sábado, 18 de junio de 2011

Transeconómico. (Jean Baudrillard)

Lo interesante del crac de Wall Street en 1987 es la incertidumbre respecto a la catástrofe. ¿Hubo, habrá, una auténtica catástrofe? Respuesta: no habrá catástrofe real porque vivimos bajo el signo de la catástrofe virtual.
Lo que ha, aparecido en esta ocasión de una manera deslumbrante es la distorsión entre la economía ficticia y la economía real, y esta distorsión es la que nos protege de una catástrofe real de las economías productivas.

¿Es un bien, es un mal? Es lo mismo que la distorsión entre la guerra orbital y las guerras territoriales. Estas últimas prosiguen en todas partes, pero la guerra nuclear, en cambio, no estalla. Si no hubiera una desconexión entre las dos, hace tiempo que se habría producido el clash atómico. Estamos dominados por bombas, y catástrofes virtuales que no estallan: el crac bursatil y financiero internacional, el clash atómico, la bomba de la deuda del Tercer Mundo, la bomba demográfica. Evidentemente, puede decirse que todo eso estallará incluctablemente un día, de la misma manera que se ha vaticinado, para los próximos cincuenta años, el deslizamiento sísmico de California en el Pacífico. Pero los hechos están ahí: nos hallamos en una situación en la que eso no estalla. La única realidad es esta desenfrenada ronda orbital de los capitales que, cuando se desmorona, no provoca un desequilibrio sustancial en las economías reales (al contrario que la crisis de 1929, cuando la desconexión de las dos economías estaba lejos de haber avanzado tanto). Sin duda, porque la esfera de los capitales flotantes y especulativos ha adquirido tal autonomía que ni siquiera sus convulsiones dejan huella.

Sin embargo, donde dejan una huella mortal es en la propia teoría económica, totalmente desarmada ante el estallido de su objeto. No menos desarmados están los teóricos de la guerra. Tampoco ahí estalla la Bomba, es la propia guerra la que se fragmenta en una guerra total y virtual, orbital, y múltiples guerras reales en el suelo. Las dos no tienen las mismas dimensiones, ni las mismas reglas, como tampoco las tienen la economía virtual y la economía real. Tenemos que habituarnos a esta partición, a un mundo dominado por esta distorsión. Claro que hubo una crisis en 1929, y la explosión de Hiroshima, y por tanto un momento de verdad del crac y del clash, pero ni el capital ha ido de crisis en crisis cada vez más graves (como pretendía Marx), ni la guerra ha ido de clash en clash. El acontecimiento se ha producido una sola vez, y basta. El resto es otra cosa: la hiperrealización del gran capital financiero, la hiperrealización de los medios de destrucción, ambas orbitalizadas por encima de nuestras cabezas en unos vectores que se nos escapan, pero que al mismo tiempo escapan a la propia realidad: hiperrealizada la guerra, hiperrealizada la moneda, ambas circulan en un espacio inaccesible, pero que al mismo tiempo deja al mundo tal cual es. Al fin y al cabo, las economías siguen produciendo, cuando la menor consecuencia lógica de las fluctuaciones de la economía ficticia tendría que haber bastado para aniquilarlas (no olvidemos que el volumen de los intercambios comerciales es hoy cuarenta y cinco veces menos importantes que el del movimiento de capitales una solución orbital, pero no perdamos la esperanza). Tal cual son, se exorcizan en su exceso, en su misma hiperrealidad, y dejan el mundo en cierto modo intacto, liberado de su doble.

Segalen decía que a partir del momento en que se ha sabido realmente que la Tierra es una esfera, el viaje ha dejado de existir, puesto que alejarse de un punto en una esfera ya es comenzar a acercarse a él. En una esfera, la linealidad adopta una curva extraña, la de la monotonía. A partir del momento en que los astronautas han comenzado a girar alrededor de la Tierra, todos hemos comenzado a girar secretamente alrededor de nosotros mismos. La era orbital ha comenzado, y de ello forma parte el espacio pero también, en primerísimo lugar, la televisión, y muchas cosas más, entre ellas la ronda de las moléculas y las espirales del ADN en el secreto de nuestras células. Con la órbita de los primeros vuelos espaciales ha terminado la mundialización, pero el mismo progreso se ha vuelto circular, y el universo de los hombres se ha circunscripto a una vasta máquina orbital. Como dice Segalen, comienza el «turismo». El perpetuo turismo de personas que ya no viajan, propiamente hablando, sino que giran en redondo en su territorio cercado. Ha muerto el exotismo.

Pero la proposición de Segalen adquiere un sentido más amplio. No es solamente el viaje, es decir, el imaginario de la Tierra, la física y la metafísica del adelantamiento, del descubrimiento, lo que dejó de existir en favor de la mera circulación; es todo lo que tendía al adelantamiento, a la trascendencia, a la infinidad, que se dobla sutilmente para ponerse en órbita; el saber, las técnicas, el conocimiento, al dejar de tener un proyecto trascendente, comienzan a tejer una órbita perpetua. Así, la información es orbital: es un saber que ya no volverá a superarse a sí mismo, que no se trascenderá ni se reflejará más al infinito pero que tampoco toca tierra jamás, que no tiene ancla ni referentes auténticos. Circula, gira, realiza sus revoluciones, a veces perfectamente inútiles (pero precisamente ya no se puede plantear la cuestión de la utilidad), y aumenta a cada espiral o a cada revolución. La televisión es una imagen que ya no sueña, que ya no imagina, pero que tampoco tiene nada que ver con lo real. Es un circuito orbital. La bomba nuclear, esté o no satelizada, también es orbital: ya no cesará de obsesionar a la Tierra con su trayectoria, pero tampoco está hecha para tocar suelo. Ya no es una bomba acabada, ni que encontrará su fin (por lo menos así se espera); está ahí, en órbita, y basta para el terror, o por lo menos para la disuasión. Ni siquiera hace pensar en el terror, la destrución es inimaginable, simplemente está ahí, en órbita, en suspenso, y en recurrencia indefinida. Podemos decir lo mismo de los eurodólares y de las masas de divisas flotantes… Todo se sateliza, podría decirse incluso que nuestro propio cerebro ya no está en nosotros, sino que flota alrededor de nosotros en las innumerables ramificaciones hertzianas de las ondas y los circuitos.

No es ciencia ficción, es simplemente la generalización de la teoría de McLuhan sobre las «extensiones del hombre». La totalidad del ser humano, su cuerpo biológico, mental, muscular, cerebral, flota en torno a nosotros bajo forma de prótesis mecánicas o informáticas. Sólo que por parte de McLuhan todo esto ha sido pensado como una expansión positiva, como la universalización del hombre a través de sus extensiones mediáticas. Es un punto de vista optimista. En realidad, en lugar de gravitar a su alrededor en orden concéntrico, todas las funciones del cuerpo del hombre se han satelizado a su alrededor en orden excéntrico. Se han puesto en órbita por sí mismas, y de golpe, en relación a esta extroversión orbital de sus propias funciones, de sus propias tecnologías; el hombre es quien se descubre en estado de exorbitación y de excentricidad. En relación a los satélites que ha creado y puesto en órbita, es el hombre con su planeta Tierra, con su territorio, con su cuerpo, quien actualmente se ha satelizado. De trascendente ha pasado a exorbitante.

Sólo existe el cuerpo del hombre cuyas funciones, satelizándose, le satelizan. Son todas las funciones de nuestras sociedades, especialmente las funciones superiores, las que se desprenden y pasan a órbita. La guerra, los intercambios financieros, la tecnoesfera, las comunicaciones se satelizan en un espacio inaccesible, dejando abandonado al resto. Todo lo que no accede a la potencia orbital es entregado al abandono, ahora sin apelación posible, ya que no hay recurso en una trascendencia cualquiera.

Estamos en la era de ingravidez. Nuestro modelo es este nicho espacial cuya energía cinética anula la de la Tierra. La energía centrífuga de las múltiples tecnologías nos alivia de cualquier gravedad y nos transfigura en una inútil libertad de movimientos. Libres de toda densidad y de toda gravedad, nos vemos arrastrados en un movimiento orbital que amenaza con ser perpetuo.

Ya no estamos en el crecimiento, estamos en la excrecencia. Estamos en la sociedad de la proliferación, de lo que sigue creciendo sin poder ser medido por sus propios fines. Lo excrecente es lo que se desarrolla de una manera incontrolable, sin respeto a su propia definición, es aquello cuyos efectos se multiplican con la desaparición de las causas. Es lo que lleva a un prodigioso atasco de los sistemas, a un desarreglo por hipertelia, por exceso de funcionalidad, por saturación. Sólo es comparable al proceso de las metástasis cancerosas: la pérdida de la regla del juego orgánico de un cuerpo posibilita que un conjunto de células pueda manifestar su vitalidad incoercible y asesina, desobedecer las propias órdenes genéticas y proliferar infinitamente.

Esto ya no es un proceso crítico: la crisis siempre depende de la causalidad, del desequilibrio entre las causas y los efectos, y encuentra o no su solución en un reajuste de las causas, mientras que en lo que nos concierne, son las causas las que se borran y se vuelven ilegibles, dejando su sitio a una intensificación de los procesos en el vacío.

Mientras en un sistema exista disfunción, desobediencia a unas leyes conocidas de funcionamiento, existe perspectiva de solución por superación. Lo que ya no depende de la crisis, sino de la catástrofe, sobreviene cuando el sistema se ha superado a sí mismo, ha dejado atrás sus propios fines y, por consiguiente, ya no se le puede buscar ningún remedio. La carencia jamás es dramática, lo fatal es la saturación: crea al mismo tiempo una situación de tetanización y de inercia.

Lo sorprendente es la obesidad de todos los sistemas actuales, la «gordura diabólica», como dice Susan Sontag, del cáncer, de nuestros dispositivos de información, de comunicación, de memoria, de almacenamiento, de producción y de destrucción, tan pletóricos que se sabe de antemano que no pueden ser utilizados. No somos nosotros quienes hemos terminado con el valor de uso, es el propio sistema el que lo ha liquidado con la superproducción. Se han producido y acumulado tantas cosas que ya no tendrán jamás ocasión de servir (cosa muy afortunada en el caso de las armas nucleares). Se han producido y difundido tantos mensajes y señales que ya no tendrán jamás ocasión de ser leídos. ¡Afortunadamente para nosotros! Pues con la ínfima parte de lo que absorbemos ya estamos en estado de electrocución permanente.

Existe una náusea especial en esta prodigiosa inutilidad. La náusea de un mundo que prolifera, que se hipertrofia y que no llega a parir. Tantas memorias, tantos archivos, tantas documentaciones que no llegan a parir una idea, tantos planes, tantos programas, tantas decisiones que no llegan a parir un acontecimiento, ¡tantas armas sofisticadas que no llegan a parir una guerra!

Esta saturación supera el excedente de que hablaba Bataille, que todas las sociedades han sabido siempre destruir con unos efectos de gasto inútil y suntuario. Ya no podemos gastar toda esta acumulación; sólo disponemos de una descompensación lenta o brutal en la que cada factor de aceleración actúa como factor de inercia, nos acerca al punto de inercia. Lo que denominamos crisis es el presentimiento de este punto de inercia.

Este doble proceso de tetanización y de inercia, de aceleración en el vacío, de inflación de la producción en la ausencia de apuesta y de finalidades sociales, refleja el doble aspecto que se ha convenido atribuir a la crisis: inflación y paro.

La inflación y el paro tradicionales son variables integradas en la ecuación del crecimiento. No existe en absoluto crisis a ese nivel; son procesos anómicos, y la anomia es la sombra de la solidaridad orgánica. Lo inquietante es la anomalía. La anomalía no es un síntoma claro, es un signo extraño de desfallecimiento, de infracción a una secreta regla de juego, o que por lo menos no conocemos. Se trata tal vez de un exceso de finalidad, no lo sabemos. Algo se nos escapa, nosotros nos escapamos en un proceso de no-retorno; hemos dejado atrás cierto punto de reversibilidad, de contradicción en las cosas y hemos entrado vivos en un universo de no-contradicción, de desbocamiento, de éxtasis, de estupefacción ante procesos irreversibles y que, sin embargo, carecen de sentido.

Hay algo mucho más anonadante que la inflación. Es la masa de divisas flotantes que rodea la Tierra en su ronda orbital. El único satélite artificial auténtico, la moneda, convertida en artefacto puro, de una movilidad sideral, de una convertibilidad instantánea, y que finalmente ha encontrado su verdadero sitio, más extraordinario que el Stock Exchange: la órbita en la que sale y se pone como un sol artificial.

También el paro ha cambiado de sentido. Ya no es una estrategia del capital (el ejército de reserva), ya no es un factor crítico en el juego de las relaciones sociales -si no, habiendo sido superada desde hace mucho tiempo la cota de alerta, habría debido dar lugar a unas conmociones increíbles-. ¿Qué es actualmente? También una especie de satélite artificial, un satélite de inercia, una masa, cargada de electricidad ni siquiera negativa, de electricidad estática, una fracción cada vez mayor de la sociedad que se congela. Detrás de la aceleración de los circuitos y de los intercambios, detrás de la exasperación del movimiento, algo en nosotros, en cada uno de nosotros, se detiene hasta desaparecer de la circulación. Y la sociedad entera comienza a gravitar alrededor de este punto de inercia. Es como si los polos de nuestro mundo se acercaran, y este cortocircuito produjera al mismo tiempo unos efectos exuberantes y una extenuación de las energías potenciales. Ya no se trata de una crisis, sino de un acontecimiento fatal, de una catástrofe al ralentí.

En dicho sentido, el regreso triunfal de la economía al orden del día no es la paradoja menor. ¿Se puede seguir hablando de «economía»? Esta actualidad deslumbrante ya no tiene el mismo sentido que en el análisis clásico o marxista, pues su motor ya no es la infraestructura de la producción material, ni la superestructura, sino la desestructuración del valor, la desestabilización de los mercados y las economías reales, el triunfo de una economía liberada de las ideologías, las ciencias sociales, y la historia, de una economía liberada de la Economía y entregada a la especulación pura, de una economía virtual liberada de las economías reales (no realmente, claro está: virtualmente, pero justo ahora no es la realidad sino la virtualidad la que posee el poder), de una economía viral que coincide ahí con todos los restantes procesos virales. Es como un espacio de efectos especiales, de acontecimientos imprevisibles, de juego irracional que se convierte en el teatro ejemplar de la actualidad.

Soñamos, junto con Marx, con el final de la Economía Política, la extinción de las clases y la transparencia de lo social, de acuerdo con la lógica ineluctable de la crisis del Capital. Hemos soñado después con la denegación de los mismos postulados de la Economía y de la crítica marxista al mismo tiempo, alternativa que niega cualquier primacía de lo económico o de lo político -la economía simplemente abolida como epifenómeno, vencida por su propio simulacro y por una lógica superior.

Actualmente, ni siquiera podemos soñarlo: la Economía Política fenece bajo nuestros ojos, convirtiéndose por sí misma en una transeconomía de la especulación, que se ríe de su propia lógica (la ley del valor, las leyes del mercado, la producción, la plusvalía, la lógica clásica del capital) y que, por consiguiente, ya no tiene nada de económico ni de político. Un puro juego de reglas flotantes y arbitrarias, un juego de catástrofe.

Así pues, la Economía Política habrá terminado, pero en absoluto como se esperaba. Exacerbándose hasta la parodia. La especulación ya no es la plusvalía, es el éxtasis del valor, sin referencia a la producción ni a sus condiciones reales. Es la forma pura y vacía, la forma expurgada del valor, que ya sólo interpreta su propia revolución (su propia circulación orbital). Ha sido desestabilizándose a sí misma, monstruosamente, irónicamente en cierto modo, cómo la Economía Política ha puesto fin a cualquier alternativa. ¿Qué podemos oponer a semejante inflación que recupera a su manera la energía del poker, del potlach, de la parte maldita, que constituye en cierto modo la fase estética y delirante de la Economía Política? Este final inesperado, esta transición de fase, esta curva deformada es, en el fondo, más original que todas nuestras utopías políticas.

Texto extraído del libro “La transparencia del mal” (Ensayo sobre los fenómenos extremos), Jean Baudrillard, Págs. 32/42; editorial Anagrama, Barcelona, España, febrero 1991.

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