ficción  venidera el hecho de que “estará en apariencia libre de cualquier  significado… deliberadamente ilógica, irracional, irrealista, no  deductiva e incoherente”.
La fantasía, en ascenso durante décadas, es una forma común del  posmodernismo, que lleva consigo el recordatorio de que lo fantástico  enfrenta a la civilización con las propias fuerzas que ésta debe  reprimir para sobrevivir. Pero es una fantasía que, igualando a la  desconstrucción y a los elevados niveles de cinismo y resignación en la  sociedad, no cree en sí misma hasta el punto de una gran comprensión o  comunicación. Los escritores pm parecen ahogarse en los pliegues del  lenguaje, transmitiendo poca cosa más que su actitud irónica respecto a  las más tradicionales exigencias de verdad y sentido de la literatura.  Quizá sea característica la novela de Laurie Moore, Like Life [Como la  vida] (1990), cuyo título y contenido ponen de manifiesto una retirada  de la vida y una inversión del Sueño Americano, en el que las cosas sólo  pueden ir a peor.
La celebración de la impotencia
El posmodernismo subvierte dos de los principios centrales del humanismo  de la Ilustración: el poder del lenguaje para configurar el mundo y el  poder de la conciencia para dar forma a un yo. De este modo nos  encontramos con el vacío posmodernista, la noción general de que el  anhelo de emancipación y libertad prometidos por los principios  humanistas de la subjetividad no puede ser satisfecho. El pm considera  al yo como una convención lingüística. Como señaló William Burroughs:  “Nuestro ‘yo’ es un concepto completamente ilusorio”.
Resulta obvio que el alabado ideal de la individualidad ha estado bajo  presión durante mucho tiempo. El capitalismo, en realidad, ha hecho una  profesión de fe de la exaltación del individuo mientras lo destruía (a  él y a ella). Y las obras de Marx y Freud han hecho mucho por mostrar  como descaminada e ingenua la creencia en el yo kantiano racional y  soberano a cargo de la realidad, junto a sus intérpretes  estructuralistas más recientes, Althusser y Lacan, que han contribuido a  la empresa y la han actualizado. Pero en esta época la presión es tan  extrema que el término “individuo” se ha vuelto obsoleto, siendo  reemplazado por el de “sujeto”, que incluye siempre el aspecto de estar  sujetado (como, por ejemplo, en el término más antiguo “súbdito del  rey”). Incluso ciertos radicales libertarios, como el grupo  Interrogaciones en Francia, se suman al coro posmodernista para rechazar  al individuo como un juicio de valor, debido a la degradación de la  categoría por la ideología y la historia.
Así, el pm revela que la autonomía ha sido mayormente un mito y que los  acariciados ideales de dominio y voluntad son similarmente engañosos.  Pero si junto con esto se nos prometió un nuevo y serio intento de  desmistificar la autoridad, oculta detrás de las máscaras de una  “libertad” humanista burguesa, lo que en realidad se consiguió fue una  dispersión del sujeto tan radical como para volverlo impotente, incluso  no existente, como cualquier clase de agente. ¿Quién o qué queda para  lograr la liberación, o es ésta una idea fantástica más? La actitud  posmoderna necesita esto: borrar a la persona, en tanto que la  existencia misma de su propia crítica depende de ideas desacreditadas  como la de subjetividad. Fred Dallmayr, al reconocer el extendido  atractivo del antihumanismo contemporáneo, advierte que las primeras  víctimas son la reflexión y el sentido de los valores. Afirmar que somos  en primer lugar instancias del lenguaje significa obviamente  despojarnos de nuestra capacidad para comprender el todo, en una época  que nos convoca urgentemente a hacerlo. No es de extrañar que para  algunos el pm sea igual, en la práctica, a un mero liberalismo sin  sujeto, mientras que las feministas que intentan definir o reclamar una  identidad femenina autónoma serán también, probablemente, disuadidas.
El sujeto posmoderno, lo que presumiblemente ha quedado de la máscara  del sujeto, parece ser sobre todo la personalidad construida por y para  el capital tecnológico, descrita por el teórico de la literatura  marxista Terry Eagleton como “la red dispersa, descentrada, de vínculos  libidinales, vaciada de sustancia ética e interioridad psíquica, la  función efímera de este o aquel acto de consumo, experiencia mediática,  relación sexual o tendencia de la moda”. Si la definición de Eagleton  del no-sujeto actual tal como fue anunciado por el pm es infiel al punto  de vista de éste, resulta difícil encontrar fundamentos para  distanciarse de su acerbo resumen. Con el posmodernismo, incluso la  alienación se disuelve, ¡puesto que ya no hay sujeto para ser alienado!  La fragmentación y la impotencia contemporáneas difícilmente podrían ser  anunciadas más completamente, o la ira existente y el desamor más  plenamente ignorados.
Derrida: desconstrucción y “différance”(6)
Por ahora, es suficiente lo dicho sobre el trasfondo y los rasgos  generales. El planteamiento posmoderno específico más influyente ha sido  el de Jacques Derrida, planteamiento que se conoce desde los años 60  como desconstrucción. En filosofía, el posmodernismo significa sobre  todo los escritos de Derrida, y esta perspectiva, la más temprana y la  más extrema, ha encontrado una resonancia mucho más allá de la  filosofía, en la cultura popular y su entorno.
Ciertamente, el “giro lingüístico” se relaciona con la aparición de  Derrida, lo que hace que David Wood llame desconstrucción al “cambio  absolutamente inevitable de la filosofía actual”, no obstante plantear  una ineludible dificultad como lenguaje escrito. Este lenguaje no es  inocente o neutral, sino que lleva consigo un considerable número de  supuestos que han sido el impulso de su desarrollo, y muestra lo que  Derrida ve como la naturaleza fundamentalmente autocontradictoria del  discurso humano. El Teorema de Incompletitud del matemático Kurt Gödel  afirma que cualquier sistema formal puede ser, o bien consistente o bien  completo, pero no ambas cosas. De una manera bastante parecida, Derrida  declara que el lenguaje se vuelve constantemente contra sí mismo, de  modo tal que, analizado de cerca, nunca decimos lo que queremos decir, o  nunca queremos decir lo que decimos. Pero como los semiólogos antes de  él, también sugiere al mismo tiempo que un método desconstructivo podría  desmitificar los contenidos ideológicos de todos los textos,  interpretando todas las actividades humanas esencialmente como textos.  La contradicción básica y la estrategia de encubrimiento inherente a la  metafísica del lenguaje en su más amplio sentido se podrían poner al  descubierto, de lo que resultaría un tipo de conocimiento más profundo.
Lo que opera contra esta última exigencia, con su promesa política  insinuada permanentemente por Derrida, es precisamente el contenido de  la desconstrucción; ésta considera el lenguaje como una fuerza  independiente en movimiento constante, que no permite una estabilización  del significado o una comunicación precisa, como se ha dicho más  arriba. A este flujo generado internamente, lo llamó “différance”, y  esto es lo que lleva a la idea misma de significado a la destrucción,  junto a la naturaleza autorreferencial del lenguaje, que, como se  observó anteriormente, sostiene que no hay ningún espacio más allá del  lenguaje, ningún “ahí fuera” para el significado que exista de algún  modo. La intención y el sujeto son aplastados, y lo que se revela no son  cualesquiera “verdades internas”, sino una proliferación infinita de  significados posibles generados por la différance, el principio que  caracteriza a la lengua. El significado dentro del lenguaje también se  hace elusivo por la insistencia de Derrida en que éste es metafórico y,  por tanto, no puede transmitir directamente la verdad, una noción tomada  de Nietzsche y que borra la distinción entre filosofía y literatura.  Todas estas intuiciones contribuyen supuestamente a la naturaleza audaz y  subversiva de la desconstrucción, pero también plantean con seguridad  algunas preguntas básicas. Si el significado es impreciso, ¿cómo el  razonamiento y los términos de Derrida no son también imprecisos,  imposibles de fijar? Éste ha replicado a sus críticos, por ejemplo, que  no tienen claro su significado, mientras que su “significado” es que no  puede haber ningún significado definible, claro. Y aunque su entero  proyecto se dirige, en un sentido importante, a subvertir todas las  pretensiones del sistema a cualquier clase de verdad trascendente, eleva  la différance al estatus trascendente de cualquier primer principio  filosófico.
Para Derrida, ha sido la valorización del habla por encima de la  escritura lo que ha llevado al pensamiento occidental a pasar por alto  la ruina que el lenguaje en sí mismo provoca en la filosofía. Al  privilegiar la palabra hablada, se produce un falso sentido de  inmediatez, la noción inválida de que en el habla se presenta la cosa  misma y la representación triunfa. Pero el habla no es más “auténtica”  que la palabra escrita, no es en absoluto inmune al fracaso del lenguaje  para entregarnos exacta o definitivamente los bienes (de la  representación). Es el deseo extraviado de presencia lo que caracteriza a  la metafísica de Occidente, un deseo irreflexivo de éxito de la  representación. Es importante notar que a causa de que Derrida rechaza  la posibilidad de una existencia inmediata, ataca la eficacia de la  representación, pero no la categoría en sí misma. Se burla del juego,  pero igual lo juega. La différance (más tarde, simplemente “différence”)  pasa a ser indiferencia, debido a la inaccesibilidad de la verdad o el  significado, y desemboca absolutamente en el cinismo.
Muy temprano discutió Derrida los pasos falsos de la filosofía en el  área de la presencia, en relación a la búsqueda atormentada de ésta por  Husserl. Luego desarrolló su teoría de la “gramatología”, donde devolvió  a la escritura su propia primacía, en contraste con el sesgo  fonocéntrico de Occidente, o su valorización del habla. Lo hizo, sobre  todo, criticando a aquellas figuras mayores que cometieron el pecado de  fonocentrismo, incluidos Rousseau, Heidegger, Saussure y Levy-Strauss,  lo cual no significa que no reconociera su deuda con los tres últimos.
Como si recordara las implicaciones obvias de su planteamiento  desconstructivo, los escritos de Derrida se alejaron en los años 70 de  las discusiones filosóficas directas precedentes. Glas (1974) [extractos  en castellano, revista Anthropos, Barcelona, suplemento 32, mayo 1992,  trad.de C. de Peretti y L. Ferrero] es una mezcolanza de Hegel y Genet,  en la que la argumentación es reemplazada por la libre asociación y los  malos juegos de palabras. Aunque desconcertante incluso para sus más  fervientes admiradores, Glas está ciertamente en consonancia con el  principio de la ambigüedad inevitable del lenguaje y busca subvertir las  pretensiones del discurso metódico. Spurs (1978) [Espolones. Los  estilos de Nietzsche, trad. de M. Arranz, Valencia, Pre-textos, l98l] es  un extenso estudio sobre Nietzche que finalmente se centra no en lo  publicado por éste, sino en la nota manuscrita en el margen de uno de  sus cuadernos: “He olvidado mi paraguas”. Existen posibilidades  infinitas, y sobre las cuales no se puede tomar decisión alguna, en  cuanto al significado o importancia –si alguna tiene- de este comentario  garabateado. Ésta, por supuesto, es la manera de Derrida de sugerir que  lo mismo se puede decir de todo lo que escribió Nietzsche. El lugar que  ocupa el pensamiento, según la desconstrucción, está claramente  (digamos mejor, oscuramente) al lado de lo relativo, de lo fragmentado,  de lo marginal.
Indudablemente, el significado no es algo que se pueda atribuir, si es  que siquiera existe. Al comentar el Fedro, de Platón, el maestro de la  descomposición llega tan lejos como para afirmar que “como cualquier  otro texto, [éste] no puede ser abarcado, al menos de una manera  virtual, dinámica, lateral, por la totalidad de las palabras que  componen el sistema del lenguaje griego”.
Ligado a esto, tenemos la oposición de Derrida a las oposiciones  binarias, como literal/metafórico, serio/divertido,  profundo/superficial, naturaleza/cultura, ad infinitum. Las considera  como jerarquías conceptuales básicas, pasadas de contrabando  principalmente por el propio lenguaje, el cual crea la ilusión de  nitidez u orientación. Declara además que la obra desconstructiva de  derrocamiento de estos pares, que valorizan a uno de los dos términos  por encima del otro, lleva a un derrocamiento político y social de las  jerarquías reales, no conceptuales. Pero rechazar automáticamente todas  las oposiciones binarias es una propuesta metafísica en sí misma; de  hecho, pasa por alto la política y la historia, más allá del fallo de  ver en los opuestos, con todo lo impreciso que éstos puedan ser, nada  más que una realidad lingüística. En el desmantelamiento de todos los  binarismos, la desconstrucción apunta a “concebir la diferencia sin  oposición”. Lo que en pequeñas dosis podría parecer un intento  saludable, el escepticismo sobre lo nítido, sobre las caracterizaciones  de lo uno/o lo otro, procede a la muy cuestionable prescripción de  rechazar todo lo que sea inequívoco. Decir que no puede haber ninguna  postura de sí o no, es equivalente a la parálisis del relativismo, en el  que la “impotencia” se convierte en la estimada compañera de la  “oposición”.
Quizás el caso de Paul De Man, quien extendió y profundizó las  posiciones desconstructivas seminales de Derrida (y en opinión de  muchos, superándolo), sea instructivo. Poco después de la muerte de De  Man, en 1985, se descubrió que de joven había escrito varios artículos  periodísticos antisemitas y pro-nazis en la Bélgica ocupada. La  categoría de este brillante desconstructor de Yale, y en realidad, para  algunos, el valor filosófico y moral de la desconstrucción misma, fue  puesta en cuestión por la sensacional revelación. De Man, como Derrida,  había subrayado “la duplicidad, la confusión, la falsedad que damos por  supuestas en el uso del lenguaje”. A mi entender, coherente con esto, a  pesar de su descrédito, fue el tortuoso comentario de Derrida sobre el  período colaboracionista de De Man: en resumen, “¿cómo podemos juzgar,  quién tiene derecho a decir?” Un testimonio ruin de la desconstrucción,  considerada hasta cierto punto como una etapa entre los  antiautoritarios.
Derrida anunció que la desconstrucción “instigaba a la subversión de  todo reino”. En realidad, él mismo se ha mantenido dentro del  académicamente seguro reino de la invención de cada vez más ingeniosas  complicaciones textuales, para seguir en actividad y evitar reflexionar  sobre su propia situación política. Uno de los conceptos centrales de  Derrida, la diseminación, describe el lenguaje, bajo el principio de la  diferencia, no tanto como una rica cosecha de significados sino como una  especie de pérdida y derramamiento infinitos, con el significado que  aparece en todas partes y se evapora prácticamente a la vez. Este flujo  del lenguaje, incesante e insatisfactorio, es el paralelo más perfecto  de aquello en que consiste el meollo del crédito al consumo y su  circulación infinita de no-significación. Así, Derrida,  inconscientemente, eterniza y universaliza la vida sometida,  convirtiendo a la comunicación humana en su imagen. El “todo reino” que  deseaba ver subvertido por la desconstrucción ha sido, en su lugar,  extendido y considerado como absoluto.
Derrida representa tanto la muy trillada tradición francesa de la  explicación de textos, como la reacción contra la veneración igualmente  francesa por el lenguaje clasicista cartesiano, con sus ideales de  claridad y equilibrio. La desconstrucción emergió también, en cierta  medida, como parte del elemento original de la cercana revolución de  1968, especialmente la revuelta estudiantil contra la esclerosada  educación superior en Francia. Algunos de sus términos clave (por  ejemplo, diseminación) fueron tomados de las lecturas heideggerianas de  Blanchot, con lo cual no se le pretende negar al pensamiento de Derrida  una significativa originalidad. Presencia y representación se ponen  permanentemente una a otra en tela de juicio, mostrando al sistema  subyacente como infinitamente agrietado, y esto en sí mismo es una  contribución importante.
Desgraciadamente, la transformación de la metafísica en una cuestión de  escritura, en la que los significados se escogen prácticamente a sí  mismos y no pudiéndose demostrar así que un discurso (y por consiguiente  un modo de acción) sea mejor que otro, parece menos que radical. La  desconstrucción es abrazada ahora por los titulares de los departamentos  de inglés, las asociaciones profesionales y otros cuerpos de  importancia porque plantea el tema de la representación tan débilmente.  La desconstrucción de la filosofía de Derrida admite que debe dejar  intacto el propio concepto cuya falta de fundamentos revela. En la  medida en que encuentra insostenible la noción de una realidad  independiente del lenguaje, la desconstrucción no puede prometer la  liberación de la famosa “casa-prisión del lenguaje”. La esencia del  lenguaje y la primacía de lo simbólico no son abordados realmente, pero  se los muestra tan ineludibles como inadecuados son para la  satisfacción. Ninguna salida; como declaró Derrida: “No se trata de  lanzarse a un nuevo orden no represivo (no hay ninguno)”.
La crisis de la representación
Si la contribución de la desconstrucción es una erosión de nuestra  certidumbre en la realidad, ella olvida que la realidad –la publicidad y  la cultura de masas, para mencionar sólo dos ejemplos superficiales- ya  ha consumado esto. Así, el punto de vista esencialmente posmoderno  expresa el movimiento del pensamiento desde la decadencia hasta su  elegía, o fase pos-pensamiento, o como lo sintetizó John Fekete, “la  crisis más profunda del espíritu occidental, la pérdida de vigor más  honda”.
La sobrecarga de representación de hoy sirve para subrayar el  empobrecimiento radical de la vida en la sociedad de clases tecnológica  –la tecnología es privación. La teoría clásica de la representación  sostenía que el significado o verdad antecedía y ordenaba las  representaciones que transmitía. Pero ahora podemos vivir en una cultura  posmoderna donde la imagen ha llegado a ser menos la expresión de algo  individual que el producto de una tecnología consumista anónima. Cada  vez más mediada, la vida en la Era de la Información está controlada  crecientemente por la manipulación de los signos, los símbolos, el  marketing y las encuestas. Nuestra época, dice Derrida, es “una época  sin naturaleza”.
Todas las formulaciones de lo posmoderno concuerdan en percibir una  crisis de la representación. Derrida, como se observó, empezó a  cuestionar la naturaleza misma del proyecto filosófico en cuanto fundado  en la representación, planteando ciertas cuestiones insolubles sobre la  relación entre representación y pensamiento. La desconstrucción socava  las exigencias epistemológicas de la representación, al mostrar que el  lenguaje, por ejemplo, resulta inadecuado para la tarea de la  representación. Pero este socavamiento elude abordar la naturaleza  represiva de su objeto, insistiendo, otra vez, en que la presencia pura,  el espacio más allá de la representación, sólo puede ser un sueño  utópico. No puede haber un contacto no mediado o comunicación, sólo  signos y representaciones; la desconstrucción es una búsqueda de la  presencia y la plenitud interminable y necesariamente pospuesta.
Jacques Lacan, compartiendo la misma resignación que Derrida, por lo  menos muestra algo más en lo que se refiere a la esencia maligna de la  representación. Ampliando a Freud, determinó que el sujeto está  constituido y alienado a la vez por su entrada en el orden simbólico,  especialmente el lenguaje. Mientras rechaza la posibilidad del retorno a  un estado de pre-lenguaje en el que la promesa rota de la presencia se  podría cumplir, al menos puede captar la apoplejía fundamental en que  consiste la sumisión de los libres deseos al mundo simbólico, la  capitulación de la singularidad ante el lenguaje. Lacan llamó indecible  al gozo porque éste sólo puede darse propiamente fuera del lenguaje: esa  felicidad que es el deseo de un mundo sin la fractura del dinero o la  escritura, una sociedad sin representación.
La incapacidad para generar significados simbólicos es, irónicamente en  cierto modo, el problema básico del posmodernismo. Éste culmina su  actitud en la frontera entre lo que puede ser representado y lo que no  puede serlo, una solución a medio camino (en el mejor de los casos) que  se niega a negar la representación. (En lugar de ofrecer aquí argumentos  en favor del punto de vista que considera lo simbólico como represivo y  alienante, remito al lector a los primeros cinco ensayos de mi Elements  of Refusal [Left Bank Books, 1988], que tratan sobre el tiempo, el  lenguaje, el número, el arte y la agricultura como extrañamientos  culturales debidos a la simbolización.) Mientras tanto, un público  alejado y exhausto pierde interés en el presunto solaz de la cultura, y  con la profundización y espesamiento de la mediación surge el  descubrimiento de que quizás éste haya sido siempre el significado de la  cultura. Sin embargo, no es ciertamente insólito hallar que el  posmodernismo no admita que la reflexión está en los orígenes de la  representación, insistiendo en la imposibilidad de una existencia no  mediada.
En respuesta a la añoranza de la totalidad perdida de la  precivilización, el posmodernismo dice que la cultura ha llegado a ser  tan fundamental para la existencia humana que no hay posibilidad de  ahondar debajo de ella. Esto, por supuesto, recuerda a Freud, quien  reconoció la esencia de la civilización como supresión de la libertad y  la totalidad, aunque decidiese que el trabajo y la cultura eran más  importantes. Freud fue lo suficientemente honesto como para admitir la  contradicción o no-reconciliación implícita en la opción a favor de la  naturaleza mutilante de la civilización, mientras que el posmodernismo  no lo es.
Floyd Merrell señala que “una clave, tal vez la principal del  pensamiento de Derrida”, fue su decisión de colocar la cuestión de los  orígenes fuera de discusión. Y así, mientras aludía en toda su obra a  una complicidad entre los supuestos fundamentales del pensamiento de  Occidente y la violencia y la represión que han caracterizado a la  civilización occidental, rechazó, principalmente y de manera muy  influyente, cualquier noción de origen. Después de todo, el pensamiento  causal es uno de los objetos de burla del posmodernismo. La “Naturaleza”  es una ilusión, de manera que ¿qué podría significar “antinatural”? En  lugar del espléndido “Bajo el pavimento está la playa” de los  situacionistas, tenemos el rechazo famoso de Foucault, en Las palabras y  las cosas, a la noción completa de la “hipótesis represiva”. Freud nos  dio la comprensión de la cultura como inhibidora y generadora de  neurosis; el pm nos dice que la cultura es todo lo que podemos tener, y  que sus fundamentos, si es que existen, no son asequibles a nuestro  entendimiento. El posmodernismo es aparentemente lo que nos queda cuando  se completa el proceso de modernización y la naturaleza ha desaparecido  para siempre.
No sólo el pm repite la frase de Beckett en Final de partida, “no hay  más naturaleza”, sino que también rechaza que alguna vez haya habido  algún espacio reconocible fuera del lenguaje y la cultura. La  “naturaleza”, declaró Derrida discutiendo a Rousseau, “nunca ha  existido”. Una vez más, se descarta la alienación; este concepto implica  necesariamente una idea de autenticidad que el posmodernismo considera  ininteligible. En esa línea, Derrida se refirió a “la pérdida de lo que  nunca ha tenido lugar, de una autopresencia que nunca ha sido dada, sino  sólo soñada…” A pesar de las limitaciones del estructuralismo, por otra  parte, el sentimiento de comunión con Rousseau de Levi-Strauss dio  testimonio de su búsqueda de los orígenes. Negándose a dejar de lado la  liberación, ni desde la perspectiva de los comienzos ni desde la de las  metas, Levi-Strauss no dejó de anhelar nunca una sociedad “intacta”, un  mundo no fracturado donde la inmediatez no ha sido rota aún. En este  punto, Derrida, peyorativamente con seguridad, presenta a Rousseau como  un utópico y a Levi-Strauss como un anarquista, advirtiendo contra un  “paso más allá hacia una especie de anarquía original “, que sólo sería  una peligrosa ilusión.
El peligro real consiste en no cuestionar, en el nivel más básico, la  alienación y la dominación que amenazan con derrotar completamente a la  naturaleza, lo que queda de natural en el mundo y en nosotros mismos.  Marcuse comprendió que “el recuerdo de la gratificación está en el  origen de todo pensamiento, y el impulso por recuperar la gratificación  pasada es el motor oculto detrás del proceso del pensar”. La cuestión de  los orígenes abarca también la cuestión total del nacimiento de la  abstracción y, de hecho, de la conceptualidad filosófica como tal, y  Marcuse se acercó, en su búsqueda de lo que tendría que constituir unas  condiciones de la existencia sin represión, a una confrontación con la  propia cultura. Ciertamente nunca escapó completamente de la impresión  “de que algo esencial ha sido olvidado” por la humanidad. Similar es el  breve pronunciamiento de Novalis: “La filosofía es nostalgia”. Por  comparación, Kroker y Cook aciertan indudablemente cuando concluyen que  “la cultura posmoderna es un olvido, el olvido de los orígenes y de los  fines”.
Barthes, Foucault y Lyotard
Volviéndonos hacia otras figuras del postestructuralismo/posmodernismo,  merece ser mencionado ahora Roland Barthes, quien muy pronto a lo largo  de su carrera se convirtió en un pensador estructuralista de primer  orden. Su Grado cero de la escritura expresaba la esperanza de que el  lenguaje pudiera ser empleado de una manera utópica, y que hay códigos  de control en la cultura que se pueden destruir. Sin embargo, a  principios de los años 70, se alineó con Derrida, al considerar el  lenguaje como una ciénaga metafórica, cuya metaforicidad no se admite.  La filosofía se encuentra confundida por su propio lenguaje, y el  lenguaje en general no puede reclamar el dominio de lo que discute. Con  El imperio de los signos (1970), Barthes ya había renunciado a cualquier  intención crítica y analítica. Aparentemente dedicado a Japón, este  libro es presentado “sin la pretensión de describir o analizar ninguna  realidad, sea cual fuere”. Varios fragmentos tratan de formas culturales  tan diversas como el haiku [poema breve japonés] o las tragaperras,  como partes de una especie de paisaje antiutópico en el que dichas  formas no poseen ningún significado y todo es superficie. El Imperio  puede ser calificado como el primer intento completamente posmoderno de  ofrecer, y en la primera mitad de los años 70, la noción de su autor del  placer del texto, encarado de la misma manera que el desdén de Derrida  por la creencia en la validez del discurso público. La escritura se ha  convertido en un fin en sí mismo; la estética meramente personal, en la  consideración dominante. Antes de su muerte en 1980, Barthes había  denunciado explícitamente “cualquier modo intelectual de escritura”, en  especial cualquier cosa que oliese a política. Hacia la época de su  última obra, Barthes por Barthes, el hedonismo de las palabras,  equiparándose a un dandysmo de la vida real, consideraba los conceptos  no desde el punto de vista de su validez o invalidez, sino únicamente en  cuanto a su eficacia como tácticas de la escritura.
En 1985, el sida se llevó a la influencia más ampliamente conocida del  posmodernismo, Michel Foucault. Llamado a veces “el filósofo de la  muerte del hombre” y considerado por muchos como el mayor de los  discípulos modernos de Nietzsche, sus amplios estudios históricos (por  ejemplo, sobre la locura, las practicas penales o la sexualidad), lo  hicieron bien conocido, aparte de que éstos por sí mismos sugieren  diferencias entre Foucault y el relativamente más abstracto y ahistórico  Derrida. Como hemos dicho, el estructuralismo había devaluado con  energía al individuo a partir de fundamentos mayormente lingüísticos, en  tanto que Foucault caracterizaba al “hombre (como) sólo una invención  reciente, una forma que no ha cumplido aún los doscientos años, un  simple pliegue de nuestro conocimiento que pronto desaparecerá”. Su  énfasis está puesto en la explicación del “hombre” como aquello que se  representa y se produce como un objeto, específicamente como una  invención implícita de las modernas ciencias humanas. A pesar de su  estilo personal, las obras de Foucault se hicieron mucho más populares  que las de Horkheimer y Adorno (por ejemplo, la Dialéctica de la  Ilustración) o las de Erving Goffman (7), en la misma línea de descubrir  el programa secreto de la racionalidad burguesa. Foucault señaló que  fueron las tácticas “individualizadoras” puestas en juego por las  instituciones clave a comienzos del siglo XIX (la familia, el trabajo,  la medicina, la psiquiatría, la educación), con sus roles disciplinarios  y normalizadores dentro de la modernidad capitalista emergente, las que  crearon al “individuo” por y para el orden dominante.
Típicamente pm, Foucault rechaza el pensamiento originario y la noción  de que hay una “realidad” detrás o por debajo del discurso prevaleciente  de una época. Además, el sujeto es una ilusión creada esencialmente por  el discurso, un “yo” contituido más allá de los usos lingüísticos  imperantes. Y así, ofrece sus detalladas narraciones históricas,  llamadas “arqueologías” del saber, en lugar de concepciones teóricas,  como si ellas no llevaran consigo ninguna ideología o supuestos  filosóficos. Para Foucault no hay fundamentos de lo social que puedan  ser aprehendidos más allá del contexto de los variados períodos, o  epistemes, como los denomina; los fundamentos cambian de una episteme a  otra. El discurso dominante, que constituye a sus sujetos, aparentemente  se da forma a sí mismo; es éste un planteamiento bastante inútil para  la historia, que resulta sobre todo del hecho de que Foucault no hace  referencia alguna a los grupos sociales, sino que se centra por completo  en sistemas de pensamiento. Otro problema surge de su concepción de que  la episteme de una época no puede ser conocida por aquellos que actúan  dentro de ella. Si la conciencia es precisamente la que, según el propio  Foucault, no logra ser consciente de su relativismo, o saber lo que  podría tener en común con epistemes precedentes, entonces la propia  conciencia elevada y abarcadora de Foucault resulta imposible. Esta  dificultad es reconocida al final de La arqueología del saber (1972),  pero permanece sin respuesta, como un problema inocultable y obvio.
El dilema del posmodernismo es este: ¿cómo es posible afirmar la  categoría y validez de sus enfoques teóricos, si no se admiten ni la  verdad ni los fundamentos del conocimiento? Si eliminamos la posibilidad  de fundamentos o modelos racionales, ¿sobre qué base podemos operar?  ¿Cómo podemos entender qué clase de sociedad es aquella a la que nos  oponemos y, menos aún, llegar a compartir semejante entendimiento? La  insistencia de Foucault en el perpectivismo nietzscheano nos traslada al  pluralismo irreductible de la interpretación. Sin embargo, Foucault  relativizó el conocimiento y la verdad sólo en cuanto estas nociones se  vinculan a sistemas de pensamiento distintos a los suyos. Cuando se lo  presionaba sobre este punto, admitía que era incapaz de justificar  racionalmente sus propias opciones. De tal modo, el liberal Habermas  declara que los pensadores modernos como Foucault, Deleuze o Lyotard son  “neoconservadores”, al no ofrecer ninguna argumentación coherente para  orientarnos en una dirección social antes que en otra. La adopción pm  del relativismo (o “pluralismo”) significa también que no hay nada que  pueda impedir la perspectiva de que una tendencia social reclame el  derecho a imponerse sobre otra, ante la imposibilidad de determinar los  modelos.
El tema del poder, de hecho, fue central para Foucault y los modos en  que lo trató son reveladores. Escribió sobre las instituciones  significativas de la sociedad moderna como unidas por una  intencionalidad de control, un “continuum carcelario” que expresa la  lógica final del capitalismo, de la cual no hay escape. Pero el poder en  sí mismo, determinó, es una red o campo de relaciones donde los sujetos  son constituidos como los productos y los agentes de aquél. Todo  participa así del poder, y de tal forma nada se obtiene intentando  descubrir un poder opresivo, “fundamental”, para luchar en contra de él.  El poder moderno es insidioso y “viene de todas partes”. Como Dios,  está en todos los sitios y en ninguno a la vez.
Foucault no encuentra ninguna playa debajo de los adoquines, ningún  orden “natural” en absoluto. Sólo existe la certeza de regímenes de  poder sucesivos, a cada uno de los cuales se debe resistir de algún  modo. Pero la aversión típicamente pm de Foucault a la entera noción de  sujeto humano hace muy difícil ver de dónde podría provenir esa  resistencia, no obstante su concepción de que no hay resistencia al  poder que no sea una variante del poder mismo. Respecto al último punto,  Foucault alcanzó un callejón sin salida adicional, al considerar la  relación del poder con el conocimiento. Llegó a verlos como inextricable  y ubicuamente ligados, implicándose directamente el uno al otro. Las  dificultades para seguir diciendo algo sustancial a la luz de esta  interrelación hizo que renunciara a la larga a una teoría del poder. El  determinismo implícito significó, en primer lugar, que su compromiso  político se hiciera cada vez más superficial. No resulta difícil  entender por qué el foucaltismo fue enormemente promovido por los  medios, mientras que el situacionismo, por ejemplo, era ignorado.
Castoriadis se refirió una vez a las ideas de Foucault sobre el poder y  la oposición a éste, como “Resistid si eso os divierte, pero sin una  estrategia, porque entonces ya no seréis más proletarios, sino poder”.  El propio activismo de Foucault ha intentado encarnar el sueño empirista  de una teoría -y una ideología- libre de teoría, la del “intelectual  específico” que participa en luchas limitadas, particulares. Esta  táctica considera a la teoría sólo en su uso concreto, como un maletín  de herramientas ad hoc para campañas específicas. Sin embargo, a  despecho de sus buenas intenciones, la circunscripción de la teoría a  una serie de “herramientas” inconexas y perecederas no sólo rechaza una  concepción general explícita de la sociedad, sino que también acepta la  división general del trabajo que está en el corazón de la alienación y  la dominación. El deseo de respetar las diferencias, el saber particular  y demás rechaza la sobrevaluada tendencia totalitaria y reductiva de la  teoría, pero sólo para aceptar la atomización del capitalismo avanzado  con su fragmentación de la vida en las estrechas especialidades que son  el ámbito de tantos expertos. Si “estamos atrapados entre la arrogancia  de analizar el todo y la timidez de inspeccionar sus partes”, como  señalara adecuadamente Rebecca Comay, ¿de qué modo la segunda  alternativa (la de Foucault) representa un avance sobre el reformismo  liberal en general? Esta parece ser una cuestión especialmente  pertinente cuando se recuerda hasta qué punto la empresa total de  Foucault estuvo orientada a desengañarnos de las ilusiones de los  reformadores humanistas a lo largo de la historia. De hecho, el  “intelectual específico” viene a ser un intelectual más experto, un  intelectual más liberal que ataca problemas específicos antes que la  raíz de éstos. Y al contemplar el contenido de su activismo, que se  desarrolló principalmente en el campo de la reforma penal, la  orientación es casi demasiado tibia como para calificarla incluso de  liberal. En los años 80, Foucault “intentó reunir, bajo la égida de su  cátedra del Colegio de Francia, a historiadores, abogados, jueces,  psiquíatras y médicos relacionados con la ley y el castigo”, de acuerdo  con Keith Gandal. A todos los policías. “El trabajo que hice sobre la  relatividad histórica de la forma prisión”, dijo Foucault, “fue una  incitación para tratar de pensar en otras formas de castigo”.  Obviamente, aceptaba la legitimidad de esta sociedad y la del castigo;  no más sorprendente fue su descalificación final de los anarquistas como  seres infantiles por sus esperanzas en el futuro y su fe en las  posibilidades humanas.
Las obras de Jean-François Lyotard [1924-1998] son significativamente  contradictorias unas con otras –algo que en sí mismo es un rasgo pm–,  pero también expresan un tema posmoderno central: que la sociedad no  puede y no debe ser entendida como un todo. Lyotard es el primer ejemplo  del pensamiento antitotalizador hasta el punto de que él mismo ha  resumido el posmodernismo como “incredulidad hacia las metanarraciones” o  concepciones generales. La idea de que es nocivo tanto como imposible  captar el todo, forma parte de una enorme reacción en Francia contra las  influencias del marxismo y del comunismo. Mientras que el principal  objetivo de Lyotard es la tradición marxista, alguna vez muy fuerte en  la política francesa y la vida intelectual, da un paso más y rechaza la  teoría social in toto. Por ejemplo, ha llegado a creer que cualquier  concepto de alienación –la idea de que una unidad originaria, totalidad o  inocencia, está fracturada por la fragmentación y la indiferencia del  capitalismo– desemboca en un totalitarismo que intenta unificar la  sociedad coercitivamente. De un modo característico, su Economía  libidinal, de mitad de los años 80, denuncia la teoría como terror.
Se podría decir que esta reacción extrema sería improbable fuera de una  cultura tan dominada por la izquierda marxista, pero una mirada más  atenta nos señala que ella concuerda perfectamente con la más amplia y  desilusionada condición posmoderna. El rechazo en masa por Lyotard de  los valores de la Ilustración poskantiana incluye, después de todo, la  comprensión de que la crítica racional, al menos en la forma de los  confiados valores de las teorías metanarrativas kantiana, hegeliana y  marxista, ha sido bajada del pedestal por la depresiva realidad  histórica. De acuerdo con Lyotard, la era pm significa que todos los  mitos consoladores de supremacía intelectual y verdad han llegado a su  fin, reemplazados por una pluralidad de “juegos del lenguaje”, la noción  wittgensteiniana de “verdad” en cuanto algo que se comparte y circula  con carácter provisional, sin ninguna clase de garantía epistemológica o  fundamento filosófico. Los juegos del lenguaje son una base tentativa,  limitada y pragmática, para el conocimiento; a diferencia de los  conceptos comprehensivos de la teoría o la interpretación histórica,  dependen del acuerdo de los participantes para su valor-uso. El ideal de  Lyotard es así una multitud de “pequeñas narraciones” en lugar del  “dogmatismo inherente” a las metanarraciones o grandes ideas.  Desgraciadamente, semejante planteamiento pragmático tiene que adaptarse  a las cosas como son, y depende de que se impida el consenso  prácticamente por definición. De tal modo, el enfoque de Lyotard es de  limitado valor para crear una ruptura a partir de las normas cotidianas.  Aunque su saludable escepticismo antiautoritario considera la  totalización como opresiva o coercitiva, lo que pasa por alto es que el  relativismo foucaltiano de los juegos del lenguaje, con su acuerdo  libremente contraído en cuanto al significado, tiende a sostener que  todo tiene la misma validez. Como concluyó Gerard Raulet, el rechazo  resultante a la concepción general obedece realmente a la lógica  existente de la homogeneidad antes que al propósito de ofrecer, de algún  modo, un refugio para la heterogeneidad.
Descubrir que el progreso es sospechoso es, por supuesto, prerrequisito  de cualquier enfoque crítico, pero la búsqueda de la heterogeneidad debe  incluir la conciencia de su desaparición y la investigación de las  razones de por qué desapareció. El pensamiento posmoderno se comporta  por lo general como si ignorara completamente la noticia de que la  división del trabajo y la mercantilización están eliminando las bases de  la heterogeneidad social o cultural. El pm pretende preservar lo que  prácticamente no existe y rechaza el pensamiento más amplio necesario  para habérselas con la empobrecida realidad. En este área es de interés  examinar la relación entre el pm y la tecnología, que resulta ser de  decisiva importancia para Lyotard.
Adorno descubrió que el camino hacia el totalitarismo contemporáneo fue  preparado por el ideal de la Ilustración del triunfo sobre la  naturaleza, también conocido como razón instrumental. Lyotard ve la  fragmentación del conocimiento como esencial para combatir la  dominación, lo cual niega la concepción general necesaria para  comprender que, por el contrario, el aislamiento que es el conocimiento  fragmentado olvida la determinación social y el propósito de este  aislamiento. La celebrada “heterogeneidad” no es mucho más que el efecto  fragmentador de una totalidad dictatorial que él quisiera ignorar. La  crítica nunca ha estado más descartada que en el positivismo posmoderno  de Lyotard, que parece descansar sobre la aceptación de la racionalidad  técnica que desiste de la crítica. De manera nada sorprendente, en la  era de la descomposición del significado y de la renuncia a ver lo que  la totalidad de los meros “datos” quiere decir realmente, Lyotard abraza  la informatización de la sociedad. Un poco a la manera del nietzscheano  Foucault, Lyotard cree que el poder es cada vez más el criterio de la  verdad. Encuentra a su socio en el pragmatista posmoderno Richard Rorty,  quien asimismo da la bienvenida a la tecnología moderna y está  profundamente adherido a los valores hegemónicos de la sociedad  industrial actual.
En 1985, Lyotard montó una espectacular exposición high-tech en el  Centro Pompidou de París, presentando las realidades artificiales y la  obra por ordenador de artistas tales como Myron Krueger. En la  inauguración, su organizador declaró: “Queríamos… señalar que el mundo  no está evolucionando hacia una mayor claridad y simplicidad, sino más  bien hacia un grado de complejidad en el que el individuo se puede  sentir muy abandonado, pero en el que realmente puede llegar a ser más  libre”. Evidentemente, las concepciones generales están permitidas si  coinciden con los planes de nuestros amos para nosotros y para la  naturaleza. Pero el punto más específico yace en la “inmaterialidad”, el  título de la exposición y un término lyotardiano que él asocia con la  erosión de la identidad, la caída de las barreras estables entre el yo y  el mundo producida por nuestra implicación en los laberínticos sistemas  social y tecnológico. No es necesario decir que Lyotard aprueba estas  condiciones, celebrando, por ejemplo, el potencial “pluralizador” de las  nuevas tecnologías de la comunicación –del tipo de las que  desensualizan la vida, aplanan la experiencia y extirpan el mundo  natural. Escribe Lyotard: “Todo el mundo tiene derecho a la ciencia”,  como si poseyera la más mínima comprensión de lo que significa la  ciencia. Preceptúa el “libre acceso público a los bancos de memoria y de  datos”. Una espantosa visión de la liberación, de algún modo resumida  en esto: “Los bancos de datos son la enciclopedia del mañana; son la  ‘naturaleza’ para los hombres y mujeres posmodernos”.
Frank Lentricchia llamó al proyecto desconstruccionista de Derrida “una  elegante e imponente concepción del mundo sólo igualada en la historia  de la filosofía por Hegel”. Es una ironía obvia que los posmodernistas  necesiten una teoría general para apoyar su afirmación en lo tocante a  por qué no puede y no debe haber teorías generales o metanarraciones.  Sartre, los teóricos de la gestalt y el sentido común nos dicen que lo  que el pm descarta como “razón totalizante” es en realidad inherente a  la percepción misma: como norma, vemos un todo, no fragmentos aislados.  Otra ironía la aporta la observación de Charles Altieri sobre Lyotard,  de que “este pensador tan agudamente consciente de los peligros  inherentes a las narraciones dominantes, está, sin embargo,  completamente comprometido con la autoridad de la abstracción  generalizada”. El posmodernismo anuncia un sesgo antigeneralista, pero  sus practicantes, quizás Lyotard especialmente, mantienen un muy elevado  nivel de abstracción al discutir la cultura, la modernidad y otros  temas por el estilo, los cuales ya son, desde luego, vastas  generalizaciones.
“Una humanidad liberada”, escribió Adorno, “no sería de ninguna manera  una totalidad”. No obstante, estamos anclados en el presente a un mundo  que es uno y que nos totaliza hasta el extremo. El posmodernismo, con su  celebrada fragmentación y heterogeneidad, puede elegir olvidarse de la  totalidad, pero la totalidad no se olvida de nosotros.
Deleuze, Guattari y Baudrillard
La “esquizo-política” de Deleuze surge, al menos en parte, del  prevaleciente rechazo pm a una concepción global, a un punto de partida.  Llamado también “nomadología”, y utilizando una “escritura rizomática”,  el método de Deleuze aboga por la desterritorialización y la  descodificación de las estructuras de dominación, mediante los cuales el  capitalismo será desalojado a través de su propia dinámica. Con su  ocasional colega Felix Guattari, con quien comparte (8) una  especialización en psicoanálisis, tiene la esperanza de ver la tendencia  esquizofrénica del sistema intensificada hasta el punto de fractura.  Deleuze parece compartir, o al menos se halla muy cerca de hacerlo, las  absurdas convicciones de Yoshimoto Takai de que el consumo constituye  una nueva forma de resistencia.
Esta ignominia de negar la totalidad por la estrategia radical de  impulsarla a desembarazarse de sí misma, recuerda también el impotente  estilo pm de oponerse a la representación: los significados no penetran  en un centro, no representan nada más allá de su alcance. “Pensamiento  sin representación”, es la descripción que hace Charles Scott del  enfoque de Deleuze. La esquizo-política celebra las superficies y las  discontinuidades; la nomadología es lo opuesto a la historia.
Deleuze incluye asimismo el tema posmoderno de “la muerte del sujeto” en  la bien conocida obra suya y de Guattari, El Antiedipo, y en las que le  siguen. Las “máquinas deseantes”, formadas por el acoplamiento de  partes, humanas y no humanas, sin ninguna distinción entre ellas,  intentan reemplazar a los seres humanos como foco de su teoría social.  En oposición a la ilusión de un sujeto individual en la sociedad,  Deleuze traza el retrato de un sujeto que ya no es más reconociblemente  antropocéntrico. A pesar de su intención supuestamente radical, uno no  puede evitar la sensación de una aceptación de la alienación e incluso  de un regodearse en el extrañamiento y la decadencia.
A principios de los años 70, Jean Baudrillard reveló los fundamentos  burgueses del marxismo, sobre todo su veneración por la producción y el  trabajo, en su Espejo de la producción (1972). Esta contribución aceleró  el declive del marxismo y del Partido Comunista en Francia, ya en  estado de confusión después del papel reaccionario jugado por la  izquierda en los levantamientos de mayo del 68. Desde entonces, sin  embargo, Baudrillard ha llegado a representar las tendencias más oscuras  del posmodernismo y ha emergido, especialmente en los EE.UU., como una  estrella pop para ultrahastiados, famoso por sus desencantados puntos de  vista acerca del mundo contemporáneo. Aparte de la desdichada sintonía  entre la morbosidad casi alucinatoria de Baudrillard y una cultura en  descomposición, también es verdad que éste (junto con Lyotard) ha sido  magnificado a causa del espacio vacío que se esperaba llenase siguiendo  los pasos, en la década de los 80, de pensadores relativamente profundos  como Barthes o Foucault.
La descripción desconstructiva de Derrida de la imposibilidad de un  referente fuera de la representación llega a ser, para Baudrillard, una  metafísica negativa en la que la realidad es transformada por el  capitalismo en simulaciones que no cuentan con ningún respaldo.  Baudrillard cree que la cultura del capital ha llegado, más allá de sus  fisuras y contradicciones, a una posición de autosuficiencia que él  interpreta como una representación casi de ciencia-ficción de la  sociedad totalmente administrada de Adorno. Y no puede haber ninguna  resistencia, ninguna “marcha atrás”, en parte porque la alternativa  sería esa nostalgia por lo natural, por los orígenes, tan obstinadamente  excluida por el posmodernismo.
“Lo real es aquello de lo cual es posible ofrecer una reproducción  equivalente.” La naturaleza ha sido dejada tan atrás que la cultura  determina la materialidad; más específicamente, la simulación mediática  configura la realidad. “El simulacro no es nunca lo que oculta la  verdad… es la verdad la que oculta que no hay nada. La simulación es  verdadera.” La “sociedad del espectáculo” de Debord… pero en un estadio  de implosión del yo, de la acción y de la historia dentro de un vacío de  simulaciones tales que el espectáculo sólo está al servicio de sí  mismo.
Es obvio que en nuestra “Era de la Información” las tecnologías de los  medios electrónicos han llegado ser crecientemente dominantes, pero la  exageración de la negra visión de Baudrillard es igualmente obvia.  Subrayar el poder de las imágenes no debe oscurecer las causas  materiales subyacentes ni los objetivos, a saber, el beneficio y la  expansión. La afirmación de que el poder mediático significa que lo real  ya no existe, está relacionada con su declaración de que el poder “ya  no puede estar fundado en ninguna parte”; y ambas son falsas. Una  retórica embriagante no puede borrar el hecho de que la información  esencial de la Era de la Información tiene que lidiar con las duras  realidades de la eficiencia, la contabilidad, la productividad y otras  cosas por el estilo. La producción no ha sido reemplazada por la  simulación, a menos que se pueda decir que el planeta está siendo  asolado por meras imágenes, lo cual no significa que una aceptación  progresiva de lo artificial no ayude enormemente a la destrucción de lo  que queda de natural.
Baudrillard sostiene que la diferencia entre realidad y representación  se ha derrumbado, arrojándonos a una “hiperrealidad” que es siempre y  solamente un simulacro. Curiosamente, parece no sólo reconocer la  inevitabilidad de este desarrollo, sino también celebrarlo. Lo cultural,  en su sentido más amplio, ha alcanzado una fase cualitativamente nueva  en la cual el propio reino del significado y la significación ha  desaparecido. Vivimos en “la era de los acontecimientos sin  consecuencias”, donde lo “real” sólo sobrevive como categoría formal, y  esto, supone, es bienvenido. “¿Por qué tendríamos que pensar que la  gente desea repudiar su vida cotidiana para buscar una alternativa? Por  el contrario, desean hacer de ello un destino… ratificar la monotonía  mediante una monotonía mayor.” Si debiera haber alguna “resistencia”, su  receta para ello es similar a la de Deleuze, quien pretendía incitar a  la sociedad a convertirse en más esquizofrénica. Es decir, consiste por  completo en aquello que es permitido por el sistema: “Ellos quieren que  consumamos… Muy bien, consumamos cada vez más, y lo que sea; con  cualquier propósito inútil y absurdo”. Ésta es la estrategia radical a  la que llama “hiperconformidad”.
En muchos puntos, uno sólo puede adivinar a qué fenómenos remiten las  hipérboles de Baudrillard, si es que remiten a alguno. El movimiento de  la sociedad de consumo tanto hacia la uniformidad como hacia la  dispersión quizás sea visto fugazmente en algún pasaje… pero, ¡ay!, sólo  cuando la afirmación parece, y demasiado a menudo, infinitamente  ampulosa y ridícula. Este radical mayor de los teóricos posmodernos,  convertido ahora él mismo en un objeto cultural de máxima venta, se ha  referido al “siniestro vacío de todo discurso”, sin tener conciencia  evidentemente de que la frase era una adecuada referencia a sus propias  vacuidades.
El Japón puede no ser calificado de “hiperrealidad”, pero es digno de  mención que su cultura parezca estar incluso más enajenada y ser más  posmoderna que la de los EE.UU. A juicio de Masao Miyoshi, “la  dispersión y muerte de la subjetividad moderna, de la que hablaron  Barthes, Foucault y muchos otros, es manifiesta desde hace tiempo en  Japón, donde los intelectuales se han quejado crónicamente de la  ausencia de individualidad”. Un torrente de información ampliamente  especializada, provista por expertos de todas clases, echa luz sobre el  ethos consumista japonés de alta tecnología, en el que la  indeterminación del significado y una alta valorización de la novedad  incesante se dan la mano. Yoshimoto Takai es tal vez el crítico cultural  nacional más prolífico; en cierto modo no parece tener nada de  extravagante para muchos que también sea modelo de moda maculina, que  ensalza las virtudes y los valores de la compra.
El autor de la extraordinariamente popular Somehow, Crystal (1980),  Yasuo Tanaka, fue cuestionablemente el fenómeno cultural japonés de los  años 80, en los que esta descocada novela consumista, repleta de nombres  de marcas (un poco como American Psycho, 1991, de Bret Easton Ellis),  dominó la década. Pero es el cinismo, incluso más que la  superficialidad, lo que parece marcar ese amanecer total del  posmodernismo en el que aparentemente se encuentra Japón: cómo se podría  explicar, si no, que los análisis más incisivos del pm que se han hecho  allí –Now is the Meta-Mass Age [Ahora es la Era de la Meta-masa], por  ejemplo– estén publicados por la Parco Corporation, la principal empresa  de venta minorista y marketing del país. Shigesatu Itoi es una estrella  de los medios, con su propio programa de televisión, numerosas  publicaciones y una aparición permanente en las revistas. Sucede  simplemente que redactó una serie de spots sobre el estado de las artes  (chillones, fragmentados, etc.) para Seibu, la cadena de grandes  almacenes más grande e innovadora del Japón. Donde el capitalismo existe  en su forma más avanzada, posmoderna, el conocimiento es consumido  exactamente de la misma forma en que uno se compra ropa. El significado  es neutro, irrelevante; el estilo y la apariencia lo son todo.
Estamos llegando rápidamente a un sitio triste y vacío, que el espíritu  del posmodernismo encarna demasiado bien. “Nunca en ninguna civilización  anterior la gran preocupación metafísica, las preguntas fundamentales  por el ser y el significado de la vida han parecido tan completamente  remotas e inútiles”, según Frederic Jameson. Peter Sloterdijk encuentra  que “el malestar en la cultura ha asumido una nueva cualidad: aparece  como un cinismo difuso y universal”. La erosión del significado,  impulsada por una reificación y una fragmentación intensificadas, hace  que el cínico aparezca por todos lados. Psicológicamente un “melancólico  fronterizo”, ahora es “una figura de masas”.
La capitulación posmoderna ante el perspectivismo y la decadencia no  tiende a ver el presente como alienado –seguramente un concepto pasado  de moda–, sino más bien como normal y hasta placentero. Robert  Rauschenberg: “Me siento realmente apenado por las personas que piensan  que cosas como las jaboneras, los espejos o las botellas de Coca-cola  son feas, porque están rodeadas de cosas como ésas todo el día, y esto  debe hacerlos desgraciados”. No es sólo ese “todo es cultura”, la  cultura de la mercancía, lo que es ofensivo; también lo es la definición  pm de lo que es por su negativa a formular distinciones cualitativas y  juicios. Si el posmoderno nos hiciera al menos el favor,  inconscientemente, de registrar la descomposición e incluso la  depravación de un mundo cultural que acompaña y apoya el terrorífico  empobrecimiento actual de la vida, esa podría ser su única  “contribución”.
Todos somos conscientes de las posibilidades que podemos tener de  tolerar, hasta su autodestrucción y la nuestra, un mundo fatalmente  fuera de foco. “Obviamente, la cultura no se disuelve simplemente porque  las personas estén alienadas”, escribió John Murphy, y añadió: “Hay que  inventar un extraño tipo de sociedad, sin embargo, para que la  alienación sea considerada la norma”.
Mientras tanto, ¿dónde hay vitalidad, denegación, la posibilidad de  crear un mundo no-mutilado? Barthes proclamaba un nietzscheano  “hedonismo del discurso”; Lyotard aconsejaba: “Seamos paganos”.  ¡Semejantes bárbaros salvajes! Por supuesto, su asunto real es vago y  carente de energía, una esterilidad académica completamente  relativizada. El posmodernismo nos deja desesperanzados en un corredor  interminable; sin una crítica viva; en ninguna parte.
Notas del traductor
1 Grupo musical
2 Serie de TV.
3 Tienda de informática.
4 Grupo musical.
5 En inglés, subject es “sujeto” (en su doble acepción de individuo y de sujeto del conocimiento) y también “súbdito”.
6 “Différance” proviene del verbo francés différer, que significa al  mismo tiempo “posponer” y “ser diferente de”. Es un neologismo de  Derrida. En francés, diferencia es “différence”.
7 Erving Goffman (1922-1982), sociólogo y antropólogo canadiense, autor,  entre otras obras, de Forms of Talk, Gender Advertisements,  Presentation of Self in Everyday Life y Asylums: Essays on the Social  Situation of Mental Patients and Other Inmates.
8 Deleuze (1925) murió en 1995.
John Zerzan
Título original: “The Catastrophe of Postmodernism”
Traducción: Round Desk
 
 
 
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