Todos somos transexuales. De la misma manera que somos potenciales mutantes biológicos, somos transexuales en potencia. Y ya no se trata de una cuestión biológica. Todos somos simbólicamente transexuales.
Cicciolina, por ejemplo. ¿Existe una encarnación más maravillosa del sexo, de la inocencia pornográfica del sexo? Ha sido enfrentada a Madonna, virgen fruto del aerobic y de una estética glacial, desprovista de cualquier encanto y de cualquier sensualidad, androide musculado del que, precisamente por ello, se ha podido hacer un ídolo de síntesis. Pero ¿acaso Cicciolina no es también transexual? La larga cabellera platino, los senos sospechosamente torneados, las formas ideales de una muñeca inflable, el erotismo liofilizado de cómic o de ciencia ficción y, sobre todo, la exageración del discurso sexual (jamás perverso, jamás libertino), transgresión total llaves en mano; la mujer ideal de los teléfonos rosa, más una ideología erótica carnívora que ninguna mujer asumiría actualmente -a no ser precisamente una transexual, un travestido: sólo ellos, como es sabido, viven unos signos exagerados, unos signos carnívoros de la sexualidad. El ectoplasma carnal que es Cicciolina coincide aquí con la nitroglicerina artificial de Madonna, o con el encanto andrógino y frankensteiniano de Michael Jackson. Todos ellos son mutantes, travestis, seres genéticamente barrocos cuyo look erótico oculta la indeterminación genérica. Todos son «gender-benders», tránsfugas del sexo.
Michael Jackson, por ejemplo. Michael Jackson es un mutante solitario, precursor de un mestizaje perfecto en tanto que universal, la nueva raza de después de las razas. Los niños actuales no tienen bloqueo respecto a una sociedad mestiza: es su universo y Michael Jackson prefigura lo que ellos imaginan como un futuro ideal. A lo que hay que añadir que Michael Jackson se ha hecho rehacer la cara, desrizar el pelo, aclarar la piel, en suma, se ha construido minuciosamente: es lo que le convierte en una criatura inocente y pura, en el andrógino artificial de la fábula, que, mejor que Cristo, puede reinar sobre el mundo y reconciliarlo porque es mejor que un niño-dios: un niño-prótesis, un embrión de todas las formas soñadas de mutación que nos liberarían de la raza y del sexo.
Se podría hablar también de los travestis de la estética, de los que Andy Warhol sería la figura emblemática. Al igual que Michael Jackson, Andy Warhol es un mutante solitario, precursor de un mestizaje perfecto y universal del arte, de una nueva estética para después de todas las estéticas. Al igual que Jackson, es un personaje completamente artificial, también él inocente y puro, un andrógino de la nueva generación, una especie de prótesis mística y de máquina artificial que, por su perfección, nos libera tanto del sexo como de la estética. Cuando Warhol dice: todas las obras son bellas, sólo tengo que elegir, todas las obras contemporáneas son equivalentes; o cuando dice: el arte está en todas partes, así que no existe, todo el mundo es genial, el mundo tal cual es, en su misma banalidad, es genial, nadie puede creerlo. Pero ahí describe la configuración de la estética moderna, que es de un agnosticismo radical.
Todos somos agnósticos, o travestis del arte o del sexo. Ya no tenemos convicción estética ni sexual, sino que las profesamos todas.
El mito de la liberación sexual permanece vivo en la realidad bajo muchas formas, pero en lo imaginario domina el mito transexual, con sus variantes andróginas y hermafroditas. Después de la orgía, el travestido. Después del deseo, la expansión de todos los simulacros eróticos, embarullados, y el kitsch transexual en toda su gloria. Pornografía postmoderna si se quiere, en la que la sexualidad se pierde en el exceso teatral de su ambigüedad. Las cosas han cambiado mucho desde que sexo y política formaban parte del mismo proyecto subversivo: si Cicciolina puede ser elegida actualmente diputada en el Parlamento italiano, es precisamente porque lo transexual y la transpolítica coinciden en la misma indiferencia irónica. Esta performance, inimaginable hace sólo unos pocos anos, habla en favor del hecho de que no sólo la cultura sexual sino toda la cultura política ha pasado al lado del travestido.
Esta estrategia de exorcismo del cuerpo por los signos del sexo, de exorcismo del deseo por la exageración de su puesta en escena, es mucho más eficaz que la tradicional represión por la prohibición. Pero al contrario de la otra, ya no se acaba de ver a quien beneficia, pues todo el mundo la sufre indiscriminadamente. Este régimen del travestido se ha vuelto la base misma de nuestros comportamientos, incluso en nuestra búsqueda de identidad y de diferencia. Ya no tenemos tiempo de buscarnos una identidad en los archivos, en una memoria, ni en un proyecto o un futuro. Necesitamos una memoria instantánea, una conexión inmediata, una especie de- identidad publicitaria que pueda comprobarse al momento. Así, lo que hoy se busca ya no es tanto la salud, que es un estado de equilibrio orgánico, como una expansión efímera, higiénica y publicitaria del cuerpo -mucho más una performance que un estado ideal-. En términos de moda y de apariencias, lo que se busca ya no es tanto la belleza o la seducción como el look.
Cada cual busca su look. Como ya no es posible definirse por la propia existencia, sólo queda por hacer un acto de apariencia sin preocuparse por ser, ni siquiera por ser visto. Ya no: existo, estoy aquí; sino: soy visible, soy imagen - ¡look, look! -. Ni siquiera es narcisismo sino una extroversión sin profundidad, una especie de ingenuidad publicitaria en la que cada cual se convierte en empresario de su propia apariencia.
El look es una especie de imagen mínima, de menor definición, como la imagen vídeo, de imagen táctil, como diría McLuhan, que ni siquiera provoca la mirada o la admiración, como sigue haciendo la moda, sino un puro efecto especial, sin significación concreta. El look ya no es la moda, es una forma superada de la moda. Ni siquiera se basa en una lógica de la distinción, ya no es un juego de diferencias, juega a la diferencia sin creer en ella. Es la indiferencia. Ser uno mismo se ha vuelto una hazaña efímera, sin mañana, un amaneramiento desencantado en un mundo sin modales…
Retrospectivamente, este triunfo del transexual y del travestido arroja una extraña luz sobre la liberación sexual de las generaciones anteriores. Dicha liberación, lejos de ser, de acuerdo con su propio discurso, la irrupción de un valor erótico máximo del cuerpo, con asunción privilegiada de lo femenino y del goce, sólo habrá sido quizá una fase intermedia en el camino de la confusión de los géneros. La revolución sexual quizá sólo habrá sido una etapa en el camino de la transexualidad. En el fondo, es el destino problemático de toda revolución.
La revolución cibernética conduce al hombre, ante la equivalencia del cerebro y del computer, a la pregunta crucial: «¿Soy un hombre o una máquina?» La revolución genética que está en curso lleva a la cuestión: «¿Soy un hombre o un clon virtual?» La revolución sexual, al liberar todas las virtualidades del deseo, lleva al interrogante fundamental: «¿Soy un hombre o una mujer?» (por lo menos, el psicoanálisis habrá contribuido a este principio de incertidumbre sexual). En cuanto a la revolución política y social, prototipo de todas las demás, habrá conducido al hombre, dándole el uso de su libertad y de su voluntad propia, a preguntarse, según una lógica implacable, dónde está su voluntad propia, qué quiere en el fondo y qué tiene derecho a esperar de sí mismo -problema insoluble-. Ahí está el resultado paradójico de cualquier revolución: con ella comienzan la indeterminación, la angustia y la confusión. Una vez pasada la orgía, la liberación habrá dejado a todo el mundo en busca de su identidad genérica y sexual, cada vez con menos respuestas posibles, dada la circulación de los signos y la multiplicidad de los placeres. Así es como todos nos hemos convertido en transexuales. De la misma manera que nos hemos convertido en transpolíticos, es decir, seres políticamente indiferentes e indiferenciados, andróginos y hermafroditas, hemos asumido, digerido y rechazado las ideologías más contradictorias llevando únicamente una máscara, y transformándonos en nuestra mente, sin saberlo quizá, en travestis de la política.
Texto extraído del libro “La transparencia del mal” (Ensayo sobre los fenómenos extremos), Jean Baudrillard, Págs. 26/31; editorial Anagrama, Barcelona, España, febrero 1991.
Selección y destacados: Sergio Rocchietti.
Adoro las transex
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