domingo, 19 de junio de 2011

Tres novelas cortas, o “¿Qué ha pasado?”. (Gilles Deleuze y Félix Guattari)

1874 :: Tres novelas cortas, o “¿Qué ha pasado?”*

No es difícil determinar la esencia de la novela corta como género literario: estamos ante una novela corta cuando todo está organizado en torno a la pregunta “¿Qué ha pasado? ¿Qué ha podido pasar?”. El cuento es lo contrario de la novela corta, puesto que mantiene en suspenso al lector con una pregunta muy distinta: “¿Qué va a pasar?”. Siempre va a suceder, a pasar algo. En cambio, en la novela, siempre pasa algo, aunque la novela integra en la variación de su eterno presente viviente (duración) elementos de la novela corta y del cuento. La novela policial es a este respecto un género especialmente híbrido, puesto que, habitualmente, ha sucedido algo = x del orden de un asesinato o de un robo, pero eso que ha sucedido va a ser descubierto en el presente determinado por el policía-modelo. No obstante, sería toda una equivocación reducir esos diferentes aspectos a las tres dimensiones del tiempo. Algo ha pasado, o algo va a pasar, pueden designar perfectamente un pasado tan inmediato, un futuro tan próximo, que se confunden (diría Husserl) con las retenciones y las protenciones del propio presente. Aun así, su distinción sigue siendo legítima, en nombre de los diferentes movimientos que animan el presente, que son contemporáneos del presente, uno moviéndose con él, otro relegándolo ya al pasado desde el momento en que es presente (novela corta), y otro arrastrándolo hacia el futuro al mismo tiempo (cuento). Por fortuna, disponemos de un mismo tema tratado por dos escritores distintos, uno de cuentos y otro de novelas cortas: el caso de dos amantes, uno de los cuales muere repentinamente en la habitación del otro. En el cuento de Maupassant, Un ardid, todo está orientado hacia las preguntas: “¿Qué va a pasar? ¿Cómo va a salir airoso de esa situación el superviviente? ¿Qué va a poder inventar un tercero-salvador, en este caso un médico?”. En la novela corta de Barbey d´Aurevilly, La cortina carmesí, todo está orientado hacia la pregunta: “algo ha pasado, pero ¿qué exactamente?”. Y no sólo porque no se sepa verdaderamente de qué acaba de morir la fría jkovencita, sino porque nunca se sabrá la razón por la que se ha entregado al joven oficial, ni tampoco cómo un tercero-salvador, en este caso el coronel del regimiento, ha podido después arreglar las cosas . Que nadie piense que es más fácil dejarlo todo sin aclarar: que haya pasado algo, e incluso varias cosas sucesivas, que nunca se sabrá, no exige menos minuciosidad y precisión que el otro caso, en el que el autor debe inventar detalladamente todo lo que hay que saber. Nunca se sabrá lo que acaba de pasar, siempre se sabrá lo que va a pasar, esas son las dos incertidumbres en las que se encontrará el lector frente a la novela corta y el cuento, y que son las dos maneras en las que se divide en cada instante el presente viviente. En la novela corta nadie espera que pase algo, sino que ese algo ya haya pasado. La novela corta es una última noticia, mientras que el cuento es un primer relato. La “presencia” del cuentista y la del escritor de novelas cortas son completamente distintas (distinta también es la presencia del novelista). No invoquemos, pues, demasiado, las dimensiones del tiempo: la novela corta tiene tan poco que ver con una memoria del pasado, o con un acto de reflexión, sino que juega, por el contrario, con un olvido fundamental. Se desarrolla en el ámbito de “lo que ha pasado”, pues nos pone en relación con un incognoscible o un imperceptible (y no a la inversa: no porque hable de un pasado que ella ya no tendría la posibilidad de darnos a conocer). En última instancia, nada ha pasado, pero es precisamente esa nada la que nos hace decir: “¿Qué ha podido pasar para que olvide donde he puesto mis llaves, para que ya no sepa si he enviado esa carta, etc.? ¿Qué minúscula arteria ha podido romperse en mi cerebro? ¿Qué es esa nada que hace que algo haya pasado?”. La novela corta está relacionada fundamentalmente con un secreto (no con una materia o con un objeto del secreto que habría que descubrir, sino con con la forma del secreto que permanece inaccesible), mientras que el cuento está relacionado con el descubrimiento (la forma del descubrimiento, independientemente de lo que se pueda descubrir). Y también la novela corta pone en escena posturas del cuerpo y del espíritu, que son como pliegues o envolturas, mientras que el cuento pone en juego actitudes, posiciones, que son despliegues y desarrollos, incluso los más inesperados. En Barbey es muy evidente la predilección por la postura del cuerpo, es decir, por esos estados en los que el cuerpo es sorprendido cuando algo acaba de pasar. Barbey sugiere, incluso, en el prefacio de Las diabólicas, que hay un diabolismo de las posturas del cuerpo, una sexualidad, una pornografía y una escatología de esas posturas, muy diferente de las que señalan, también y al mismo tiempo, sin embargo, las actitudes o las posiciones del cuerpo. La postura es como un suspenso invertido. No se trata, pues, de remitir la novela corta al pasado, y el cuento al futuro, sino de decir que la novela corta remite en el propio presente a la dimensión formal de algo que ha pasado, incluso si ese algo no es nada o permanece incognoscible. Tampoco se intentará hacer coincidir la diferencia novela corta-cuento con categorías como las de lo fantástico, lo maravilloso, etc.: ese sería otro problema, no hay ninguna razón para que coincidan. El encadenamiento de la novela corta es el siguiente: ¿Qué ha pasado? (modalidad o expresión), Secreto (forma), Postura del cuerpo (contenido).
Vemos el caso de Fitzgerald. Es un escritor de cuentos y de novelas cortas genial. Y lo es precisamente de novelas cortas cuando se pregunta: ¿Qué ha podido pasar para que se llegue a esta situación? Sólo él ha sabido llevar esta pregunta hasta ese punto de intensidad. No es que sea una pregunta de la memoria, de la reflexión ni de la vejez o de la fatiga (mientras que el cuento sería de infancia, de acción o de ímpetu). Es verdad, sin embargo, que Fitzgerald sólo plantea su pregunta de escritor de novelas cortas cuando está personalmente gastado, cansado, enfermo, o incluso peor. Pero tampoco aquí una cosa va necesariamente unida a la otra: esta pregunta podría ser de vigor, y de amor. Y todavía lo es, incluso en esas condiciones desesperadas. Más bien habría que concebir las cosas como un asunto de percepción: entramos en una habitación y percibimos algo como dejà là, como si acabara de suceder, incluso si todavía no ha sucedido. O bien sabemos que lo que está pasando sólo pasa por última vez, se acabó. Oímos un “te quiero” que sabemos perfectamente que se dice por última vez. Semiótica perceptiva. Dios mío, ¿qué ha podido pasar, mientras que todo es y permanece imperceptible, y para que todo sea y permanezca imperceptible para siempre?

Y además no sólo hay la especificidad de la novela corta, también hay su manera específica de tratar una materia universal. Pues estamos hechos de líneas. Y no nos referimos únicamente a líneas de escritura; las líneas de escritura se conjugan con otras líneas, líneas de vida, líneas de suerte o de mala suerte, líneas que crean la variación de la propia línea de escritura, líneas que están entre las líneas escritas. Es muy posible que la novela corta tenga su manera específica de hacer surgir y de combinar esas líneas que pertenecen, sin embargo, a todo el mundo y a cualquier género. Con gran sobriedad, Vladimir Propp decía que el cuento debía definirse en función de movimientos exteriores e interiores, que él cualificaba, formalizaba y combinaba de forma específica . Nosotros quisiéramos señalar que la novela corta se define en función de líneas vivientes, líneas de carne que ella revela de forma muy especial. Marcel Arland tiene razón cuando dice de la novela corta: “Sólo son líneas puras hasta en los matices, y sólo es pura y consciente virtud del verbo” .
(…)

Segunda novela corta, “The crack up”, Fitzgerald, 1936, tr. fr. Gallimard.

¿Qué ha pasado? Ésa es la pregunta que Fitzgerald no cesa de plantear, al final, una vez dicho que “toda vida es, evidentemente, un proceso de demolición”. ¿Cómo interpretar ese “evidentemente”? En primer lugar se puede decir que la vida no cesa de aventurarse por una segmentaridad cada vez más dura y reseca. Para el escritor Fitzgerald, hay el deterioro de los viajes, con sus segmentos bien divididos. También hay, de segmentos en segmentos, la crisis económica, la pérdida de riqueza, el cansancio y el envejecimiento, el alcoholismo, el fracaso conyugal, el auge del cine, la aparición del fascismo, del estalinismo, la pérdida de éxito y de talento –justo donde Fitzgerald va a encontrar su genio–. “Grandes brotes repentinos que vienen o parecen venir del exterior”, y que proceden por cortes demasiado significantes, haciéndonos pasar de un término al otro, en “opciones” binarias sucesivas: rico-pobre… A pesar de todo, el cambio se produciría en el otro sentido, nada vendría a compensar el endurecimiento, el envejecimiento que sobrecodifica todo lo que sucede. Estamos ante una línea de segmentaridad dura, que pone en juego grandes masas, incluso si al principio era flexible.

Pero Fitzgerald dice que hay otro tipo de desmoronamiento, según otra segmentaridad completamente distinta. Ya no se trata de grandes cortes, sino de microfisuras, como en un plato, mucho más sutiles y más flexibles, y que se producen más bien cuando las cosas van mejor del otro lado. Si también hay envejecimiento en esta línea, éste no se produce de la misma manera: aquí sólo se envejece cuando no se siente ese envejecimiento en la otra línea, y uno sólo lo percibe en la otra línea cuando “eso” ya ha pasado en ésta. En tal momento, que no corresponde a las edades de al otra línea, se ha alcanzado un grado, un cuanto, una intensidad más allá de la cual ya no se podía ir. (Esta historia de intensidades es muy delicada: la intensidad más hermosa deviene nociva cuando supera nuestras fuerzas en ese momento, hay que poder soportar, estar preparado). Pero, ¿qué ha pasado? Nada asignable ni perceptible en verdad; cambios moleculares, redistribuciones de deseo que hacen que, cuando algo sucede, el yo que lo esperaba esté ya muerto, o el que tendría que esperarlo, todavía no haya llegado. Ahora, brotes y desmoronamientos en la inmanencia de un rizoma en lugar de los grandes movimientos y de los grandes cortes determinados por la transcendencia de un árbol. La fisura “se produce casi sin que uno se dé cuenta, pero se toma verdaderamente conciencia de ella de repente”. Esta línea molecular más flexible, no menos inquietante, mucho más inquietante, no es simplemente interior o personal: también pone todas las cosas en juego, pero a otra escala y bajo otras formas, con segmentaciones de otra naturaleza, rizomáticas en lugar de arborescentes. Una micropolítica.

Y luego, todavía hay una tercera línea, como una línea de ruptura, que señala la explosión de las otras dos, su choque… ¿en provecho de otra cosa? “Llegué a la conclusión de que los que habían sobrevivido habían realizado una verdadera ruptura. Ruptura quiere decir mucho y no tiene nada que ver con ruptura de cadena, en la que uno está generalmente destinado a encontrar otra cadena o a retomar la antigua”. Fitzgerald opone aquí la ruptura a los pseudocortes estructurales en las cadenas llamadas significantes. Pero también la distingue de los enlaces o de los tallos más flexibles, más subterráneos, del tipo “viaje” o incluso transportes moleculares. “La célebre Evasión o la huida lejos de todo es una excursión a una trampa, incluso si la trampa incluye los Mares del Sur, que sólo están hechos para los que quieren navegar por ellos o pintarlos. Una verdadera ruptura es algo sobre lo que no se puede volver, que es irremisible, puesto que hace que el pasado deje de existir”. ¿Es posible que los viajes sean siempre un retorno a la segmentaridad dura? ¿Viajando no nos topamos siempre con papá y mamá, y, como Melville, hasta en los Mares del Sur? ¿Rigidez muscular? ¿Hay que pensar que la segmentaridad flexible vuelve a formar microscópicamente, y miniaturizadas, las grandes figuras de las que pretendía escapar? Sobre todos los viajes pesa la frase inolvidable de Beckett: “Que yo sepa, no viajamos por el placer de viajar; somos imbéciles, pero no hasta ese punto”.
Así, pues, en la ruptura no sólo la materia del pasado se ha volatilizado, sino que la forma de lo que ha pasado, de un algo imperceptible que ha pasado en una materia volátil, ya ni siquiera existe. Uno mismo ha devenido imperceptible y clandestino en un viaje inmóvil. Ya nada puede pasar, ni haber pasado. Ya nadie puede hacer nada por mí ni contra mí. Mis territorios están fuera de alcance, y no porque sean imaginarios, al contrario: porque estoy trazándolos. Se acabaron las grandes o las pequeñas guerras. Se acabaron los viajes, siempre a remolque de algo. A fuerza de haber perdido el rostro, forma y materia, ya no tengo ningún secreto. Ya no soy más que una línea. He devenido capaz de amar, no con un amor universal abstracto, sino a aquel que voy a elegir, y que va a elegirme a mí, ciegamente, mi doble, que no tiene más yo que yo. Uno se ha salvado por amor y para el amor, abandonando el amor y el yo. Uno ya no es más que una línea abstracta, como una flecha que atraviesa el vacío. Desterritorialización absoluta. Uno ha devenido como todo el mundo, pero a la manera en que alguien no puede devenir como todo el mundo. Uno ha pintado el mundo sobre sí mismo, y no a sí mismo sobre el mundo. No debe decirse que el genio es un hombre extraordinario, ni que todo el mundo tiene genio. Genio es aquel que sabe hacer de todo-el-mundo un devenir (quizá Ulises, la ambición fallida de Joyce, medio lograda por Pound). Uno ha entrado en devenires-animales, devenires-moleculares, por último, devenires-imperceptibles. “Estaba definitivamente del otro lado de la barricada. La horrible sensación de entusiasmo continuaba (…). Trataré de ser un animal lo más correcto posible, y si me arrojáis un hueso con bastante carne encima, puede que sea incluso capaz de lamerles la mano”. ¿Por qué ese tono desesperado? La línea de ruptura o de verdadera fuga, ¿no tendría su peligro, todavía peor que los otros? Es tiempo de morir. En cualquier caso, Fitzgerald nos propone la distinción de tres líneas que nos atraviesan, y componen “una vida” (título a lo Maupassant). Línea de corte, línea de fisura, línea de ruptura. La línea de segmentaridad dura, o de corte molar; la línea de segmentación flexible, o de fisura molecular; la línea de fuga o de ruptura, abstracta, mortal y viviente, no segmentaria.

*Capítulo perteneciente a Mil Mesetas.

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